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NOTAS A PIE DE PÁGINA 12 – CABALLOS Y HOMBRES CORRIENTES

Ayer vi por fin As bestas, la cinta de Rodrigo Sorogoyen de la que todos hablan. La sala del cine Albéniz, en Málaga, pese a que la película lleva en cartel varias semanas, estaba llena. Lo que me alegró.

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Buen cine, aunque la trama sea demasiado previsible. Sin embargo, cuando se dirige bien, lo previsible pasa a un segundo plano y la cinta, que dura 2 horas y 17 minutos, siendo lenta, no decae, tal vez porque Sorogoyen logra que la tensión larvada que subyace en cada escena no te permita relajarte del todo. Muy bien reconstruida la vida rural y excelentes, diría que perfectos, todos los actores, comenzando por un Luis Zahera que se sale en cada nueva película que protagoniza, quizá uno de los mejores actores españoles de los últimos años; así como el magnífico Denis Ménochet, un grandullón con un corazón de oro que vive aterrado, pero defendiendo su dignidad con credibilidad. Las dos actrices que dan vida a la mujer y a la hija de Ménochet no se quedan a la zaga: Marina Foïs hace de sus silencios y miradas una actuación sensible, y la jovencísima Marie Colomb sorprende por su intensidad dramática. El conflicto de los intereses de unos y otros está muy bien planteado, de ahí que As bestas te haga reflexionar sobre este mundo que construimos en una dirección equivocada.

En As bestas, los caballos son también personajes muy secundarios pero esenciales para una de las escenas claves de la película, al igual que son secundarios pero esenciales en una novela sorprendente, bellísima: Salir a robar caballos (Ut ogstiaele bester, 2003), del escritor noruego Per Petterson. Está editada por Libros del Asteroide, con traducción de Critina Gómez Baggethun.

“…A la gente le gusta que le cuentes cosas, en la cantidad adecuada, en un tono humilde y familiar, y creen que así te conocen, aunque se equivocan, saben de ti porque averiguan los hechos, pero no conocen tus sentimientos ni lo que piensas sobre las cosas ni saber cómo lo que te ha pasado y lo que has decidido te han convertido en quien eres. Lo que hacen es rellenar los huecos con sus propios sentimientos, opiniones y suposiciones, y así componen una vida nueva que tiene bien poco que ver con la tuya, de modo que estás seguro. Basta con ser amable, sonreír y rehuir las paranoias, hagas lo que hagas hablan de ti, es inevitable, y tú habrías hecho lo mismo. No necesito gran cosa, solo un pan y un poco de embutido, resuelvo rápido. Me sorprende lo vacías que se han ido quedando mis cestas de la compra, las pocas necesidades que he acabado teniendo desde que estoy solo. Sufro un súbito ataque de tristeza cuando voy a pagar y siento sobre mí los ojos de la cajera mientras saco el dinero, ella lo que ve es al viudo, no entienden nada, y es mejor así. -Ahí tienes -dice suave como la seda, y bajito, al darme las vueltas. -Muchas gracias -le digo, y estoy a punto de echarme a llorar, joder, y me apresuro a salir con la compra en una bolsa y regreso a la gasolinera. He tenido suerte, pienso. No entienden nada.”

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Con una prosa limpia y diáfana, Per Petterson nos cuenta la historia de Trond, un hombre que abandona Oslo para vivir en medio del campo, apartado de todo. Allí tendrá un encuentro con alguien que parece surgir de su infancia, de un pasado doloroso, y, desde ese instante, por medio de saltos temporales, iremos descubriendo su vida y la de su familia, con un padre enigmático, hasta que lo oculto va aflorando y descubrimos por qué “salían a robar caballos”. Es de esos libros que se te graban para siempre. Una delicia de gran calidad.

Mientras leo Al sur de Tánger, de Gonzalo Fernández Parrilla, acabo la autobiografía de Paul Newman, que lleva por título Paul Newman: La extraordinaria vida de un hombre corriente, que se basa en entrevistas y anécdotas recogidas por Stewart Stern, y que ha publicado Libros Cúpula, con traducción de Francisco Javier Pérez.

“…creía que el talento sería algo así como una explosión mensurable, un increíble sentido de la bohemia, una bufanda que se te ajustaba al cuello y te desconectaba de cualquier predisposición a lo convencional. Ser un innovador, alguien que descubre cosas, nuevas formas de ser y nuevos estilos… Nunca me sentí así. Nunca sentí que tuviese talento, ya que era alguien que seguía a los demás, alguien que interpretaba lo de otros, pero nunca creaba por sí mismo.”

Interesante leer las reflexiones del actor y del hombre, que nada tienen que ver uno con el otro, como si fuesen dos personas distintas habitando en un solo cuerpo. Fascinante seguir su evolución, desde el Paul Newman inseguro y hermético hasta ese Paul Newman ya maduro que, en la vejez, llegó a reconciliarse consigo mismo y a ser el hombre generoso y humanitario que siempre había sido. Su relación con la bebida es impresionante, no sé si recuerdo a alguien que bebiera como él, quizá Charles Bukowski, pero su mujer, el gran amor de su vida, Joanne Woodward, llega a confesar en algún momento lo siguiente:

“…Paul casi se mató mientras estaba dirigiendo <Casta invencible> en Oregón, en 1971. Una noche se cayó de la cama. Lo encontré en el suelo, con la cabeza sangrando, y fue lo más cerca que he estado nunca de decir: <Se acabó, ya no lo soporto>. Cuando la película estuvo lista, Paul dejó el alcohol fuerte. Yo misma solía decir que para Paul la única forma de encontrar cierta paz era emborracharse hasta las trancas. Ahora la encuentra en las carreras de coches. La paz y la gracia, el consuelo de saber que ha hecho algo bien.”

Y es que la relación que nos han vendido siempre entre Joanne Woodward y Paul Newman, como ese matrimonio perfecto, a contracorriente en Hollywood, no fue tan idílico y pasó por muchos baches, algunos complicados y duros. Pero de la lectura de esta autobiografía uno saca la conclusión de que, sin Joanne, él nunca habría sido el mismo, que en ella halló cuanto buscaba, que ella era su verdadero refugio.

Me ha impresionado cómo era su madre. Esa mujer que no dejaba oportunidad para zaherirle, para hacerle daño, en una extraña relación de amor-odio que ella alimentó y que a Paul Newman le supuso un sufrimiento atroz.

También llego a la conclusión de que amó a sus amigos sin fisuras y de que sus amigos lo adoraban, pese a esas contradicciones que le hacían dudar de su capacidad como marido, como padre y como actor, él que nos ha regalado interpretaciones memorables siempre dudó de sus dotes interpretativas, aunque nunca lo llevó al extremo de convertirse en alguien difícil para quienes trabajaron con él.

Y mientras escribo este artículo, y escucho de fondo al grupo Queens of the Stone Age, me pregunto si escribir las novelas y los relatos que ya he publicado hasta ahora (un total de siete novelas y cuatro libros de relatos, amén de cuentos incluidos en títulos colectivos de varios autores), si ese esfuerzo que hago con cada obra para narrar con decencia, cuidando la trama y la escritura, buscando el verbo y el adjetivo adecuado, me lleva a alguna parte. No encuentro una respuesta que me satisfaga.

En mis próximas “notas a pie de página”, si me decido a escribirlas, debería contar la anécdota con Lorenzo Silva.

Sergio Barce, 22 de enero de 2023

 

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FOTOS DE CINE – 31

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En la imagen: Marlon Brando y Karl Malden, en un descando durante el rodaje de La ley del silencio.

Karl Malden es de esos enormes actores que solo recordamos ya los amantes del buen cine. Inolvidable en sus papeles en varias obras maestras y en grandes películas como Un tranvía llamado deseo (A streetcar named desire, 1951) de Elia Kazan, Yo confieso (I confess, 1953) de Alfred Hitchcock, La ley del silencio (On the waterfront, 1954) y Baby doll (1956) ambas de nuevo con Kazan, El árbol del ahorcado (The hanging tree, 1959) de Delmer Daves, El rostro impenetrable (One-Eyed Jacks, 1960) de Marlon Brando, El hombre de Alcatraz (Birdman of Alcatraz, 1962) de John Frankenheimer, El rey del juego (The Cincinnati Kid, 1965) de Norman Jewison, Patton (1970) de Franklin J. Schaffner o la serie de TV Las calles de San Francisco (The streets of San Francisco, 1972-1977). Dio la réplica a los mejores: a Gregory Peck, a Gene Tierney, a Marlon Brando, a Vivien Leigh, a Montgomery Clift, a Jennifer Jones, a Gary Cooper, a Charlton Heston, a Natalie Wood, a Burt Lancaster, a Eva M. Saint, a Steve McQueen, a George C. Scott… y siempre marcó su sello.

En la autobiografía escrita por Paul Newman, que estoy devorando, titulada Paul Newman, la extraordinaria vida de un hombre corriente, editada por Libros Cúpula, con traducción de Francisco Javier Pérez, Karl Malden relata lo sucedido durante la selección para el papel protagonista masculino de La ley del silencio (On the waterfront, 1954).

Cuenta que Marlon Brando declinó el ofrecimiento de Elia Kazan para interpretar el rol de Terry Malloy, por lo que la productora recurrió a Malden para que convenciese a Brando, que era buen amigo suyo. La razón del actor para no intervenir en la cinta fue que pensaba que Elia Kazan era un soplón, que delató a gente del cine como comunistas a izquierdistas, en la caza de brujas que impulsó el senador McCarthy (acusación que parece que era cierta). Pese a sus intentos, Brando no cedió, por lo que Elia Kazan le preguntó a Karl Malden qué le parecía darle el papel a Paul Newman. A él, le pareció bien.

Antes de firmar el contrato, le obligaron a que interpretase alguna escena del guion que Newman debía seleccionar, así como a la actriz que le diera la réplica en esa prueba. Paul Newman eligió a Joanna Woodward, de la que ya estaba enamorado y, para la escena en cuestión, se inclinó por la que transcurre en el banco del parque. Según Karl Malden, resultó perfecta.

Al verlos actuar, se dio cuenta de que había algo entre ellos, y se sintió reconfortado al comprobar que Paul Newman aceptaba que fuese él y no Elia Kazan el que supervisara esa prueba de casting. También cuenta que le resultó muy fácil que Newman sedujera a Joanne Woodward en esa escena, que era lo que exigía el guion, porque estaba totalmente entregado a la actriz.

Sin embargo, pese a la buena química, a lo bien que resultó la escena, en cuanto el productor dio el visto bueno a Paul Newman, Marlon Brando aceptó el papel. Por entonces, Brando ya era una estrella y un actor reconocido, mientras que Paul Newman aún no había despegado. Además, era la opción preferida de Kazan, por lo que acabó siendo él el elegido.

La Ley del silencio obtuvo 8 premios Oscars, entre ellos el de mejor actor protagonista para Brando, mejor actriz de reparto para Eva Marie Saint y mejor director para Elia Kazan. Para el Oscar al mejor intérprete masculino de reparto, Karl Malden estuvo nominado, pero que ya lo había ganado con Un tranvía llamado deseo. (Por esta misma cinta, estuvieron también nominados como actores de reparto Lee J. Cobb y Rod Steiger).

Sergio Barce, 8 de enero de 2023 

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MIS ACTRICES DE LOS 60 (ACTUALIZADO)

En 2011, un amigo me escribió un mensaje que, más o menos, decía así: “Mucho Larache, mucho Marruecos, mucho relato, mucha novela… ¡A ver si hablas de mujeres!”.  Me sentí entonces obligado a complacerle. Hoy repaso ese post, y me doy cuenta de que había algunas lagunas importantes, así que voy a recomponer ese viejo artículo, añadiendo los vacíos que me parecen imperdonables. También aprovecharé para introducir varias correcciones y, por supuesto, eliminar lo que me parece ahora prescindible.

Aclaro que nací en el 61. Lo reseño para situar temporalmente mis comentarios como cinéfilo empedernido. Creo que es un detalle importante para comprender lo que narro a continuación.

Me gusta el cine. Pertenezco a esa generación que ha crecido con James Bond, con Clint Eastwood y con ese cine maravilloso de los sesenta y setenta; pero también somos los que hemos pasado las tardes de los sábados viendo en la televisión viejas películas de aventuras (Tarzán, Errol Flynn, Sabú, Robert Taylor, Virginia Mayo, John Wayne o Tyrone Power), los ciclos que ponían los martes por la noche de Bogart, de John Ford o de Hitchcock, de los que nos asomábamos a “La Clave” para descubrir los mensajes que encerraban las películas clásicas, hemos sido los dueños de las sesiones dobles, de los spaghetti-westerns, fans irreductibles de Leone al que ya veíamos como el clásico que es ahora, y espectadores ilusionados de los cines de verano (cómo olvidar el sonido de las películas en esas salas al aire libre), hemos imitado a Bruce Lee y nos impactó en su día “El luchador manco”, nos inquietaba Drácula con el físico de Christopher Lee, o su Fu-Manchú, y la noche de Walpurgis con Paul Naschy, nos hemos escapado a los cine-clubs para ver los films de Bergman, Kurosawa, Fellini o Fassbinder (pero también, y sobre todo, a las primeras salas X, y nos tragamos “Cuerno de cabra” y admiramos a “Emmanuelle”); y luego llegaron en los setenta Coppola con su padrino, Scorsese con su taxista, Spielberg con su tiburón y Lucas con sus galaxias, seguimos a Truffaut, a Visconti, a Godard, y mientras éramos testigos del envejecimiento de Henry Fonda, Burt Lancaster o Robert Mitchum, veíamos madurar a Paul Newman, Seran Connery o Marlon Brando, y surgían Pacino, de Niro, Meryl Streep, la Keaton, Woody Allen y Nicholson, y más tarde llegaba gente como Lynch, Kusturica, Parker, Tarkovski, de Palma, Kieslowski, Ridley Scott, Tornatore y hasta nos fuimos de París a Texas con Wenders… y hemos seguido yendo a las salas, y nos hemos convertido en la única generación a caballo entre el cine más clásico y el cine más moderno y actual, de Berlanga a Amenábar, sí, lo hemos visto todo… Ahora, incluso el nuevo cine en plataformas. Desde pequeño me han llevado a ver películas. Mis padres lo hacían en Larache cuando aún estaba en el capacho, así que es como si lo hubiera mamado desde la cuna.

Iba a hablar de mujeres, de mujeres de película, pero me he dado cuenta de que hay tantas que me han fascinado por alguna u otra razón (su talento, su belleza, su calidad artística, su sensualidad, su encanto personal, su mirada, su aportación creativa, su atractivo) que he decidido cortar por lo sano, y este primer capítulo sobre mis musas de celuloide se lo dedico a las que llenaban las pantallas de los años sesenta… 

Trataré de marcar a cada actriz con alguna de sus películas emblemáticas de ese decenio alocado.

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Ya he dicho que crecimos con James Bond. Y, junto a este personaje de Ian Fleming, están las “chicas Bond”. Entre todas ellas, hay una efímera (por el corto tiempo que está en pantalla, en concreto en “Goldfinger” (1964)), pero que a los cinéfilos nos marcó de alguna forma: Shirley Eaton (n.1937). Era preciosa. Aparece al comienzo del film “Goldfinger” pero, a las primeras de cambio, la asesinan de la forma más cruel pero también original –cinematográficamente hablando-: bañándola en oro…

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Ese cuerpo desnudo cubierto de púrpura es una escena imborrable; como el bikini (eso es un eufemismo, en realidad el atuendo era lo de menos y lo importante era el “cuerpo”) de Ursula Andress (1936) al salir del mar en “James Bond contra el Dr. No (Dr.No, 1962).

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Honor Blackman (1925-2020) era otra chica Bond de “Goldfinger”, quizá la que más me impactó: atractiva, inteligente, resolutiva, aquellos ojos suyos. Sean Connery tuvo la fortuna de trabajar con todas ellas.

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Pero como le ocurre al personaje de Tim Robbins en “Cadena perpetua” (The Shawshank redemption, 1994), me quedo con la rotunda Raquel Welch (1940) de “Hace un millón de años(One Million years B.C., 1966), con aquella ropa prehistórica de diseño, que nos hacía soñar con esas mujeres primitivas que luego la productora Hammer exprimiría en pequeñas películas baratas.

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Y así, gracias a la estela de Raquel, llegaron Martine Beswick (1941) (chica Bond tanto en “Dr. No” como en “Desde Rusia con amor”, y que acompañaba a la Welch en sus aventuras entre dinosaurios);

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o Caroline Munro (1949) (vista en “Casino Royale” -1966- y que fue una de las habituales de los films de terror de esos años);

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y también la exótica actriz israelí Daliah Lavi (1942-2017) (otras de las chicas de “Casino Royale”, e inolvidable en “Lord Jim”- 1964-);

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y, por supuesto, Linda Harrison (1945). Charlton Heston encontró a Linda en un bosque mientras huía de los monos en “El planeta de los simios” (Planet of the apes, 1968), y se convirtió en otra imagen grabada en nuestro subconsciente, con sus enormes ojos que miraban atónitos a ese hombre que pensaba y hablaba como si fuera otro simio…

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Y nos inflamaban la imaginación las míticas B.B. y C.C.; así llamábamos a Brigitte Bardot (1934) y a Claudida Cardinale (1938).

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Inolvidables una en “La verdad” (La vérité, 1960) y la otra en “Los profesionales” (The profesionals, 1966) y, sobre todo, en “Hasta que llegó su hora” (Once upon a time in the West, 1968) de Leone, donde la Cardinale pasó a ser una de mis actrices fetiches. Aunque hubo muchas más películas con ellas, por supuesto. Hasta que en el 71 rodaron en España un film juntas: “Las petroleras”. 

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En Argentina triunfaba por entonces una mujer que representaba el pecado, la tentación, la lujuria: Isabel Sarli (1929-2019). Todos la llamaban «la Sarli». Dirigida en general por su marido Armando Bo, explotaba su físico hasta la saciedad. En los sesenta es cuando su nombre y su cuerpo saltó a la fama con títulos tan explícitos como «Los días calientes» (1966), «Carne» (1968) o «Fuego» (1969).

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Sylvia Miles (1924-2019) pertenecía a la contracultura, al cine independiente, y saltó a la fama como mujer sensual y sexual por su papel de prostituta que le saca dinero al inocente de Jon Voight en la magnífica «Cowboy de medianoche» (Midnight cowboy, 1969). Su desnudo en la película, apenas visto unos segundos, fue entonces casi un escándalo. Luego, explotaría esa faceta en varias películas para la factoría de Andy Warhol en la década siguiente.

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Pero fue antes, en 1967, cuando Anne Bancroft (1935-2005), una de las grandes actrices americanas, rompió muchas de las limitaciones de la censura y la moral imperante con su maravilloso papel como la señora Robinson en «El graduado» (The graduate). Imborrables sus artimañas para seducir al joven que interpreta Dustin Hoffman, novio de su hija. De esos films que no se olvidan. La Bancroft fue nominada al Oscar por ese papel, aunque ya lo había conseguido por su otro magnífico trabajo en «El milagro de Ana Sullivan» (The miracle worker, 1962). En los sesenta además protagonizó films como «Siempre estoy sola» (The Pumpkin Eater, 1964), que le supuso otra nueva nominación, o «Siete mujeres» (7 women, 1966), el último film dirigido por John Ford. Una impresionante actriz Anne Bancroft.

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Opuesta a la señora Robinson de la Bancroft era la Marnie que Tippi Hedren (1930) interpretaría para Alfred Hitchcock en otra de sus obras maestras: «Marnie, la ladrona» ( Marnie, 1964), donde el tema de la cleptomanía y la frigidez sexual a causa de un trauma convertían a esta cinta en audaz y adelantada a su tiempo. Tippi Hedren venía de interpretar otro clásico de Hitchcock, «Los pájaros» (The birds, 1962), y en las dos cintas el realizador británico quiso subrayar la sexualidad gélida de esta actriz, lo que consiguió. Pese a estas dos grandes películas,…

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FOTOS DE CINE 12

Paul Newman y Joanne Woodward.

Ambos, actores y estrellas admirados por todos, y siempre ejemplo de pareja estable y, sin duda, envidiada por muchos. Los dos fueron galardonados con el Oscar y los dos compartieron también trabajos en el teatro y en el cine. Y en lo político, también trabajaron codo con codo, como en su directa oposición a la guerra de Vietnam. Una vida entrelazada hasta en lo más íntimo.

En cine, fueron pareja en varias películas y Paul Newman, excelente realizador, dirigió a su mujer para regalarle quizá algunos de los mejores personajes de su carrera. Él siempre dijo que la admiraba profundamente y que las películas que dirigió para ella las hizo para que se luciera con sus interpretaciones. Eso se llama devoción.

Compartieron cámara en once películas: El largo y cálido verano (The long, hot summer, 1958) de Martin Ritt, donde se conocieron, Un marido en apuros (Rally `Round the flag, boys!, 1958) de Leo McCarey, Desde la terraza (From the terrace, 1960) de Mark Robson, Un día volveré (Paris blues, 1961) de Martin Ritt, Samantha (A new kind of love, 1963) de Melville Shavelson, 500 millas (Winning, 1969) de James Goldstone, Un hombre de hoy (WUSA, 1970) de Stuart Rosenberg, Con el agua al cuello (The drowning pool, 1975) de Stuart Rosenberg, Harry e hijo (Harry & son, 1984) que además de coprotagonizar la cinta dirigió Paul Newman en homenaje a su hijo fallecido; Esperando a Mr. Bridge (Mr. and Mrs. Bride, 1990) de James Ivory, y la miniserie para TV, Empire falls (2005) de Fred Schepisi.

Y Paul Newman, sin actuar, dirigió a Joanne Woodward en otros cuatro films. En concreto en Rachel, Rachel (1968) que le supuso a ella una nominación al Oscar como mejor intérprete, y otra como mejor película; en El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas The effect of Gamma rays on Man-in-the-Moon marigolds, 1972), quizá el mejor papel en cine de Joanne Woodward que le supuso el Premio en Cannes y ser nominada al Globo de Oro, y Paul Newman nominado en ambos por su trabajo tras la cámara (sus colaboraciones no han podido ser más exitosas en ese sentido); también la dirigió en La caja oscura (The shadow box, 1980), que se alzó con el Globo de Oro a la mejor película para televisión; y en El zoo de cristal (The glass menagerie, 1987). 

La foto que traigo no es de ningún rodaje, sino una de la revista Life que muestra a la pareja buscando títulos en una librería de viejo. Una fotografía preciosa.

Sergio Barce, julio 2020

PAUL Y JOANNE

PAUL NEWMAN Y JOANNE WOODWARD

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