De José Sarria, Abderrahman El Fathi, Marta Querol y Sergio del Molino. De Encarna León, Inmaculada García Haro, Sonia García Soubriet, Abdellah Djbilou, Rocío Rojas-Marcos y Ahmed el Gamoun; y de Víctor Morales Lezcano, Hassan Tribak, Pepe Ponce, José L. Gómez Barceló y de Javier Otazu.
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Y más libros de Juan José Téllez, Alfredo Taján, José Sarria, Manuel Gahete, Tahar Ben Jelloun o Najat el Hachmi. De Julio Rabadán, Salvador López Becerra y Pedro Delgado.
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“…en esta novela (El libro de las palabras robadas), la ciudad es un lugar de contrabando, y en este caso, de un valioso libro, que contiene lo prohibido y, por consiguiente, debe estar protegido. Tánger y Dalila, ciudad y mujer son las encargadas de guardar este libro secreto; Dalila es una mujer extremadamente bella, como la ciudad:
<Era una mujer magnífica, en todos los sentidos. Y durante estos años he visto crecer a Sara, y, mientras era niña florecía, Tánger se marchitaba. Cuando Dalila murió, la ciudad se hizo más triste, y eso es verdad… Así es la vida, Elio, una sucesión de pequeños acontecimientos que llenan nuestro vacío…>
La ciudad está en estrecha relación con el resplandor de Dalila, personaje muerto, que revive en el recuerdo de Elio y que es recordada como tantos otros acontecimientos que ocurren en la vida de una persona. Aunque se marchitaba cuando la hija de Dalila crecía, como si Sara se alimentara de la belleza de la ciudad, simboliza el sueño inalcanzable o la mujer idealizada e imposible, la integridad ética, y Tánger se convierte en la guardiana final del códice porque siendo el paraíso anhelado de los protagonistas, ha de ser también el último refugio contra el mal. Elio vuelve a Tánger al final de una etapa de vacío y aturdimiento para vivir en paz con Sara.
<Lo que iba a ser un viaje relámpago se convirtió en toda una experiencia vital. Fue una vida irrepetible, idílica, bohemia. El Café Hafa se convirtió en el mejor lugar para ver la puesta de sol, siempre con un té humeante en la mesa y algo de kif. Se trataba únicamente de estar juntos en aquella casa y sumergirse en otro libro que revivía a través del códice. Fueron decenas de exquisiteces, de obras maestras.>
El hecho de no quedarse en Málaga es sinónimo de una atracción por la ciudad del Estrecho y el preciado códice. No se presentan lugares de encuentro, salvo la avenida principal: el bulevar, la casa de Marshan de Dalila Beniflah: <preguntó entonces a dónde debía levarlo, y el joven le indicó la dirección, en el barrio del Marshan. Por supuesto, la casa de la señorita Beniflah, respondió con cierta suficiencia. Condujo en silencio, Tánger se metía por los cinco sentidos, y el joven recién llegado aspiraba la esencia de la ciudad intuyendo que era un lugar del que iba a tardar en marcharse…>.”
SERGIO BARCE Y RANDA JEBROUNI
En 1962, la novela Se enciende y se apaga una luz del escritor tangerino Ángel Vázquez, resultó finalista del Premio Planeta. No era la primera vez que Vázquez se quedaba a las puertas de un galardón. Ya en 1956 su novelita El cuarto de los niños ocupó el mismo lugar junto a otras dos en el Premio Sésamo de Novela Corta y en 1960 ocurre lo mismo con su relato Reuma en el concurso de cuentos organizado por la revista Blanco y Negro. Sin embargo, aquel año el Premio Planeta dio un giro imprevisto y por motivos administrativos (presentación simultánea a otro concurso) tal y como lo explica Rafael Vázquez Zamora, la novela El sol y las bestias de Concha Alós queda eliminada y se proclama ganador al finalista Ángel Vázquez.
Emilio Sanz de Soto recuerda que al hablar de Se enciende y se apaga una luz, Ángel Vázquez decía: “Nada más volverla a hojear me entran ganas de vomitar”. En su opinión, sobre esta novela –totalmente ajena a lo que entonces se escribía en España-, el único que supo adivinar (en su crítica) valores literarios muy personales, fue Antonio Tovar.
Eduardo Haro Tecglen, que fue director del Diario España, en Tánger, y amigo de Vázquez, recuerda numerosas anécdotas del escritor:
<Vázquez no echaba las cartas. No las suyas, que no las escribía nunca; las de los lugares donde trabajaba. Otro amigo nuestro, el abogado Torrabadella, le colocó en su despacho. Todos los días, a la hora de salir, le daba el manojo de cartas del día y el dinero para el franqueo. Antonio Ángel iba pasando por los bares, bebiendo poco a poco el dinero de los sellos. Al final llegaba a Correos, con cartas pero sin dinero: las tiraba a la alcantarilla. Se perdían plazos, citaciones, comparecencias, minutas, peticiones, para siempre>.