Ayer, en el Palacio Abrantes, en Granada, junto a la cantante Sara Sae, que estuvo de nuevo magnífica interpretando temas andalusíes y sefarditas, y el poeta Pedro Enríquez, que leyó dos de mis relatos pertenecientes a Paseando por el Zoco Chico. Larachensemente, hice un recorrido, a través de mis libros, de Larache a Tánger.
La organización del evento, idea de Pedro Enríquez, fue de la Asociación Nueva Acrópolis de Granada. Además de las gracias a Pedro y a Sara Sae, por su generosidad al acompañarme y hacer más amena la presentación de mis obras, he de decir que los organizadores del acto fueron unos anfitriones no sólo perfectos, sino exquisitos, amables y encantadores. Gracias a Antonio Fernández Bernina y a Antonio Martínez por todo.

Antonio Fernández Bernina, abriendo el acto
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Larachenses: Malika el Amrani el Mrini, Sergio Barce y María Ortega Ayllón
La asistencia de público fue la perfecta, y tuve la suerte de que, entre quienes acudieron, estuviesen dos de mis paisanas larachenses, preciosas y radiantes: María Ortega Ayllón y Malika el Amrani el Mrini, que hizo más de 120 kilómetros sólo para estar en el acto. Me encantó estar con ellas.

Un momento de la actuación de Sara Sae
Así que no hay más que decir. Todo salió redondo. Y, mientras firmaba ejemplares, sólo escuché palabras de agradecimiento por lo emocionante que transcurrió la presentación de mis libros Paseando por el Zoco Chico. Larachensemente, El libro de las palabras robadas y La emperatriz de Tánger.
Sergio Barce, octubre 2017

Pedro Enríquez y Sergio Barce
Pedro Enríquez, con esa voz poderosa que tiene y esa manera suya de entonar y leer, usando la cadencia y la musicalidad precisas, leyó dos relatos. Uno de ellos, Medina de Larache, que transcribo a continuación:
Medina de Larache. Bajas las calles empinadas, zigzagueantes, con el sol cayendo oblicuo. Notas la brisa esquivando los edificios, correteando igual que los niños que se esconden por los vericuetos de su memoria. Huele a salitre, notas la humedad enquistada en las paredes desconchadas, los pies avanzan llevándote hacia el puerto sin una razón determinada, simplemente bajar, traspasar el maremágnum de viejas construcciones marchitas. Se oyen las voces de esos chiquillos que, minutos antes, se escondían de ti, riendo, tratando de que les siguiera su juego. ¡Hola! ¡Hola! Saludan a gritos, antes de volver a salir disparados como si les avergonzara dar la bienvenida. El aroma del té con yerbabuena se escapa por las ventanas, igual que las palabras de una mujer que habla con su hija en una azotea. Un par de rostros te miran con curiosidad desde una ventana enrejada.
Hay estrías abiertas en cada pared, igual que arrugas en la piel de un anciano; pero igual que éste, la Medina de Larache ha ido acumulando decenios de experiencias, rellenando el baúl de sus recuerdos, y cuando llegas a la altura de su corazón te lo abre y te lo muestra, al desnudo. Hay mucho dolor, pero también hay mucha alegría, la de tantas vidas como almas que dejaron algo de ellas, de los suyos. Tantos apellidos muertos, que partieron sin dejar más que el efímero olor de sus voces, un eco que sólo se escucha si se vaga por sus callejones en silencio. A veces, incluso, te encuentras de frente con tu infancia, con la juventud de tus padres, con la madurez de tus abuelos, y les sigues unos segundos hasta que se desvanecen por la calle Real…
Para cuando llegas a la entrada del puerto, rodeado de atunes abiertos en canal, de cubos llenos de jureles y de sardinas, de pescadores sedientos ansiosos por regresar a sus casas, entonces te giras y miras de nuevo la Medina, el portento de su arquitectura frágil y desolada, y sientes el impulso de regresar. Subes de nuevo, dejando atrás el jolgorio de los vendedores, y te sumerges una vez más en el sueño de sus estrechas arterias. Es como si dieras un salto de años, y que hubieras regresado a otra época, a otro mundo. Un rabino parece rezar en la sinagoga, los franciscanos salen descalzos de la iglesia de San José, el almuecín llama a la oración desde la mezquita. Se oye al viento bambolear unas sábanas, los golpes de una anciana tratando de limpiar una alfombra, tus pisadas buscando tus propias huellas. Esta tarde sólo hay tiempo para caminar, sólo hay tiempo para dejarse llevar, no hay destino, no hay prisas; la Medina de Larache te arropa, tranquila, amablemente, y vuelves a ver otro espectro que te saluda con la mano y te sonríe, igual que hacía tu abuelo cuando te esperaba en la calle Real, otra vez en la calle Real, con todos ellos…
GALERÍA FOTOGRÁFICA:
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