Archivo de la etiqueta: Juan Pablo Caja

COMPARTIENDO ESPACIO CON LOS AMIGOS

Sigo colgando en mi blog imágenes pertenecientes a lmi biblioteca en las que alguna de mis obras acompaña a los títulos de buenos y queridos amigos escritores.

Hoy: mi novela Sombras en sepia (Pre-Textos), junto a La sociedad Transatlántica, de Alfredo Taján;  Horas muertas, de José A. Garriga Vela, y al lado de Los espejos que se miran, de Felicidad Batista. 

Mi libro de relatos Una puerta pintada de azul, posando con Nadie salva a las rosasde Youssef El Maimouni; Quebdani, de Antonio Abad, y junto a Del silencio, de Sergi Bellver.

Y mi novela El laberinto de Max, junto a Aixa, el cielo de Pandora, de Mohamed Bouissef Rekab; Cádiz y la otra orilla, a sorbos de a-mar y versos, de Yolanda Aldón, y junto a Relatos de vinilo, cinta magnética y celuloide, de Juan Pablo Caja.

 

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LAS LLAMAS NO PODRÁN CON LA LIBRERÍA PROTEO DE MÁLAGA

Abderrahman El Fathi, Ahmed El Gamoun, Ahmed Mgara, Ahmed Oubali, Alberto Gómez Font, Alfredo Taján, Alice Wagner, Alicia Acosta, Alicia Muñoz Alabau, Ana Añón, Antonio Abad, Antonio Bravo Nieto, Antonio Fontana, Antonio García Velasco, Antonio Herráiz, Antonio Lozano, Antonio J. Quesada, Aurora Gámez, Aziz Amahjour, Bernabé López García, Carlos Salazar Fraile, Carlos Tessainer, Carmen Enciso, Cecilia Molinero, Cristián Ricci, Cristina Martínez Martín, David Rocha, Eloísa Navas, Emilia Luna, Encarna León, Enrique Baena, Enrique Lomas, Farid Othman Bentria Ramos, Felicidad Batista, Fernando Castillo, Fernando de Ágreda, Fernando Tresviernes, Francisco Morales, Francisco Muñoz Soler, Francisco Ruiz Noguera, Francisco Selva, Fuensanta Niñirola, Guillermo Busutil, Herminia Luque, Hipólito Esteban Soler, Inmaculada García Haro, Iñaki Martínez, Javier Lacomba, Javier Otazu, Javier Rioyo, Javier Valenzuela, Jes Lavado, José A. Garriga Vela, José Mª Lizundia, José F. Martín Caparrós, José L. Gómez Barceló, José L. Ibáñez Salas, José L. Pérez Fuillerat, José L. Rosas, José A. Santano, José Sarria, Juan Clemente Sánchez, Juan Gavilán, Juan Goytisolo, Juan José Téllez, Juan Pablo Caja, Julio Rabadán, Laila Karrouch, León Cohen Mesonero, Leonor Merino, Lorenzo Silva, Luis María Cazorla, Luis Leante, Luis Salvago, Manuel Gahete, Marceliano Galiano, Marcos Ana, María Sangüesa, Mario Castillo del Pino, Miguel Romero Esteo, Mohamed Abrighach, Mohamed Akalay, Mohamed Bouissef Rekab, Mohamed Chakor, Mohamed El Morabet, Mohamed Lahchiri, Mohamed Sibari, Miguel Sáenz, Miguel Torres López de Uralde, Miguel Angel Moreta Lara, Montserrat Claros, Mustafa Busfeha, Pablo Aranda, Pablo Macías, Pablo Martín Carbajal, Paloma Fernández Gomá, Patrick Tuite Briales, Paula Carbonell, Pedro Delgado, Pedro Munar, Pedro Pujante, Pepe Ponce, Presina Pereiro, Rafael Ballesteros, Ramón Buenaventura, Randa Jebrouni, Remedios Sánchez García, Roberto Novella, Rocío Rojas-Marcos, Sahida Hamido, Said El Kadaoui, Saljo Bellver, Salvador López Becerra, Santos Moreno, Sergio del Molino, Sonia García Soubriet, Susana Gisbert, Tahar ben Jelloun, Tomás Ramírez, Víctor Morales Lezcano, Víctor Pérez, Yolanda Aldón y Zoubida Boughaba Maleem.

Todos estos autores podéis encontrarlos en la página web de la Librería Proteo, de Málaga, que, como ya sabéis ha sufrido un grave incendio.

Librería Proteo necesita nuestra ayuda. Con todos estos autores que he mencionado me une algo, vínculos afectivos y de amistad en unos casos o eventos compartidos en otros. Por eso destaco sus nombres. Y para ayudar a la Librería Proteo, que tanto significa para Málaga y para nuestras vidas, que es además la sede de Ediciones del Genal, con quien he venido publicando mis últimos títulos, os pido que compréis al menos un libro de cualquier de estos escritores, el que más os guste o al que queráis descubrir por primera vez, y que la compra la hagáis a través de la web de Librería Proteo, que os indico:

https://www.libreriaproteo.com/

Entre todos, la librería Proteo de Málaga va a renacer, y entre todos vamos a ayudarles a que vuelva a señorear como ha hecho en estos cincuenta años. Durante la dictadura fue el lugar donde poder hallar los libros prohibidos y censurados, el refugio de quienes buscábamos aire puro. Tenemos que reencontrarnos de nuevo entre sus estanterías, abriendo los libros que se exponen, oliendo las páginas recién editadas, hallando nuevas aventuras en las que embarcarnos… 

Sergio Barce, mayo 2021

 

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EN LA HORA ÚLTIMA DE JEAN-CLAUDE CARRIÈRE

Hace apenas unos días falleció el gran actor Christopher Plummer (os recomiendo una de sus grandes últimas interpretaciones “Remember”, de Atom Egoyan, que podéis encontrar en Filmin).

Y hoy, como si asistiésemos a la desaparición paulatina, inexorable y dolorosa de todas nuestras referencias culturales, nos ha dicho adiós uno de los últimos genios: Jean-Claude Carrière.

Tal y como me ocurrió en enero de 2013, hoy tampoco he podido evitar la tentación de acudir a mi amigo Juan Pablo Caja –del que tenéis un link de enlace desde este blog- y vuelvo a colgar esta entrevista que le realizó a Jean-Claude Carrière. Pero ya decía entonces que Juan Pablo lo explica mejor que yo… Que disfrutéis de nuevo con la entrevista.

Sergio Barce, febrero 2021

 “Tenemos que hacer cualquier cosa, menos cualquier cosa”

En noviembre de 2011, Jean-Claude Carrière, de paso por Barcelona, tuvo la amabilidad de visitar el Club Pickwick, despacho y plató ocasional de la productora Pickwick Films, para grabar una serie de breves intervenciones para el programa “Amb Filosofia”, espacio de divulgación filosófica que se emite por el Canal 33 de la televisión autonómica catalana. Aprovechando la visita, y como preparación a la grabación de las tomas para el programa, tuvimos también la fortuna de poder grabar esta conversación con el periodista Emilio Manzano (presentador y director de “Amb filosofia”): casi una hora de entrevista en la que nos habla de Buñuel, de su relación con España (acababa de publicarse el libro “Para matar el recuerdo”, las memorias españolas de Carrière), de cine, del Quijote como oráculo, y de otras cosas que encontraréis en este vídeo, inédito hasta el momento, y que compartimos ahora en la red entre amigos y seguidores del programa y de Pickwick Films, nuestra productora… en fin, para los que estuvimos allí, una velada que vivirá en el recuerdo y que rematamos con buen vino del Bierzo, callos, sobrasada mallorquina, y amena charla con un siempre agudo, fascinante, charmant, Jean-Claude Carrière. Espero que os interese.

Juan Pablo Caja

AQUÍ TENEÍS EL ENLACE PARA VER LA ENTREVISTA:

JEAN-CLAUDE CARRIÈRE (1931) fue uno de los máximos exponentes del surrealismo francés. Se graduó en Literatura e Historia.

Uno de los guionistas más emblemáticos e influyentes del cine europeo, trabajó con Luis Buñuel en “Diario de una camarera” (Le journal d´une femme de chambre, 1964), “Belle de jour” (1967), “La vía láctea” (La voie lactée, 1969), “El discreto encanto de la burguesía” (Le charme discret de la bourgeoisie, 1972), “El fantasma de la libertad” (Le fantôme de la liberté, 1974) y “Ese oscuro objeto del deseo” (1977).

También ha colaborado con Luis García Berlanga en “Tamaño natural” (1973).

Otros guiones suyos son: “La piscina” (La piscina, 1969) de Jacques Deray, “Viva María!” (1965) y “Milou en mayo” (Milou en mai, 1990) dirigidas por Louis Malle,  ”El tambor de hojalata” (De blechtrommel, 1979), “El ogro” (Der unhold, 1996) y “Círculo de engaños” (Die fälschung, 1981) las tres de Volker Schlöndorff, “El regreso de Martin Guerre” (Le retour de Martin Guerre, 1982) de Daniel Vigne, “Antonieta” (1982) de Carlos Saura, “La insoportable levedad del ser” (The unbearable lightness of being, 1988) de Philip Kaufman, “Valmont” (1989) y “Los fantasmas de Goya” (2006) ambas de Milos Forman, “Cyrano de Bergerac” (1990) y “El húsar en el tejado” (Le hussard sur le toit, 1995) las dos de Jean-Paul Rappeneau, y “La artista y la modelo” (2012) de Fernando Trueba.

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AMIGOS EN MI BIBLIOTECA

Algunos de los libros de mi biblioteca. Libros escritos por autores que son mis amigos o que hemos compartido algunos buenos momentos o con los que me une alguna afinidad.

Ahí tenéis títulos de Mohamed El Morabet, José A. Garriga Vela, Antonio Lozano, Miguel Torres López de Uralde y Antonio Fontana.

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De José Sarria, Abderrahman El Fathi, Marta Querol y Sergio del Molino.  De Encarna León, Inmaculada García Haro, Sonia García Soubriet, Abdellah Djbilou, Rocío Rojas-Marcos y Ahmed el Gamoun; y de Víctor Morales Lezcano, Hassan Tribak, Pepe Ponce, José L. Gómez Barceló y de Javier Otazu.  

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Obras de Farid Othman Bentria Ramos, Antonio Abad, Yolanda Aldón, Zoubida Boughaba Maleen, Pablo Aranda y Ana Añón. Junto a los de Javier Valenzuela, Peter Viertel (con traducción de Marcos Rodríguez y Carmen Acuña), Miguel Romero Esteo, Pedro Pujante y Mohamed Sibari; y a los de Mohamed Akalay, José L. Pérez Fuillerat, Presina Pereiro, León Cohen y Víctor Pérez.

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Y más libros de Juan José Téllez, Alfredo Taján, José Sarria, Manuel Gahete, Tahar Ben Jelloun o Najat el Hachmi. De Julio Rabadán, Salvador López Becerra y Pedro Delgado.

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Están los libros de Herminia Luque, Emy Luna, Iñaki Martínez, José F. Martín Caparrós y Luis Mateo Díez. Y de Felicidad Batista, Saljo Bellver, Mohamed Chakor, Mohamed Abrighach y Mario Castillo del Pino.

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Libros de María Dolores López Enamorado, Paloma Fernández Gomá, Lorenzo Silva, Ahmed Mgara y Pedro Munar. De Cristina Martínez Martín, Mohamed Lahchiri, Juan Goytisolo, Alicia González Díaz y José García Gálvez. 

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Títulos de Mohamed Bouissef Rekab, Juan Pablo Caja, Mohamed Laabi, Guillermo Busutil y Ramón Buenaventura. También de Abdellatif Limami, Aziz Tazi, Abdelmawla Ziati, Roberto Novella, José Sarria, Manuel Gahete y Abderrahman Jebari. Junto a otros de Luis Leante, Laila Karrouch, Mohamed Abid, Said Jedidi y Pablo Martín Carbajal.

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Al lado de Sara Fereres, Santos Moreno, Francisco Morales Lomas, Abdel Rusi el Hassani y Mohamed Mrabet (con traducción de Albert Mrteh); y de Rocío Rojas Marcos, Ahmed Oubali, Pedro Delgado, Fernando Castillo y Luis María Cazorla.

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Libros de Randa Jebrouni, Jess Lavado, Carlos Tessainer, Eloísa Navas, Alicia Muñoz Alabau, y de Hipólito Esteban Soler, Fuensanta Niñirola, Susana Gisbert Grifo y libros de la Generación BiblioCafé.

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Libros muy especiales de mi biblioteca porque a la creación se une el elemento personal y afectivo.

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«LA LIBRERÍA DEL TÍO HUGO», UN RELATO DE SERGIO BARCE

Cuarto relato que os traigo para que paséis un rato de lectura agradable durante el tiempo muerto de este encierro que, a veces, se hace infinito, y quizá logre envolveros con esta historia llena de romanticismo, libros y  magia. Y que es, además, un homenaje a las librerías, tan necesitadas estos días de nuestro mimo y apoyo. 

Se titula La Librería del tío Hugo. Se publicó en 2016 en un libro de cuentos colectivo, en una edición delicada y muy cuidada de Espai Literari, de Barcelona, y con un título verdaderamente sugerente (que se corresponde con el primero de los relatos del volumen, escrito por Mauricio Bernal): Me estás pisando el Chéjov.

ME ESTÁS PISANDO EL CHÉJOV portada

El libro reúne 13 relatos de otros tantos autores. La portada es igualmente un acierto, muy elegante, diseñada por Josep Vila Fisas, y todos los cuentos, sin excepción, son magníficos. Entre los autores, mi entrañable amigo Juan Pablo Caja.

Os dejo el enlace donde podéis encontrar el libro, y toda la información sobre la librería y editorial Espai Literari, fundada por Inma Santos y Aureli Vázquez:

https://www.espailiterari.com/producto/me-estas-pisando-el-chejov-13-relatos-sobre-librerias-vvaa/

LA LIBRERÍA DEL TÍO HUGO

por Sergio Barce

    Durante ocho meses, Cairo vivió en la casa de su tío Hugo. Fue el tiempo que tardó su madre en encontrar trabajo en Barcelona después de su separación. Por entonces, Cairo tenía diez años y ningún amigo en esa barriada. Cuando por las tardes llegaba del colegio, su madre lo esperaba con la merienda preparada, hacían los deberes juntos y solo entonces bajaba a la librería de su tío para hacerle compañía hasta la hora de cierre. El negocio estaba en el mismo edificio donde residían.

   La librería de su tío Hugo era bastante extraña. Apenas tenía cincuenta metros cuadrados, y se componía de un expositor giratorio con unos libros a los que nadie prestaba la más mínima atención, un mostrador de madera y, detrás, un sillón en el que su tío se arrellanaba aguardando la llegada de algún cliente. A su lado, el taburete en el que se sentaba Cairo. Las paredes del local estaban ocultas tras unas puertas de madera, que iban del suelo al techo y ocupaban todo el perímetro, puertas que permanecían cerradas bajo llave en todo momento. Tras las puertas, Cairo sabía que estaban los libros en venta, pero, curiosamente, sólo llegó a ver los que su tío sacaba de los muebles empotrados cuando alguien se los pedía. Los observaba hablar entre ellos, casi en susurros, y el tío Hugo, sin decir nada, se giraba sobre los talones y hacía un ágil movimiento con el cuerpo, como si la alegría le obligara a dar unos pasos de baile, igual que hacía Fred Astaire. Luego, sacaba la llave maestra que guardaba en el bolsillo de su chaqueta de pana, abría una de las puertas y sacaba el libro que correspondiera; en seguida, cerraba el armario con llave y regresaba como marcando los compases de un vals. Cairo, pese a que estiraba el cuello con todas sus fuerzas tratando de escudriñar por encima de su tío, jamás pudo ver el interior de los armarios.  

   Había un rótulo sobre la puerta, de piedra, y las letras sobresalían en relieve. La librería se llamaba Librería, sin más. En el pequeño escaparate, sobrio pero sin embargo acogedor quizá por el color envejecido de la madera, únicamente se exhibía una antigua máquina de escribir Underwood que el tío Hugo limpiaba cada mañana a conciencia antes de abrir al público. Era sin duda un local espartano, sin un atractivo especial. Pese a esa apariencia, no había un solo día que no entrara alguien buscando un libro.

  Cuando Cairo recibió la llamada de teléfono, recordó de inmediato todo aquello, y con qué afecto lo trató el tío Hugo durante los meses que vivieron en su casa.

  -Te regalaré algo que hará de ti un hombre feliz –le dijo su tío el último día que pasaron juntos en la librería. En aquel momento, Cairo creyó que se refería a alguna sorpresa que le daría al día siguiente, cuando su madre y él partieran de viaje, pero no ocurrió nada en la despedida y se olvidó de aquella promesa que ahora, sin saber por qué, recuperaba su memoria.

  Pero, por encima de todo, se acordaba de los días pasados en el interior de la Librería, cuando el tío Hugo lo ayudaba a encaramarse en el taburete, y se quedaban entonces en silencio esperando a que entrara algún cliente de última hora. Pensó en la caja registradora, un armatoste gris con teclas enormes y una palanca a la derecha de la que había que dar un tirón para que el cajón con el dinero se abriera a la vez que sonaba una campanilla. Era una caja registradora excesiva para aquel negocio. Cuando lo hacía su tío, la palanca parecía deslizarse con suavidad, pero cuando era Cairo quien la manejaba el brazo metálico se resistía y resollaba con fatiga como un artilugio oxidado. Le gustaba que su tío le dejara cobrar a los clientes. En realidad, le pagaban y él le entregada el dinero a su tío, y su tío le devolvía el cambio para que Cairo, a su vez, se lo diera al comprador.

 De pronto, le asaltó la certeza de que nunca oyó realmente a ninguno de aquellos sigilosos clientes de la librería solicitar algo en concreto. Le llegaron vagamente las palabras apenas esbozadas, las respuestas del tío Hugo con un ademán o un gesto, alguna sílaba afirmativa, una despedida efusiva del comprador que había  encontrado el título largamente anhelado, los apretones de manos, ardientes, y aquellos abrazos de las mujeres que besaban al tío Hugo como si les hubiera revelado el secreto de sus vidas. Le resultó excitante darse cuenta de todos esos detalles justo en ese momento, cuando escuchaba al teléfono la voz del notario que le explicaba los trámites que debía seguir.

  Sólo estuvo con su tío Hugo aquellos ocho meses. Nunca lo había visto antes hasta que su madre y él hubieron de alojarse en su casa, y no volvería a verlo nunca más desde que se marcharon a Barcelona, a la calle Muntaner número 38. Sin embargo, Cairo era capaz de verlo con nitidez si cerraba los ojos. De los hombros de su figura espigada, la de un hombre alto y delgado, que, aun en su desaliño habitual, transmitía una elegancia de aristócrata, colgaba una chaqueta de pana marrón, que solía combinar con una camisa de franela a cuadros y pantalones oscuros. Tenía los ojos del color del acero, pero no eran nada fríos. Cuando lo miraba, Cairo se sentía protegido. Hablaban poco cuando estaban juntos en la librería, pero sí que lo hacían durante la cena, y entonces el tío Hugo le contaba anécdotas de sus viajes por China y por la India, y Cairo acababa preguntándole si había estado en El Cairo, y el tío Hugo le daba siempre la misma respuesta: cuando vaya a Egipto, me acompañarás para que veas la ciudad de tu nombre; pero ahora, acábate el postre. Y él se iba a la cama imaginando cómo sería ese viaje al país de las pirámides. Años después, su madre le revelaría que su hermano jamás había viajado, y dudaba incluso de que el tío Hugo se hubiera alejado alguna vez de su librería más allá de unos pocos kilómetros.

  Cuando colgó el teléfono, Cairo temblaba levemente, asido por la sorpresa de una emoción que le sobrepasaba. Miró a su alrededor. Sabía que se macharía de allí y que ya nunca volvería. Esa certeza le sobrecogió, como si se diera cuenta de que alguien decidía por él. Descolgó el auricular y marcó el número de su madre. Ya era una mujer mayor que se movía con dificultad pero que había decidido vivir sola desde el mismo instante en el que Cairo comenzó a trabajar en una consignataria, hacía ya más de quince años de eso. Le preguntó por qué no le había dicho nada antes, y ella se encogió de hombros al otro lado del teléfono. Su madre y el resto de sus hermanos lo habían dejado todo en manos del notario. Cairo le preguntó por qué razón el tío Hugo le habría legado la librería a él y no a uno de ellos. Su madre se limitó a responderle que a ninguno le había interesado jamás aquel desastroso negocio; además, añadió en seguida, Hugo siempre te quiso a ti más que a nadie.

  -Todo está escrito. Absolutamente todo –era una frase que su tío Hugo le repetía una y otra vez, como si pretendiera inocularle esa idea. Y ahora pensó en ella con especial intensidad.

  Por alguna razón inextricable, Cairo sabía qué era lo que tenía que hacer y, sin pestañear, dejó su puesto en la agencia ante la incredulidad de sus compañeros, renunciando incluso a una parte de la indemnización que le correspondía, y así abandonó Barcelona.

  Aquella mañana, abrió temprano. Lo primero que hizo fue limpiar la Underwood del escaparate hasta dejarla perfecta. Barrió, quitó el polvo y comprobó que la vieja caja registradora seguía funcionando. Cairo lo hacía todo con una sonrisa irreprimible. Se asomó a la calle. La temperatura era agradable y olía a verano. Al volver a entrar en el local, se fijó en el expositor giratorio. Allí seguían colocados los mismos libros de su niñez de los que nadie se había interesado nunca, ni uno más ni uno menos, como si fuesen una parte de la estructura del inmueble. Pasó los dedos por sus solapas, pero se limitó a eso y los dejó tal cual. Luego, rodeó el mostrador y se arrellanó en el sillón, como hacía el tío Hugo. Al introducir la mano en el bolsillo de su chaqueta, notó la llave maestra de los armarios que le había entregado el notario junto a las del local. Se dio cuenta en ese instante de que todavía no había abierto ninguna de las puertas y de que no sentía necesidad alguna de comprobar qué libros había allí almacenados, ni siquiera le preocupaba hacer inventario o indagar cuáles eran los distribuidores con los que trabajaba habitualmente el tío Hugo. Simplemente se quedó quieto, vigilando la puerta de entrada, con una paz interior que jamás había experimentado salvo cuando de niño su tío lo miraba con aquellos ojos de acero que le hacían sentirse tan protegido.

  A las diez de la mañana entró el primer cliente. Era un anciano que Cairo  reconoció al instante, uno habitual de aquellos tiempos que solía comprar un libro cada semana. Antes de que el hombre llegara al mostrador, él se giró sobre los talones y, haciendo un ágil movimiento con el cuerpo, como si la alegría le obligara a dar unos pasos de baile, igual que hacía Fred Astaire,sacó la llave maestra, abrió una de las puertas de madera y vio las baldas vacías del interior. Sin embargo, en el centro había un solo libro y lo cogió sin dudarlo. Luego cerró el armario y volvió a girarse con la misma destreza de antes, como marcando el compás de un vals. Depositó el libro en el mostrador, y el anciano entornó los ojos.

  -Por fin –musitó, y le dio las gracias en voz baja, como si rezara una breve plegaria.

 Le abonó el importe exacto. Al tirar de la palanca de la caja registradora, Cairo notó que no se le resistía y que bajaba suavemente. Mientras, el hombre se alejaba y Cairo creyó que ahora caminaba con más agilidad, como si hubiera rejuvenecido. En cuanto volvió a quedarse solo, se alegró sinceramente de haber tomado la decisión de hacerse cargo del negocio del tío Hugo.

  Fue un día movido. No cesaba de entrar gente a la Librería, como impelidos por la necesidad, igual que viajeros que atravesaran el desierto y que, por fin, encontraban un oasis donde poder saciar su sed con agua fresca. La campanilla de la caja registradora no dejaba de sonar.

  A las dos menos cuarto la vio entrar y fue como si ya nada tuviera importancia salvo ella. Era una mujer apenas dos o tres años más joven que Cairo. Poseía unos ojos radiantes que obligaban a mirarlos con fijación. La observó acercarse  bamboleando la cintura como el péndulo de un reloj antiguo, o eso le pareció a Cairo. Ella apoyó las manos en el mostrador de madera en cuanto se detuvo, frente a él, y Cairo descubrió que en su rostro había un rictus de apremio.

 -Después de tantos meses cerrado, había decidido que, si hoy no encontraba la librería abierta al público, ya no volvería nunca más… -dijo con alivio, y sus labios dibujaron una sonrisa tímida pero tan sugerente que hacía pensar en el amanecer.

 Cairo también sonrió, sintiendo que llevaba toda la vida esperándola, y eso era una certeza que no admitía ninguna duda. Ella se presentó: me llamo Felicidad. Luego, intentó decir el título del libro que deseaba, pero Cairo levantó una mano para que no siguiera hablando y se limitó a informarle, casi en susurros:

  -Ya ha llegado.

  Y, sin añadir una palabra, se giró sobre los talones y, haciendo un ágil movimiento con el cuerpo, como si la alegría le obligara a dar unos pasos de baile, y ahora sí que era la alegría la que le obligaba a hacerlo, se acercó hasta la puerta que estaba junto al escaparate, la abrió y cogió el único libro que había en esos estantes. Volvió a cerrar echando la llave, y regresó sobre sus pasos, al compás de un vals imaginario. Deslizó el libro por el mostrador, empujándolo suavemente, y vio cómo los ojos de Felicidad se llenaban de lágrimas. Luego pagó, y Cairo le devolvió el cambio. Mientras cerraba la caja, ella sujetó el volumen con las dos manos y se lo llevó al pecho.

 -Volveré en pocos días –anunció, y ahora sus labios se abrieron en una nueva sonrisa ya nada tímida, como si fuesen los pétalos de una flor.

  -Te esperaré. Como siempre he hecho –se oyó responder Cairo con un aplomo que no reconocía.

 Sorprendentemente, Felicidad asintió con un movimiento de cabeza, notando la intensidad de la miraba de Cairo, y se ruborizó.

  -¿Crees en el destino? –inquirió ella-. Si hubiera decidido venir ayer por última vez en lugar de hoy, no nos habríamos conocido…

  -Todo está escrito. Absolutamente todo –remedó Cairo pensando en su tío Hugo.

   La vio salir, y notó que un aroma a azahar se había instalado en el local. Al sentarse en el sillón, fue consciente de que todo había cambiado en su vida. Le dolía el pecho, pero era un dolor que no querría que lo abandonara nunca, un nudo ardiente que le oprimía igual que un abrazo. Se sentía tan bien que, por un segundo, temió estar soñando.

  Cuando al rato entró aquella pareja, intuyó de inmediato cuál era el libro que venían buscando y cuál era el armario que debía de abrir. Nunca sabría por qué motivo él conocía esos detalles, ni tampoco por qué misteriosa razón los títulos que los clientes ansiaban siempre se encontraban disponibles en la Librería, pero nada de eso le causaba angustia ni tampoco inquietud. Todo estaba escrito, absolutamente todo. Incluso que ella volvería a la semana siguiente, que él le daría el libro de Benedetti que venía a recoger, sin que tuviera que pedírselo siquiera, y que Felicidad jamás saldría ya de su vida.

 -Te regalaré algo que hará de ti un hombre feliz –le había prometido su tío Hugo treinta años atrás, y ahora le parecía a Cairo que entonces su tío jugaba con las palabras igual que un prestidigitador, y pensó que tal vez fuera porque sabía que eso también estaba escrito.

La lista de los autores que forman parte de Me estás pisando el Chéjov es la siguiente: Mauricio Bernal, Juan Pablo Caja, Josep Camps, Débora Castillo, Carles Chacón, Inma Santos, Raúl Montilla, Gabriela Polanco, Victòria Prat, Óscar Royo, Aureli Vázquez, Josep Vila (de los textos) y yo.

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