Archivo de la etiqueta: Me estás pisando el Chéjov

NUEVOS LIBROS CON AMIGOS

Nuevas imágenes pertenecientes a mi biblioteca en las que alguna de mis obras acompaña a los títulos de buenos y queridos amigos escritores.

Hoy: mi novela La emperatriz de Tánger, posando con otros títulos muy tanyauis: Mohamed Chukri, de Rocío Rojas-Marcos;  Los irregulares de Tánger, de Santiago de Luca, y a Un cierto Tánger, de Fernando Castillo. 

Mi libro de relatos Últimas noticias de Larache y otros cuentos, junto a Crónica del Norte (Viajeros españoles en Marruecos), del añorado Abdellah Djbilou, y junto a Del Rif a Madrid (Crónica sarracina de un hispanista marroquí), de Mohamed Abrighach.

Y algunos de mis relatos en libros colectivos en los que he participado junto a un gran número de autores (a muchos guardo especial cariño), pero que no voy a poder enumerar por ser numerosos, aunque ellos saben quiénes son: mi cuento «Cien rifles», dentro de La narrativa tenía un precio, que coordinó Mario Sanz Cruz para Carboneras Literaria, de Playa de Ákaba (Almería); mi relato «La librería del tío Hugo», formando parte de Me estás pisando el Chéjov, para Espai Literari (Barcelona), y otro de mis cuentos titulado «La Venus de Tetuán», en el libro Por amor al arte, que coordinó Mauro Guillén, para Generación BiblioCafé, con Jam Ediciones (Valencia).

 

 

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DÍA DE LAS LIBRERÍAS, CON PABLO ARANDA

Hoy es el Día de las Librerías. He escrito varios relatos y alguna novela ambientados en librerías, como los cuentos <Librería Sueños>, que apareció en el libro colectivo Último encuentro en BiblioCafé (GB y Jam Ediciones – Valencia, 2014) o <La librería del tío Hugo>, publicado en otro volumen colectivo titulado Me estás pisando el Chéjov (Espai Literari – Barcelona, 2016), y la novela corta El laberinto de Max (Mitad Doble & Ediciones del Genal – Málaga, 2018). Pero quizá sea el cuento que escribí para el 50 Aniversario de la Librería Proteo de Málaga, el que  me resulta más entrañable, porque fue un homenaje a Pablo Aranda y su libro infantil Fede quiere ser pirata, que, al final, se convirtió en un texto de admiración y cariño hacia Pablo y un homenaje a quienes durante años han estado al frente de la Librería Proteo. Así que hoy, en este día, me place recuperar mi relato El renacuajo de Pablo, rendir homenaje a las librerías con él y, sobre todo, recordar al amigo y al escritor Pablo Aranda, que sigue y seguirá con nosotros.

Sergio Barce, 11 de noviembre de 2022

EL RENACUAJO DE PABLO

   Federico entró en Proteo y se dirigió a la sección de libros de aventuras. Allí era donde solía encontrar sus novelas favoritas. Las de piratas y bucaneros. Y en seguida comenzó a ojear el estante a la caza de algún título novedoso. Estaba tan absorto en sus pesquisas que apenas reparó en un hombre que lo miraba con curiosidad, arrugando los ojos que se escondían tras unas gafas de pasta.

-¿Tú no eres Fede? -le preguntó el hombre de las gafas de pasta acercándose a él.

-Sí. Me llamo Federico.

Los dos se estudiaron en silencio. Y aunque la cara de ese hombre con gafas le resultaba familiar, Federico no acababa de reconocerlo.

-Soy Pablo. Pablo Aranda. El famoso escritor de novelas de piratas -dijo muy serio, y luego sonrió-. No. Es broma. Pero sí que soy Pablo Aranda. El escritor que te creó. ¿Lo recuerdas?

-¿Tú eres mi padre? -Federico había palidecido al escucharlo.

-Tampoco exageremos -dijo rápidamente Pablo Aranda temiendo que su prole creciera sin proponérselo.- Te observaba sin poder entender que hayas logrado escapar de la novela en la que habitas. Y menos aún que hayas crecido tanto sin mi permiso.

-¿Ves? Eres mi padre. Y me abandonaste cuando cumplí los cinco años.

Pablo Aranda enmudeció. De pronto, ese niño se le antojaba impertinente y malencarado.

-Fede, tú tienes a tu padre. Un cobarde, cierto, pero es tu padre y te quiere mucho. Y otra cosa más: nadie te abandonó a los cinco años. Eso te lo estás inventando tú.

-Es lo que me dijo Sergio. Que me abandonaste para irte con unos soldados. Siempre te he esperado -y al decir esto, su voz se quebró.

Federico giró la cabeza dejando que su mirada vagase por la estantería. La taza de oro, El corsario negro, La isla del tesoro, Los dueños del viento, Fede quiere ser pirata… ¿Fede quiere ser pirata? Releyó el título, perplejo.

Antes de que Federico pudiera reaccionar, Pablo Aranda se adelantó sagaz y se hizo con el libro, primorosamente editado. Lo abrió y pasó varias páginas. Luego levantó los ojos por encima de la montura de sus gafas de pasta negra.

-¿Cuántos años tienes? -Pablo Aranda lo preguntó con cierta cautela.

-Doce -respondió Federico sin apartar los ojos de la novela de Pablo Aranda-. ¿Qué hace ese libro en la sección de piratas y bucaneros? Es de literatura infantil.

-¿No dices que ya tienes doce años? -reconvino el escritor con una ironía acerada.

De pronto, las maderas del suelo crujieron y los dos se giraron. Jesús Otaola y Paco Puche encabezando un grupo que se acercaba con intenciones imprevisibles. Junto a ellos, Sergio, también con sus doce recién cumplidos, que había clavado su pierna ortopédica en el parqué; y un paso por detrás, Ana, Cristina, Francisco y Milagros, crispados porque eran los encargados de velar por los libros infantiles. Susana y Miguel Ángel franqueaban la puerta de salida. Y Vanesa, Carlos, Rosa, Beatriz, Carmen, Inma y Ana María se agolpaban a las escaleras. Pablo Aranda frunció el ceño. Y Federico se temió lo peor.

-Lo siento, Pablo -dijo Jesús Otaola-. No sé cómo ha podido ocurrir, pero te prometo que es la primera vez que se nos escapa un personaje de un libro.

-Lo devolveremos a las páginas de Fede quiere ser pirata -añadió Jonatan, que apareció por una puerta camuflada sacando unas esposas del interior de su cazadora-. Vamos, Fede, no nos lo pongas difícil.

-No puede regresar con doce años -protestó Pablo Aranda al grupo-. La novela dejará de tener sentido. Y, por cierto, ¿qué hace aquí Sergio?

-Salió de tu libro, pero solo para buscar a Fede -se excusó Paco Puche.

-En cuanto regresemos, volveremos a tener cinco años -lo interrumpió Sergio, y miró a su amigo-. Allí estamos mejor, Fede. Seguiremos soñando que somos piratas y viajaremos en nuestro bajel con Marga y con Isa.

Federico sopesó las posibilidades que tenía de huir de allí observando de reojo al grupo de Proteo-Prometeo. Famosos por no haber dejado escapar a ningún personaje si no lo hacían dentro del libro al que pertenecían. Y lo cierto era que añoraba sus años en la novela. Levantó la vista y escrutó a Sergio.

-De acuerdo -dijo en un susurro-. Pero con una condición, papá -y miró a Pablo Aranda.

-Y dale. Que no soy tu padre -replicó el escritor con voz de paciencia-. A ver. ¿Qué me vas a pedir?

-Que Isa deje de llamarme renacuajo.

-Pero si te lo dice con cariño -Pablo Aranda temía que ese cambio afectase a su historia y trató de convencerlo-. Llamarte renacuajo te hace más humano. Además, un niño de cinco años es un renacuajo.

-Entonces no volveré a la novela.

El grupo se movió inquieto, y Federico dio un paso atrás.

-De acuerdo -cedió Pablo Aranda-. Haré que Isa deje de llamarte renacuajo. Aunque seas un renacuajo.

Dicho eso, Fede y Sergio avanzaron juntos y se esfumaron misteriosamente de la librería. Pablo Aranda abrió su novela dejando escapar un largo suspiro.

-Menos mal. Todo parece estar en su sitio. Incluso ese renacuajo cabezota -susurró dibujando una sonrisa en sus labios.

Sergio Barce

 

PABLO ARANDA
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«LA LIBRERÍA DEL TÍO HUGO», UN RELATO DE SERGIO BARCE

Cuarto relato que os traigo para que paséis un rato de lectura agradable durante el tiempo muerto de este encierro que, a veces, se hace infinito, y quizá logre envolveros con esta historia llena de romanticismo, libros y  magia. Y que es, además, un homenaje a las librerías, tan necesitadas estos días de nuestro mimo y apoyo. 

Se titula La Librería del tío Hugo. Se publicó en 2016 en un libro de cuentos colectivo, en una edición delicada y muy cuidada de Espai Literari, de Barcelona, y con un título verdaderamente sugerente (que se corresponde con el primero de los relatos del volumen, escrito por Mauricio Bernal): Me estás pisando el Chéjov.

ME ESTÁS PISANDO EL CHÉJOV portada

El libro reúne 13 relatos de otros tantos autores. La portada es igualmente un acierto, muy elegante, diseñada por Josep Vila Fisas, y todos los cuentos, sin excepción, son magníficos. Entre los autores, mi entrañable amigo Juan Pablo Caja.

Os dejo el enlace donde podéis encontrar el libro, y toda la información sobre la librería y editorial Espai Literari, fundada por Inma Santos y Aureli Vázquez:

https://www.espailiterari.com/producto/me-estas-pisando-el-chejov-13-relatos-sobre-librerias-vvaa/

LA LIBRERÍA DEL TÍO HUGO

por Sergio Barce

    Durante ocho meses, Cairo vivió en la casa de su tío Hugo. Fue el tiempo que tardó su madre en encontrar trabajo en Barcelona después de su separación. Por entonces, Cairo tenía diez años y ningún amigo en esa barriada. Cuando por las tardes llegaba del colegio, su madre lo esperaba con la merienda preparada, hacían los deberes juntos y solo entonces bajaba a la librería de su tío para hacerle compañía hasta la hora de cierre. El negocio estaba en el mismo edificio donde residían.

   La librería de su tío Hugo era bastante extraña. Apenas tenía cincuenta metros cuadrados, y se componía de un expositor giratorio con unos libros a los que nadie prestaba la más mínima atención, un mostrador de madera y, detrás, un sillón en el que su tío se arrellanaba aguardando la llegada de algún cliente. A su lado, el taburete en el que se sentaba Cairo. Las paredes del local estaban ocultas tras unas puertas de madera, que iban del suelo al techo y ocupaban todo el perímetro, puertas que permanecían cerradas bajo llave en todo momento. Tras las puertas, Cairo sabía que estaban los libros en venta, pero, curiosamente, sólo llegó a ver los que su tío sacaba de los muebles empotrados cuando alguien se los pedía. Los observaba hablar entre ellos, casi en susurros, y el tío Hugo, sin decir nada, se giraba sobre los talones y hacía un ágil movimiento con el cuerpo, como si la alegría le obligara a dar unos pasos de baile, igual que hacía Fred Astaire. Luego, sacaba la llave maestra que guardaba en el bolsillo de su chaqueta de pana, abría una de las puertas y sacaba el libro que correspondiera; en seguida, cerraba el armario con llave y regresaba como marcando los compases de un vals. Cairo, pese a que estiraba el cuello con todas sus fuerzas tratando de escudriñar por encima de su tío, jamás pudo ver el interior de los armarios.  

   Había un rótulo sobre la puerta, de piedra, y las letras sobresalían en relieve. La librería se llamaba Librería, sin más. En el pequeño escaparate, sobrio pero sin embargo acogedor quizá por el color envejecido de la madera, únicamente se exhibía una antigua máquina de escribir Underwood que el tío Hugo limpiaba cada mañana a conciencia antes de abrir al público. Era sin duda un local espartano, sin un atractivo especial. Pese a esa apariencia, no había un solo día que no entrara alguien buscando un libro.

  Cuando Cairo recibió la llamada de teléfono, recordó de inmediato todo aquello, y con qué afecto lo trató el tío Hugo durante los meses que vivieron en su casa.

  -Te regalaré algo que hará de ti un hombre feliz –le dijo su tío el último día que pasaron juntos en la librería. En aquel momento, Cairo creyó que se refería a alguna sorpresa que le daría al día siguiente, cuando su madre y él partieran de viaje, pero no ocurrió nada en la despedida y se olvidó de aquella promesa que ahora, sin saber por qué, recuperaba su memoria.

  Pero, por encima de todo, se acordaba de los días pasados en el interior de la Librería, cuando el tío Hugo lo ayudaba a encaramarse en el taburete, y se quedaban entonces en silencio esperando a que entrara algún cliente de última hora. Pensó en la caja registradora, un armatoste gris con teclas enormes y una palanca a la derecha de la que había que dar un tirón para que el cajón con el dinero se abriera a la vez que sonaba una campanilla. Era una caja registradora excesiva para aquel negocio. Cuando lo hacía su tío, la palanca parecía deslizarse con suavidad, pero cuando era Cairo quien la manejaba el brazo metálico se resistía y resollaba con fatiga como un artilugio oxidado. Le gustaba que su tío le dejara cobrar a los clientes. En realidad, le pagaban y él le entregada el dinero a su tío, y su tío le devolvía el cambio para que Cairo, a su vez, se lo diera al comprador.

 De pronto, le asaltó la certeza de que nunca oyó realmente a ninguno de aquellos sigilosos clientes de la librería solicitar algo en concreto. Le llegaron vagamente las palabras apenas esbozadas, las respuestas del tío Hugo con un ademán o un gesto, alguna sílaba afirmativa, una despedida efusiva del comprador que había  encontrado el título largamente anhelado, los apretones de manos, ardientes, y aquellos abrazos de las mujeres que besaban al tío Hugo como si les hubiera revelado el secreto de sus vidas. Le resultó excitante darse cuenta de todos esos detalles justo en ese momento, cuando escuchaba al teléfono la voz del notario que le explicaba los trámites que debía seguir.

  Sólo estuvo con su tío Hugo aquellos ocho meses. Nunca lo había visto antes hasta que su madre y él hubieron de alojarse en su casa, y no volvería a verlo nunca más desde que se marcharon a Barcelona, a la calle Muntaner número 38. Sin embargo, Cairo era capaz de verlo con nitidez si cerraba los ojos. De los hombros de su figura espigada, la de un hombre alto y delgado, que, aun en su desaliño habitual, transmitía una elegancia de aristócrata, colgaba una chaqueta de pana marrón, que solía combinar con una camisa de franela a cuadros y pantalones oscuros. Tenía los ojos del color del acero, pero no eran nada fríos. Cuando lo miraba, Cairo se sentía protegido. Hablaban poco cuando estaban juntos en la librería, pero sí que lo hacían durante la cena, y entonces el tío Hugo le contaba anécdotas de sus viajes por China y por la India, y Cairo acababa preguntándole si había estado en El Cairo, y el tío Hugo le daba siempre la misma respuesta: cuando vaya a Egipto, me acompañarás para que veas la ciudad de tu nombre; pero ahora, acábate el postre. Y él se iba a la cama imaginando cómo sería ese viaje al país de las pirámides. Años después, su madre le revelaría que su hermano jamás había viajado, y dudaba incluso de que el tío Hugo se hubiera alejado alguna vez de su librería más allá de unos pocos kilómetros.

  Cuando colgó el teléfono, Cairo temblaba levemente, asido por la sorpresa de una emoción que le sobrepasaba. Miró a su alrededor. Sabía que se macharía de allí y que ya nunca volvería. Esa certeza le sobrecogió, como si se diera cuenta de que alguien decidía por él. Descolgó el auricular y marcó el número de su madre. Ya era una mujer mayor que se movía con dificultad pero que había decidido vivir sola desde el mismo instante en el que Cairo comenzó a trabajar en una consignataria, hacía ya más de quince años de eso. Le preguntó por qué no le había dicho nada antes, y ella se encogió de hombros al otro lado del teléfono. Su madre y el resto de sus hermanos lo habían dejado todo en manos del notario. Cairo le preguntó por qué razón el tío Hugo le habría legado la librería a él y no a uno de ellos. Su madre se limitó a responderle que a ninguno le había interesado jamás aquel desastroso negocio; además, añadió en seguida, Hugo siempre te quiso a ti más que a nadie.

  -Todo está escrito. Absolutamente todo –era una frase que su tío Hugo le repetía una y otra vez, como si pretendiera inocularle esa idea. Y ahora pensó en ella con especial intensidad.

  Por alguna razón inextricable, Cairo sabía qué era lo que tenía que hacer y, sin pestañear, dejó su puesto en la agencia ante la incredulidad de sus compañeros, renunciando incluso a una parte de la indemnización que le correspondía, y así abandonó Barcelona.

  Aquella mañana, abrió temprano. Lo primero que hizo fue limpiar la Underwood del escaparate hasta dejarla perfecta. Barrió, quitó el polvo y comprobó que la vieja caja registradora seguía funcionando. Cairo lo hacía todo con una sonrisa irreprimible. Se asomó a la calle. La temperatura era agradable y olía a verano. Al volver a entrar en el local, se fijó en el expositor giratorio. Allí seguían colocados los mismos libros de su niñez de los que nadie se había interesado nunca, ni uno más ni uno menos, como si fuesen una parte de la estructura del inmueble. Pasó los dedos por sus solapas, pero se limitó a eso y los dejó tal cual. Luego, rodeó el mostrador y se arrellanó en el sillón, como hacía el tío Hugo. Al introducir la mano en el bolsillo de su chaqueta, notó la llave maestra de los armarios que le había entregado el notario junto a las del local. Se dio cuenta en ese instante de que todavía no había abierto ninguna de las puertas y de que no sentía necesidad alguna de comprobar qué libros había allí almacenados, ni siquiera le preocupaba hacer inventario o indagar cuáles eran los distribuidores con los que trabajaba habitualmente el tío Hugo. Simplemente se quedó quieto, vigilando la puerta de entrada, con una paz interior que jamás había experimentado salvo cuando de niño su tío lo miraba con aquellos ojos de acero que le hacían sentirse tan protegido.

  A las diez de la mañana entró el primer cliente. Era un anciano que Cairo  reconoció al instante, uno habitual de aquellos tiempos que solía comprar un libro cada semana. Antes de que el hombre llegara al mostrador, él se giró sobre los talones y, haciendo un ágil movimiento con el cuerpo, como si la alegría le obligara a dar unos pasos de baile, igual que hacía Fred Astaire,sacó la llave maestra, abrió una de las puertas de madera y vio las baldas vacías del interior. Sin embargo, en el centro había un solo libro y lo cogió sin dudarlo. Luego cerró el armario y volvió a girarse con la misma destreza de antes, como marcando el compás de un vals. Depositó el libro en el mostrador, y el anciano entornó los ojos.

  -Por fin –musitó, y le dio las gracias en voz baja, como si rezara una breve plegaria.

 Le abonó el importe exacto. Al tirar de la palanca de la caja registradora, Cairo notó que no se le resistía y que bajaba suavemente. Mientras, el hombre se alejaba y Cairo creyó que ahora caminaba con más agilidad, como si hubiera rejuvenecido. En cuanto volvió a quedarse solo, se alegró sinceramente de haber tomado la decisión de hacerse cargo del negocio del tío Hugo.

  Fue un día movido. No cesaba de entrar gente a la Librería, como impelidos por la necesidad, igual que viajeros que atravesaran el desierto y que, por fin, encontraban un oasis donde poder saciar su sed con agua fresca. La campanilla de la caja registradora no dejaba de sonar.

  A las dos menos cuarto la vio entrar y fue como si ya nada tuviera importancia salvo ella. Era una mujer apenas dos o tres años más joven que Cairo. Poseía unos ojos radiantes que obligaban a mirarlos con fijación. La observó acercarse  bamboleando la cintura como el péndulo de un reloj antiguo, o eso le pareció a Cairo. Ella apoyó las manos en el mostrador de madera en cuanto se detuvo, frente a él, y Cairo descubrió que en su rostro había un rictus de apremio.

 -Después de tantos meses cerrado, había decidido que, si hoy no encontraba la librería abierta al público, ya no volvería nunca más… -dijo con alivio, y sus labios dibujaron una sonrisa tímida pero tan sugerente que hacía pensar en el amanecer.

 Cairo también sonrió, sintiendo que llevaba toda la vida esperándola, y eso era una certeza que no admitía ninguna duda. Ella se presentó: me llamo Felicidad. Luego, intentó decir el título del libro que deseaba, pero Cairo levantó una mano para que no siguiera hablando y se limitó a informarle, casi en susurros:

  -Ya ha llegado.

  Y, sin añadir una palabra, se giró sobre los talones y, haciendo un ágil movimiento con el cuerpo, como si la alegría le obligara a dar unos pasos de baile, y ahora sí que era la alegría la que le obligaba a hacerlo, se acercó hasta la puerta que estaba junto al escaparate, la abrió y cogió el único libro que había en esos estantes. Volvió a cerrar echando la llave, y regresó sobre sus pasos, al compás de un vals imaginario. Deslizó el libro por el mostrador, empujándolo suavemente, y vio cómo los ojos de Felicidad se llenaban de lágrimas. Luego pagó, y Cairo le devolvió el cambio. Mientras cerraba la caja, ella sujetó el volumen con las dos manos y se lo llevó al pecho.

 -Volveré en pocos días –anunció, y ahora sus labios se abrieron en una nueva sonrisa ya nada tímida, como si fuesen los pétalos de una flor.

  -Te esperaré. Como siempre he hecho –se oyó responder Cairo con un aplomo que no reconocía.

 Sorprendentemente, Felicidad asintió con un movimiento de cabeza, notando la intensidad de la miraba de Cairo, y se ruborizó.

  -¿Crees en el destino? –inquirió ella-. Si hubiera decidido venir ayer por última vez en lugar de hoy, no nos habríamos conocido…

  -Todo está escrito. Absolutamente todo –remedó Cairo pensando en su tío Hugo.

   La vio salir, y notó que un aroma a azahar se había instalado en el local. Al sentarse en el sillón, fue consciente de que todo había cambiado en su vida. Le dolía el pecho, pero era un dolor que no querría que lo abandonara nunca, un nudo ardiente que le oprimía igual que un abrazo. Se sentía tan bien que, por un segundo, temió estar soñando.

  Cuando al rato entró aquella pareja, intuyó de inmediato cuál era el libro que venían buscando y cuál era el armario que debía de abrir. Nunca sabría por qué motivo él conocía esos detalles, ni tampoco por qué misteriosa razón los títulos que los clientes ansiaban siempre se encontraban disponibles en la Librería, pero nada de eso le causaba angustia ni tampoco inquietud. Todo estaba escrito, absolutamente todo. Incluso que ella volvería a la semana siguiente, que él le daría el libro de Benedetti que venía a recoger, sin que tuviera que pedírselo siquiera, y que Felicidad jamás saldría ya de su vida.

 -Te regalaré algo que hará de ti un hombre feliz –le había prometido su tío Hugo treinta años atrás, y ahora le parecía a Cairo que entonces su tío jugaba con las palabras igual que un prestidigitador, y pensó que tal vez fuera porque sabía que eso también estaba escrito.

La lista de los autores que forman parte de Me estás pisando el Chéjov es la siguiente: Mauricio Bernal, Juan Pablo Caja, Josep Camps, Débora Castillo, Carles Chacón, Inma Santos, Raúl Montilla, Gabriela Polanco, Victòria Prat, Óscar Royo, Aureli Vázquez, Josep Vila (de los textos) y yo.

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