
“Al recobrar la libertad mi choque con la vida fue lo más tremendo. Muchas veces, hasta hoy mismo, la gente me pregunta qué fue lo más duro para mí: los veintitrés años de prisión, la condena a muerte, la tortura, la separación de la familia… Yo respondía y respondo siempre con lo más inesperado: <Lo más difícil fue la libertad>”
Las memorias del poeta Marcos Ana, narrada por él mismo. Su vida en las cárceles franquistas, donde perdió su juventud, los mejores años de su existencia, por pensar de manera diferente, por defender sus ideas; su asombrosa lucha, una vez recobrada la libertad, a nivel internacional, en solidaridad con los presos españoles, y sus experiencias y vivencias durante la emocionante restauración de la democracia en España… Como digo, emocionante, vibrante.

MARCOS ANA
Después de 23 años en la cárcel, Marcos Ana cuenta de esta manera tan sencilla, pero a la vez emocionante, cómo fue su primer amor:
“Una tarde, casi al anochecer, me encontré con un amigo de la infancia, hombre de negocios que, sin participar de mis ideas, me visitó alguna vez en la cárcel de Porlier. Me invitó a dar una vuelta por Madrid y me llevó a conocer algunos cabarets que él seguramente frecuentaba. Yo aparentaba cierta indiferencia, pues salía un poco chapado a la antigua y me parecía que no era demasiado responsable visitar esos lugares. Pero miraba a hurtadillas y se me saltaban los ojos viendo a aquellas mujeres excitantes que deambulaban de un lado a otro provocativamente.
En un momento, mi amigo miró su reloj y me dijo:
-Debo marcharme, tengo invitados en casa y se me está haciendo tarde. Dame tu teléfono y nos vemos otro día con más calma.
Le di un número falso, pues dada mi situación, pendiente de mi salida clandestina de España, no era prudente establecer ninguna relación.
-Espérame un minuto -me dijo antes de marcharse.
Se perdió en el fondo del salón y volvió con una muchacha preciosa, a la que llamó Isabel. Sin presentármela siquiera, le dio un billete de quinientas pesetas y le dijo: Toma, para que pases la noche con este amigo.
Era una muchacha delgada y morena, con ojos azules y tan excesivamente joven que en su rostro no había ni la más leve huella de su profesión.
Me es muy difícil describir ahora cómo pasé aquel momento, pero lo cierto es que cuando me quedé a solas con aquella mujer hubiera deseado que me tragase la tierra. No sabía cómo comportarme. Ella me dijo con tono indiferente:
-Bueno, vámonos.
Y yo, confuso y con voz entrecortada, le pregunté:
-¿Adónde?
-Pues… al hotel.
-Pero así, ¿sin apenas conocernos? Me gustaría pasear un poco, saber algo más de nosotros…

Marcos Ana
Era un lenguaje inusual para una prostituta y me miró sorprendida.
Y al ver que yo no acertaba a hablar, que me temblaba el cigarrillo en la mano mientras fumaba nervioso, pensó que estaba borracho y me devolvió el dinero. Yo, en lugar de retirar el billete, tomé con mis dos manos la suya…
-No, no, si yo quiero ir contigo, me gustas y lo deseo, pero es que para mí todo esto es muy difícil…
Y balbuceando las palabras, tartamudeando, le conté que acababa de salir de la prisión, que era un preso político, que me habían tenido veintitrés años fuera de la vida, que nunca había estado con una mujer…
Entonces, aquella muchacha, un poco extrañada, dulcificó su rostro, sus ojos me miraron de pronto con afecto, o con piedad, no sé, y me dio una lección de humanidad, con una ternura y comprensión inesperadas.
-Bueno, mira, yo creí que estabas borracho. Ahora cambia todo, y voy a perder hoy contigo unos cuantos servicios esta noche.
Se refería a que, por estar conmigo, dejaba en blanco su noche profesional.
Me llevó a pasear por Madrid. Fuimos a la Puerta del Sol y luego enfilamos la Gran Vía, que entonces era la Avenida de José Antonio. Hacía frío, me cogía del brazo y sin parar de hablar se apretaba contra mí como si nos conociéramos de toda la vida. Yo la sentía tan cerca que tenía deseos de besarla, pero no me atrevía y para justificar mi indecisión, acudió en mi ayuda un haykus japonés:
Es con los ojos,
No se da con los labios
El primer beso.
Me invitó a cenar, creo que fue en la Torre de Madrid o en un edificio alto de la plaza de España, y viví, entre temblores, las escenas más hermosas e increíbles.
Cuando le conté lo que había sido mi vida en la cárcel y cómo me robaron la juventud, ella me besaba las manos enternecida como si fuera un hermano o un novio perdido y encontrado después de mucho tiempo. Yo estaba asombrado de su dulzura.
-¿Pero por qué, por qué un castigo tan inhumano? –me preguntó con voz dolorida y triste.
A mi cabeza llegó un poema que escribí en la cárcel, describiendo <mi delito>:
Mi pecado es terrible:
Quise llenar de estrellas
El corazón del hombre.
Por eso, aquí, entre rejas,
En veintidós inviernos
Perdí mis primaveras.
Preso desde mi infancia
Y a muerte mi condena
Mis ojos van secando
Su luz contra las piedras.
Mas no hay sombra de arcángel
Vengador en mis venas.
España es sólo el grito
De mi dolor que sueña…

cárcel de Porlier en Madrid
(…) Después de cenar seguimos un rato charlando hasta que ella me dijo:
-¿Nos vamos ya al hotel?
El problema para mí seguía siendo el mismo; era como cruzar un río desconocido, sin saber nadar, lleno aún de inseguridades. Pero ella, riéndose, me decía:
-No te hagas problemas, tú no tienes que preocuparte de nada, lo voy a hacer yo todo.
Y nos fuimos al hotel, donde ella vivía en una habitación alquilada. Todo resultó más fácil de lo que yo temía. El mérito fue de ella. Superé mis inhibiciones, y aquella muchacha, con la mayor sensibilidad y ternura, consiguió que, por primera vez, conociera el amor en una noche inesperada.
Después, en vez de dar <la sesión> por terminada, me pidió que me quedase a dormir con ella.
Lo dudé un poco: la preocupación de la familia si no volvía a casa, los policías si notaban mi ausencia… Pero era muy difícil renunciar, me quedé y seguimos charlando hasta altas horas de la madrugada.
Por la mañana me despertó con un beso. Traía una bandeja en sus manos. Había bajado a la calle a por churros y chocolate, se sentó en el borde de la cama y desayunamos juntos.
Al despedirnos la estreché con la mayor ternura entre mis brazos, con el corazón en la garganta, sabiendo que no la iba a ver nunca más.
Al llegar a casa encontré a mi hermano disgustado por no haberles avisado de que iba a pasar la noche fuera.
Mi cuñada, Lola, que había tomado mi chaqueta para cepillarla, sacó de uno de los bolsillos un papel liado como un cigarrillo y me preguntó:
-¿Qué tienes aquí, Fernando?
Tomé el papel, en el que venía enrollado el billete que le dio mi amigo y una pequeña nota que decía: <Para que vuelvas esta noche>.
Al leer aquellas palabras, que me parecía oírlas de su propia voz, volvió a mí la fuerza de la sangre y, estremecido por el deseo, me eché a la calle sin quedarme a comer, aun sabiendo que el local no lo abrirían hasta las ocho o nueve de la noche. Estaba exaltado, nervioso, deseando vivir un nuevo encuentro.
Pero mientras paseaba esperando una hora prudencial para ir al cabaret, me asaltó un pensamiento molesto, que fue tomando cuerpo y que me llenó de confusión y contrariedad: la idea de que iba a romper el encanto de mi primera noche con Isabel. Que al volver y <comprar su cuerpo> con aquel dinero, que además era suyo, sería como tomar conciencia de que era una prostituta y que yo la iba a prostituir aún más, como un cliente cualquiera, y a ensuciar y hacer trizas un hermoso recuerdo que quería y debía conservar con toda su pureza y su ternura.
Pero otra vez me abrasaba el deseo y mi imaginación se encendía recordando la noche que pasamos juntos. Y cuando estaba dudando con esos pensamientos enfrentados pasé por delante de una floristería y casi sin pensarlo, con un impulso instintivo, entré y le dije a la vendedora:
-Póngame quinientas pesetas de flores.
La mujer me miró sorprendida:
-¿Quinientas pesetas?
-Sí, sí, quinientas pesetas, escójame las mejores flores.
Empezamos a elegir y formamos un ramo majestuoso, donde se mezclaban las orquídeas con las magnolias y las rosas.
Me parecía inadecuado, ridículo sobre todo, llevárselo al cabaret donde ella trabajaba y ofrecérselo en aquel ambiente. Tomé un taxi, me dirigí al hotel donde pasamos la noche, en la calle Echegaray, y dejé en la recepción el ramo de flores y una sencilla nota que decía: <Para Isabel, mi primer amor>.”

Escrita de manera sencilla, sin aspavientos, sin rencores, simplemente describiendo lo vivido. Los aspectos humanos del personaje son, a mi juicio, lo mejor del libro, como demuestra el extracto anterior. Y nos descubre a una personalidad deslumbrante en muchos aspectos.
“Al final de esta reunión se me acercaron representantes de la Unión de Mujeres Francesas para proponerme una reunión pública con su Movimiento. No podía negarme, era una ocasión para hablar, no sólo de los presos sino de sus abnegadas familias. Celebramos el acto unos días después. Presidía la popular diputada Vaillant Couturier, cuyo marido había sido fusilado por los nazis.
Me hicieron muchas preguntas que yo aproveché para hablar de las prisioneras políticas, de las madres, de las esposas, de las novias, de su lucha y de su sacrificio…
(…) –Después de 23 años encarcelado, ¿qué le ha extrañado más al salir en libertad? –me preguntó una muchacha.
Yo podía haber contestado: <El drama de mi inadaptación a la vida>, pero quise relajar la reunión y respondí sonriendo:
-Los automóviles y las mujeres, son las especies que he encontrado con las líneas más cambiadas…
Y una señora de avanzada edad, muy seriamente me previno, entre las risas del público:
-Pues atención, muchacho, que ésas son las dos cosas que te pueden atropellar.”
Sus recuerdos y su relación con Pablo Neruda, Rafael Alberti, su emocionada visita a la reina madre de Bélgica, América Latina, los merecidos homenajes… Un libro apasionante sobre una vida apasionante y apasionada.
Sergio Barce, octubre 2011

Marcos Ana, nacido en 1920, poeta, fue el fundador y director del Centro de Información y Solidaridad con España de París, que presidió Picasso, hasta el final de la dictadura franquista. Es autor de “Poemas desde la cárcel” (1960) o “Las soledades del muro” (1977).