Cuando Antonio Machado fallece en Collioure, antes de ser inhumado, Julián Zugazagoitia le dedica unas últimas emocionadas palabras que cierra con unos de sus versos, de una hermosa simpleza:
“Corazón, ayer sonoro,
¿ya no suena
tu monedilla de oro?”
Los poemas de Machado y de García Lorca me estremecen. Cualquier lectura de sus versos acaba por encogerme las entrañas. Igual que rememorar sus muertes, tan llenas de significado. Ese poema que Machado dedica a Lorca cuando se entera de su vil asesinato me deja sin respiración.
Acababa de leer algo acerca de don Antonio Machado que me hizo pensar en la soledad que debió de sentir el poeta al cruzar la frontera, en su desesperanza y en su tristeza, en su desarraigo obligado. Lo hice poco antes de ver la película “Blonde”, de Andrew Dominik, sin saber que me sumergía en otra triste y patética historia, la de Marilyn Monroe. Sin embargo, al acabar de ver el film, centrado en la parte más oscura y deprimente de su vida, pensé que no hubiera estado nada mal que hubiera reflejado también un atisbo de felicidad, un leve destello de alegría, arrancar al espectador una sencilla sonrisa, aunque fuese marginal. Porque eso siempre se agradece en un drama. Pero no, “Blonde” es triste hasta la tristeza más profunda, hasta la incomodidad. Y, sin embargo, reconozco que Dominik consigue algunas escenas de gran belleza plástica, aunque también hay otras que alarga innecesariamente, convirtiendo en tediosos algunos tramos de la película. También hay que alabar lo que ha conseguido de Ana de Armas: que nos creamos a su Marilyn. La actriz hace una gran interpretación, sin duda.
De Andrew Dominik me fascinan varias de sus cintas, pero en especial su maravilloso western “El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford” (The assassination of Jesse James by the coward Robert Ford, 2007), que recomiendo con entusiasmo.
También la última novela de Vila-Matas me ha dejado indiferente. “Montevideo” (Seix Barral, 2022) es uno de esos artefactos que el escritor catalán arma desde la nada, pero, en esta ocasión, no he logrado conectar con él. Hay páginas de gran altura, claro, es un maestro de la narrativa, pero no son suficientes. Quizá lo que más me ha fascinado de su nuevo libro ha sido la relación del narrador con Madeleine Moore.
“…Todo esto, de algún modo, me recuerda que mi gran amistad con Madeleine Moore se mantuvo a través del tiempo en gran parte debido a que ella no entiende excesivamente mi idioma, y mi francés siempre ha sido imperfecto. Recuerdo el día en que Madeleine le comentó a su amiga Dominique Gonzalez-Foerster acerca de su relación conmigo: <De haber entendido él y yo todo cuanto nos decíamos, a estas alturas tendríamos una amistad con un grado de intensidad más bajo, seguro>…”
Algo parecido me ha ocurrido con “Un país para morir” (Un pays pour mourir – Cabaret Voltaire, 2021), con traducción de Lydia Vázquez Jiménez. Es como leer algo ya sabido, como si Abdelá Taia hubiese contado esta misma historia en alguno de sus otros libros. No obstante, Taia siempre es un valiente que se desnuda en cada obra, y en éste también lo hace.
“…Viene de lejos, Naima. De muy lejos. Tiene hoy 50 años. Y a Dios gracias no se ha convertido en una buena musulmana, como tantas otras al final de su carrera. No quiere ir a La Meca para lavar sus pecados. No. No. Considera que haber trabajado de puta todos estos largos años es más que suficiente para entrar, cuando muera, en el paraíso. Ha sido mejor musulmana que muchas otras, que te dan la lata con una piedad que es pura fachada…”
Su juego de espejos para relatarnos el cambio de sexo en el/la protagonista está muy bien conseguido, al igual que su ya permanente denuncia de la situación de los magrebíes en Francia, la prostitución, la homosexualidad… Todos temas que aborda una y otra vez en sus novelas, siempre tan personales y descarnadas.
Muy interesante es “La memoria del alambre” (Tusquets, 2022), de Bárbara Blasco. Me acerqué a esta novela con cierto recelo, no sé la razón, pero a medida que avanzaba me fue convenciendo su prosa. La segunda parte sube en enteros, en esa búsqueda de un monstruo más aterrador que cualquiera de esos que pueda crear la fantasía, porque se habla de un monstruo real, de carne y hueso. Muy sutil su forma de plantearlo y de resolverlo.
“No hice otra cosa más que pensar durante todo el día. Me desperté de madrugada, sin recordar qué había soñado pero con la sensación del sueño en la lengua y una determinación, la orden precisa de no huir. Después de haberle mandado mi recuerdo como resumen, epílogo, conclusión que todo lo abarca al no pretender decir nada absolutamente nada, volví a escribirle:
<Sé que eres tú. Quiero verte>.
Una frase estúpida porque tú siempre es tú. Una frase que deja constancia de la supremacía de él, el rey de los pronombres. Pero es que no conseguía recordar su nombre.
Respondió. Nos citamos al día siguiente…”
Un libro que me ha sorprendido por su sinceridad es “Cuaderno de memorias coloniales” (Caderno de memórias coloniais – Libros del Asteroide, 2021) de Isabela Figueiredo, con traducción de Antonio Jiménez Morato. El retrato que hace la autora de los años en los que vivió en Mozambique es tan crudo como admirable, como valiente es denunciar la manera en la que Portugal explotó y maltrató a los mozambiqueños durante sus años de dominio, el racismo tan lacerante que demostraron sobre la población del país. Hay párrafos verdaderamente duros, escritos con una excelente prosa, como los dedicados a su padre, tan fiero y racista que la propia autora no puede evitar dejar escapar su rabia y su decepción.
“…Recuerdo bien escucharle en la mesa, cotorreando sobre el asunto, con mi madre, contar cómo algunos blancos venían a pedirle trabajo, y que acaso contratarlos fuera un buen negocio, claro, sí señor, pero el sueldo era el doble o el triple, y no, prefería encargarse él solo de sus incontables obras, donde colocaba sus incontables negros. Tenía doce en el edificio de la avenida 24 de Julio, otros veinte en Sommershield, siete más en una vivienda en Matola… y recorría la ciudad, durante todo el día, de un lado para otro, controlando el trabajo de la negrada, poniéndolos en su lugar con unos sopapos y unos guantazos bien dados con la mano larga, y unos puntapiés, en fin, alguna que otra paliza pedagógica, lo que fuese necesario para lograr la fluidez en el trabajo, el cumplimiento de los plazo y la eficaz formación profesional indígena.
Un blanco salía caro, porque a un blanco no se le podían dar golpes, y no servía para meter los tubos del suministro eléctrico por las paredes y luego, los cables por dentro de ellos; no tenía la misma fuerza de la bestia, resistencia y mansedumbre; un blanco servía para jefe, servía para ordenar, vigilar, mandar a trabajar a los perezosos que no hacían nada, salvo a la fuerza. Lo que se decía en la mesa era que al sinvergüenza del negro no le gustaba trabajar, apenas lo justo para comer y beber la semana siguiente, sobre todo beber; después, se quedaba en la choza tirado sobre la estera pulgosa, fermentando aguardiente de anacardo y caña, mientras las negras trabajaban para él, con los niños a la espalda. Los blancos respetaban a estas mujeres del negro mucho más de lo que lo hacían sus hombres. Era frecuente que mi padre les diera dinero extra a las mujeres, cuando los iba a buscar a las chabolas, y los encontraba borrachos perdidos. Dinero para que comiesen, para que se lo gastasen en sus hijos.
El negro estaba por debajo de todo. No tenía derechos. Tenía los de la caridad, y si la merecía. Si era humilde. Si sonreía, si hablaba bajo, con la columna vertebral ligeramente inclinada hacia el frente y las manos cerradas la una dentro de la otra, como si rezase.
Este era el orden natural e incuestionable de las relaciones: el negro servía al blanco, y el blanco mandaba sobre el negro. Para mandar ya estaba allí mi padre; ¡no hacían falta más blancos!
Además, los empleados blancos traían vicios; a un negro, por muchos vicios que fuera adquiriendo, siempre había modo de sacárselos del cuerpo…”
Un libro potente y necesario para no olvidar lo que supuso el colonialismo. Tras estas pinceladas sobre mis últimas lecturas, me doy cuenta de nuevo de que, como me ocurriera en mi anterior artículo, lo que realmente quería era hablar de Lorenzo Silva, de algo que encontré en un cuaderno de viajes, pero lo dejaré una vez más para la próxima nota a pie de página.
Sergio Barce, 8 de octubre de 2022