“…-¡Sidi, qué viejo estoy!
-¡Qué viejos estamos amigo! Debemos tener más o menos la misma edad.
-Sí, es posible; quizá dos o tres años de diferencia. Pero mira, para remover este trocito de tierra, llevo no sé cuánto tiempo. ¡Y estoy que no puedo más!
-¡Ven! Vamos a sentarnos junto a tu casa. Dile a Farida que nos prepare un té. Y aunque no me dejan, dame un cigarrillo de picadura de los que tanto me gustan. ¡Espero que Eli no me vea! -Ahmed se echó a reír mientras iba a decirle a su mujer que les hiciera un té.
Ya sentados uno junto al otro, no lejos de la mesa de mármol en que hacía tanto tiempo Rudolf le había operado y que continuaba repleta de macetas, este le preguntó:
-Ahmed, ¿tú que piensas de los lihudis (en dariya, judíos)?
-¿Y qué quieres que piense? -Ahmed lo miró estupefacto-. No entiendo tu pregunta.
-Sí, que ¿qué piensas de ellos?
-Sidi, ya estás con tus preguntas raras. ¿A dónde querrás llegar? No pienso nada en especial. Son personas como tú y yo; son infieles, igual que tú, pero <gentes del Libro>. Tienen su Libro sagrado y eso es muy importante. Llevan en el Magreb al-Aksa viviendo desde tiempos remotos; luego llegaron los que echaron los reyes cristianos de España, que conservan hasta la lengua del país que los expulsó. Pero el sultán los tiene bajo su tutela y protección y, sin su permiso, nadie puede ni tan siquiera juzgarlos. Son como todos: ya te lo he dicho, como tú o como yo. Los hay buenos y malos; los hay inmensamente ricos, pues son astutos para los negocios. Pero también los hay pobres; algunos tienen que vivir de la beneficencia de su comunidad. ¿Qué más quieres que te diga?
-Pero tú, tus amigos o a quienes conoces, ¿tenéis algo contra ellos?
-¿Por qué íbamos a tenerlo? He oído que hace mucho tiempo, en épocas de hambre o subida de impuestos, hubo persecuciones o asesinatos contra estas personas, pero eso ocurrió en el pasado.
-¿Y crees que son diferentes a los musulmanes o a los cristianos?
-¿Y por qué? Tú y yo somos distintos, pues nuestras religiones son distintas. Pero vosotros sois también <gentes del Libro> y debemos respetarnos, así lo dice el sagrado Corán, nuestro Libro. Lo mismo ocurre con ellos: nacen, viven y mueren. Y tienen su Libro como camino para llegar a Dios; el que quiera lo seguirá y el que no, sabrá lo que hace. Pero ¿por qué me preguntas esto? Lo único que tengo claro es que soy musulmán y marroquí; que aunque a estas alturas puedo decirte que los españoles no nos están tratando mal del todo, luchamos contra ellos en el pasado para conservar nuestra independencia, lo que como bien sabes, no fue posible conseguir. Y que con el favor de Al-lah, algún día recobraremos tanto la de la parte de nuestro país ocupada por España, como la ocupada por los franceses, que esos sí que nos tratan peor… ¡Pues Marruecos es solo uno!”
CARLOS TESSAINER
(…)
Un día que iba al burdel, tan abstraído estaba en sus elucubraciones que, cuando se dio cuenta, había pasado delante del mismo sin detenerse. Se hallaba a unos cincuenta metros: miró hacia la pequeña casa y al instante decidió continuar la marcha. No sabía bien a dónde conducía aquel camino, aunque recordaba vagamente que siendo niño y durante unas vacaciones de verano, junto a Carlos y otros amigos, había estado por aquel lugar. Siguió la marcha, dejó a la derecha unos acuartelamientos allí situados y al poco tiempo se encontró ante un enorme acantilado que se abría al Atlántico. Al instante reconoció el lugar: se trataba de la playa conocida con el nombre de <La Duquesa>, así denominada por ser la preferida de Isabel de Orleáns, duquesa de Guisa. Prendada del lugar, la señora mandó construir unas pequeñas escalinatas que, aprovechando una zona en que el acantilado formaba algunos rellanos, hacían posible el descenso a la playa.
Paco se percató de que, a cierta distancia de donde estaba situado, aparecían aparcados dos automóviles. Cuando se acercó al precipicio vio diminutas figuras abajo: algunos se bañaban, otros tomaban el sol. Eran los miembros de la Casa Real de Francia en el exilio, que en aquellos parajes del norte marroquí habían encontrado un lugar donde asentarse. Llevaban allí establecidos desde 1909 y tanto entre los marroquíes como entre los españoles gozaban de gran consideración. A Paco le pareció distinguir a la duquesa y a su hija, la princesa Ita. Pero, no queriendo resultar indiscreto y aunque aquel lugar era público, decidió caminar por el borde del acantilado en dirección sur. Lo hizo durante buen rato, hasta llegar a unos pinares situados en una gran finca propiedad del Estado, conocidas popularmente como <Viveros> y que desde la entrada de la <Hípica Militar> se extendían hasta el lugar donde ahora él se hallaba.
Buscó el árbol más próximo al borde del acantilado, que era un enorme cinamomo crecido entre pinares, y se sentó debajo: al amparo de su sombra y también para apoyarse en su tronco. Y lo hizo mirando al mar. Notó que la cabeza le ardía, pues el sol apretaba con fuerza y esbozando una sonrisa burlona pensó que su ya notoria calvicie le hacía menester usar sombrero para protegerse. (…)
(…) No volvió a ver a su padre, le daba miedo. La casa era un continuo desfilar de gente que se abrazaban a ellos llorando, gemían, chillaban. Los rezos se sucedían y en medio de aquellas letanías fúnebres y plañideras, ella se encontraba fuera de lugar. La intolerancia había vuelto a aparecer en su vida. Había enviudado de un marido mezquino y palurdo que la despreció por ser hebrea, de un ser que, procedente de un mundo cerrado y lleno de prejuicios, rechazaba todo lo nuevo y diferente por el mero hecho de serlo, todo lo que podía enriquecerle. Ahora había muerto su padre, un viejo judío anclado en el pasado, que, creyéndose miembro del pueblo elegido, se consideraba superior. Y en esa cerrazón de sesera, había llevado su intransigencia hasta lo que María juzgó inaudito. Dentro de su rechazo a la intolerancia, fue más benévola con el padre, tal vez porque era el que la había engendrado. Quizás porque estimó que aun siendo relativamente culto, al ser anciano, le había resultado más difícil aceptar lo que no pertenecía a su mundo; o posiblemente porque no la despreció tanto como Ignacio. Pero, a partir de entonces, se reafirmó más si cabe en la idea que no sólo lo suyo era lo bueno, que la razón no estaba exclusivamente en una sola parte y que el aceptar y valorar lo diferente, lo de los demás, abría las puertas a un mayor enriquecimiento. Era una inquietud que a ella le llenaba de vida. Revalidó así el desprecio hacia la intolerancia de dos muertos, su marido y su padre, y deseó que con ellos aquella condición no hiciese acto de presencia más en su vida.
Creía que conocía a casi todos los hebreos de la ciudad, pero le sorprendió ver aquel tropel de gente extraña. Y no debían de ser de fuera, pues, por mucha prisa que se hubiesen dado, no podían haber llegado a tiempo para el entierro. Se agarraba a su madre con fuerza mientras Miguel estaba con los varones. Se llevaban ya a Samuel y la casa se llenó de alaridos que la desconcertaron y le causaron pavor: nunca había asistido a una situación igual. Mujeres que no conocía chillaban aparentando dolor con gritos desgarradores y la retahíla de los rezos parecían salir del suelo. Ella estaba emocionada y triste: lloraba sin aspavientos. Pasó una mujer desconocida y encarándose con ella le chilló: <¡Malograda, mésate el cabello, que se llevan a tu padre!>. Le acompañaba otra que, en señal de duelo, se daba palmadas en la cara; cesó, como por arte de magia, en sus muestras de dolor y, dirigiéndose a la compañera, apostilló con impertinencia: <¡Déjala, es la viuda del cristiano!> (…)
(…) -¡Ay, María! ¡La religión! –le contestó su marido-. Judíos, musulmanes o cristianos, ¡qué más dará! Mira, cuando oigo la llamada a la oración desde el alminar de las mezquitas; cuando los cañonazos y la sirena, a la puesta de sol del mes de Ramadán, anuncian que la jornada de ayuno ha finalizado y las calles se quedan desiertas, muchas veces se me ha puesto carne de gallina. Pero es, sobre todo, el cariño con que en su inmensa mayoría tratan a sus mayores, el celo exquisito con que se ocupan de ellos, respetando sus incapacidades y manías; es la veneración con que conducen a sus difuntos al cementerio –aunque estos sean tan pobres que no tengan donde caerse muertos- lo que ha provocado que en más de una ocasión se me salten las lágrimas y note una punzada en el pecho. ¿Sabes por qué, María? Pues porque detrás de las creencias musulmanas está lo mismo que detrás de las de los cristianos y judíos: la petición al mismo Dios de que se acuerde de nosotros…
(…) -¿A que es el sitio más bonito que nunca has visto? A partir de ahora será nuestro lugar…