
La imagen del silencio, novela con la que Mario Castillo ganó el Premio de Narrativa Feria del Libro de Almería, me descubrió a un escritor inmenso. Ahora, veinticinco años después, su última novela Mi avión herido, ha sido galardonada con el Premio de Novela María Zambrano de Málaga, y me ha reafirmado en mi idea: es un narrador excepcional, y que, además, ha crecido con los años.
“…Me acerqué a la puerta de la primera cuadra, la más cercana a la cafetería, en donde el Indio dormía. Golpeé con los nudillos suavemente. No hubo respuesta. Volvía a intentarlo. Nada se movió tras la puerta. Esperé un instante y golpeé de nuevo, esta vez más decidido. Ya he terminado, susurré. Oí ruidos de muelle de somier viejo, un carraspeo y unos pasos dudosos acercarse. El Indio entreabrió la puerta y me miró como si no me conociera. Tenía mal aspecto, ojeras, el pelo enmarañado y no se había preocupado de cubrirse como otras ocasiones. La mano derecha sostenía la puerta a medio abrir, la izquierda se mesaba la larga melena. Durante los segundos que duró su desconcierto, me afané en asomar una mirada furtiva entre las sombras. Ya he terminado, le dije. No pareció haberme entendido. No sé ni siquiera si me oyó. Frunció el ceño y levantó la cabeza hacia el cielo ya casi amanecido. Me volvió a mirar a los ojos y me sorprendió escudriñando el interior a sus espaldas. Me sentí cazado y aparté la vista. Le miré a los ojos con mucha concentración. Ya he terminado, le repetí. Siguió ignorándome mientras me miraba largamente. Giró la cabeza ligeramente hacia el interior, pensativo. Después se sonrió cómplice y tras un breve asentimiento para sí mismo, abrió la puerta de par en par sin dejar de mirarme a los ojos. La escasa luz del amanecer se deslizó por el suelo de albero hasta llegar a los pies de la cama. Para mi sorpresa, aquello no parecía una cuadra. No había comedero y aunque las paredes eran de tabla como las demás, estaba decorado con algunas fotos y pósters de caballos, aperos de labranza, una silla de montar y algunas herraduras colgadas de alcayatas. Su cinta del pelo pendía de un perchero de hierro sobre el cabecero. Una chica joven, casi adolescente, de pelo muy corto como el de un muchacho, estaba tumbada desnuda en la cama. La penumbra dejaba ver una piel muy blanca que contrastaba con el pardo de la manta que se arremolinaba contra la pared de madera de la cuadra. Tenía los pechos muy pequeños y el vello púbico negro azulado y brillante, coronaba unas largas piernas de bailarina. Algo se movió junto a la cama. Fue entonces cuando vi a la segunda chica. Esta otra de pelo rubio y media melena, algo más robusta de carnes y pechos grandes, se removía sobre un jergón en las sombras. Parecía desperezarse, pero ya no me atrevía a mirar más y le devolví la mirada a los ojos del Indio que continuaban clavados en mí. No había perdido la sonrisa juguetona y sorprendida…”
Cuando acabé de leer este nuevo libro, sólo le envié un escueto WhatsApp para que supiera que ya lo había acabado. Mario sabía que lo estaba leyendo. Hablamos hace un par de días. Le había llamado, pero, al no responderme, imaginé que estaría volando. Acerté. Me devolvía la llamada nada más tomar tierra. ¿Qué te ha parecido? Me espetó, con la respiración entrecortada. Le ocurre cuando está ansioso. Le dije que no hubiera podido hablar al acabar con su novela, me sentía entonces demasiado emocionado, y que, por ese motivo, me limité a mandar ese corto mensaje. Con esa frase, Mario comprendió que su libro me había fascinado. Además, añadí antes de que me dijese nada, he volado con sus páginas. Podía imaginar su cara al oírme decirle esto. Estaría sacando pecho como un gallo en su corral.
Mario Castillo tenía algunas heridas en su vida, y además mantenía una deuda pendiente. Mi avión herido le ha servido para abrirse en canal, curarse de alguna manera de esas heridas y saldar esa deuda. Me ha impresionado su desgarro porque conozco la envergadura de la cicatriz que ahora se cierra.
Mario tiene la capacidad de usar el lenguaje como si fuese el dueño del diccionario. Lo hace fácil, pero sus adjetivos, sus sustantivos, su sintaxis, no son en absoluto simples. La riqueza de sus armas es inagotable. Mario Castillo, voy a decirlo, aunque seguramente le incomode, es un hombre culto. Sus conocimientos rezuman a borbotones cuando mantienes una conversación con él, las ideas le brotan con tal rapidez que, a veces, las palabras se le atropellan. Sus alumnos dan fe de ello. Me hubiera gustado ser su alumno, aunque me conformo con ser su amigo. En su libro se asoma ese hombre instruido y cabal.

MARIO CASTILLO foto del Diario de Sevilla
Y es que, en Mi avión herido, Mario combina exquisita y sabiamente varias historias y varias épocas de su vida. Por un lado, nos desvela la más sangrante de sus heridas abiertas, que trata de cerrar, que logra cerrar: la muerte de su padre. Una muerte que es inesperada, previsible, dolorosa, devastadora, violenta. Una muerte que sumió a Mario en un mar de preguntas y en un remordimiento que le ha perseguido durante años. Por otro, las pesadillas de aquel terrible accidente de Spantax en Málaga al que él acudió para ayudar en las tareas de salvamento. Otra experiencia vital ésta, pero también desgarradora. Por último, una explicación pendiente a sus hijos: muchos por qué en el aire, que Mario necesitaba responder, aunque ellos no hubiesen formulado las preguntas. Con estas páginas, también paga esta deuda con la que estaba hipotecado.
Pero, ¿por qué ahora? El detonante de esta magnífica narración fue un ataque al corazón que llevó a Mario al borde de la muerte… Esa es la puerta que se abrió a una resolución definitiva: enfrentarse con el pasado, afrontar el futuro.
“…Sin embargo, mi espíritu desasosegado y mi incapacidad física para estarme quieto han impedido, afortunadamente, que me haya convertido en oficinista o sepulturero. Fue durante esos mismos años de infancia cuando me senté con mi padre por primera vez a los mandos de un avión. Arriba, a miles de pies sobre las sombras, en la cabina de una PA28, miré el panel de instrumentos, alcanzable, ajustado a mi cuerpo como un traje de látex, y volví a sentir el ardor en el pecho, esa mezcla de quietud y de zozobra que solo me ofrecían los momentos felices, la clausura de mis cajas de cartón o el escritorio de mi padre. Alcé la mirada hacia las nubes altas en el horizonte y la bruma que me impedía ver la tierra. Me llegaba el sonido grave del motor, taladrado por los bips bips bips agudos de la identificación en morse de una baliza. Avión tuyo, dijo mi padre…”

De forma que, desde estos cuatro puntos cardinales (el abismo de la propia muerte, cercana y real, la amarga muerte de su padre, los pasajeros calcinados en el Spantax, desvelar los fantasmas más íntimos a sus hijos), Mario Castillo traza su plan de vuelo y nos lleva en su avión herido.
Le dije a Mario: me has hecho volar. Y es cierto. Las páginas de esta novela te llevan por los cielos, sientes lo que el piloto narrador te describe, sientes los mandos, sientes el placer, sientes el miedo.
Junto a Mario Castillo, pisé los restos del Spantax, y me sentí abrumado por ese paisaje de horror; volé por los cielos a su lado, como si llevara una vida haciéndolo; acudí al sepelio de su padre y me embozó la desorientación del piloto que Mario es, perdido en una ruta desconocida; pasé instantes placenteros con sus abuelos (su abuelo me recuerda al mío, se parecen en tantos detalles que me ha sorprendido el comprobarlo) y correteé con el pequeño Mario por el campo; descubrí a su lado el sueño de la aviación cuando despegó pilotando un coche; vi a través de su imaginación lo que sus ojos no llegaban a descubrir en la penumbra del cuarto del Indio (cómo he disfrutado las páginas de su infancia, los días del Ranchito); regresé con Mario al triste pasado de su abuelo encarcelado en el campo de concentración de Torremolinos (la crueldad sin límites que hubo de soportar antes de acabar ese infierno), que me emocionó, como tantas otras cosas; pisé la pista del aeropuerto como si fuera uno más de los pilotos y de los técnicos que pululaban cerca del hangar; me perdí entre la lluvia y sentí miedo, mucho miedo; lo acompañé durante unas horas en la habitación en la que lo habían ingresado, mientras respiraba a duras penas, hasta que Auxi entró y, sigiloso, me escabullí para dejarlos a solas…
Hay también mucho amor en este libro. Me conmovió la relación con su padre, los silencios, las palabras nunca dichas. Curiosamente, el sábado pasado hablé con mi padre, y lo hice más de lo habitual. Mario es el culpable. Se lo agradezco.
Hay muchas páginas en las que se describen varios vuelos. El del horror del Spantax, el de la ilusión cuando se aprende, el de la felicidad plena al volar por primera vez, el del terror al ser consciente, irremediablemente tarde, que no se han cumplido los protocolos, el del último viaje con el avión de tu vida… Pero cuando Mario Castillo se demora en los detalles técnicos, en las maniobras, en las explicaciones primorosas de cada uno de esos vuelos, no habla sólo de lo que parece a simple vista, Mario nos está mostrando algo más: nos habla de él, abriendo de par en par su interior. Hay mucho que desvelar, todo lo que se había prometido descubrir a sus hijos para que supiesen quién es él en realidad. Ha sido un acto de valor.
“…Autorizados a descender directos a Andraitx a mil pies. Preparé el avión y reduje un poco de motor para dejarlo planear suavemente hacia la isla que ya cubría todo el horizonte frente a nosotros. Canturreando su canción inventada, y moviendo el cuerpo como si estuviese poseído, mi padre tiró de la palanca de gases y el avión empezó a descender a quinientos, setecientos, mil pies por minuto en el variómetro. Entonces, en medio de su estribillo desafinado, gritó:
-¡Yuhuuuuuuu! ¡Deja que el viento nos lleve! ¡Vamos! ¡Deja que el viento nos lleve!
Nivelé el avión a mil pies sobre un mar encrespado de olas blancas y rotas cuando teníamos la costa norte de la isla prácticamente frente al morro del avión. De pronto se quedó en silencio, sonriente, pensativo. Nos miramos cómplices un instante y dejamos que el avión se aproximase a los acantilados.
Ese es nuestro lugar de encuentro, el puerto de arribada que me permite la memoria. Arriba, a miles de pies sobre un mar embravecido y distante que arrastra desde el norte una violenta tramontana. Desde entonces cuando establezco régimen de crucero y permito que mi avión se estabilice, cierro los ojos un instante y tras el rugir apagado del motor todavía puedo oír su canturreo entusiasmado. Es allí arriba en donde sigue oculto, donde me espera cada vez que asciendo en su busca, el paraíso de los vivos. Por eso creo que nunca vino a ocupar una silla a la mesa del salón de los muertos. Es allí arriba donde lo encuentro, en cada vuelo. Hasta que un día me enfrente a mis aguas de Toulon, mis balas, mi cordero. Mientras tanto, esperaré paciente sobrevolando la línea del horizonte que me marca el instrumento de mi avión. Donde la luz no proyecta las sombras de un cuerpo que no es mío. Sobre la línea del horizonte…”
Si te hubiese llamado al acabar la novela, no habría podido articular una palabra. Eso también se lo dije cuando hablamos por teléfono. Y es que el último capítulo del libro es el capítulo perfecto para cerrar esta historia. No voy a desvelar nada, pero es sublime: sencillo, emocionante, donde el principio y el fin, el futuro y el pasado se dan de la mano. Es como si te dejara de pronto los mandos del avión, sin avisar… Y vuelas.
-November-Xray, autorizado a despegar pista uno-cuatro… -escuché cuando cerré la novela. Y volé como los pilotos de antes, sin GPS, con una vieja brújula como compañera y dos o tres referencias que Mario me había indicado poco antes de subir.
Sergio Barce – agosto, 2016
Mi avión herido se ha publicado por etclibros El Toro Celeste, Málaga, 2016.