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JUNTO A MÁS LIBROS DE MIS AMIGOS

Continúo colgando en mi blog imágenes pertenecientes a mi biblioteca en las que alguna de mis obras acompaña a los títulos de buenos y queridos amigos escritores.

Hoy: mi libro de relatos El mirador de los perezososjunto a Profundo Sur, de Juan José Téllez;  Mi avión herido, de Mario Castillo del Pino, y al lado de Un cine en el Príncipe Alfonso, de Mohamed Lahchiri. 

Mi novela Sombras en sepia, posando con El latido de Al-Magreb, de Pablo Martín Carbajal, y junto a No sé quién eres, de Miguel Torres López de Uralde.

Mis relatos de Una puerta pintada de azul, junto a Los lugares verdes, de Luis Salvago y a Meshi shughleck, de Alberto Mrteh.

Y mi libro de relatos Paseando por el zoco chico. Larachensemente, al lado de Cuentos de Larache, de Mohamed Sibari; El eco de la huida, de Hassan Tribak y Entre Tánger y Larache, de Mohamed Akalay. 

 

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ASÍ FUE LA PRESENTACIÓN EN TORREMOLINOS DE «MALABATA», NOVELA DE SERGIO BARCE

En el anterior post os mostraba en imágenes cómo fue la presentación de mi novela Malabata en la Librería Pérgamo, de Torremolinos. Hoy me permito ofreceros el texto completo de la intervención del escritor Mario Castillo del Pino en esta presentación. Pero antes, me toca hablar de Mario.

presentación 4

Sergio Barce y Mario Castillo del Pino

Mario Castillo del Pino. Licenciado en Filología Inglesa, ha sido profesor durante treinta años, actividad que ha compaginado con sus dos grandes pasiones: escribir y pilotar aviones. Como narrador, ha obtenido diversos premios como el Juan José Relosillas de Relatos, el Premio de Narrativa Feria del Libro de Almería por su novela La imagen del silencio, y el Premio de Novela UNED María Zambrano con Mi avión herido.

Además de todo esto, es una buena persona y mejor amigo. Y como una de sus características es la generosidad, accedió a presentar Malabata con las siguientes palabras (lástima que aquí no pueda transmitiros sus chascarrillos, bromas y comentarios que surgieron en el acto a vuelo pluma, pero no todo podemos transcribirlo al pie de la letra):

MALABATA: UNA NOVELA DE FRONTERAS.

    Antes de nada, quisiera comenzar con un par de agradecimientos. Ambos van dirigidos inevitablemente a la misma persona: Sergio Barce, protagonista hoy de este encuentro literario. En primer lugar agradecerte el honor y la confianza de permitirme presentar públicamente tu nueva novela Malabata. En segundo lugar, y sobre todo, darte las gracias en nombre de todos nosotros, tus lectores incondicionales, por ofrecernos a lo largo de años y cientos de páginas inspiradoras un universo único que nos ha atrapado para siempre.

Permíteme que haga una breve retrospectiva. No te preocupes, aquí hemos venido a hablar de tu libro, lo sé. Pero es importante que sepas cómo llegué y con qué espíritu inicié la lectura de Malabata.

Ha llovido ya bastante desde que recibí igual honor, parece que no aprendes. En el año 2004 tuve el privilegio de presentar tu libro de cuentos Últimas noticias de Larache. Permítanme incluir aquí una nota al margen y destacar que uno de los relatos incluidos en ese volumen, El nadador, ha sido magistralmente llevado al cine por Pablo Barce, cortometraje que está cosechando premios y visionados en los mejores certámenes internacionales de todo el mundo. Les deseamos la mejor de las suertes para los Premios Goya 2020 para el que ha sido preseleccionado. Estaremos atentos. Así que suerte.           

Como te decía, cuando comenté públicamente hace ya quince años ese magnífico e intimista libro de relatos, descubrí al verdadero Barce que venía asomando, casi oculto, en todas tus obras anteriores desde aquella primera novela, En el Jardín de las Hespérides. Un universo personal que terminó eclosionando definitivamente en Una Sirena se ahogó en Larache, una de las mejores obras que he leído en la última década. Creo sinceramente que con La Sirena, a pesar de su éxito, nunca se hizo verdadera justicia. Hablamos en aquella ocasión, recuerdas, de la dicotomía de los mundos abandonados en la infancia, reconstruidos desde los escombros de la memoria y revisitados, una y mil veces, para hilvanar un refugio cálido y acogedor desde donde oponer resistencia a la aridez de una vida adulta, desprovista de los mitos bellos e inquietantes de los primeros años y los lugares que nos habitan.

Cuando lei La Sirena por primera vez, dos pensamientos se instalaron en mí: una certeza y un miedo. El primer pensamiento fue la seguridad de que te sería difícil plasmar con mayor precisión e inspiración la infancia perdida. Creo sinceramente que esas maravillosas páginas tuyas, ya nuestras desde entonces, suponen el epítome de algo que se venía cociendo a fuego lento en tu más oculta intimidad. Obra magistral y definitiva. Creo que Una Sirena se ahogó en Larache representa un delicado Grand Finale, ese redoble último tras el que encuentras al fin la paz. El segundo pensamiento, sin embargo, no fue tan reconfortante. Una extraña desazón, quizá inquietud, casi miedo. Temí que sintieses la necesidad de seguir perfilando los mitos de la infancia. El Larache perdido. El exilio de la propia identidad. Estaba seguro que podrías seguir haciéndolo con la misma maestría y ternura, Sergio es Sergio y no puedes ocultarse de tí mismo. Pero temí que te enrocaras. Que no supieses encontrar la salida. Como lector me mantuve expectante y no me defraudaste. Vaya golpe de timón. Triple salto mortal y sin red.

Desde que publicaste en 2011 La Sirena, cuatro novelas tuyas han visto la luz. El libro de las Palabras Robadas, La Emperatriz de Tánger, Malabata y El Laberinto de Max. Esta novela corta que cito en último lugar la colaste intercalada entre La Emperatriz y Malabata. La verdad es que fue una sorpresa para todos. Fue increible ver cómo nos llevaste de la mano con tanta concisión y belleza a través de sus escasas cien páginas. Una joyita. Es el primer Barce “adulto” que no reniega ni oculta unos sentimientos vistos desde la atalaya de los años que ya se nos van acumulando: la relación con el padre, el amor, la muerte… Pero dejemos eso para otro día. Si apartamos El Laberinto de Max a un lado, rara avis, por excepcional, nos quedan tres novelas que has dado en llamar la trilogía de Tánger.

Hoy nos has congregado alrededor de Malabata, la obra que cierra dicha trilogía. Una novela magnífica, con tramas y subtramas bien entretejidas, personajes profundos y confusos en busca de una redención.

Ya sabes que te admiro como escritor. Siempre he envidiado la frescura, la naturalidad, la autenticidad de tus diálogos. Siempre he admirado tu capacidad de trabajo, tu esforzado amor por las palabras. Pero de todas las virtudes que tienes como escritor hay una que es sobresaliente, una habilidad que pocos consiguen: crear universos propios. La mayoría de los que alguna vez hemos aspirado a escribir textos coherentes e inspiradores hemos fracasadado estrepitosamente cuando nos hemos enfrentado a la creación de mundos personales, identificables, únicos. Muy pocos autores lo consiguen. No todos estamos dotados para crear macondos, paises de las maravillas, mundos perdidos. Tú lo hiciste una vez con el Larache de tu infancia, que ni es ya tuyo, ni te pertenece. Creaste un mundo de ficción a partir de tus recuerdos pero la criatura adquirió vida propia y sus luces, sus calles, sus personajes tomaron su propio camino y te abandonaron. Hay un lugar en el mapa que se llama Larache, pero ya no es tu Larache, ni nuestro tampoco. Es una mera coincidencia toponímica. El Larache de tus obras se ha conformado como un mundo paralelo, un universo ficcional completo y complejo.

Pero… cuando menos lo esperaba, lo has vuelto a hacer. El Tánger de tus últimas obras, especialmente en La Emperatriz y ahora con Malabata, ahondas en un mundo que nunca existió más allá de las coincidencias de los propios nombres, los nombres propios, los lugares o las personas. En esta ocasión no has recurrido a los más ocultos recuerdos de la infancia -aquello fue una necesidad, no un recurso-, aunque sé que visitaste con frecuencia los despojos de la Tánger internacional veinte años después del “esplendor” de los años de posguerra. Para modelar el Tánger de tu Malabata has recurrido a otra de las grandes inspiraciones de tu vida. El cine. Consciente o inconscientemente en el Tánger de esta novela confluyen la Casablanca de Bogart, la Viena del Tercer Hombre o el distópico Los Angeles de Blade Runner. Mientras escribía estas líneas he querido imaginar tu cara de estupefacción. Quizá no estés de acuerdo pero ya da igual. No tienes más remedio que dejarme terminar. Y repito. Esos mundos confluyen en tu Tánger, no digo que los hayas replicado.

El título de esta intervención, Malabata: una novela de fronteras, ya nos da alguna pista. Me explico mejor. Para que un universo ficcional sea coherente consigo mismo debe contener unos códigos propios. El Tánger de Malabata cumple con creces con dichas exigencias. A pesar de las fechas, tu Tánger es atemporal. A pesar de los topónimos, tu Tánger es un lugar sin espacio concreto. A pesar de las víctimas y verdugos, asesinos y asesinados, tu Tánger es un mundo amoral en la que ni las víctimas son inocentes ni los verdugos culpables. En el Tánger de Malabata ser una cosa o la otra es fruto de la casualidad, la ocasión, el destino. Este Tánger que nos presentas, en definitiva, es un mundo de fronteras. Un mundo fronterizo espacial y moralmente.

En cuanto a lo primero, el Tánger de posguerra que describes, histórico, he de admitir, se encuentra en los arrabales de una Europa rota; es la cloaca de aguas turbias en la que confluyeron los más variopintos personajes, unos como medio de escape y otros como punto de destino. Todos, a fin de cuentas, huyendo de oscuros pasados. Todos ocultos tras identidades falsas o falsas máscaras.  Esta Tánger babélica, multilingue, contiene a la vez el recuerdo exótico de un esplendor colonial y el espejo desvirtuado de la metrópoli.

En cuanto a lo segundo, las lindes son aun más ambiguas. Nada es lo que parece, nadie es quien aparenta ser. Todos ocultan y todos conspiran. En estos remotos espacios de una moral bastarda, todo vale para sobrevivir, sacar la cabeza del agua putrefacta y respirar a arcadas. (p.68)

Este es el Tánger de Malabata, tan cinematográfico, tan propio de tí. De los desheredados, desarraigados, inocentes e ingenuos a la vez, del Larache de tu infancia, nos abandonas en ese limbo confuso de líneas desdibujadas. Cómo he gozado viendo a tus personajes moverse como sonámbulos, caminando el filo de la espada. Personajes condenados que solo son capaces de escapar de sí mismos, de redimirse mediante el amor. El último de los refugios posibles. La única esperanza. (p.273)

Quizá Malabata cierre el universo que has creado en torno a la ciudad de Tánger, no lo sé. Le daría la bienvenida con mucho placer a futuras historias en un universo que me ha abducido, llevado entre sus luces y sus sombras.

Pero de algo sí estoy seguro. Ya nunca volveré a inquietarme sobre futuras obras tuyas. Has demostrado a lo largo de tu carrera ser lo suficientemente camaleónico, versatil y auténtico, como para esperar con seguridad que lo que esté por venir no dejará de sorprendernos. Esperamos con ilusión que nos ofrezcas otros mundos a los que entregarnos. Gracias.

Mario Castillo del Pino – 25 de octubre de 2019

malabata

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«LARACHE: MITO E INFANCIA EN LA OBRA DE SERGIO BARCE», POR EL ESCRITOR MARIO CASTILLO DEL PINO

Mario Castillo del Pino, amigo, autor de esa novela maravillosa que es Mi avión herido, me dijo hace tiempo que pensaba escribir sobre el viaje que hizo a Larache acompañado por su familia y por una de mis novelas. Hoy he recibido por fin ese texto, que se ha hecho de rogar. Sin embargo, la espera ha merecido la pena. Al acabar de leerlo, le he enviado un whatsapp a Mario para decirle que ya hablaremos porque, en estos momentos, no podría hacerlo: me ha emocionado demasiado y comienzo a estar mayor para dar ningún espectáculo, por mucha confianza que nos tengamos. En cualquier caso, el texto que ha escrito sobre aquel viaje y lo que ha escrito sobre mis obras ambientadas en Larache, me ha llegado al alma, me ha tocado, me ha hecho volar (por qué negarlo). Es un texto bellísimo en la forma, lo que no me sorprende porque Mario Castillo escribe como quiere; y también es un texto bellísimo en el fondo. Lo he paladeado, primero porque me he sentido reconfortado al descubrir que ese Larache que he ido modelando en mis historias quedará para siempre en el recuerdo de quienes me lean, y segundo porque a quién no le gusta sentir el afecto de un amigo. Yo hoy lo he sentido. Y ahora, ya puedo darte las gracias, Mario.

Espero que disfrutéis de su texto con la misma intensidad que yo.

Sergio Barce, septiembre 2016

 

LARACHE: MITO E INFANCIA

en la obra de Sergio Barce

por Mario Castillo del Pino

   Nacemos demasiado pronto. Seres indefensos y vulnerables. Mal formados e incapaces de mantenernos en pie, de alimentarnos por nosotros mismos, entregados a una experiencia soñada y olvidada. Pero, sobre todo, desposeídos de la habilidad de acumular recuerdos concretos durante los primeros años de nuestra vida. La ausencia de asideros que anclen lo que realmente somos. Es en esa tierra de nadie, aguas pantanosas que desdibujan la realidad bajo una espesa neblina, en donde nace el mito y en donde los sueños más persistentes se nos acomodan para el resto de nuestra vida. Los primeros años de infancia surgen y se recomponen como fantasmas que nos habitarán para siempre, preñados de historias contadas, retazos de memoria ajena que pululan en el entorno familiar, mil veces contadas, mil veces olvidadas. Olores, tactos, luces ocultas en las sombras.

Sergio Barce vivió en Larache algo más de la primera década de su vida. Es en ese momento, a los trece años de edad, en el que desafortunadamente es desarraigado por el destino y traído a tierras extrañas. Digo desafortunadamente porque esa experiencia trunca su letargo infantil, el acogedor, cálido y seguro refugio que para Sergio niño supone Larache. Sin embargo, por otro lado, estoy profundamente convencido de que esos acontecimientos históricos que provocaron el exilio de miles de nativos hispanos en tierras marroquíes es un hecho afortunado, ya que fruto del desarraigo surge todo un corpus literario, una Ítaca milenaria y mitológica a la que todos estamos obligados a retornar. Fruto de esa experiencia, hoy disfrutamos en sus textos de una infancia revisitada, el Avalon difuso que hubiese sido imposible sin la distancia. Por eso es afortunado su exilio y por eso se lo agradecemos sus lectores.

LARACHE (foto página de Radio Larache)

LARACHE (foto página de Radio Larache)

En todos nosotros acontece un momento en la vida en que todo comienza a ser concreto y toma cuerpo. Es ese momento de la adolescencia a partir del cual todo lo vivido es contemporáneo a nuestra memoria y los acontecimientos de nuestra vida tienen fecha en el calendario. Antes de ese punto todo es mítico, velado, irracional. Es por eso que la más tierna infancia, esos primeros años mágicos, no son lugares en un mapa. Esos años son, en definitiva, la geografía del alma.

La mayoría de nosotros compartimos el espacio físico de ambos mundos: el soñado en el duermevela de la infancia y el posterior, fruto de la vigilia aguda y descarnada de la razón; seguimos pisando como adultos los mismos empedrados en donde pateamos nuestros primeros balones soñando que éramos estrellas del fútbol. Todavía continuamos pasando por las mismas calles, pero ahora para, digamos, renovar el carné de conducir o para hacer la declaración de la renta. O entramos en ese mismo portal en donde dimos nuestro primer beso nervioso, pero ahora para recoger el resultado de una prueba médica que nos inquieta o para encargar unos muebles de cocina que no podemos pagar.

Sergio Barce tuvo la “fortuna” de deslindar ambos mundos; los primeros años en África quedaron pues lejos en la distancia y el tiempo. Así, desde el exilio y el desarraigo se fue forjando en Sergio Barce un espacio mítico, inalcanzable. Es en ese entorno plagado de cíclopes, medusas, monstruos y sirenas en donde nos emplaza con una obra dedicada al retorno. El ramillete de libros bellísimos que nos ha regalado a lo largo de los años es su fortuna como poeta y su drama como persona. Para el lector sensible, su Marruecos revisitado es un viaje de introspección hacia lo que realmente somos. Sergio Barce, a lo largo de toda su obra larachense, se vuelve del revés y nos muestra las hilaturas con las que fue tejida su inocencia. Es una traslación vertical, un viaje en el tiempo, una caída a las simas de la memoria. En definitiva, un descenso emocionado por la madriguera que, como Alicia, ha sabido horadar para nosotros.

Sin embargo, sus libros están preñados de desconsuelo y decepción. Al mismo tiempo que nos traslada a las profundidades de su infancia, en algún momento de su vida adulta, tuvo la osadía o el coraje de volver físicamente a los lugares que le inspiraban. Fue, supongo, el pago de una deuda, un compromiso personal, no literario. Es de ese viaje perpendicular del que se nutre su obra, contraposición de la esencia mítica de si mismo y el encuentro con los espacios físicos que la acogen.

Evidentemente todos tenemos nuestro propio Abdelazziz que nos llevara de la mano, todos hemos compartido juegos con nuestros propios Loftis y nuestros propios Dukalis. Todos hemos corrido como Tami por nuestro Zoco Chico y hemos nadado desafiantes en nuestras playas peligrosas. Todos hemos encontrado nuestras sirenas varadas y nos hemos refugiado en nuestros tañidos propios de laúd. Todos hemos soñado largos y emocionados matinales en nuestro propio Cine Ideal. Pero hay una gran diferencia entre su experiencia y la mía. Yo vi crecer a mis amigos, vi envejecer a mis ídolos de infancia, incluso algunos, ya demasiados, se me fueron muriendo por el camino. Vi cómo, después de años de abandono, me derribaron el cine Duque en donde ocultaba la fascinación de unos ojos infantiles. En cambio Sergio Barce y todos los que tienen la “fortuna” de haber conservado intacta la memoria, a los que les guardaron bajo llave los recuerdos míticos de la primera infancia, han tenido que luchar ante la cruel disyuntiva de rememorar la geografía del alma en la distancia, o bien ceder a la tentación de regresar y buscar entre los escombros. Esa disyuntiva define con claridad todas las páginas en las que Larache es la protagonista de su obra.

LARACHE (foto de la página de Radio Larache)

LARACHE (foto de la página de Radio Larache)

Desde que leí su primer libro hace ya muchos años, Sergio Barce inoculó en mí una inquietud difusa, susurrada, embriagadora, casi opiacea. Larache pasó por tanto a engrosar la larga lista de lugares míticos que atesoro. Sinceramente, nunca pensé que un autor contemporáneo y tan cercano a mí (prometo que nuestra amistad no enturbia un ápice mi criterio como lector exigente) pudiese crearme con tanta intensidad un espacio onírico que me influyese personal e íntimamente con tal virulencia. El Larache mítico de su obra fue creciendo dentro de mí como un ser extraño, me fue habitando y se quedó conmigo para siempre.

Personalmente guardo con celo esos espacios oníricos que me alimentan los mitos. Me gusta protegerlos de la mirada sucia y decepcionada. Los mantengo a la distancia suficiente para que no pierdan el halo tibio y sugerente de lo soñado. La Nueva York de Midnight Cowboy, la Troya de Homero, El Jardín de las Delicias del Bosco, la Venecia de Mann, la Casablanca de Bogart. Todos comparten el privilegio de la ficción pero algunos sufren la desgracia de contar con espacios reales que les han robado el nombre. Los soñados, por fortuna, están a salvo. Sin embargo, los inspirados en escenarios reales están condenados a las hordas de turistas, las cámaras, la decepción. Lógicamente he intentado evitarlos siempre que he podido; no pisar el polvo de mis lugares míticos y dejar que reposen para que me sigan alimentando los sueños. Desgraciadamente no siempre he podido protegerlos. La vida es larga y el mundo pequeño. En algunas ocasiones he sido capaz de crear mundos paralelos, espacios con idéntico nombre (el del mito y el del usurpador mezquino) que han convivido desde entonces sin interferencias. Atesoro, sin embargo, un caso que es excepcional: el Larache de Sergio Barce. El espacio mítico de su obra ha sobrevivido, afortunadamente, a mis botas sucias.

En la primavera de 2013 leí su novela Una sirena se ahogó en Larache. Personalmente creo que es la obra más bella que ha escrito y que encumbra y culmina su serie larachense. Aunque eso el tiempo lo dirá. Dudo que Sergio sea capaz de mantener su pluma alejada del tintero oscuro y espeso de su memoria africana. Fue una obra que me impactó especialmente. Tenía todos los elementos que había atesorado en sus obras anteriores, universos que habían flotado como escombros dentro de un torbellino antes de precipitarse y tomar su forma definitiva. De pronto comprendí que toda su obra anterior no había sido más que un cortejo, un preámbulo, una preparación, un flirteo, un rondar de león al acecho, jugando con su presa. Una sirena se ahogó en Larache es el zarpazo definitivo, la obra que cataliza el mito con el que ha coqueteado durante tantos años. Es una pequeña gran obra dedicada al abandono, el desconsuelo, la vulnerabilidad y, al fin, a la redención y la esperanza.

portada - UNA SIRENA SE AHOGÓ EN LARACHE

Casualidades del destino, o no, a principios de ese mismo verano de 2013, mi mujer propuso un viaje de familia. Los niños se iban alejando y el viaje del verano siempre ha supuesto un reencuentro, un paréntesis en nuestras vidas paralelas y distantes. El mayor propuso Marruecos. Todos aceptamos ilusionados. He de reconocer, sin embargo, que a mí me asaltó una sombra de duda, un miedo oculto, casi un vértigo. Unos amigos nos recomendaron Assilah, en la costa atlántica. Fue entonces cuando el miedo tomó forma. Sabía que Larache estaba cerca, más al sur. Era un destino fácil de esquivar, las guías para turistas suelen ignorarla para destacar lugares más pintorescos, más a la medida y expectativa de un turista europeo. Pero yo supe desde ese momento que estaba condenado a arrasar la memoria sagrada de mi Larache mítico, que quedaría desde entonces descarnado, expuesto, indefenso bajo los pasos casuales, la mirada trivial, la obscenidad de un selfie. Pude haberlo ignorado, pero no lo hice. El canto hipnótico de la sirena me arrastró sonámbulo. Supe que había perdido la partida, que la atracción hacia el vacío era demasiado irresistible. Rendido, llamé a Sergio y le dije que en unos días visitaría Larache. Me dio el teléfono de un taxista amigo de la familia Barce, de varios de sus íntimos de la infancia, reencontrados, “re-conocidos” tras años de ausencia. No me fue fácil ignorar el miedo cuando identifiqué los nombres que me pasó ilusionado, personajes de sus cuentos, fantasmas de sus novelas larachenses. En los días previos a la partida, releí la Sirena de Sergio Barce. La devoré con gula, con fruición, con ansiedad. En el último momento, casi como un gesto simbólico, metí el libro en mi mochila para que me acompañase.

Unos días después, mientras cruzábamos el mar y el contorno de África se hizo preciso, supe que aquel viaje sería especial. No era mi primera visita a Marruecos. Recordé la primera vez que de niño crucé de Málaga a Tánger a bordo del Ibn-Battuta, cuando mi padre me llevara con apenas ocho años a recorrer el desierto por pistas perdidas en la frontera con Mauritania en 1971 en un destartalado Seat 124. Desde entonces, mis visitas a Marruecos habían sido escasas pero recurrentes. He aterrizado muchas veces en Tetuán, Tánger y Casablanca. He volado sobre el Mediterráneo con el Atlas al frente y el Atlántico perdido en el horizonte. Pero sabía que en esta ocasión sería diferente. Me estaba internando furtivamente en el sueño de otro, profanando sus vivos, sus muertos, sus fantasmas. De alguna manera me alivió el pensar que también eran míos, que el Larache que Sergio Barce nos había confiado en sus páginas sinceras pertenecía a la memoria colectiva de sus lectores tanto como a él mismo.

Llegamos a Marruecos en pleno ramadán. La novena semana del año lunar hace que la vida cambie radicalmente para los musulmanes. Todo se ralentiza, casi detenido. Los restaurantes y bares prácticamente vacíos, las calles desiertas sin el habitual ajetreo vivo y colorido de África. Me resultó extraño. No era el Marruecos que recordaba. Pero me gustó sentir en los silencios la espera paciente. Pasé esos primeros días paseando por la medina de Assilah. Nos refugiamos del calor en las calles encaladas y frescas. Pasamos un día en Chefchaouen, abrumados por el olor esencial a especias y el azul añil de sus paredes. A ratos al caer la tarde, durante esos días de espera, cuando las calles de la medina recuperan la vida, nos refugiábamos cansados en la terraza que da a las murallas de Assilah que miran al mar. Mis hijos se dedicaban a callejear, el mayor con sus lápices y su cuaderno de dibujo, el mediano paseando largamente con un libro bajo el brazo y la pequeña, inquieta, lo capturaba todo con su cámara voraz. Mi mujer y yo nos tomábamos un respiro en la terraza. Yo releía detenidamente el libro de Sergio Barce que siempre me acompañaba como un talismán, un perro fiel, una preparación. Una emboscada.

Tras varios días recorriendo el interior y la costa atlántica, habíamos planeado la visita a Larache para el día siguiente. Nadie en la familia comprendía mi interés y mi insistencia pero se dejaban hacer. Sabían que era importante para mí. De alguna manera, mi visita a Larache se había ido convirtiendo quedamente en el eje de nuestro viaje. Todos lo sabían y estaban dispuestos a acompañarme, a seguir mis pasos sonámbulos. Aquella noche me dormí inquieto, ilusionado, cuando la algarabía de la calle se silenció ya de madrugada.

Como cada mañana, Abdul nos recogió temprano. Queríamos detenernos en un mercado rural a mitad de camino y pasear por las ruinas romanas de Lixus antes de adentrarnos en Larache. Le pedimos que se saliese de la general que va de Tánger a Rabat, así que su Mercedes blanco desvencijado se internó por las carreteras de la costa. Siempre me ha gustado tener el océano cerca. Abdul conoce a la familia Barce desde hace años y durante el camino tortuoso me fue contando historias de Sergio, de su madre. De sus vidas africanas. Yo no solo le dejé hacer, sino que le animaba sutilmente a seguir hablando. Abdul, amable y hospitalario, no se hacía rogar demasiado. Sus historias de la vida durante el protectorado me fueron acercando a la mítica Larache de las páginas de Sergio Barce. En algunos momentos quise vislumbrar en las palabras de Abdul cierto orgullo, incluso nostalgia, de haber sido parte de esa etapa de la historia de su pueblo. Yo esperaba el rencor anidado hacia el colono, silencio tenso al menos. Pero nada de eso ocurrió. Cuestiones políticas e históricas aparte, Abdul se había criado en la mezcolanza cultural del protectorado, era parte de su vida, parte de su infancia. Y nadie reniega del limpio y transparente gozo de los primeros años. En sus palabras quise ver un posicionamiento personal, vital, no político. La mitad de sus mejores amigos de infancia eran españoles. Abdul no renegaba ni sentía vergüenza de sus años españoles. Era su vida, al fin y al cabo.

Tras caminar media hora entre piedras sueltas y sillares insinuados de los restos romanos de Lixus, alcanzamos la parta alta, en donde los muros del templo aún son reconocibles. Sabía que estábamos cerca de Larache, apenas siete quilómetros nos separaban de la desembocadura del río Lucus. Pero me dejé sorprender cuando una vez coronada la colina, miré al sur y la vi. La vi allí en la distancia, sus muros blancos y el acantilado recortado al contraluz del Atlántico. El río desembocando ancho hacia el océano, las casas empinadas que terminan en la escalinata del puerto. Aun en la distancia, creí reconocer las barcas que cruzan el río hacia las playas de la otra banda. Casi pude reconocer a Tami agachado en la orilla junta a su sirena. Ya no pude soportarlo más. Vamos, dije. Y me arrojé a pasos largos colina abajo. Inquieto. Impaciente. Ilusionado. Mi familia me siguió a regañadientes.

Era media mañana cuando Abdul nos dejó en mitad de la plaza de la Liberación, otrora plaza de España. Ovalada, rodeada de arcadas que esconden la frescura de los soportales, me trasladó inmediatamente a los primeros años que Sergio Barce vivió y corrió por esos empedrados. La rodeamos con interés, los bares vacíos, los edificios coloniales abandonados, el olor del pasado. Buscamos primero la librería de Rachid. Teníamos que entregarle un mensaje y un abrazo de parte de Sergio. La librería es amplia y fresca. Me recordó a las librerías de mi infancia; estantes añejos repletos de cuentos infantiles aún en español algunos, textos en árabe, historias descatalogadas de Larache, manuales sobre el Corán; las obras de Segio Barce, cómo no; mostradores con anaqueles de madera bruñida; vitrinas con cristal biselado que atesoran material de oficina que parecen de segunda mano. Pregunté por Rachid, que nos recibió distante y frío. Tras un gesto de duda, confundido, se disculpó pues tenía que marcharse y no podía atendernos como él hubiese querido. Estaba saliendo en ese momento. Tras otra larga pausa que me pareció inhospitalaria, nos dijo que se dirigía al entierro de su padre. Sin más preámbulo, se marchó. Supuse que para Sergio sería importante. Lo llamé al móvil inmediatamente. El padre de Rachid ha muerto, le dije. Supuse que querrías saberlo. Otra pieza se desmoronaba desde la torre desde donde construyó su infancia. Supe que, como Rachid, no tenía muchas ganas de hablar y no le importuné con mis historias de turista casual.

Los primeros pasos por sus calles, me desvelaron algo que ya Sergio me había adelantado. Larache no es una ciudad turística, no es un escaparate para consumistas de imágenes, no es el museo de lo exótico en el que se han convertido muchas ciudades marroquíes. Larache es auténtica y lo supe desde el primer momento que pisé sus calles empinadas. Larache es sucia, desarreglada, caótica, desconchada. Auténtica. Bellísima.

Cruzamos la plaza ovalada y me dirigí sonámbulo hacia la puerta que da acceso al Zoco Chico. Estaba allí, al fin, entre tenderetes con ropas de colores, frutas, especias, pescados. Me detuve nada más entrar, inmóvil, abducido. Metí mi mano izquierda en el bolso que colgaba de mi hombro en bandolera y palpé a ciegas el libro de Sergio. Noté sus bordes y sus páginas, acaricié la cubierta satinada y acogedora. Tami, me dije bajito, a modo de saludo o de eco reencontrado. Mi mujer y los niños se adentraron a curiosear entre los puestos del zoco. Yo me quedé paralizado, mirándolo todo con voracidad, oliendo los colores tibios del medio día, huyendo entre las sombras frescas de los portales, ocultos, sugerentes. Barrí con la mirada la plaza rectangular como si lo buscara. Un niño salió corriendo de un portal y se perdió por una de las callejuelas que bajan a la medina. Esperadme aquí, le dije a mi mujer. Vuelvo enseguida.

Le seguí los pasos. Tuve que acelerar el ritmo para no perderlo. Fui bajando a grandes saltos por las escalinatas que salvan el desnivel hasta el río. Giré en recodos de calles imposibles, observado por mujeres que se asomaban entre la ropa tendida, hombres que se refugiaban a la sombra de los portales, detenidos en el tiempo y refugiados en la inactividad del ayuno. Al fin lo perdí de vista. Me quedé quieto, extenuado, y cuando recobré el aliento fui ascendiendo lentamente por otras calles angostas que no reconocía, deshaciendo mis pasos de vuelta al Zoco Chico. En medio de una callejuela encalada de añil, un letrero grabado en piedra me llamó la atención. Era una placa homenaje al que fuese el último rey taifa de Sevilla. Lo recordé inmediatamente. Sergio Barce lo nombra en Una sirena se ahogó en Larache. Un anciano trabajaba el cuero a la puerta de un taller de curtiduría. Le pregunté sobre la placa y su relación con Larache. Se levantó animoso y en perfecto castellano me contó toda la historia. Pasamos hablando más de quince minutos. Su hija estudiaba aparejadores en la Universidad de Granada y un sobrino vivía en Málaga. Insistió en que pasase a la casa. Llamó a su mujer que con gran algarabía me ofreció té. Le dije que mi familia me esperaba en el zoco y tenía que marcharme. Acababa el Ramadán y nos invitó a comer con su familia para el sábado siguiente. No supe qué decir. La verdad. Volvíamos a España el jueves y nos sería imposible. Agradecido, les ofrecí mis respetos y me marché con la promesa de volver con mi familia. Cuando conseguí encontrar el lugar de nuevo dos horas después, el portal del pequeño taller estaba cerrado. No pude resistirme y le pedí a mi hija que me hiciese una foto con el libro de Sergio y la placa como testimonio de mi lealtad.

MARIO CASTILLO en Larache

MARIO CASTILLO en Larache

Comimos pescado en un pequeño bar junto al puerto y después del almuerzo nos acercamos a las barcas que cruzan la desembocadura del Lucus hasta las playas de la otra banda. Cuántas veces lo había leído en los cuentos y en las novelas de Sergio; cuántas veces imaginado, soñado. Nos tumbamos en la arena al otro lado con la algarabía de fondo de unos niños que se lanzaban al agua desde el espigón, allá en la distancia, a los pies de la medina. Yo releí la escena en que Tami descubre a su sirena varada en la arena. Miré la ciudad blanca al otro lado y lo dejé marchar, imaginando que Tami me miraba mientras leía su nombre en unas páginas ajenas. Tras unas horas, volvimos a cruzar al lado de la ciudad y subimos despacio las calles empinadas. Vimos atardecer desde el mirador del paseo, arriba, en la parte nueva. Cuando el sol se ocultó tras el océano, volvimos nuestros pasos hasta la plaza de España. Abdul nos esperaba con una sonrisa. No preguntó nada. Yo se lo agradecí.

Nos alejamos de Larache en la semioscuridad y cuando cogimos la carretera hacia el norte pude ver el brillo espeso del río mezclarse con las aguas revueltas del Atlántico. Las dos orillas, la ciudad colgada del acantilado, la medina que parece precipitarse hacia el río, las luces que parpadean distantes. Una sirena que agoniza en la playa.

Cuando escribo estas líneas, han pasado ya tres años desde que caminé por las calles de Larache por primera y última vez. A diferencia de otros lugares-mito que han quedado desterrados por la avidez concreta de la realidad, los espacios ensoñados que nos ha legado Sergio Barce siguen igual de vivos en mi memoria como lector. Mis pasos torpes y breves por la ciudad de su infancia no han hecho más que reforzar la bruma velada y difusa que nos regala en sus historias. El Larache de Segio Barce quedará para siempre oculto entre sus luces y sus sombras frescas, sus olores especiados, sus callejuelas estrechas que descienden rodadas hacia el río y el océano, ecos de pisadas infantiles que se pierden en la distancia hasta que se reencuentran con las rocas golpeadas mil veces por las olas de la memoria. Nos quedará el salobre denso del Atlántico que lame el torso bello de una sirena agonizante.

Mi visita a Larache me tranquilizó. Un pensamiento me golpeaba las sienes mientras volvía a subir a bordo en Tánger para encarar de nuevo el trecho de mar que me devolvía al destierro. El de Sergio, el de todos. Un exilio compartido por los que hemos tenido la fortuna de leer la obra larachense de Sergio Barce. Porque de alguna forma nos pertenece a todos. Su recuerdo, su abandono. Tami está a salvo, me repetía sin querer volver la vista atrás mientras la costa africana se diluía en la niebla del estrecho. Tami está protegido de las inclemencias y la erosión del tiempo. Tami nos quedará como un refugio, una esperanza, un recordatorio de que alguna vez todo fue simple y bello.

Rosebud repite para sí Ciudadano Kane en su lecho de muerte. Rosebud. Rosebud. Cuando Sergio Barce intuya cerca el final, retornará con los ojos cerrados a las calles de Larache y buscará. Tami, quizá repita silencioso con una leve sonrisa esbozada. Tami. Tami. Y se dejará ir en paz.

Solo los grandes son capaces de transformar la realidad con la palabra y entregárnosla de vuelta convertida en magia. Yo tengo la fortuna de conocer a uno. Gracias Sergio. Tienes todo mi aprecio como amigo y mi admiración como escritor.

LARACHE (foto de la página de Radio Larache)

LARACHE (foto de la página de Radio Larache)

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«MI AVIÓN HERIDO», UNA NOVELA DE MARIO CASTILLO

MI AVIÓN HERIDO portada

La imagen del silencio, novela con la que Mario Castillo ganó el Premio de Narrativa Feria del Libro de Almería, me descubrió a un escritor inmenso. Ahora, veinticinco años después, su última novela Mi avión herido, ha sido galardonada con el Premio de Novela María Zambrano de Málaga, y me ha reafirmado en mi idea: es un narrador excepcional, y que, además, ha crecido con los años.

“…Me acerqué a la puerta de la primera cuadra, la más cercana a la cafetería, en donde el Indio dormía. Golpeé con los nudillos suavemente. No hubo respuesta. Volvía a intentarlo. Nada se movió tras la puerta. Esperé un instante y golpeé de nuevo, esta vez más decidido. Ya he terminado, susurré. Oí ruidos de muelle de somier viejo, un carraspeo y unos pasos dudosos acercarse. El Indio entreabrió la puerta y me miró como si no me conociera. Tenía mal aspecto, ojeras, el pelo enmarañado y no se había preocupado de cubrirse como otras ocasiones. La mano derecha sostenía la puerta a medio abrir, la izquierda se mesaba la larga melena. Durante los segundos que duró su desconcierto, me afané en asomar una mirada furtiva entre las sombras. Ya he terminado, le dije. No pareció haberme entendido. No sé ni siquiera si me oyó. Frunció el ceño y levantó la cabeza hacia el cielo ya casi amanecido. Me volvió a mirar a los ojos y me sorprendió escudriñando el interior a sus espaldas. Me sentí cazado y aparté la vista. Le miré a los ojos con mucha concentración. Ya he terminado, le repetí. Siguió ignorándome mientras me miraba largamente. Giró la cabeza ligeramente hacia el interior, pensativo. Después se sonrió cómplice y tras un breve asentimiento para sí mismo, abrió la puerta de par en par sin dejar de mirarme a los ojos. La escasa luz del amanecer se deslizó por el suelo de albero hasta llegar a los pies de la cama. Para mi sorpresa, aquello no parecía una cuadra. No había comedero y aunque las paredes eran de tabla como las demás, estaba decorado con algunas fotos y pósters de caballos, aperos de labranza, una silla de montar y algunas herraduras colgadas de alcayatas. Su cinta del pelo pendía de un perchero de hierro sobre el cabecero. Una chica joven, casi adolescente, de pelo muy corto como el de un muchacho, estaba tumbada desnuda en la cama. La penumbra dejaba ver una piel muy blanca que contrastaba con el pardo de la manta que se arremolinaba contra la pared de madera de la cuadra. Tenía los pechos muy pequeños y el vello púbico negro azulado y brillante, coronaba unas largas piernas de bailarina. Algo se movió junto a la cama. Fue entonces cuando vi a la segunda chica. Esta otra de pelo rubio y media melena, algo más robusta de carnes y pechos grandes, se removía sobre un jergón en las sombras. Parecía desperezarse, pero ya no me atrevía a mirar más y le devolví la mirada a los ojos del Indio que continuaban clavados en mí. No había perdido la sonrisa juguetona y sorprendida…”

Cuando acabé de leer este nuevo libro, sólo le envié un escueto WhatsApp para que supiera que ya lo había acabado. Mario sabía que lo estaba leyendo. Hablamos hace un par de días. Le había llamado, pero, al no responderme, imaginé que estaría volando. Acerté. Me devolvía la llamada nada más tomar tierra. ¿Qué te ha parecido? Me espetó, con la respiración entrecortada. Le ocurre cuando está ansioso. Le dije que no hubiera podido hablar al acabar con su novela, me sentía entonces demasiado emocionado, y que, por ese motivo, me limité a mandar ese corto mensaje. Con esa frase, Mario comprendió que su libro me había fascinado. Además, añadí antes de que me dijese nada, he volado con sus páginas. Podía imaginar su cara al oírme decirle esto. Estaría sacando pecho como un gallo en su corral.

Mario Castillo tenía algunas heridas en su vida, y además mantenía una deuda pendiente. Mi avión herido le ha servido para abrirse en canal, curarse de alguna manera de esas heridas y saldar esa deuda. Me ha impresionado su desgarro porque conozco la envergadura de la cicatriz que ahora se cierra.

Mario tiene la capacidad de usar el lenguaje como si fuese el dueño del diccionario. Lo hace fácil, pero sus adjetivos, sus sustantivos, su sintaxis, no son en absoluto simples. La riqueza de sus armas es inagotable. Mario Castillo, voy a decirlo, aunque seguramente le incomode, es un hombre culto. Sus conocimientos rezuman a borbotones cuando mantienes una conversación con él, las ideas le brotan con tal rapidez que, a veces, las palabras se le atropellan. Sus alumnos dan fe de ello. Me hubiera gustado ser su alumno, aunque me conformo con ser su amigo. En su libro se asoma ese hombre instruido y cabal.

MARIO CASTILLO foto de Diario de Sevilla

MARIO CASTILLO foto del Diario de Sevilla

Y es que, en Mi avión herido, Mario combina exquisita y sabiamente varias historias y varias épocas de su vida. Por un lado, nos desvela la más sangrante de sus heridas abiertas, que trata de cerrar, que logra cerrar: la muerte de su padre. Una muerte que es inesperada, previsible, dolorosa, devastadora, violenta. Una muerte que sumió a Mario en un mar de preguntas y en un remordimiento que le ha perseguido durante años. Por otro, las pesadillas de aquel terrible accidente de Spantax en Málaga al que él acudió para ayudar en las tareas de salvamento. Otra experiencia vital ésta, pero también desgarradora. Por último, una explicación pendiente a sus hijos: muchos por qué en el aire, que Mario necesitaba responder, aunque ellos no hubiesen formulado las preguntas. Con estas páginas, también paga esta deuda con la que estaba hipotecado.

Pero, ¿por qué ahora? El detonante de esta magnífica narración fue un ataque al corazón que llevó a Mario al borde de la muerte… Esa es la puerta que se abrió a una resolución definitiva: enfrentarse con el pasado, afrontar el futuro.

“…Sin embargo, mi espíritu desasosegado y mi incapacidad física para estarme quieto han impedido, afortunadamente, que me haya convertido en oficinista o sepulturero. Fue durante esos mismos años de infancia cuando me senté con mi padre por primera vez a los mandos de un avión. Arriba, a miles de pies sobre las sombras, en la cabina de una PA28, miré el panel de instrumentos, alcanzable, ajustado a mi cuerpo como un traje de látex, y volví a sentir el ardor en el pecho, esa mezcla de quietud y de zozobra que solo me ofrecían los momentos felices, la clausura de mis cajas de cartón o el escritorio de mi padre. Alcé la mirada hacia las nubes altas en el horizonte y la bruma que me impedía ver la tierra. Me llegaba el sonido grave del motor, taladrado por los bips bips bips agudos de la identificación en morse de una baliza. Avión tuyo, dijo mi padre…”

PA25

De forma que, desde estos cuatro puntos cardinales (el abismo de la propia muerte, cercana y real, la amarga muerte de su padre, los pasajeros calcinados en el Spantax, desvelar los fantasmas más íntimos a sus hijos), Mario Castillo traza su plan de vuelo y nos lleva en su avión herido.

Le dije a Mario: me has hecho volar. Y es cierto. Las páginas de esta novela te llevan por los cielos, sientes lo que el piloto narrador te describe, sientes los mandos, sientes el placer, sientes el miedo.

Junto a Mario Castillo, pisé los restos del Spantax, y me sentí abrumado por ese paisaje de horror; volé por los cielos a su lado, como si llevara una vida haciéndolo; acudí al sepelio de su padre y me embozó la desorientación del piloto que Mario es, perdido en una ruta desconocida; pasé instantes placenteros con sus abuelos (su abuelo me recuerda al mío, se parecen en tantos detalles que me ha sorprendido el comprobarlo) y correteé con el pequeño Mario por el campo; descubrí a su lado el sueño de la aviación cuando despegó pilotando un coche; vi a través de su imaginación lo que sus ojos no llegaban a descubrir en la penumbra del cuarto del Indio (cómo he disfrutado las páginas de su infancia, los días del Ranchito); regresé con Mario al triste pasado de su abuelo encarcelado en el campo de concentración de Torremolinos (la crueldad sin límites que hubo de soportar antes de acabar ese infierno), que me emocionó, como tantas otras cosas; pisé la pista del aeropuerto como si fuera uno más de los pilotos y de los técnicos que pululaban cerca del hangar; me perdí entre la lluvia y sentí miedo, mucho miedo; lo acompañé durante unas horas en la habitación en la que lo habían ingresado, mientras respiraba a duras penas, hasta que Auxi entró y, sigiloso, me escabullí para dejarlos a solas…

Hay también mucho amor en este libro. Me conmovió la relación con su padre, los silencios, las palabras nunca dichas. Curiosamente, el sábado pasado hablé con mi padre, y lo hice más de lo habitual. Mario es el culpable. Se lo agradezco.

Hay muchas páginas en las que se describen varios vuelos. El del horror del Spantax, el de la ilusión cuando se aprende, el de la felicidad plena al volar por primera vez, el del terror al ser consciente, irremediablemente tarde, que no se han cumplido los protocolos, el del último viaje con el avión de tu vida… Pero cuando Mario Castillo se demora en los detalles técnicos, en las maniobras, en las explicaciones primorosas de cada uno de esos vuelos, no habla sólo de lo que parece a simple vista, Mario nos está mostrando algo más: nos habla de él, abriendo de par en par su interior. Hay mucho que desvelar, todo lo que se había prometido descubrir a sus hijos para que supiesen quién es él en realidad. Ha sido un acto de valor.

“…Autorizados a descender directos a Andraitx a mil pies. Preparé el avión y reduje un poco de motor para dejarlo planear suavemente hacia la isla que ya cubría todo el horizonte frente a nosotros. Canturreando su canción inventada, y moviendo el cuerpo como si estuviese poseído, mi padre tiró de la palanca de gases y el avión empezó a descender a quinientos, setecientos, mil pies por minuto en el variómetro. Entonces, en medio de su estribillo desafinado, gritó:

-¡Yuhuuuuuuu! ¡Deja que el viento nos lleve! ¡Vamos! ¡Deja que el viento nos lleve!

Nivelé el avión a mil pies sobre un mar encrespado de olas blancas y rotas cuando teníamos la costa norte de la isla prácticamente frente al morro del avión. De pronto se quedó en silencio, sonriente, pensativo. Nos miramos cómplices un instante y dejamos que el avión se aproximase a los acantilados.

Ese es nuestro lugar de encuentro, el puerto de arribada que me permite la memoria. Arriba, a miles de pies sobre un mar embravecido y distante que arrastra desde el norte una violenta tramontana. Desde entonces cuando establezco régimen de crucero y permito que mi avión se estabilice, cierro los ojos un instante y tras el rugir apagado del motor todavía puedo oír su canturreo entusiasmado. Es allí arriba en donde sigue oculto, donde me espera cada vez que asciendo en su busca, el paraíso de los vivos. Por eso creo que nunca vino a ocupar una silla a la mesa del salón de los muertos. Es allí arriba donde lo encuentro, en cada vuelo. Hasta que un día me enfrente a mis aguas de Toulon, mis balas, mi cordero. Mientras tanto, esperaré paciente sobrevolando la línea del horizonte que me marca el instrumento de mi avión. Donde la luz no proyecta las sombras de un cuerpo que no es mío. Sobre la línea del horizonte…”

Si te hubiese llamado al acabar la novela, no habría podido articular una palabra. Eso también se lo dije cuando hablamos por teléfono. Y es que el último capítulo del libro es el capítulo perfecto para cerrar esta historia. No voy a desvelar nada, pero es sublime: sencillo, emocionante, donde el principio y el fin, el futuro y el pasado se dan de la mano. Es como si te dejara de pronto los mandos del avión, sin avisar… Y vuelas.

-November-Xray, autorizado a despegar pista uno-cuatro… -escuché cuando cerré la novela. Y volé como los pilotos de antes, sin GPS, con una vieja brújula como compañera y dos o tres referencias que Mario me había indicado poco antes de subir.

Sergio Barce – agosto, 2016

Mi avión herido se ha publicado por etclibros El Toro Celeste, Málaga, 2016.

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