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OS INVITO A LEER MI RELATO «LA VENUS DE TETUÁN»

Seguimos en este confinamiento global. Después de ofreceros mi cuento Larachensemente como terapia para pasar el tiempo, he decidido invitaros a seguir leyendo otros relatos míos para tratar de que todo se haga menos amargo.

Para hoy, rescato este otro titulado La Venus de Tetuán que forma parte del libro colectivo de la Generación BiblioCafé Por amor al arte (Jam Ediciones, – Valencia, 2014). 

Es un texto con una gran dosis de sensualidad, y tal vez sea ahora un buen momento para que lo sensorial y lo erótico invadan nuestras casas… Ojalá logre atraparos con esta historia.

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Lienzo de Claudio Bravo

LA VENUS DE TETUÁN

 Llevaba años sin saber nada de él, y cuando recibió la llamada de Jadiya no supo negarse a ir. Pero de aquel trabajo en Tetuán recordaba muy a menudo los apacibles días, las largas sesiones en el estudio, las playas de Martil, los paseos hasta la plaza del Feddan, los valses embriagando las estancias, a veces, incluso, lo que nunca ocurrió. No podía hacer demasiadas conjeturas porque todo le parecía inesperado y extraño, y, sin embargo, cómo eludir esa cita, cómo despreciar la última voluntad de un hombre como Rivanera. Sin embargo, seguía sin comprender por qué al final se había acordado de ella.
Mientras el taxi, un viejo modelo Mercedes de los setenta, avanzaba por la carretera, un calor húmedo y cansado la acompañó durante la mayor parte del trayecto hasta Tetuán. El taxista le hablaba en perfecto castellano de su familia, del tiempo, de Castillejos, de que Marruecos no notaba la crisis porque llevaban toda la vida en crisis, del año que pasó en Barcelona trabajando en la construcción… Paloma cerró los ojos en algún instante, acunada por la voz del hombre, por el monótono ronroneo del motor, por el bochorno que entraba por la ventanilla del coche. En la breve duermevela quizá, fue cuando regresaron como la pleamar los largos meses que pasó con Rivanera. Se acordó de su casa, un riad en la vieja medina situado en una callejuela estrecha pero con un mirador espectacular, los colores, las voces, los alumnos que pasaban por allí, y aquella copia de La Venus del espejo de Velázquez que presidía el patio. Rivanera la había hecho reproducir a tamaño real y, cada mañana, se sentaba frente al cuadro y lo contemplaba durante una hora.
Pero en esta ocasión iba al encuentro de la sombra del artista. Jadiya le rogó que fuera porque, aunque hacía un mes que ya lo habían enterrado, debía enseñarle algo, algo que no podía dejar de ver, algo que él había legado para ella, pese a los años sin ningún contacto entre ellos. No le dijo de qué se trataba y Paloma no lo preguntó.
Paloma tenía una coqueta tienda de ropa en Sevilla, pero durante quince años fue una de las modelos más solicitadas por los pintores de Madrid. Modelo y musa, así la describieron en algún artículo de prensa. Y cuando Rivanera la reclamó para que acudiera a su estudio en Tetuán, fue sin pensarlo. Eso ocurrió en 1996. Entonces Paloma acababa de cumplir veinticinco años. Se miró las manos, delgadas, desde hacía tiempo le iban apareciendo manchas en la piel, muescas del tiempo que avanzaba imparable, y pensó que comenzaban a transformarse en las manos de una mujer mayor.
Rivanera pasaba por ser uno de los mejores pintores realistas del momento, y trabajar para él como modelo suponía entonces elevar el caché. Le pagaría bien, y además, durante su estancia en Marruecos, tendría cubierta la manutención y la estancia. La recibió en su casa como si esperase a alguien que iba a salvarlo de algún desastre. Eso halagó a Paloma, y se rindió en seguida a los educados modales de Rivanera, a su voz tranquila y modulada, a sus largos monólogos mientras pintaba, a sus discos. Pero lo primero que hizo cuando ella entró en la casa, fue enseñarle la réplica del Velázquez.
-Es la perfección –dijo entre dientes-. Lástima que no tengamos el original, ¿verdad?

La acomodó en la casa adyacente a la suya, a la que solo debía ir para asearse, cambiarse y dormir. Y salvo las horas que no estuviera obligada a posar, era libre de hacer lo que se le antojara. Paloma se acostumbró en seguida a su nuevo ritmo de trabajo, a los apacibles desayunos con rarif recién hecho y untado de miel, acompañada de Rivanera y de Jadiya, a veces también con algún admirador que él nunca dejaba en la calle, a las cenas en la terraza bajo el cielo embaucador del viejo Tetuán, a los largos paseos. Iba acordándose de esas escenas, que habían sido su única compañía en los últimos años, y de aquella casa, siempre llena de lienzos, caballetes, óleos, pinturas, y sobre todo de música, música que resonaba sin parar deteniendo las horas. Era fácil encontrar la casa de Rivanera porque se escuchaban los conciertos desde las callejas cercanas, como invisibles anzuelos lanzados al aire. Paloma sonrió. Veía a Rivanera con Jadiya entre sus brazos, bailando un vals, la chica con las mejillas rojas como rosas… Durante las dos primeras semanas creyó que ella era su amante. Luego supo que nunca hubo nada entre ellos. Solo era una alumna de la Escuela de Bellas Artes que, para pagarse sus clases, trabajaba en la casa. Para su suerte, Rivanera, además, le enseñaba el oficio.
El primer día, Rivanera le pidió a Paloma que posara vestida con un caftán. Garabateó bocetos, ideas, líneas. Una semana después le dijo que ya se había adaptado a ella, que le resultaba cómoda su compañía, y entonces comenzó a pintarla desnuda. Para eso la había contratado. A Paloma nunca le había resultado violento hacerlo, en realidad era extraño que un pintor no se lo pidiese. Tenía un cuerpo esbelto y fibroso, y el cabello negro y largo. Sus ojos recluían el eco de un misterio.
Por las mañanas, cuando entraba en la casa grande para desayunar, Paloma encontraba a Rivanera arrellanado en un sillón de mimbre, estudiando La Venus del espejo, y, dependiendo de su humor, con Chet Baker o con Miles Davis en el tocadiscos, a esa hora casi inaudibles, como un siseo de compases. Se quedaba allí una hora, y luego entraba en la cocina y se sentaba con ellas, y les hablaba del cuadro de Velázquez, como si cada día descubriera algo nuevo en esa pintura.
-Busca algo. Es la verdad –solía decir Jadiya meneando la cabeza de un lado a otro cuando él se encaminaba a la habitación convertida en su estudio.
Ahora que las rememoraba, a Paloma se le antojaba que aquellas maratonianas jornadas de trabajo nunca le pesaron en absoluto. Fue muy fácil posar para él.
Cuando Rivanera le enseñó el lienzo acabado, con ella de motivo, en un desnudo frontal y directo, a Paloma le pareció tan real que creyó estar viéndose en un espejo. Sin saber por qué, se ruborizó, y los dos rieron y sus miradas se cruzaron en unos segundos de palabras innecesarias.
Al día siguiente, Rivanera montó la cama. Jadiya se encargó de retocarla, de cubrirla con una sábana y de poner cada pliegue en el lugar exacto en el que sabía que él deseaba que estuviera, incluso la posición del almohadón tenía que estar en su sitio. También fue Jadiya quien le dio las instrucciones precisas de cómo debía de posar para esta nueva obra. Tendida en la cama boca arriba, desnuda, por supuesto, pero de costado, la pierna superior extendida, la que quedaba debajo ligeramente recogida, el brazo izquierdo sobre el pecho y la mano derecha asomando tras su silueta a la altura de las nalgas, la cabeza apoyada en el almohadón pero girada en dirección al caballete, mirando al maestro, como si ya llevara un tiempo recostada aguardando a que llegase su amante.
-Qué guapa… Es la verdad –dijo Jadiya antes de salir del estudio.
A Paloma nunca dejó de sorprenderle la desenvoltura y seguridad de esa chica de diecinueve años que parecía una adulta en el cuerpo de una adolescente.
Rivanera entró en el estudio y estuvo contemplando a Paloma, casi sin pestañear. Y luego, súbitamente, lanzó el pincel en un movimiento de inspiración. En ese instante, desde algún lugar de la casa, llegaron los primeros acordes del primer vals.
-Busca algo. Desde hace mucho tiempo. Es la verdad –era un latiguillo que Jadiya le repetía a menudo.
-¿Sabes por qué me ha elegido a mí como modelo? –le preguntó Paloma días después, caminando por la calle Tranqat mientras la chica elegía las verduras y las frutas que habían ido a comprar.
-Busca su Venus del espejo –Jadiya pareció ruborizarse-. A mí me ha retratado algunas veces. Y han venido muchas modelos, que han posado como tú… Pero no es lo que quiere.
-Es la verdad –se adelantó Paloma, y Jadiya se echó a reír dándole una palmadita en el hombro.
Tardó diecinueve meses en acabar el cuadro. Nunca dejó que Paloma lo viera. Como un misterio imposible. Y durante todo ese tiempo, Rivanera apenas le habló de su vida, que Paloma fue intuyendo como si deshiciera una madeja, y eludió su mirada, como si temiera perder la concentración. Se limitaba a contar anécdotas que conocía de la vida de los músicos que escuchaban en cada sesión, anécdotas increíbles y divertidas de Mozart, y de Strauss, y de Bach y de Rossini, o a describirle al detalle las pinturas de otros artistas. Evitaba la realidad.
Baker o Davis lo acompañaba cada mañana al escrutar el cuadro de la Venus de Velázquez, y luego comenzaban los valses y los conciertos y las óperas. Jadiya se encargaba de poner el tocadiscos. Rivanera tenía toda la colección de música clásica Deutsche Grammophon, y cuando se editaba un nuevo disco le llegaba enseguida desde Hannover. El jazz era personal, lo escuchaba a solas en su dormitorio.
Paloma no tardó en conocer a algunos profesores destinados en el Jacinto Benavente y en el Juan de la Cierva, con los que se veía en la Casa de España. Y también se aficionó a los tayin de carne que preparaba la madre de Jadiya. Poco a poco hizo una vida más o menos rutinaria, y hasta tuvo pequeños escarceos con un par de hombres con los que trató de consolarse pero de los que apenas se acordaba. Donde realmente se sintió a gusto durante los meses que pasó en Tetuán, fue en la casa de Rivanera. Tal vez la música tuviera algo de culpa. En algún momento, años después, supo que jamás había sido tan feliz como entonces, que solo allí había estado a punto de lograrlo.
Jadiya solía entrar en el estudio sin avisar, y traía té con chuparquía o zumo de naranja con pastas. Paloma se cubría con una túnica liviana y Rivanera dejaba a un lado el pincel y la paleta, y servía el té a la manera tradicional, tal y como Jadiya le había enseñado. Y los tres conversaban durante un rato.
Paloma volvió a sonreír, cómo no acordarse de aquel día en el que ambas creyeron que Rivanera regresaba al caballete para proseguir con su obra y, sin mediar palabra, dio un sorprendente giro sobre los talones, asió a Jadiya de la cintura y la hizo bailar al compás de Strauss. La chica reía a carcajadas. Luego, la dejó e hizo lo mismo con Paloma, que giró y giró llevaba por la firme destreza de Rivanera hasta que, mareada, se sentó en el borde de la cama. Notaba el fluir de la sangre, un sofoco, una necesidad. Su mareo era dulce y reconfortante, como si la hubiesen besado en la boca hasta dejarla sin aliento. Y Paloma se llevó una mano al pecho, mirando de soslayo al retrovisor del taxista, temiendo que el hombre hubiese notado su inesperada excitación. Pero tenía los ojos clavados en la carretera, y Paloma suspiró aliviada.
Todo había sido especial; especial e irrepetible. Hacer este viaje parecía despertarla de un lamentable e indecente olvido. Y no encontraba una explicación plausible. Hasta que de pronto sintió que su vida se podía escribir en una sola cuartilla.
Dejaron el coche en una plazoleta adoquinada. El taxista le llevó la maleta hasta la puerta de la casa, y se despidió con un ademán. La puerta se abrió, y Paloma, al levantar los ojos, reconoció de inmediato a la mujer que le sonreía dulcemente y que la miraba con cierta emoción desde su rostro enmarcado por un hiyab turquesa. Se abrazaron. Las dos temblando.
Al entrar, el aire caliente quedó fuera, y Paloma agradeció el frescor del interior. Las paredes estaban llenas de obras de Rivanera, como un mosaico interminable. Jadiya parecía conservar su juventud intacta, aunque había en sus gestos un resto de cansancio y un recogimiento. La Venus del espejo continuaba en su sitio, pero descolorida y envejecida.
Se sentaron en la mesa de la cocina, palpándose las manos mientras se preguntaban una a la otra cómo les había ido en esos casi veinte años que ya habían pasado y que tenían escritos en las arrugas de la piel. Jadiya se había casado y había enviudado, su marido murió en un absurdo accidente de tráfico. Tenía un hijo de dieciséis años que estudiaba en el Juan de la Cierva. Vivía bien. Y no temía al futuro porque Rivanera le había legado la casa y una buena cantidad de dinero. Se portó bien hasta el final.
-Era un hombre bueno. Es la verdad –sentenció.
Y Paloma esbozó una sonrisa al escucharla. No había cambiado nada.
-Me enteré de su muerte por Rachid Sebti, que me localizó no sé cómo…
-¡Ah Rachid! Sí. Se respetaban mucho…
Paloma recordaba a aquel Rachid que buscaba la luz en su pincel y que también pintaba mujeres desnudas. Venía a veces al estudio, y analizaba con ojos inquisitivos la técnica de Rivanera. Hablaban entre ellos en francés, casi en susurros, como si trataran de hallar un secreto que tenían delante de sus ojos pero que no veían. Podía verlo allí parado, en el vano de la puerta, observándola primero a ella, luego al cuadro que Rivanera seguía pintando después de trece meses intensos, y al final mirándola de nuevo con una sonrisa mal disimulada, para al final asentir con la cabeza y, sin decir nada, marcharse. Paloma intuyó en aquel momento que el cuadro comenzaba a cobrar vida. Pero Rachid no volvió al estudio mientras Paloma continuó en Tetuán.

-¿De qué ha muerto? –preguntó Paloma.
-Se estaba quedando ciego, ¿sabes? Tenía que ayudarle a hacer casi todo… Decidió que la vida no tenía ningún sentido si ya no podía pintar.

Almorzaron en silencio, y mientras tomaban un té con hierbabuena y flor de azahar, Paloma miró a Jadiya, interrogándola. Ella asintió, y la condujo directamente hasta el estudio en el que posó para Rivanera. Los cuadros se amontonaban en el suelo, como hojas caídas en otoño, pero los que colgaban de las paredes, una decena de óleos y grabados, se abalanzaron sobre Paloma y le arrebataron el alma. No podía respirar. Jadiya la ayudó a sentarse, y la abanicó con un trozo de cartón.
Los cuadros eran cinco retratos y cinco desnudos. Y todos los retratos y todos los desnudos eran de Paloma. Paloma mirando de frente, Paloma de perfil, Paloma pensativa, Paloma dormida, Paloma viva. Veía su cuerpo desnudo, joven y lozano, expuesto al mundo en poses que nunca hizo: apoyada contra un muro blanco, sentado en una silla de enea, tumbada en un suelo de terrazo, bañándose en un hammán, mirándose a un espejo de cuerpo entero. Verse así fue como montar en un tiovivo que girase desbocado. Y notaba que había perdido algo indescifrable.
Jadiya le trajo agua con limón, la tranquilizó, le contó que Rivanera se arrepintió siempre de no decirle lo que sentía. Paloma clavó sus ojos en las oscuras pupilas de Jadiya, que con su silencio le confirmaba lo que una vez solo pudo intuir. Rivanera era demasiado tímido, excesivamente prudente, quizá fue un cobarde.
-Siempre hablaba de ti.
-¿Eso es verdad?
-Eso es verdad.
-Me pintó dormida… -dijo mirando emocionada ese cuadro en concreto.
-Fueron muchas sesiones, y a veces caías rendida… -Paloma frunció el ceño, incapaz de acordarse de que eso hubiera ocurrido realmente-. Él aprovechaba esos momentos y te pintaba. Nunca volví a verlo tan feliz. Nunca.
Una rara sensación recorrió su espalda. De pronto comprendía que aquello que a veces había rememorado no había sido el sueño o la fantasía que creía que era. Ocurrió una tarde, al marcharse Jadiya. Ella seguía posando, tendida en la cama, en la misma postura de los meses anteriores, pero debía de estar tan cansada que se relajó, girando la cabeza. Estaba medio dormida pero inusualmente inquieta. De pronto, notó la cercanía de un aliento sobre su cuello, sintiendo que el borde de la cama se hundía con suavidad, que una mano se posaba entre sus piernas y que un dedo rozaba, casi imperceptiblemente, su sexo. Paloma decidió que dejaría que sucediera lo que parecía ya ineludible. Lo esperaba. Lo deseaba. Pero un segundo después, la desarbolaba una agria sensación de decepción al notar que volvía a estar sola en la cama. Ahora sabía con certeza que esa fue la única vez que Rivanera lo intentó.
-Aquel día volví a la casa porque había olvidado algo, y entré justo cuando él estaba sentado a tu lado, acariciándote… Al verme, se apartó de ti avergonzado. Creo que se sintió mal por mi culpa. Nunca hablamos de eso.
Paloma se preguntaba si Jadiya también era capaz de leer sus pensamientos, pero se limitó a abrazarse a ella. Luego, Jadiya se incorporó y se acercó al único caballete que había en la estancia, cubierto por una sábana grisácea.
-Encontró la Venus que siempre estuvo buscando. Eso es verdad… La tituló La Venus de Tetuán. Y eras tú.
Dio un tironazo del extremo y la sábana se deslizó suavemente, como si fuese el telón de un teatro que se abriera para mostrar el escenario. Paloma se llevó las manos a la boca, como si reprimiera un grito, y se quedó ahí tan quieta que incluso dejó de respirar. Al fin veía el cuadro para el que posara de modelo durante un año y medio, al fin tenía delante el secreto de Rivanera. Y rompió a llorar como si nunca antes hubiera llorado.
Jadiya le secaba las lágrimas con las manos, le besaba los párpados, le susurraba que se tranquilizase.
-No me di cuenta –dijo Paloma entre sollozos-. Nunca me di cuenta de cuánto me amaba.
-Hasta el final… -añadió Jadiya-. Dejó estos cuadros para ti. Por eso te llamé..
El ferry surcaba las aguas del estrecho dejando una estela blanca a su espalda. Paloma estaba sentada, pero hubo de levantarse y salir a babor, para que le diera el aire. Estaba mareada. Sentía náuseas, y vomitó. Llevaba los treinta primeros minutos de travesía pensando en aquel día en el que Rivanera estuvo a punto de ceder a su deseo, sin saber que la tuvo a su merced, rendida. Se atormentaba preguntándose por qué no lo intentó de nuevo, por qué nunca le dijo nada. Cerraba los ojos al pensar que cuando Rivanera dio ese paso atrás los condenó a ambos.
Paloma rompió a llorar. No podía contenerse. Era un llanto roto y seco, personal e íntimo. Mientras se desahogaba apoyada en la barandilla, no dejaba de pensar que, si Rivanera no hubiese descubierto a Jadiya en la puerta del estudio, seguramente su mano habría continuado hasta apoderarse de ella y sus días más oscuros se habrían iluminado con sus besos, sus días más fríos se habrían abrigado con sus abrazos y sus días más silenciosos se habrían llenado de valses.

Sergio Barce

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MADRID, 14 DE DICIEMBRE / VALENCIA, 16 DE DICIEMBRE – PRESENTACIÓN DE «MALABATA», NOVELA DE SERGIO BARCE

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MADRID.- Este sábado, 14 de diciembre, a las 19:00 horas, en la Librería Sin Tarima, en la calle Magdalena nº 32, se presentará mi novela Malabata (Ediciones del Genal – Málaga, 2019) de la mano del director y montador nominado a los Premios Forqué y Goya 2020, Pablo Barce.

VALENCIA.- Y el próximo lunes, 16 de diciembre, la presentación será en la Cervecería Cruz del Sur Shambala, en la calle Campoamor nº 57, de la mano de los escritores y amigos Susi Bonilla y Mauro Guillén.

Invitacioìn presentacioìn MALABATA Valencia

Después, en la misma Cervecería Cruz del Sur Shambala, a las 19:00 horas, también se presentará el libro colectivo de relatos Juegos y Juguetes, de la Generación BiblioCafé, en el que participo. 

Tarde de letras y muìsica cartel

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RESEÑA DE FUENSANTA NIÑIROLA A LA NOVELA CORTA «EL LABERINTO DE MAX» DE SERGIO BARCE

Fuensanta Niñirola

Fuensanta Niñirola

La escritora Fuensanta Niñirola, integrante de la Generación BiblioCafé, de nuevo ha tenido la paciencia y el detalla de escribir sobre uno de mis libros, en esta ocasión sobre mi última novela corta El laberinto de Max (Mitad Doble & Ediciones del Genal, 2018), extrayendo de sus entrañas la esencia y sentido de la historia. Reseña que le agradezco enormemente por ser tan generosa hacia mi libro y por ser, sobre todo, una sugerente invitación para su lectura.

Pinchando el siguiente enlace podéis leer esta reseña en el blog personal de Fuensanta Niñirola:

https://lamiradadeariodante.blogspot.com/2018/07/perdido-en-el-laberinto.html

Laberinto portada

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VALENCIA – 25 DE NOVIEMBRE – PRESENTACIÓN DE «¿CUÁNTO PESA UN LIBRO?»

Aunque no estaré en persona, sí que deseo que sepáis que, este próximo sábado, hay una nueva presentación del libro de narraciones cortas de la Generación BiblioCafé ¿Cuánto pesa un libro? (Jam Ediciones – Generación BiblioCafé – Valencia, 2017), en el que se incluye mi relato Cuentos para Alicia.

Anuncio Cruz del Sur

Orgulloso de compartir páginas con los relatos de Alicia Muñoz Alabau, Susana Gisbert Grifo, Franz Kelle, José Luis Rodríguez Núñez, María Tordera, Susi Bonilla, Josep Asensi, Fuensanta Niñirola, Antonio Briones Torres, Felicidad Batista, Angel Marqués Valverde, Giovanna Vivian, Luisa Berbel Torrente, Alfredo Cot, María Isabel Peral del Valle, Sergio Aguado, Rosa Pastor Carballo, José Luis Sandín, Javier Lacomba Tamarit, Carmen Barrachina, Rafael Borrás y Xenia Rambla. Todos, bajo la batuta del jefe de todo esto: Mauro Guillén.

Sergio Barce, noviembre 2017

 

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«DÍAS CON ERRE», UN LIBRO DE RELATOS DE ANA AÑÓN

Ana Añón y yo nos conocimos en Valencia, en la última Feria del Libro. Habíamos coincidido ya antes con nuestros cuentos en varios libros de relatos colectivos de la Generación Bibliocafé. En Valencia, nos dedicó un ejemplar de su libro Días con erre (Ediciones de la Discreta – Madrid, 2015). Me dio la sensación de que es de esas personas a las que les gusta observar, analizar a quien tiene delante, guardarse la información y, cuando es pertinente, utilizarla con inteligencia.

Ya de regreso, leí su libro. Su narrativa me confirmaba mi impresión, y, además, me desvelaba algo más de su personalidad: su sentido del humor. Un humor mordaz, muy negro. Ese es “el toque de la casa”. Utilizar el humor negro no es fácil, puede resultar ramplón, excesivo, a veces, incluso ridículo. Ana Añón lo conjuga a la perfección, sabiamente, en sus dosis precisas.

En poco tiempo he leído dos libros llenos de humor negro y muy bien escritos: el de Ana Añón, y la novela La uruguaya, de Pedro Mairal. Buena literatura en ambos.

Reconozco que, con Días con erre, he soltado alguna carcajada, otras veces he esbozado una sonrisa, y, en alguna ocasión, he llegado a arquear la ceja por el giro sorprendente o inesperado que Ana da a sus relatos. Lo inverosímil, a veces, se hace tan cercano que incluso asusta. Es prodigiosa su facilidad para que una historia cotidiana o simple, acabe siendo un relato de terror o se transforme en puro surrealismo. Pero siempre, con sus gotas de humor, ya digo, como si ese fuese su pequeño aderezo con los que convierte estos cuentos en algo muy personal, reconocibles.

Cuando acabé de leer su libro, le dije a Ana que, en algunos aspectos, éramos un poco como almas gemelas. Me había llamado poderosamente la atención una escena de su relato Aviones. Ocurre algo, algo terrible, y su manera de resolverlo es casi igual a como yo afronto una situación similar en mi novela Una sirena se ahogó en Larache. Me encantó esa coincidencia. Me di cuenta de que mi decisión entonces había sido la más elegante, porque al leerlo en el relato de Ana Añón vi que solucionaba la encrucijada con mucha delicadeza y un gran estilo. Eso sucede si las sensibilidades creativas y personales se parecen, y nos parecemos en eso.

ANA AÑÓN y SERGIO BARCE – foto de Celia Corrons

Para más similitud, Ana obtuvo el I Premio de Relatos “21 de marzo” de Tres Cantos con su extraordinario y tenebroso cuento Los huéspedes del hotel Áldor (que abre el libro Días con erre), y yo gané el Premio de Novela Tres Culturas de Murcia con Sombras en sepia. En las dos ocasiones, el presidente de los respectivos jurados fue Luis Mateo Díez. Esto podría dar lugar a que Ana escribiese una historia socarrona y siniestra. En cualquier caso, no es una mala señal que tengamos este detalle en común. Otro más.

Además de Los huéspedes del hotel Áldor, un relato redondo, que pasa de la ironía y del humor al absurdo y al terror casi gótico, en su libro hay muchas pequeñas joyas. A mí me gusta particularmente Bruno entre vampiros. Lo inquietante se instala desde la primera línea de esta historia y, sin tener muy claro hacia dónde nos lleva la trama, uno se va removiendo en el sillón barruntándose de que algo va a ocurrir, algo sin tintes de que acabe siendo agradable. Hay un sutil juego entre realidad, ensoñación y enfermedad, hasta construir un puzle que hubiera querido montar el mismo Hitchcock. Alucinante relato.

Difícil escoger entre el resto de los otros cuentos de este libro, además del que mencionara al comienzo, Aviones. Duro, áspero, perfecto. Pero me quedaría también con el titulado Cactus.

Le pedí a Ana que escogiese uno de los relatos para acompañar a esta reseña, y fue ése el relato que eligió. Lo entiendo. Es otra pequeña obra de ingeniería literaria.

Cactus, que podéis leer a continuación de mis palabras, y que os recomiendo fervientemente, es un ejemplo perfecto de la narrativa añoniana: concisión, inquietud, misterio, humor negro (negrísimo), fantasía, el absurdo, lo cotidiano, el horror instalado en la casa… Es una metáfora, y es un cuento surrealista. El pulso de Ana Añón lo transforma en algo excepcional.

Hay en Ana Añón huellas de buenas lecturas y mejores plumas. En estos cuentos, planean las sombras de Chesterton, de Shaw, de Quiroga, de Tom Sharpe, de Hitchcock (ya mencionado), de Tim Burton o de Stephen King, que son los que se me ocurren a vuelo pluma. Cine y literatura nos influyen a la par, y Ana conjuga su suave estilo con la potencia de las imágenes que nos hace estallar en la cara.

Vuelvo a insistir: quien lea a continuación Cactus, buscará Días con erre para seguir pasándolo bien y mal, para reír y para inquietarse, para leer buenos cuentos.

Sergio Barce, agosto 2017

 

CACTUS

de Ana Añón

Muchas veces Bernardo Cebamanos pensó en su muerte, pero jamás adivinó que acabaría sus días en el interior de una bolsa de basura. Esperaba resignado la llegada del camión, dentro del contenedor donde su hijo Nicolás lo había depositado. El niño no dudó al hacerlo: abrió la tapa, lanzó la bolsa, y la dejó caer de nuevo volviendo tras sus pasos.

Cabía la posibilidad de que su esposa, Silvia, lo rescatara arrepentida antes de que se lo llevaran. Pero cuando oyó cómo el camión descargaba los contenedores unas calles más arriba, perdió toda esperanza. Aquel terrible abandono era la evidencia de que ya no le importaba a nadie. Sin duda, para recordar algún gesto de cariño o señal de complicidad debía remontarse a los tiempos de noviazgo o, tal vez, a los primeros años de Nicolás en que el niño mostraba cierta admiración por él.

Se encontraba ya muy débil; los acontecimientos ocurridos en las últimas semanas le habían hecho perder la vista y la movilidad, pero sin embargo, su oído y su olfato se habían vuelto ahora extraordinariamente sensibles; tanto, que el olor a leche agria, al moho de las latas de tomate, y a los mejillones rancios con los que compartía espacio, le hicieron evocar aquella noche.

Cuando bajó la basura después de cenar, había notado que la bolsa estaba rota por una de las esquinas y observó contrariado el reguero verde que había dejado tras de sí, pero como estaba ya más cerca de la calle que de casa, continuó bajando las escaleras. Atravesó el portal, abrió la puerta y caminó hasta el contenedor donde se deshizo de su carga. A pesar de ello, un olor penetrante y putrefacto se había instalado en su nariz y le acompañó de vuelta a casa. El olor venía de sus pies que estaban cubiertos de una sustancia verde gelatinosa. «¿Qué demonios será esto?», se preguntó intentando recordar lo que había comido aquel día. Pensó que podía tratarse quizás de restos de alguna mascarilla de las que usaba Silvia para el cutis o de algún experimento de Nicolás, que siempre andaba haciendo potingues. Notó que sus manos estaban pringosas, por lo que en lugar de sacar las llaves del bolsillo, trató de pulsar el interfono con el codo. Nadie contestó. Silvia y Nicolás estaban en casa, era imposible que no le escucharan. Llamó varias veces y, finalmente, desesperado, introdujo la mano en el bolsillo y sacó las llaves. Al entrar en casa dio un portazo y escuchó unas risas que venían de la cocina. Se dirigió aprisa al baño para quitarse cuanto antes aquel olor.

–Silvia, voy a darme una ducha –le gritó a su esposa–. Me he manchado con la basura. –Ella no contestó.

Al quitarse la ropa advirtió extrañado que tenía unos puntos rojos por todo el cuerpo que parecían picaduras de mosquito. Quiso enseñárselos a Silvia pero cuando salió del baño, Nicolás y ella ya estaban durmiendo.

–Buenas noches –susurró resignado antes de acostarse.

Los picores no le dejaron dormir. Cuanto más se rascaba, más le picaba. Pasó una noche horrible pero al día siguiente se encontraba mucho mejor.

Ahora, metido en una bolsa de basura y con el camión cada vez más próximo, seguía recordando aquella mañana cuando entró en el cuarto de Nicolás para despertarlo. Al besarle en la mejilla, el niño lanzó un grito de dolor.

–Papá, ¿qué me has hecho? –le preguntó desconcertado tocándose la mejilla.

Silvia, que había escuchado el grito, acudió corriendo junto a ellos. La mejilla de Nicolás estaba chorreando sangre.

–¡Bernardo, animal!

–Yo… no…

No le dio tiempo a explicarse. Pensó que la herida del niño era muy profunda para haber sido causada por la barba por lo que se dirigió al baño y, frente al espejo, observó una inmensa púa que sobresalía en su barbilla. La tocó. Estaba muy dura. Bernardo cogió las pinzas de depilar de Silvia y trató de arrancarla, pero no pudo. Entonces fue a la galería y buscó entre las herramientas unos alicates. De nuevo en el baño, apoyó el pie en la pila para empujarse, agarró la púa con los alicates, y tiró con fuerza pero tampoco pudo arrancarla, aunque consiguió partirla. Al menos ya no dañaría a su hijo. Le enseñó a Silvia los puntos rojos de la piel –ahora aparecían con un punto blanco en el centro, como infectados–. Ella seguía enfadada, estaba curando a Nicolás y no le hizo mucho caso. Tras asearse y disculparse varias veces delante del niño se marchó al trabajo.

A las doce menos cuarto estaba de nuevo en casa. Los puntos rojos se habían convertido en ampollas, algunas de las cuales habían estallado dejando paso a unas enormes púas. Bernardo llamó asustado a su esposa pero ésta no pareció alterarse demasiado. «Iré en cuanto pueda», le dijo.

Silvia llegó unas horas más tarde y, al ver el aspecto que presentaba su marido, llamó de inmediato al médico. «Tiene que venir, doctor, en mi vida he visto nada igual», le dijo, «Además, está poniéndose verde». El doctor no se molestó en ir y le indicó por teléfono que debía de tratarse de una alergia y que le diera un jarabe antihistamínico.

Cuando Nicolás llegó del colegio no pudo contener la risa. Bernardo estaba ya cubierto de púas por todo el cuerpo. Silvia le pidió que no le molestara. Le explicó que había pasado todo el día de pie por no poder sentarse sobre las púas y que estaba hambriento. El pobre no había probado bocado porque las púas eran tan largas que nadie podía acercarse a él sin pincharse.

El niño susurró algo al oído de su madre sin dejar de reír.

–Bernardo, ven a la cocina, Nicolás ha tenido una idea estupenda.

El muchacho apareció en la cocina con una caña de pescar y clavó un trozo de manzana en el anzuelo. Se subió a una silla y acercó la manzana a la boca de Bernardo que, con mucha dificultad, consiguió dar un par de bocados que le supieron a gloria. Cuando Nicolás dejó de divertirse, tiró la caña junto a un plato lleno de trozos de manzana y salió corriendo. Bernardo quiso gritar para pedir más comida pero una púa atravesó su garganta en ese momento y sintió un dolor agudo que le dejó mudo de golpe. En ese instante sintió una punzada en los ojos y ya no vio nada más. Todo quedó a oscuras. Comenzó a sentir de pronto unas fuertes convulsiones y notó cómo su cuerpo iba menguando. Después, sus piernas se fueron haciendo cada vez más ligeras hasta que no las sintió y, no pudiendo aguantar el peso de su cuerpo, cayó al suelo. Ya no pudo moverse.

Silvia dio un grito al entrar y Nicolás acudió deprisa y comenzó a llorar. Bernardo se concentró para escucharles.

–¿Crees que nos oye mamá?

–No sé, mejor no grites.

–¿Y qué hacemos?

Bernardo les oyó hablar en voz baja pero no entendió nada. Luego escuchó cómo Silvia le pedía a Nicolás una maceta de plástico. Al momento alguien lo levantó del suelo y lo introdujo en un montón de tierra. A continuación echaron un poco de agua y, al sentir la tierra húmeda, no pudo evitar pensar en la muerte. Pero pronto se dio cuenta de que no se trataba de eso y que el cactus, del que tanto hablaban su mujer y su hijo, era él. Un poco después lo colocaron en el mueble chino del salón, junto a las velas aromáticas.

Durante dos o tres días lo regaron, acariciaron sus púas y pronunciaron su nombre, pero después, Bernardo les escuchó arrastrar muebles, cambiar cosas de sitio, y abrir y cerrar puertas; eso le hizo temer que era el único de la casa que conservaba la esperanza de que el proceso pudiera ser reversible. Nadie llamó de la oficina –como era de esperar–. No entendía por qué Silvia no pedía ayuda y Nicolás tampoco parecía muy preocupado por la nueva situación.

Los inconvenientes que descubrió durante los primeros días se convirtieron pronto en ventajas. Como dejaron de regarlo pensó que de ser otra planta ya habría muerto.

Una tarde, Nicolás se acordó de él; le explicó a su madre que los cactus absorben las radiaciones electromagnéticas y colocó la maceta junto a la pantalla del ordenador. Al menos por unos días se sintió útil y acompañado, pero al poco se secó y Silvia le pidió a Nicolás que lo echara a la basura. Bernardo no podía creer lo que oía. El muchacho acudió a la cocina y se detuvo ante los cubos. «Por fin una señal de humanidad en esta casa», pensó Bernardo, pero en ese momento Nicolás gritó.

–Mamá… ¿lo echo en la orgánica o en la de plásticos?

–Da igual –contestó ella.

El niño cerró la bolsa y la bajó al contenedor.

De pronto, el ruido del camión interrumpió sus pensamientos. Bernardo notó cómo se elevaba el contenedor y la bolsa donde se encontraba caía sobre las otras. Lo último que sintió fue un fuerte golpe que lo dejó clavado en un tetrabrik.

 

ANA AÑÓN – foto de Ricardo Ferrando

Ana Añón  (Valencia, 1965). Es Ingeniera Informática por la Universidad Politécnica de Valencia. Imparte formación y consultoría para la aplicación de Técnicas Creativas y de Innovación en los procesos empresariales, educativos y artísticos. Escritora y profesora de talleres literarios. Ha ganado numerosos premios y menciones y participado en diversas antologías y publicaciones, entre las que destacan antologías de relatos y haikus. En su libro de relatos “Días con erre” se recoge el relato ganador del Primer Premio en el Concurso de relatos 21 de marzo del Ayuntamiento de Tres Cantos (2010). El jurado estuvo compuesto por los académicos Luis Mateo Díez y José Mª Merino, y los escritores Milagros Frías e Ignacio Ferrando. Se incluye también el relato que quedó finalista en el mismo concurso y el Accésit X Concurso Narrativa Mujeres Generalidad Valenciana (2009), Miniaturas, en el que se inspiró el corto del mismo nombre del director Vicente Bonet. Este cortometraje acumula doce premios nacionales e internacionales y multitud de selecciones en festivales.

Es autora del libro de relatos Días con erre (Ediciones de la Discreta, 2015) y junto con Isabel Rodríguez del libro de haiku bilingüe, Entre las zarzas/ Entre els esbarzers (Uno Editorial, 2015). Ha participado en varias antologías de los Talleres de Escritura de Madrid y Escuela de Escritores, II Cuadernillo de textos hiperbreves (Pompas de papel, 2007), El sol, los pájaros (Facultad Derecho de Albacete, 2008), Más cuentos para sonreír (Hipálage, 2009), II Antología de haiku (Paseos.net, 2009), Gaceta Haiku Hojas en la Acera (2009), Las mujeres cuentan (Generalitat Valenciana, 2010), Cuentos alígeros (Hipálage, 2010), Un mar de poemas solidarios (Desde la otra orilla para ASPANION, 2012), Antología del haiku en castellano, Un viejo estanque (Comares, 2014), Microrrelatario Grita-Crida IU Estudios Feminista y Género (Universidat Jaume I, 2015), Antología poética de autores valencianos: Miradas para compartir la luz (Centro UNESCO Valencia, 2016),  Luna en el río (Concurso Internacional de Haiku. Facultad de Derecho de Albacete, Uno Editorial, 2017).  Próximamente participará en la antología de haiku 13 lunas y publicará el poemario infantil, Alaridos en la colección Versos para duendes de la Editorial Lastura.

 

 

 

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