En 2015, escribí lo siguiente: <En El último patriarca, Najat el Hachmi, nos relata las peripecias de Mimoun, un emigrante marroquí que, salido de un aduar, emigra a Cataluña, y durante años asistimos a sus continuos devaneos entre lo que es y lo que querría ser. Relatado en su mayor parte en primera persona, como si la historia nos la contara la hija de Mimoun, vamos descubriendo de su mano a una personalidad atormentada, la de un hombre que vive entre dos mundos: el que representa su aduar y la familia que queda en Marruecos, en la que el peso de la tradición es casi asfixiante, y el que representa su vida de emigrante en la península, en la que, por el contrario, hay una lucha interna entre lo que ha dejado atrás, su cultura marroquí, y la nueva sociedad en la que trata de integrarse y que le abre otro futuro que, sin embargo, no deja de chocar frontalmente con su forma de ser. (…) También trata sobre el oprobio al que se somete a la mujer marroquí por parte de ese tipo de hombre anclado en una concepción arcaica de la superioridad masculina.>
Os dejo el enlace sobre la reseña de ese libro, por si os interesase:
https://sergiobarce.blog/2015/08/24/el-ultimo-patriarca-lultim-patriarca-2008-una-novela-de-najat-el-hachmi/
Ahora, acabo de leer su nueva novela, El lunes nos querrán, con el que El Hachmi ha obtenido el Premio Nadal de este año. De alguna manera, este libro podría ser casi una continuación de aquél o una aproximación al mismo tema desde otra perspectiva. De nuevo nos hallamos ante una historia contada en primera persona por una joven, pero la diferencia es que no relata la vida de su padre, de su patriarca, como en aquélla, sino la suya propia y la de dos de sus amigas, otra cara de la misma piedra poliédrica. No es ya una familia que llega de Marruecos y trata de adaptarse, sino de unos personajes femeninos cuyas familias son de origen marroquí y religión musulmana que ya han crecido en España, que se sienten españoles, y, sin embargo, han de hacer un esfuerzo sobrehumano para sentirse integrados en una sociedad que, pese a todo, sigue considerándolos extranjeros, emigrantes, aunque lleven toda la vida aquí, que las obligan no solo a superar las barreras ya difíciles para cualquier mujer sino algunas más, y, para más inri, han de soportar sobre los hombros la cultura ancestral de los orígenes familiares, que sigue ahí, representada por los padres y abuelos, refugiados en sus costumbres, las mujeres mayores aisladas del mundo exterior por las normas machistas impuestas por sus hombres. Es como un círculo vicioso del que es muy complicado salir. Y eso es lo que relata El Hachmi con una sencillez encomiable y con un gran conocimiento de esos obstáculos casi insalvables ante los que han de enfrentarse estas mujeres.
“Esa Navidad fue de las más oscuras que recuerdo. No te lo conté porque ese tipo de cosas no se las contabas a nadie. Hacía frío y había nevado y la nieve se había quedado helada en las aceras. Un día que había ido al centro a por algo que me había encargado mi madre, me entretuve paseando por las calles y encontré una tienda de ropa de segunda mano. Entré y el que atendía era árabe. Me miraba muy fijamente a los ojos, y yo no sabía si tenía que bajar la mirada o no. Me probé un peto tejano ajustado y cuando me vio salir del probador me dijo: gírate. Y yo me giré. Estábamos solos en la tienda. Antes de entrar en los probadores él había cerrado la puerta, había girado el cartelito, y los que pasaban ya no leían <abierto>. No sabía muy bien lo que estaba pasando, pero sentía que me inundaba con sus ojos, y al girarme me miraba el culo y se mordía un labio y hacía todos esos sonidos aspirados de cuando una mujer les gusta. Por un momento se me pasó por la cabeza que, si quería, podía hacerlo allí mismo, con ese desconocido del que no sabía ni el nombre. Y no ocurriría nada. Había perdido lo único que me impedía hacerlo con quien quisiera, ya no tenía que preservar nada, estaba estrenada. Allí mismo había un sofá cubierto con telas estampadas que no se veía desde fuera. Todo dependía de mí, podía hacer lo que quisiera. Le sostuve la mirada como no se la había sostenido a ningún hombre y él también me la aguantó. Con una media sonrisa. Rozándome a veces sin querer cuando me daba algo que podía quedarme bien. Trajo un vestido escotado y luego dijo: no, mejor los tejanos, y en sus ojos veía el deseo, y el mío no era otra cosa que un reflejo del suyo.
No lo hice. Salí con una excitación que me ahogaba y volví a casa tan deprisa como pude. Al cabo de un rato llegó mi padre y empezó a gritar. Nada que me sorprendiera, pero era Navidad y hacía frío y la nieve se había helado en las aceras. Desde mi habitación pude escuchar algo más, un gemido medio ahogado que era la voz de mi madre diciendo para, anda, para, que no te he hecho nada. Mi madre parecía una niña pequeña. Cuando salí a ver lo que pasaba él la estaba golpeando en la espalda con los puños mientras ella se encogía sobre sí misma. Pensé que toda esa carne que se le había ido acumulando con los años era como una coraza. Pero no lo era porque las corazas no sienten dolor y la espalda de mi madre sí. No pude callarme como había hecho otras veces, le grité que parara, que parara, que parara. También gritaron mis hermanos, los dos mayores. Los pequeños tenían miedo y se habían escondido en la habitación tapándose los oídos. Mi padre repetía que no nos metiéramos, que era una puta, que la había descubierto coqueteando con el vecino.
Cuando acabó se fue y no supe cómo mirar a mi madre. Se puso a recoger la ropa que había quedado esparcida por el suelo después de que él le tirara el cesto. Y otra vez la culpa. Que Dios me castigaba por todo lo que había hecho. Que todas las mujeres iríamos al infierno, aunque el infierno ya empezaba en vida. Me dio tanta rabia que me puse a escribir. Pero en vez de hacerlo sobre el padre que gritaba y pegaba y veía amantes de su mujer por todas partes, me inventé la historia de amor de una chica de nuestro pueblo que perdía la virginidad entre brotes de menta, bajo la lluvia, y el chico del que estaba enamorada huía al extranjero y la dejaba abandonada. Al final, cuando la repudiaban por no ser virgen, el padre le daba una paliza y ella sentía un dolor punzante en la cabeza como si se la hubieran partido con un hacha.”