“Una vez en Amarach asistí al sepelio de un pariente de Yilali. Yo no disponía de lienzos para envolver el cuerpo de Farid, ni tenía suficiente agua para lavarlo, ni aceites ni perfumes; solo tenía una manta y un poco de agua con la que primero rocié sus cabellos, luego su cara, su pecho, sus piernas, sus manos, hasta llegar a los pies. No me costó mucho cavar un agujero porque la tierra era blanda, aun así el dolor que sentía por la muerte de mi amigo me mermaba las fuerzas y a cada azada que golpeaba en la tierra (una azada que afortunadamente encontré) era un golpe que yo mismo me daba en mi corazón. Todo el tiempo estuve llorando y cuando al fin arrastré su cuerpo hasta el fondo, recostado sobre el lado derecho y con su rostro mirando hacia La Meca, el siguiente paso fue aún peor. La tierra que tenía que cubrirlo la iba echando poco a poco y caía con un sonido oscuro, como si cada paletada renunciara a servir de impacto sobre aquel cuerpo que tan vilmente había sido masacrado. Al terminar, tuve la sensación de haber estado plantando un árbol, un árbol sin tronco, sin ramas, sin hojas, solo sus raíces debían quedar sepultadas para siempre. Luego busqué una piedra y la hinqué a la altura de la cabecera. Era una piedra blanca, pesada, que recogí de los escombros del morabo; una piedra para señalar su tumba, sin flores, sin nombre, y junto a la piedra una lata vacía que llené con agua para que bebieran los pájaros.
Cuando al final, acepté reconocerme en su recuerdo, las palabras que tenía que pronunciar no me salían. Tampoco conocía ninguna plegaria en amazigh como despedida de este mundo. El pecho se me había encogido; en la garganta se me había hecho un nudo y no paraba, silenciosamente, de llorar.
No sé cuánto tiempo estuve en aquella situación, carcomido por el lamento y la compleja soledad que me embargaba. Era la segunda vez que me enfrentaba a la muerte, a esa desconocida noche que nos instala en una paz permanente cerrándonos los ojos sin misericordia para no abrirlos jamás.
Un silencio expectante escudriñaba las ramas de los árboles que ningún aire movía. El sol se había ocultado detrás de un grupo de nubes. Pasaron pájaros. Sin darme cuenta, cuando fui a despedirme de Farid, me santigüé. Fue un acto instintivo que troqué, rápidamente, con un Allahu Akbar (Dios es grande). <Descansa en paz>, también le dije. Pero su dolor era ahora mi dolor, y su rabia y su venganza tenía que hacerlas mías. No podía dejar que su aliento y su espíritu se quedaran allí, pudriéndose como él bajo la tierra. Tenía que llevármelos conmigo. El Rif me reclamaba para que sus sueños se cumplieran.
Fue lo que le prometí -ya sin llanto- delante de su tumba…”

“…Por qué con toda nueva gente con la que me tropezaba siempre me contaba alguna historia de todo lo malo que habíamos hecho los españoles por estas tierras. A qué venían tantos reproches. Ya se lo dije un día al propio Farid, ¿qué tenía que ver yo con todo aquello? Me encogí de hombros porque la duda o mi ignorancia no me permitían llegar a ninguna conclusión que no fuera mi continuada extrañeza ante su inesperado arrebato de acusarme con viejos agravios.
Ahmed volvió a cogerme del brazo esta vez con más fuerza, como si necesitara mi apoyo para no caerse, y me dijo:
-Aquel día el zoco, como siempre, estaba muy concurrido. De pronto, por el cielo surcaron tres aviones Bristol arrojándonos un buen número de bombas, e incluso hicieron uso de las ametralladoras cuando la gente intentaba refugiarse donde buenamente podía sin que les importara que fueran mujeres o niños. Eso fue un jueves de febrero de 1926.
Hace una pausa y calla como si el silencio le ayudara a poner en orden los resortes de la recordación. Observé entonces su cara como si fuera otra persona, con desánimo, calculando la medida de un tiempo que se obstinaba en permanecer invariable, y el hombre que fue y el que es ahora parecían estar mirándose en el mismo espejo como si entre ellos el único muro que los separaba fuera el de la lástima. No traté de hacerle ningún tipo de pregunta y dejé que él siguiera desahogándose por los otros aspectos de la historia.
-Es verdad -prosiguió- que Abdelkrim estaba perdiendo la guerra, por eso no se comprendía que se hubieran ensañado con una multitud inocente, a no ser que lo hicieran por pura venganza. Hubo muchos muertos y muchos heridos. Primero se oyó un rugido inmenso que atronaba los cielos y luego el estampido de las explosiones. Yo me encontraba en un puesto de carne y a poco todo el zoco olía a carne quemada. Espantado por lo que estaba sucediendo, perdido, ciego, corrí desesperado, apretando los dientes, entre gritos y derrumbes hasta que un impacto de metralla me impactó. Caí al suelo en medio de aquel desorden. Todo el mundo huía despavorido hacia ninguna parte, gritando como locos, buscando donde protegerse de las balas suicidas que tamborileaban sobre sus cabezas. Cuánta rabia sentí por lo que estaba ocurriendo. La desolación era total. Los muertos y los heridos fueron incontables. Muchos padres perdieron a sus hijos y muchos hijos perdieron a sus padres. Cuánta gente también, sin brazos, sin pernas, que quedaron mutilados para toda la vida. Bajo aquellas columnas de humo que ascendían desde los puestos calcinados de los vendedores, el zoco parecía la entrada del infierno. Recuerdo que no podía respirar. La sangre me brotaba, una sangre viscosa, caliente, sucia. Cuando los aviones se marcharon alguien me ayudó a levantarme, pero a poco perdí el conocimiento. Desperté en otro lugar lleno de vendajes. Con el tiempo aquellas heridas se curaron, pero no las de mi corazón.
Nada sabía yo de lo que acababa de contarme. En mi casa cuando se hablaba de la guerra con los moros solo se mencionaba la masacre que había hecho en monte Arruit cuando salieron huyendo del desastre de Annual y que por eso no nos tendríamos que fiar de ninguno, por criminales y traidores.
El rostro de Ahmed de repente palideció. Parecía que acababa de adivinar lo que yo estaba pensando, pero, precisamente por eso quise alejar de mí cualquier conjetura que me afectara. Quién era yo para juzgar esos hechos en uno u otro sentido. El mal era la guerra producida por el odio viniera de donde viniera. Se lo dije:
-No tendría que haber ninguna guerra.
Ahmed volvió a mirarme. Lo hizo recriminándome lo iluso de mi pronunciamiento, y mientras caminábamos, desprendiendo una sonrisa mustia, como si la urgente necesidad de apoyarse en mi brazo le fuera necesario, continuó:
-…pero quién lo iba a pensar. La historia volvió a repetirse. Esta vez no eran aviones españoles, sino aviones marroquíes. Que Alá los maldiga y castigue con las llamas del infierno. Sus bombas mataron a dos de mis hermanos. A uno de mis sobrinos la metralla le arrancó una pierna. Tiene ahora mas o menos tu edad. Él no puede huir a las montañas para unirse a la insurrección con el grupo de Izem, pero me ha jurado que hará todo lo posible para vengar la muerte de su padre.
Yo guardé silencio y al mismo tiempo miraba al cielo porque me parecía que los designios de la fatalidad podían repetirse por esos caprichos del destino que hace que los males siempre recaigan sobre los mismos. Afortunadamente por el cielo solo flotaban las nubes; y Ahmed, dándose cuenta de mis barruntos, esgrimiendo una disuelta sonrisa por mis posibles temores, me dio una palmadita en la espalda y me señaló uno de los puestos del zoco en donde tomar un buen vaso de té.
Estando sentados, el ajetreo y el bullicio que se expandía en nuestro entorno era incesante. Ahmed había venido al zoco a comprar, pero también a verse con alguien…”