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POSANDO JUNTO A LAS OBRAS DE MIS AMIGOS

Como ya he hecho en anteriores ocasiones, algunos de mis libros «posan» junto a títulos de otros buenos y queridos amigos escritores: La emperatriz de Tánger, junto a  Tánger, segunda patria, de Rocío Rojas-Marcos, Infierno y paraíso en las islas, de Miguel Ángel Moreta-Lara, y con La letra y la ciudad; su trama en Tánger, de Randa Jebrouni. 

Y El laberinto de Max, al lado de Jacob Cohen, de León Cohen Mesonero; Días con erre, de Ana Añón y junto a Ángeles del desierto, de Paloma Fernández Gomá.

 

 

 

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«DÍAS CON ERRE», UN LIBRO DE RELATOS DE ANA AÑÓN

Ana Añón y yo nos conocimos en Valencia, en la última Feria del Libro. Habíamos coincidido ya antes con nuestros cuentos en varios libros de relatos colectivos de la Generación Bibliocafé. En Valencia, nos dedicó un ejemplar de su libro Días con erre (Ediciones de la Discreta – Madrid, 2015). Me dio la sensación de que es de esas personas a las que les gusta observar, analizar a quien tiene delante, guardarse la información y, cuando es pertinente, utilizarla con inteligencia.

Ya de regreso, leí su libro. Su narrativa me confirmaba mi impresión, y, además, me desvelaba algo más de su personalidad: su sentido del humor. Un humor mordaz, muy negro. Ese es “el toque de la casa”. Utilizar el humor negro no es fácil, puede resultar ramplón, excesivo, a veces, incluso ridículo. Ana Añón lo conjuga a la perfección, sabiamente, en sus dosis precisas.

En poco tiempo he leído dos libros llenos de humor negro y muy bien escritos: el de Ana Añón, y la novela La uruguaya, de Pedro Mairal. Buena literatura en ambos.

Reconozco que, con Días con erre, he soltado alguna carcajada, otras veces he esbozado una sonrisa, y, en alguna ocasión, he llegado a arquear la ceja por el giro sorprendente o inesperado que Ana da a sus relatos. Lo inverosímil, a veces, se hace tan cercano que incluso asusta. Es prodigiosa su facilidad para que una historia cotidiana o simple, acabe siendo un relato de terror o se transforme en puro surrealismo. Pero siempre, con sus gotas de humor, ya digo, como si ese fuese su pequeño aderezo con los que convierte estos cuentos en algo muy personal, reconocibles.

Cuando acabé de leer su libro, le dije a Ana que, en algunos aspectos, éramos un poco como almas gemelas. Me había llamado poderosamente la atención una escena de su relato Aviones. Ocurre algo, algo terrible, y su manera de resolverlo es casi igual a como yo afronto una situación similar en mi novela Una sirena se ahogó en Larache. Me encantó esa coincidencia. Me di cuenta de que mi decisión entonces había sido la más elegante, porque al leerlo en el relato de Ana Añón vi que solucionaba la encrucijada con mucha delicadeza y un gran estilo. Eso sucede si las sensibilidades creativas y personales se parecen, y nos parecemos en eso.

ANA AÑÓN y SERGIO BARCE – foto de Celia Corrons

Para más similitud, Ana obtuvo el I Premio de Relatos “21 de marzo” de Tres Cantos con su extraordinario y tenebroso cuento Los huéspedes del hotel Áldor (que abre el libro Días con erre), y yo gané el Premio de Novela Tres Culturas de Murcia con Sombras en sepia. En las dos ocasiones, el presidente de los respectivos jurados fue Luis Mateo Díez. Esto podría dar lugar a que Ana escribiese una historia socarrona y siniestra. En cualquier caso, no es una mala señal que tengamos este detalle en común. Otro más.

Además de Los huéspedes del hotel Áldor, un relato redondo, que pasa de la ironía y del humor al absurdo y al terror casi gótico, en su libro hay muchas pequeñas joyas. A mí me gusta particularmente Bruno entre vampiros. Lo inquietante se instala desde la primera línea de esta historia y, sin tener muy claro hacia dónde nos lleva la trama, uno se va removiendo en el sillón barruntándose de que algo va a ocurrir, algo sin tintes de que acabe siendo agradable. Hay un sutil juego entre realidad, ensoñación y enfermedad, hasta construir un puzle que hubiera querido montar el mismo Hitchcock. Alucinante relato.

Difícil escoger entre el resto de los otros cuentos de este libro, además del que mencionara al comienzo, Aviones. Duro, áspero, perfecto. Pero me quedaría también con el titulado Cactus.

Le pedí a Ana que escogiese uno de los relatos para acompañar a esta reseña, y fue ése el relato que eligió. Lo entiendo. Es otra pequeña obra de ingeniería literaria.

Cactus, que podéis leer a continuación de mis palabras, y que os recomiendo fervientemente, es un ejemplo perfecto de la narrativa añoniana: concisión, inquietud, misterio, humor negro (negrísimo), fantasía, el absurdo, lo cotidiano, el horror instalado en la casa… Es una metáfora, y es un cuento surrealista. El pulso de Ana Añón lo transforma en algo excepcional.

Hay en Ana Añón huellas de buenas lecturas y mejores plumas. En estos cuentos, planean las sombras de Chesterton, de Shaw, de Quiroga, de Tom Sharpe, de Hitchcock (ya mencionado), de Tim Burton o de Stephen King, que son los que se me ocurren a vuelo pluma. Cine y literatura nos influyen a la par, y Ana conjuga su suave estilo con la potencia de las imágenes que nos hace estallar en la cara.

Vuelvo a insistir: quien lea a continuación Cactus, buscará Días con erre para seguir pasándolo bien y mal, para reír y para inquietarse, para leer buenos cuentos.

Sergio Barce, agosto 2017

 

CACTUS

de Ana Añón

Muchas veces Bernardo Cebamanos pensó en su muerte, pero jamás adivinó que acabaría sus días en el interior de una bolsa de basura. Esperaba resignado la llegada del camión, dentro del contenedor donde su hijo Nicolás lo había depositado. El niño no dudó al hacerlo: abrió la tapa, lanzó la bolsa, y la dejó caer de nuevo volviendo tras sus pasos.

Cabía la posibilidad de que su esposa, Silvia, lo rescatara arrepentida antes de que se lo llevaran. Pero cuando oyó cómo el camión descargaba los contenedores unas calles más arriba, perdió toda esperanza. Aquel terrible abandono era la evidencia de que ya no le importaba a nadie. Sin duda, para recordar algún gesto de cariño o señal de complicidad debía remontarse a los tiempos de noviazgo o, tal vez, a los primeros años de Nicolás en que el niño mostraba cierta admiración por él.

Se encontraba ya muy débil; los acontecimientos ocurridos en las últimas semanas le habían hecho perder la vista y la movilidad, pero sin embargo, su oído y su olfato se habían vuelto ahora extraordinariamente sensibles; tanto, que el olor a leche agria, al moho de las latas de tomate, y a los mejillones rancios con los que compartía espacio, le hicieron evocar aquella noche.

Cuando bajó la basura después de cenar, había notado que la bolsa estaba rota por una de las esquinas y observó contrariado el reguero verde que había dejado tras de sí, pero como estaba ya más cerca de la calle que de casa, continuó bajando las escaleras. Atravesó el portal, abrió la puerta y caminó hasta el contenedor donde se deshizo de su carga. A pesar de ello, un olor penetrante y putrefacto se había instalado en su nariz y le acompañó de vuelta a casa. El olor venía de sus pies que estaban cubiertos de una sustancia verde gelatinosa. «¿Qué demonios será esto?», se preguntó intentando recordar lo que había comido aquel día. Pensó que podía tratarse quizás de restos de alguna mascarilla de las que usaba Silvia para el cutis o de algún experimento de Nicolás, que siempre andaba haciendo potingues. Notó que sus manos estaban pringosas, por lo que en lugar de sacar las llaves del bolsillo, trató de pulsar el interfono con el codo. Nadie contestó. Silvia y Nicolás estaban en casa, era imposible que no le escucharan. Llamó varias veces y, finalmente, desesperado, introdujo la mano en el bolsillo y sacó las llaves. Al entrar en casa dio un portazo y escuchó unas risas que venían de la cocina. Se dirigió aprisa al baño para quitarse cuanto antes aquel olor.

–Silvia, voy a darme una ducha –le gritó a su esposa–. Me he manchado con la basura. –Ella no contestó.

Al quitarse la ropa advirtió extrañado que tenía unos puntos rojos por todo el cuerpo que parecían picaduras de mosquito. Quiso enseñárselos a Silvia pero cuando salió del baño, Nicolás y ella ya estaban durmiendo.

–Buenas noches –susurró resignado antes de acostarse.

Los picores no le dejaron dormir. Cuanto más se rascaba, más le picaba. Pasó una noche horrible pero al día siguiente se encontraba mucho mejor.

Ahora, metido en una bolsa de basura y con el camión cada vez más próximo, seguía recordando aquella mañana cuando entró en el cuarto de Nicolás para despertarlo. Al besarle en la mejilla, el niño lanzó un grito de dolor.

–Papá, ¿qué me has hecho? –le preguntó desconcertado tocándose la mejilla.

Silvia, que había escuchado el grito, acudió corriendo junto a ellos. La mejilla de Nicolás estaba chorreando sangre.

–¡Bernardo, animal!

–Yo… no…

No le dio tiempo a explicarse. Pensó que la herida del niño era muy profunda para haber sido causada por la barba por lo que se dirigió al baño y, frente al espejo, observó una inmensa púa que sobresalía en su barbilla. La tocó. Estaba muy dura. Bernardo cogió las pinzas de depilar de Silvia y trató de arrancarla, pero no pudo. Entonces fue a la galería y buscó entre las herramientas unos alicates. De nuevo en el baño, apoyó el pie en la pila para empujarse, agarró la púa con los alicates, y tiró con fuerza pero tampoco pudo arrancarla, aunque consiguió partirla. Al menos ya no dañaría a su hijo. Le enseñó a Silvia los puntos rojos de la piel –ahora aparecían con un punto blanco en el centro, como infectados–. Ella seguía enfadada, estaba curando a Nicolás y no le hizo mucho caso. Tras asearse y disculparse varias veces delante del niño se marchó al trabajo.

A las doce menos cuarto estaba de nuevo en casa. Los puntos rojos se habían convertido en ampollas, algunas de las cuales habían estallado dejando paso a unas enormes púas. Bernardo llamó asustado a su esposa pero ésta no pareció alterarse demasiado. «Iré en cuanto pueda», le dijo.

Silvia llegó unas horas más tarde y, al ver el aspecto que presentaba su marido, llamó de inmediato al médico. «Tiene que venir, doctor, en mi vida he visto nada igual», le dijo, «Además, está poniéndose verde». El doctor no se molestó en ir y le indicó por teléfono que debía de tratarse de una alergia y que le diera un jarabe antihistamínico.

Cuando Nicolás llegó del colegio no pudo contener la risa. Bernardo estaba ya cubierto de púas por todo el cuerpo. Silvia le pidió que no le molestara. Le explicó que había pasado todo el día de pie por no poder sentarse sobre las púas y que estaba hambriento. El pobre no había probado bocado porque las púas eran tan largas que nadie podía acercarse a él sin pincharse.

El niño susurró algo al oído de su madre sin dejar de reír.

–Bernardo, ven a la cocina, Nicolás ha tenido una idea estupenda.

El muchacho apareció en la cocina con una caña de pescar y clavó un trozo de manzana en el anzuelo. Se subió a una silla y acercó la manzana a la boca de Bernardo que, con mucha dificultad, consiguió dar un par de bocados que le supieron a gloria. Cuando Nicolás dejó de divertirse, tiró la caña junto a un plato lleno de trozos de manzana y salió corriendo. Bernardo quiso gritar para pedir más comida pero una púa atravesó su garganta en ese momento y sintió un dolor agudo que le dejó mudo de golpe. En ese instante sintió una punzada en los ojos y ya no vio nada más. Todo quedó a oscuras. Comenzó a sentir de pronto unas fuertes convulsiones y notó cómo su cuerpo iba menguando. Después, sus piernas se fueron haciendo cada vez más ligeras hasta que no las sintió y, no pudiendo aguantar el peso de su cuerpo, cayó al suelo. Ya no pudo moverse.

Silvia dio un grito al entrar y Nicolás acudió deprisa y comenzó a llorar. Bernardo se concentró para escucharles.

–¿Crees que nos oye mamá?

–No sé, mejor no grites.

–¿Y qué hacemos?

Bernardo les oyó hablar en voz baja pero no entendió nada. Luego escuchó cómo Silvia le pedía a Nicolás una maceta de plástico. Al momento alguien lo levantó del suelo y lo introdujo en un montón de tierra. A continuación echaron un poco de agua y, al sentir la tierra húmeda, no pudo evitar pensar en la muerte. Pero pronto se dio cuenta de que no se trataba de eso y que el cactus, del que tanto hablaban su mujer y su hijo, era él. Un poco después lo colocaron en el mueble chino del salón, junto a las velas aromáticas.

Durante dos o tres días lo regaron, acariciaron sus púas y pronunciaron su nombre, pero después, Bernardo les escuchó arrastrar muebles, cambiar cosas de sitio, y abrir y cerrar puertas; eso le hizo temer que era el único de la casa que conservaba la esperanza de que el proceso pudiera ser reversible. Nadie llamó de la oficina –como era de esperar–. No entendía por qué Silvia no pedía ayuda y Nicolás tampoco parecía muy preocupado por la nueva situación.

Los inconvenientes que descubrió durante los primeros días se convirtieron pronto en ventajas. Como dejaron de regarlo pensó que de ser otra planta ya habría muerto.

Una tarde, Nicolás se acordó de él; le explicó a su madre que los cactus absorben las radiaciones electromagnéticas y colocó la maceta junto a la pantalla del ordenador. Al menos por unos días se sintió útil y acompañado, pero al poco se secó y Silvia le pidió a Nicolás que lo echara a la basura. Bernardo no podía creer lo que oía. El muchacho acudió a la cocina y se detuvo ante los cubos. «Por fin una señal de humanidad en esta casa», pensó Bernardo, pero en ese momento Nicolás gritó.

–Mamá… ¿lo echo en la orgánica o en la de plásticos?

–Da igual –contestó ella.

El niño cerró la bolsa y la bajó al contenedor.

De pronto, el ruido del camión interrumpió sus pensamientos. Bernardo notó cómo se elevaba el contenedor y la bolsa donde se encontraba caía sobre las otras. Lo último que sintió fue un fuerte golpe que lo dejó clavado en un tetrabrik.

 

ANA AÑÓN – foto de Ricardo Ferrando

Ana Añón  (Valencia, 1965). Es Ingeniera Informática por la Universidad Politécnica de Valencia. Imparte formación y consultoría para la aplicación de Técnicas Creativas y de Innovación en los procesos empresariales, educativos y artísticos. Escritora y profesora de talleres literarios. Ha ganado numerosos premios y menciones y participado en diversas antologías y publicaciones, entre las que destacan antologías de relatos y haikus. En su libro de relatos “Días con erre” se recoge el relato ganador del Primer Premio en el Concurso de relatos 21 de marzo del Ayuntamiento de Tres Cantos (2010). El jurado estuvo compuesto por los académicos Luis Mateo Díez y José Mª Merino, y los escritores Milagros Frías e Ignacio Ferrando. Se incluye también el relato que quedó finalista en el mismo concurso y el Accésit X Concurso Narrativa Mujeres Generalidad Valenciana (2009), Miniaturas, en el que se inspiró el corto del mismo nombre del director Vicente Bonet. Este cortometraje acumula doce premios nacionales e internacionales y multitud de selecciones en festivales.

Es autora del libro de relatos Días con erre (Ediciones de la Discreta, 2015) y junto con Isabel Rodríguez del libro de haiku bilingüe, Entre las zarzas/ Entre els esbarzers (Uno Editorial, 2015). Ha participado en varias antologías de los Talleres de Escritura de Madrid y Escuela de Escritores, II Cuadernillo de textos hiperbreves (Pompas de papel, 2007), El sol, los pájaros (Facultad Derecho de Albacete, 2008), Más cuentos para sonreír (Hipálage, 2009), II Antología de haiku (Paseos.net, 2009), Gaceta Haiku Hojas en la Acera (2009), Las mujeres cuentan (Generalitat Valenciana, 2010), Cuentos alígeros (Hipálage, 2010), Un mar de poemas solidarios (Desde la otra orilla para ASPANION, 2012), Antología del haiku en castellano, Un viejo estanque (Comares, 2014), Microrrelatario Grita-Crida IU Estudios Feminista y Género (Universidat Jaume I, 2015), Antología poética de autores valencianos: Miradas para compartir la luz (Centro UNESCO Valencia, 2016),  Luna en el río (Concurso Internacional de Haiku. Facultad de Derecho de Albacete, Uno Editorial, 2017).  Próximamente participará en la antología de haiku 13 lunas y publicará el poemario infantil, Alaridos en la colección Versos para duendes de la Editorial Lastura.

 

 

 

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