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JUNTO A MÁS LIBROS DE MIS AMIGOS

Continúo colgando en mi blog imágenes pertenecientes a mi biblioteca en las que alguna de mis obras acompaña a los títulos de buenos y queridos amigos escritores.

Hoy: mi libro de relatos El mirador de los perezososjunto a Profundo Sur, de Juan José Téllez;  Mi avión herido, de Mario Castillo del Pino, y al lado de Un cine en el Príncipe Alfonso, de Mohamed Lahchiri. 

Mi novela Sombras en sepia, posando con El latido de Al-Magreb, de Pablo Martín Carbajal, y junto a No sé quién eres, de Miguel Torres López de Uralde.

Mis relatos de Una puerta pintada de azul, junto a Los lugares verdes, de Luis Salvago y a Meshi shughleck, de Alberto Mrteh.

Y mi libro de relatos Paseando por el zoco chico. Larachensemente, al lado de Cuentos de Larache, de Mohamed Sibari; El eco de la huida, de Hassan Tribak y Entre Tánger y Larache, de Mohamed Akalay. 

 

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«LOS LUGARES VERDES», UNA NOVELA DE LUIS SALVAGO

Tras su extraordinaria novela En el nombre de Padre (Editorial La Huerta Grande, 2020) esperaba con interés el nuevo título de Luis Salvago. Intuía que no iba a defraudar, y así ha sido.

Los lugares verdes, que también publica con esmero La Huerta Grande, es una bellísima obra en la que se conjugan muchos temas: el dolor, la represión, la fantasía, la ilusión, los sueños imposibles, la religión, el sexo, el deseo, la clandestinidad, la venganza, el ocultamiento, la maldad, la bondad, la sumisión, la delicadeza y, sobre todo, el amor, todo ello en un marco difícil y agreste: Afganistán, donde Luis Salvago, militar además de escritor, estuvo destinado varios meses.

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Luis me hablaba de esta obra mientras la escribía, como una aventura descabellada, temiendo que los talibanes pudieran regresar, aunque nunca se hubiesen marchado. Y, una vez acabada, los talibanes, en efecto, regresaron al poder. Algo que él ya intuía y que apunta algún personaje de su novela, porque el mal siempre está ahí.

Me contaba Luis Salvago que, estando en el campamento hospital español en Herât, acudió una mujer afgana con la boca cosida con un alambre. Se lo había hecho su marido por haber cometido una “blasfemia”. También me contó que apenas pudo hablar con alguna mujer, porque ellas tienen prohibido el poder tratar a los hombres y, menos aún, si son extranjeros. Pero que pudo con muchos afganos varones y que así comprobó no solo el resultado atroz y doloroso de la guerra sino también el conocer su manera de vivir, sus vivencias; y de ahí, tras descubrir la existencia de los/las bacha posh, decidió escribir Los lugares verdes. Era casi una necesidad vital.

Escrita en primera persona, como si fuera narrada por Ismail, un hombre afgano, Luis nos conduce hasta el corazón de Kabul, a los barrios marginales y a la Universidad, y en ese contrapunto de dos mundos tan dispares en un lugar tan incierto y convulso, construye una historia humana, clandestina y sorprendente, a veces casi mágica.

Tengo medio libro subrayado, acotado, con anotaciones, porque la manera de contar de Luis Salvago es portentosa, de una gran calidad literaria. Cada descripción es detallista, hasta el punto de que uno se mueve por Kabul y es capaz de imaginar cada lugar en los que se desarrolla la trama: la casa del ulema y la casa de Ismail, la Universidad, el campo de fútbol, la colina en la que Ismail y Najimulah tienen un encuentro casi de ensueño.

“…Sus dedos, sin embargo, no se mueven, permanecen quietos, enredados en mi cabello. En este momento maldigo el instante de días atrás, en el salón de actos de la Universidad, en el que preferí a una mujer por ser mujer, el instante en que hice de Najimulah poco más que una sombra…”

La historia de Najimulah. La historia de Ismail. La historia de Ismail y Najimulah. Cómo se va estrechando la relación entre ellos es un proceso de encuentros y desencuentros, hasta que el amor estalla de manera absoluta, todo ello narrado de forma sutil, a modo de enredadera que va atando al lector a cada página. Y luego esos personajes que pivotan alrededor de ellos: el admirable ulema Samiullah, la interesada Saira, ese hombre destrozado y destruido que es Ibrahim, la desesperada Aisha, el terrible destino de Mansur, el poderoso Abdul… En un Kabul inhumano que condena a muchos a vidas inimaginables.

“…Su padre lo vendió cuando tenía diez años.

El trato no escrito contemplaba la opción de recuperarlo cuando pasara el tiempo, en cuanto desaparecieran los últimos restos de la adolescencia. Se interesó por él un alto cargo militar de la provincia de Helmand, un tayico corpulento que se había aburrido de su muchacho. Buscaba uno más joven, de ojos claros, con los finos rasgos de una mujer. Se enamoró de sus ojos verdes nada más verlo. Ibrahim dice de él que tenía la mirada suave, los dedos romos, la piel macilenta. En su rememoración existe un poso de nostalgia, una exaltación contenida.

Se lo llevó a una plantación de adormideras junto a otras familias, todos parientes suyos. Allí le enseñaron a danzar con la música del sitar y los tambores. Lo vistieron con ropa brocada y velos traídos de Pakistán. Le oscurecieron los ojos y pintaron sus uñas con pigmentos de kohl.

Cuando llega a esta parte de la historia, se queda callado por un instante, levanta una mano y examina su dorso con los dedos abiertos, como hacen las mujeres al poco de pintarse las uñas. También le enseñaron a complacer a los extranjeros con los que el comandante cerraba los negocios…”

Luis Salvago nos pone ante los ojos qué es ser mujer en Afganistán con trazos que deja escapar en frases que aparentan menos de lo que transmiten, pero la realidad está ahí, y las enfoca para que despertemos de nuestro bienestar y nos enfrentemos a otra realidad.

“…lo peor fue que la hermana de tu madre no quiso volver a ser mujer. Se negó a perder los privilegios de hombre: caminar con la espalda erguida, vestir sin cuidado, estudiar… La familia se lo prohibió. La obligó a tomar esposo.

Guardó silencio por un momento, preguntándose tal vez si era conveniente seguir hablando.

-Antes de eso decidió acabar con su vida…”

<Caminar con la espalda erguida> es uno de esos privilegios que esa mujer se negaba a perder. ¿Cómo imaginar en nuestra sociedad y cultura que una mujer no pueda caminar con la espalda erguida? Este tipo de sutileza que desliza Luis en el libro nos va empapando poco a poco, hasta que sentimos el dolor y la podredumbre de esas vidas cercenadas.

Decía antes que he subrayado y marcado frases que me han resultado tan fascinantes como inquietantes, sentencias que Luis Salvago escribe con maestría, que relampaguean en un texto rico en matices, en quiebros al destino.

“…Sin embargo, Aisha lo había dicho todo con una sola frase: la verdad asusta cuando no se puede cambiar.”

Me encanta el ulema Samiullah, le he tomado cierto afecto, me gusta su manera de encarar los acontecimientos, su forma de interpretar el Corán. Nada estridente, casi silente, pero prudente y sabio.

Pero es el personaje de Najimulah el que se retrata de una manera absoluta y total, uno de los protagonistas que me ha parecido tan interesante que he acabado por ponerle rostro y voz, pero al que luego he tenido que modelar cuando Luis, hábil narrador, nos desvela su desnudez interior y física. Ha creado uno de los mejores personajes con los que me he encontrado en mis últimas lecturas, de esos que se quedan grabados cuando acabas de leer la novela y siguen ronroneando en la cabeza.

“…Najimulah, ahora, ha trazado con sus brazos un límite claro. Los tensa cuando llego a ellos, clava su frente en la alfombra, para no mirarme a la cara. ¿Sientes vergüenza? Pero, ¿qué es la vergüenza, Najimulah? Pasaré por ti como si no hubiera pasado. No habrá marca, no habrá defecto, no dejaré una huella que pueda avergonzarte. Hay vergüenzas inútiles, Najimulah, vergüenzas sin sentido. No puedo explicártelo. Aunque sea un profesor. En mi caso, el deseo ha sido más poderoso que la vergüenza. El deseo es inconsciente. La vergüenza no.

-Najimulah… -digo, sin añadir nada.

Quise pedir perdón y he pronunciado su nombre: “Najimulah”. Eso también es inconsciente. Me apropio de su cuerpo y me apropio de su nombre, juego con él en mi boca, lo mastico, lo degusto, entra mezclado con la sal de su piel.

Los pies juegan en la sombra, se entrecruzan, se enredan los dedos. Acaricio sus plantas, sus pies pequeños, nos arañamos. Su espalda es fuerte, inmensa. Arrastro la camisa hasta el borde de los omoplatos, me acomodo sobre ellos. Apoyo mi oído. Escucho el ruido de sus entrañas. Como en la vía del tren.”

Najimulah e Ismail son como un oasis en medio del caos, un cielo azul en el centro del horror arcilloso y sucio, un mundo aparte del resto. Dos seres que se encuentran y que aprenden a asimilar muchas cosas, que descubren los secretos que ambos guardan y que, sin embargo, serán sobre los que se apoyen, los que les ayuden a sobrevivir y a vencer las dificultades a costa de jugarse sus vidas.

“…Conozco esa mirada a ningún lugar. Es la mirada de un hombre dividido. He crecido con ella. Y he visto envejecer los ojos que había detrás. Está inevitablemente asociada a un silencio, a una pregunta sin hacer…”

Es cierto. En Los lugares verdes hay muchos silencios, muchas miradas, mucho contacto físico, mucho miedo, pero también mucha esperanza. Quizá Luis Salvago es un optimista, pero uno acaba por desear que un rayo de luz se abra paso en las tinieblas que envuelven Afganistán. Najimulah es tal vez una parte de ese hermoso rayo de luz que vislumbra el autor al final de tanto dolor.

Sin ninguna duda, esta es una de esas novelas que debieran estar en primera línea de las librerías, por méritos propios.

Sergio Barce, 29 de octubre de 2022

 

Sergio Barce, María José y LUIS SALVAGO
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