Si buscáis una lectura para este verano, os recomiendo mi novela El libro de las palabras robadas, reeditada por Punto de Vista Editores en formato digital.
Os ofrezco la lectura de uno de los capítulos de esta novela que transcurre entre Málaga y Tánger, en una trama llena de intriga y secretos, una novela negra que no os dejará respiro.
Para adquirir el libro, podéis hacerlo a través del siguiente enlace:
http://puntodevistaeditores.com/catalogo/el-libro-de-las-palabras-robadas/
DALILA Y EL RUBIO
−¿Cuál es el primer recuerdo que conservas de Dalila?
Miré a Moses Shemtov, inseguro, pero no dudé al responder: la recuerdo junto a mi madre… Estábamos Silvia, Ágata, Dalila y yo sentados en una mesa, en la Pastelería La Española −Moses sonrió en cuanto nombré algo que le era tan entrañable−. Hacía mucho frío, y nos sirvieron unos vasos de chocolate humeantes con una bandeja de pasteles. Sólo logro evocar el sabor del chocolate líquido en mi boca, cómo quemaba. Sin embargo no sé por qué estábamos allí. Supongo que esperábamos a mi padre.
−Volvamos a la escena de tu novela −sugirió entonces Moses−, ésa en la que los protagonistas se dicen adiós definitivamente en el aeropuerto; y haz un esfuerzo, piensa en el instante en el que tus padres se despedían en el muelle de Tánger. Tómate todo el tiempo que necesites, pero quiero creer que es algo importante para ti.
Entorné los ojos, dando la última calada a mi pitillo antes de aplastarlo. El humo se elevó señorial, lento, igual que el que escapaba de las chimeneas del Ibn Battuta. Todo seguía ahí.
−El día anterior habíamos estado en la Plaza de Toros. Entramos después de que mi padre convenciera a un guarda que dormitaba bajo la sombra de una puerta entreabierta. Yo estaba junto a Dalila. Su mano se posaba en mi cuello y yo olía su perfume profundo y agradable. Mi padre nos miraba desde la puerta y nos sonrió, haciendo que nos acercásemos con un ademán. Dalila me cogió de la mano. Su vestido rojo rozaba mi brazo, sus tacones resonaban en el suelo y el portero la miró como si jamás hubiese visto una mujer igual. La penumbra del interior me hizo detenerme un instante, lo justo para que nos acostumbrásemos a la oscuridad, pero en seguida Damián nos guió hasta la puerta de cuadrillas. Entramos al ruedo por uno de los burladeros, eso me divirtió, y comencé a jugar por el callejón, entrando y saliendo por los otros burladeros, mientras Dalila y mi padre se dirigían al otro extremo. Damián hizo que ella se sentara en medio del tendido, yo los observaba desde la propia barrera, y notaba que algo especial había en sus miradas. Ella reía, y mi padre la fotografió varias veces.
−Ya vale, cariño –dijo ella en algún instante.
No me asombró en absoluto que llamara cariño a mi padre, imagino que a mi edad ciertas sutilezas pasaban por alto con facilidad.
−Sólo una más –suplicó él, absorbido por su entusiasmo.
Dalila me miró, y nos sonreímos de nuevo. Ella me gustaba. Tenía una manera dulce de posar sus ojos, su boca albergaba un algo que me perturbaba, era demasiado niño para darme cuenta entonces de que simplemente me atraía. Bajó al ruedo, y me abrazó. Yo me dejé hacer porque sentir sus turgentes pechos aplastándose contra mi cuerpo pasó a ser el acontecimiento más extraordinario de todos mis viajes. Me rendí a ella.
Salimos de allí, Dalila asida del brazo de mi padre y yo a su mano, a la que me había entregado como un esclavo. Sólo deseaba que en cuanto estuviésemos en el hotel volviera a abrazarme de la misma manera. Sus pechos se habían convertido en el centro del mundo, e imaginarlos desnudos una profesión de fe.
Cuando llegamos al Continental ambos caminaban a una distancia prudente. Yo seguía atado a la mano de Dalila, a su perfume, al bamboleo de su falda roja que, de pronto, me insinuaba unas pantorrillas prohibidas. Había descubierto algo que hasta entonces jamás me había interesado: las mujeres. Pero en ese instante Dalila era la única mujer del universo que merecía mi atención. Trató de zafarse de mi mano, pero yo me resistía y, tras un suave tirón, desistió de intentarlo de nuevo. Subimos. Notaba que entre ellos había de pronto una distancia insalvable pese a que sólo estaban a unos centímetros uno del otro. Caminábamos por el corredor. La puerta de nuestra habitación se abrió, y Ágata apareció allí en medio, sin decir una palabra. Nos detuvimos, Dalila apretó mi mano y yo le correspondí haciendo lo mismo. Eso me hizo sentir especial, importante. Mi madre volvió a la habitación sin cerrar la puerta.
−Te amo –susurró él con tan escasa energía que creí que había dicho otra cosa.
−No vas a decirle nada…
La voz de Dalila se quebró, y noté que su sangre se congelaba, que sus dedos se contraían, y un segundo después sus labios se posaron en mi cara y noté que humedecía mi piel, no con ellos, sino con las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. El rimel se le había corrido, y su rostro parecía ahora demacrado y sucio. Me conmovió de tal modo que se libró de mi mano sin apenas esfuerzo, ni siquiera me había dado cuenta de que la soltaba, y entonces Damián me empujó hasta la habitación donde nos esperaba mi madre, callada como una tumba, perdida su miraba a través de la ventana. Yo me dirigí en seguida al dormitorio, sin detenerme a escuchar lo que comenzaban a decirse en voz baja, embrujado aún por aquella mujer fascinante. Sólo podía pensar en el contacto de sus senos, en su boca perfecta y en sus ojos, en la manera como miraba a la cámara de mi padre.
Cuando Damián despertó, yo había sacado de nuevo la fotografía de Dalila. La estudié tan detenidamente que fue un milagro que no se borrara. Estaba allí de nuevo, en la plaza, magnetizado por su manera de posar para que Damián consiguiera la imagen que guardaría con celo hasta entonces. Dalila no lo sabía aún, pero mi padre perseguía captar su donaire, su perfección, su aliento vital, y robárselo. Lo confesaba en las cartas, compungido, avergonzado y seguramente arrepentido. Y entonces me di cuenta de que Silvia tenía razón cuando me decía en su casa que algo había ocurrido en Tánger, porque Damián no buscó ningún campo de fútbol para fotografiarlo, como siempre había hecho antes. La respuesta estaba ahí, en ese retrato de Dalila, en esa visita a la Plaza de Toros de Tánger donde mi padre se olvidó del resto del mundo. Lo gracioso era que yo también me había enamorado de ella. Fue un amor infantil, virgen, el amor que se experimenta al abrir los ojos por primera vez al deseo, a la cándida atracción.
Al encontrarnos de nuevo en el puerto, mis cinco sentidos se pusieron en alerta. Quería volver a olerla, ansiaba tocarla, imploraba que sus labios me rozasen, incluso escuchar su voz se antojaba atractivo. Todo fue, sin embargo, rápido y frío, como si las cosas hubiesen de ocurrir por pura inercia.