UN CAPÍTULO DE «EL LIBRO DE LAS PALABRAS ROBADAS», UNA NOVELA DE SERGIO BARCE

Si buscáis una lectura para este verano, os recomiendo mi novela El libro de las palabras robadas, reeditada por Punto de Vista Editores en formato digital. 

EL LIBRO DE LAS PALABRAS ROBADAS PVE

Os ofrezco la lectura de uno de los capítulos de esta novela que transcurre entre Málaga y Tánger, en una trama llena de intriga y secretos, una novela negra que no os dejará respiro.

Para adquirir el libro, podéis hacerlo a través del siguiente enlace:

http://puntodevistaeditores.com/catalogo/el-libro-de-las-palabras-robadas/

 

DALILA Y EL RUBIO

−¿Cuál es el primer recuerdo que conservas de Dalila?

Miré a Moses Shemtov, inseguro, pero no dudé al responder: la recuerdo junto a mi madre… Estábamos Silvia, Ágata, Dalila y yo sentados en una mesa, en la Pastelería La Española −Moses sonrió en cuanto nombré algo que le era tan entrañable−. Hacía mucho frío, y nos sirvieron unos vasos de chocolate humeantes con una bandeja de pasteles. Sólo logro evocar el sabor del chocolate líquido en mi boca, cómo quemaba. Sin embargo no sé por qué estábamos allí. Supongo que esperábamos a mi padre.

−Volvamos a la escena de tu novela −sugirió entonces Moses−, ésa en la que los protagonistas se dicen adiós definitivamente en el aeropuerto; y haz un esfuerzo, piensa en el instante en el que tus padres se despedían en el muelle de Tánger. Tómate todo el tiempo que necesites, pero quiero creer que es algo importante para ti.

Entorné los ojos, dando la última calada a mi pitillo antes de aplastarlo. El humo se elevó señorial, lento, igual que el que escapaba de las chimeneas del Ibn Battuta. Todo seguía ahí.

−El día anterior habíamos estado en la Plaza de Toros. Entramos después de que mi padre convenciera a un guarda que dormitaba bajo la sombra de una puerta entreabierta. Yo estaba junto a Dalila. Su mano se posaba en mi cuello y yo olía su perfume profundo y agradable. Mi padre nos miraba desde la puerta y nos sonrió, haciendo que nos acercásemos con un ademán. Dalila me cogió de la mano. Su vestido rojo rozaba mi brazo, sus tacones resonaban en el suelo y el portero la miró como si jamás hubiese visto una mujer igual. La penumbra del interior me hizo detenerme un instante, lo justo para que nos acostumbrásemos a la oscuridad, pero en seguida Damián nos guió hasta la puerta de cuadrillas. Entramos al ruedo por uno de los burladeros, eso me divirtió, y comencé a jugar por el callejón, entrando y saliendo por los otros burladeros, mientras Dalila y mi padre se dirigían al otro extremo. Damián hizo que ella se sentara en medio del tendido, yo los observaba desde la propia barrera, y notaba que algo especial había en sus miradas. Ella reía, y mi padre la fotografió varias veces.

−Ya vale, cariño –dijo ella en algún instante.

No me asombró en absoluto que llamara cariño a mi padre, imagino que a mi edad ciertas sutilezas pasaban por alto con facilidad.

−Sólo una más –suplicó él, absorbido por su entusiasmo.

Dalila me miró, y nos sonreímos de nuevo. Ella me gustaba. Tenía una manera dulce de posar sus ojos, su boca albergaba un algo que me perturbaba, era demasiado niño para darme cuenta entonces de que simplemente me atraía. Bajó al ruedo, y me abrazó. Yo me dejé hacer porque sentir sus turgentes pechos aplastándose contra mi cuerpo pasó a ser el acontecimiento más extraordinario de todos mis viajes. Me rendí a ella.

Salimos de allí, Dalila asida del brazo de mi padre y yo a su mano, a la que me había entregado como un esclavo. Sólo deseaba que en cuanto estuviésemos en el hotel volviera a abrazarme de la misma manera. Sus pechos se habían convertido en el centro del mundo, e imaginarlos desnudos una profesión de fe.

Cuando llegamos al Continental ambos caminaban a una distancia prudente. Yo seguía atado a la mano de Dalila, a su perfume, al bamboleo de su falda roja que, de pronto, me insinuaba unas pantorrillas prohibidas. Había descubierto algo que hasta entonces jamás me había interesado: las mujeres. Pero en ese instante Dalila era la única mujer del universo que merecía mi atención. Trató de zafarse de mi mano, pero yo me resistía y, tras un suave tirón, desistió de intentarlo de nuevo. Subimos. Notaba que entre ellos había de pronto una distancia insalvable pese a que sólo estaban a unos centímetros uno del otro. Caminábamos por el corredor. La puerta de nuestra habitación se abrió, y Ágata apareció allí en medio, sin decir una palabra. Nos detuvimos, Dalila apretó mi mano y yo le correspondí haciendo lo mismo. Eso me hizo sentir especial, importante. Mi madre volvió a la habitación sin cerrar la puerta.

−Te amo –susurró él con tan escasa energía que creí que había dicho otra cosa.

−No vas a decirle nada…

La voz de Dalila se quebró, y noté que su sangre se congelaba, que sus dedos se contraían, y un segundo después sus labios se posaron en mi cara y noté que humedecía mi piel, no con ellos, sino con las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. El rimel se le había corrido, y su rostro parecía ahora demacrado y sucio. Me conmovió de tal modo que se libró de mi mano sin apenas esfuerzo, ni siquiera me había dado cuenta de que la soltaba, y entonces Damián me empujó hasta la habitación donde nos esperaba mi madre, callada como una tumba, perdida su miraba a través de la ventana. Yo me dirigí en seguida al dormitorio, sin detenerme a escuchar lo que comenzaban a decirse en voz baja, embrujado aún por aquella mujer fascinante. Sólo podía pensar en el contacto de sus senos, en su boca perfecta y en sus ojos, en la manera como miraba a la cámara de mi padre.

Cuando Damián despertó, yo había sacado de nuevo la fotografía de Dalila. La estudié tan detenidamente que fue un milagro que no se borrara. Estaba allí de nuevo, en la plaza, magnetizado por su manera de posar para que Damián consiguiera la imagen que guardaría con celo hasta entonces. Dalila no lo sabía aún, pero mi padre perseguía captar su donaire, su perfección, su aliento vital, y robárselo. Lo confesaba en las cartas, compungido, avergonzado y seguramente arrepentido. Y entonces me di cuenta de que Silvia tenía razón cuando me decía en su casa que algo había ocurrido en Tánger, porque Damián no buscó ningún campo de fútbol para fotografiarlo, como siempre había hecho antes. La respuesta estaba ahí, en ese retrato de Dalila, en esa visita a la Plaza de Toros de Tánger donde mi padre se olvidó del resto del mundo. Lo gracioso era que yo también me había enamorado de ella. Fue un amor infantil, virgen, el amor que se experimenta al abrir los ojos por primera vez al deseo, a la cándida atracción.

Al encontrarnos de nuevo en el puerto, mis cinco sentidos se pusieron en alerta. Quería volver a olerla, ansiaba tocarla, imploraba que sus labios me rozasen, incluso escuchar su voz se antojaba atractivo. Todo fue, sin embargo, rápido y frío, como si las cosas hubiesen de ocurrir por pura inercia.

Mis padres se despidieron de Dalila y del Rubio, su pareja, y aunque ella se abrazó a Ágata, lo hicieron de manera torpe, tropezando una con la otra, igual que dos ciegas, las palabras apenas se esbozaron y la despedida se transformó en algo extraño. Sin embargo, el abrazo entre Damián y Dalila fue tan profundo y sincero que jamás contemplé uno igual. Ella lloraba, mi padre parecía a punto de desvanecerse, su rostro ceniza, pálido, como si asistiera a un entierro. Mi madre besó al Rubio, pero luego también se fundieron en una despedida diferente, nerviosa y titubeante. El hombre me puso una mano en la cabeza y me despeinó.

−Sé buen chico. Y cuida de tu madre –me dijo.

Ágata se dio la vuelta y se cubrió la cara con ambas manos. Yo aguardaba impasible a que Dalila, por fin, centrara su atención en mí. Dio un paso. Llevaba unos tacones negros muy altos, y medias también negras. Le miraba las pantorrillas, modeladas como las de una diosa. Un calor sofocante me asaltó al sentir que ella se había inclinado, acercando su rostro al mío. Me besó en ambas mejillas, y luego me pellizcó cariñosamente. Me quedé quieto, sumido en la decepción. No me dijo absolutamente nada, sólo dos besos como los que se les da a cualquiera. Cerré los ojos, quería que todo volviera hacia atrás, que rectificara, necesitaba notarla. Para cuando volví a abrir los párpados, Dalila y su acompañante se alejaban de nosotros mientras mi padre asía con fuerza nuestras maletas. Nos dirigimos hacia la escalerilla de acceso al barco. Mi madre me daba tirones para que caminara a su lado, pero mis ojos seguían fijos en la silueta de Dalila que se alejaba irremediablemente de mi vida.

−¿Qué tienes ahí?

Di un respingo. La voz de Damián, distorsionada por la mascarilla, me alcanzó tan de sorpresa que me incorporé sobresaltado y me trajo al presente. Me miraba con el ceño fruncido. Sin mucha convicción, di unos pasos, me situé a su derecha y alcé la fotografía hasta situarla justo frente a sus ojos.

−¿La reconoces?

Resopló pesadamente y la mascarilla se llenó de vaho. Dijo algo incomprensible, y luego asintió débilmente con la cabeza. Yo mantenía la fotografía en alto, preguntándome si realmente veía lo que le enseñaba, si su cabeza no le estaría engañando con algún truco indecente. Pero entonces sus ojos se empañaron, y segundos después hube de dejar a un lado el retrato de Dalila y buscar unos pañuelos de papel para enjugarle las lágrimas. Parecía un milagro.

−Siento interrumpirte −me cortó Moses con un amago de su mano izquierda−, pero has llamado a ese hombre el Rubio. ¿Quién era?

−No lo recordaba −le confesé un tanto atribulado−. Sinceramente no lo sabía, yo únicamente pensaba en ella.

−Entonces −insistió un tanto confuso-, ¿cómo puedes estar tan seguro de que fuera ese hombre y no otro?

−Sé que era el Rubio porque Damián lo menciona en sus cartas.

−Ya veo… Y por supuesto es una pieza clave del engranaje, ¿me equivoco?

−No, no te equivocas −dije levantando los ojos, y miré a Moses Shemtov con cierto cansancio−. Si te he de ser sincero, tal y como lo escribió mi padre debió de creer que yo me acordaría de él; pero no, ese hombre no significaba nada para mí, era sólo una sombra gris que caminaba junto a la mujer más hermosa, sólo eso. Cuenta cómo se despidieron de Dalila y del Rubio, y a él lo describe de tal manera que sólo podía ser su pareja.

−¿Tu padre no añade más en sus otras cartas? −Moses trataba de que me desahogara por completo, de que soltara lastre de una vez, pero en ese instante me sentía tan abrumado que hube de pedirle que dejásemos la sesión en ese punto. Necesitaba olvidarme por unas horas de toda esa historia que me había consumido tanta energía−. De acuerdo, si no te encuentras bien es mejor parar.

Pero cuando comenzamos la siguiente sesión, me sentía tan animado que incluso Moses Shemtov se sorprendió. Me pidió que retomara la historia en el momento en el que estaba en la habitación con Damián, con la fotografía de Dalila.

−Sí, la fotografía de Dalila… −dije−. Me emocionó ver a mi padre llorar tan desconsoladamente, como si se derrumbara el mundo. Le sequé las lágrimas, mientras procuraba calmarlo, apretando su mano. Se había hecho de día, y la enfermera de la mañana trajo el desayuno pero sólo probó el zumo. Seguía boca arriba, sin moverse. Poco después me dijo que necesitaba deponer. Metí el brazo bajo su cintura, lo levanté cuanto pude y empujé la cuña de aluminio hasta que la encajé bajo sus nalgas. Tenía la piel débil y amarillenta. Durante todo el proceso me estuvo observando de reojo, desconfiado.

−Ya puedes quitarla.

La volví a deslizar hacia fuera después de incorporarlo. No había hecho nada, pero él parecía satisfecho, de manera que no le pregunté si necesitaba intentarlo de nuevo. Silvia asomó la cabeza, pero le hice un gesto para que no la viera Damián, y se quedó en el pasillo.

−Vuelve a enseñarme esa foto –dijo mi padre en un hilo de voz. Se la mostré, y se quedó ahí mirándola en silencio, respirando pausadamente con ayuda de la bomba de oxígeno.

−Háblame de ella –me atreví al fin a pedirle. Pero no abrió la boca.

Después de unos minutos, me incorporé, abrí la taquilla y busqué la carta en la que hablaba de Dalila. Volví entonces a sentarme a su lado, desdoblando su escrito, que cogí con la mano derecha y con la otra mantuve la fotografía a la altura de sus ojos. La leí en voz alta, tratando quizá de que al escuchar sus propias palabras me confesara algo más.

Cuando llegó el día de la partida, Ágata continuó sin hablarme. Nos vestimos, y bajamos con vosotros. Dalila y el Rubio nos aguardaban en el vestíbulo. Al verla, volví a sentir el mismo impulso de dejarlo todo, de abandonar a mi familia; es duro confesarlo, pero esa era la verdad entonces, quería huir sólo con ella. Sabía, sin embargo, que habría traicionado la amistad del Rubio y el amor de Ágata. Por supuesto vosotros fuisteis otra razón esencial para que desistiese de mi empresa. Pero al menos había conseguido hurtarle al Rubio lo que él nunca obtendría, el momento mágico que ella me había regalado en tan pocas ocasiones y que por fortuna había recuperado el día antes, y lo llevaba en el carrete de mi cámara, y ya sólo era para mí. Ahora me doy cuenta de que herí a Ágata de muerte, pero yo estaba absolutamente cegado, era como si estuviese convencido de que un día esa imagen recobraría vida. No me juzguéis duramente cuando leáis esto. Si un día os enamoráis de verdad estoy convencido de que sabréis perdonarme. No hablamos en el trayecto hasta el puerto. Agradecí que el hotel estuviese cerca, eso facilitó las cosas. Nos despedimos sin decir nada. Pero cuando abracé a Dalila, hundí mis dedos en su espalda, como si quisiera clavarle unos garfios con los que retenerla a mi lado. Balbuceaba a mi oído que jamás me olvidaría, que me amaba con todo el alma. Me arrancó el corazón cuando se zafó de mí empujándome con suavidad, sólo Dalila tenía la entereza suficiente como para lograrlo porque sabía que yo habría continuado allí embozado en mi cobardía sin poder despegarme de ella. Me avergoncé de mi actitud al ver la mirada humillada de Ágata, el desconcierto en Silvia, la tristeza de tu gesto…

Levanté los ojos y negué con la cabeza. Esa tristeza era sólo mía, por la misma mujer que él, sí, pero por otra clase de sentimientos. No obstante me conmovió el saber que Damián creyera que yo había comprendido que eran dos amantes que públicamente debían de renunciar a lo que más querían.

En ese punto pensé en mi novela, y en Claudia Lama y en François.

−No sé qué quieres que descubra en esta escena −le reproché a Moses, que permaneció callado, analizándome igual que a un fenómeno de la naturaleza. Lo más evidente era que no había podido encontrar la diferencia, simple y llanamente había contado en mi novela la misma historia, casi calcada, tal y como me dijera Kozer. Pero también resultaba evidente de que él, Arturo Kozer, seguía sin aparecer en mi trama.

Continué no obstante leyendo la carta sin que vislumbrara en Damián el más mínimo intento por interrumpirme, seguía ahí hierático y ausente, sin que esta vez sus pupilas huyesen de Dalila.

Y entonces renuncié al libro. El Rubio trató de entregarme la bolsa de cuero en la que lo llevaba, pero fue inútil, lo rechacé con vehemencia, forcejeando uno con el otro, aferrados al asa hasta que finalmente comprendió que nunca me lo llevaría, y, para mi sorpresa, me abrazó y me regaló el resto de afecto que le quedaba. Así lo interpreté al menos, como otro acto de valentía y de generosidad que me dejó desarmado para el resto de mi vida. Subimos al barco que salió veinte minutos más tarde. Ágata se comportó como la mujer que era, orgullosa pero espléndida. Sólo me habló una vez de lo ocurrido en Tánger y fue ese mismo día, unos minutos antes de que el Ibn Battuta tocara puerto en Algeciras. Sé que nunca me amarás como a Dalila, me dijo, pero también sé que me quieres profundamente. Júrame que jamás la buscarás, que nunca intentarás volver a verla, y yo continuaré siendo la misma. ¿Qué podía decir? Se lo juré, por supuesto, y nunca supe qué fue de Dalila ni del Rubio. Y tampoco de aquel extraordinario libro que habíamos custodiado entre todos durante los últimos años.

−De manera que El libro de las palabras robadas estuvo en poder de tus padres…

Levanté los párpados y miré a Moses Shemtov con abatimiento. Presumiblemente me estaría juzgando, y tal vez me considerase un impostor, un jugador que escondía sus cartas y sólo sabía emplear faroles. Debía de parecerle patético. Pero la verdad era otra bien distinta, yo no había sido consciente de nada de lo que había ocurrido hasta que comencé a desenterrar mis fantasmas.

−Te doy mi palabra de que desconocía el hecho de que mis padres hubiesen tenido contacto alguno con el códice, y no lo supe hasta ver las cartas de Damián. Parece descabellado, pero necesito que me creas.

−Elio, ¿me estás diciendo que el códice lo viste cuando eras un niño?

−No, no, jamás lo vi, Moses, jamás; de eso estoy seguro.

−¿Y tu hermana? ¿Llegó a verlo Silvia?

−No lo creo. Damián cuenta que durante unos años lo habían hecho circular de manera que estuviese seguro, sólo entre los miembros más cercanos y fiables, la mayoría era gente desvinculada del Partido. Siendo agente de Larousse y vendedor de enciclopedias, actuó de enlace, de correo. Nos contaba en sus cartas que en Burgos habían puesto en libertad a un preso que buscó a mi padre hasta localizarlo en Málaga. Atravesó el país con un encargo muy especial: el poeta Marcos Ana le enviaba un regalo, un libro que jamás debiera de caer en manos de la policía, un libro que le había costado la vida a uno de sus compañeros de celda. Al principio creyó que se tratarían de poesías incendiarias o de manifiestos preparados por sus compañeros de prisión, y para su desconcierto se encontró con ese códice que le abría puertas infinitas a mundos deslumbrantes. Así era como lo describía Damián. Desde entonces trataron de correr el bulo de que había desaparecido, de que se había volatilizado. Lo más asombroso de las instrucciones que le llegaron desde Burgos fue que lo importante para lograr el éxito era que sólo se mantuviera entre creadores y artistas, que jamás cayera en las manos de un político. No dejaba de ser un contrasentido pues habían sido los propios militantes quienes lo habían ocultado, aunque supongo que mi padre supo interpretar las razones. En poco tiempo sintió que, a la presión habitual de la brigada política, se unía ahora la de otra gente que apenas podía reconocer, y todo se les complicó.

Sin embargo eran conscientes de que poseer el códice también significaba poder, y lo esencial era evitar que cayera en las personas equivocadas. Escritores y artistas en el exilio tuvieron mucho que ver para que, con ayuda de otros intelectuales extranjeros, se consiguiera montar una red que moviera el códice sin ser detectado. Era una cuestión que traspasaba fronteras. Admiro a Damián. Se la estuvo jugando durante años.

−¿Cómo describe tu padre lo que sentía cuando lo tenía en sus manos?

−Es parco en palabras sobre ese extremo, pero categórico: nada era comparable a abrir esas páginas, escribió, era como escapar de este mundo desquiciado.

−Algo así dice Jesús Ortega en tu novela, ¿no lo recuerdas? −remedó Moses torciendo la boca a un lado−. ¿Te has parado a pensar que tu libro cuenta la historia de tus padres, la de Dalila y el Rubio, la del códice, la tuya propia?

−Me lo inventé, Moses, me lo inventé todo… −protesté exhausto.

−¿Quieres un cigarrillo? −Moses se levantó sin esperar a que respondiera, tomó una cajetilla de Du Maurier y me la lanzó por el aire. La cacé al vuelo, y saqué uno, lo encendí y le di la calada más honda que he paladeado nunca. Llené totalmente mis pulmones, como si quisiera reventarlos, y las hebras se consumieron igual que papel de seda prendido. Me arrellané en mi sillón y recapitulé durante media hora, sin abrir la boca, sólo tratando de clarificar mis ideas, de sacudirme la presión que me machacaba. Moses Shemtov, mientras tanto, se había levantado y a través de la ventana miraba al bulevar. Luego se limpió lentamente los cristales de sus gafas, paciente, concediéndome todo el tiempo del mundo. No se molestaba siquiera en mirar qué hora era. Tras fumarme otros tres pitillos, carraspeé para llamar su atención.

−Estás rompiendo las reglas −le dije mientras le mostraba el último que se consumía entre mis dedos. Esbozó una mueca irónica.

−¿Tú crees? −me miró, mientras yo asentía y me disponía a continuar desnudándome delante de él. Tenía que acabar con todo eso si no quería que el martilleo insoportable que escuchaba en mi cabeza acabara por reventar mis tímpanos.

−¿Sabes una cosa, Moses? Durante esos dos días que pasé en el hospital con mi padre, Marco no se dignó en hacerle una visita, ni siquiera llamó para preguntar por él. Su madre tampoco lo hizo, pero eso era previsible. Lo lamenté profundamente.

Me quedé sin aliento después de librarme de todo eso, pero ahí estaba la mirada fría y calculada de Moses para ponerme los pies en el suelo y para recordarme que las cosas eran como eran.

−No te lo había preguntado porque lo previsible era que ocurriera de esa manera.

Entorné los ojos, con la sensación de que acababa de hacer el ridículo. Opté entonces por seguir mi relato para ocultar mi vergüenza.

−Allí estaba yo, en la habitación 606, destapando un pasado que me llevaba a través de un extraño túnel hasta las páginas de mi última novela… Terminé de leerle su propio escrito, y Damián cerró los párpados, como si ya hubiese tenido bastante. Dejé la fotografía de Dalila en el interior de su sobre e hice lo mismo con la carta. Luego me senté cerca de la cabeza de mi padre, convencido de que estaba a punto de desvelarme algo que aún no sabía; estaba seguro de ello, tenía que suceder.

Pasaron diez minutos, parecía haberse dormido, la respiración mantenía un ritmo apacible. Y, de pronto, abrió débilmente los ojos y me llamó con voz baja y prudente.

−Dime, papá.

−Quiero ver a Dalila, dile que venga −su mano, hasta ese instante inane, como el resto de su cuerpo, había recobrado vida y me tiraba de la manga con todas las fuerzas.

−No sé dónde vive, no sé nada de ella… −le repliqué un tanto airado.

Dejó caer su mano, que me liberó de sus dedos acerados, y comenzó a toser. La mascarilla se llenó de un vaho denso y húmedo, el rostro se le congestionó hasta adoptar un tono morado. Estuve a punto de avisar a la enfermera, pero de súbito, sin más, dejó de toser y recobró el ritmo normal. Creí ver un asomo de alivio en su mirada.

−Todo fue bien hasta que apareció el libro en nuestras vidas –hablaba despacio, muy bajito, y hube de aguzar el oído, acercándome a él−. No es que las cosas fueran fáciles, en absoluto, pero sabíamos contra quién luchábamos y cuáles eran nuestros objetivos. Pero ese códice nos afectó a todos de alguna manera. Fue Dalila quien me lo enseñó. Estaba por entonces en Málaga, y ella sólo era una chica idealista y aventurera que se había afiliado al sindicato clandestino, lo revolucionó todo… Creo que fue entonces cuando sentí algo por ella que traté de negarme, yo ya estaba con Ágata y, además, los prejuicios de su familia afectaban a sus relaciones, de manera que lo dejamos correr, por así decirlo… La habían utilizado a ella para que me lo bajara desde Burgos. Nos reunimos, y al principio no supimos qué hacer, cómo actuar, ni tampoco por qué me habían elegido a mí si yo no era más que un fotógrafo aficionado. Si realmente era tan fundamental que permaneciese bajo la custodia de un artista, qué pintaba yo en ese sarao. El códice nos descubrió tantas cosas que te hacía creer que podías cambiar incluso el curso de la historia… Julio sí estaba en contacto con varios escritores y le pedí que hablara con ellos y, poco a poco, se fue montando la Línea Maginot; el nombre se le ocurrió a Julio, y desde ese momento el códice, milagrosamente, comenzó su peregrinaje…

−¿Qué contenía el códice para que…? –traté de preguntarle, pero Damián continuaba hablando como si se hubiese abierto una espita en su cerebro.

−Nunca le pedí perdón a Ágata… −guardó un instante silencio, como si sopesara ese hecho−. Ella se daba cuenta de que, cada vez que veíamos a Dalila, nuestro matrimonio se tambaleaba. Y terminé refugiándome en putas baratas con las que desahogaba mi alma torturada. Dalila jamás me lo perdonó, reaccionó peor que si hubiésemos estado casados… −soltó una especie de carcajada, rota, que se ahogó en la mascarilla, y yo me quedé anonadado imaginando a mi padre en un tugurio de mala muerte−. Tu madre, quién lo hubiera dicho, lo aceptó como un mal menor. Luego apareció el Rubio y los reencuentros se distanciaron, hasta que se produjo la redada del setenta y dos y muchos compañeros fueron detenidos. Años después supe que varios escritores, entre ellos Cortázar e Italo Calvino, alertaron del peligro que corría el códice. Estaban más cerca que nunca de él. Lo habíamos puesto a buen recaudo durante un tiempo en Sudamérica. Borges se portó como un auténtico caballero, y no dudó en prestarse para ello, lo llevó en su equipaje durante mucho tiempo, como si fuese uno más de sus libros de consulta… Ya ves, Borges ayudándonos, quién podría creerlo… Fue a principios del setenta y tres cuando ordenaron que lo llevaran urgentemente a Sevilla, costase lo que costase. Estaba pactado, el códice era el precio a pagar. La práctica totalidad de los intelectuales que nos apoyaban se oponían, no aceptaban la decisión de que se usara como moneda de cambio en una maniobra política que acabaría por fin con la dictadura. Yo tampoco lo veía claro, y aunque estaba obligado a cumplir las órdenes me resistía a ese chantaje sin garantías. La responsabilidad recayó en nuestra célula, y yo era el correo. Siempre hubo algo inextricable en todo eso: pretendían que ningún político pusiera las manos encima del volumen pero lo cierto es que éramos nosotros, unos militantes de base furtivos, los que dábamos la cara, e iba a acabar en las manos de nuestros peores enemigos. Me dijeron que mi contacto sería el Rubio, que me lo entregaría en Tánger, y desde allí debía de traerlo de vuelta a la Península. Era como si ellos supiesen la carta que debían de jugar conmigo para que entrara en la partida. Si aceptaba, volvería a ver a Dalila después de varios años, y también al códice. No había otra opción. Tardamos unos meses en montar la infraestructura, los enlaces, las rutas alternativas en caso de que se abortara la operación. Al fin se dio luz verde y preparé aquella enciclopedia ilustrada que teóricamente iba a tratar de introducir en Marruecos, y nos marchamos a Tánger.

Todo fue un desastre. Durante nuestra estancia, nos pisaron los talones, esa gente sabía a lo que había ido y esperaban con las fauces abiertas el momento de darme la dentellada. Lógicamente, mi misión pasó a un segundo plano desde el momento en el que volví a verla. Destrozamos a Ágata y al Rubio. Pobre hombre… Lo que debió de ser un viaje de apenas tres días se fue prolongando. Inventaba excusas, órdenes de última hora que me alertaban de algún peligro añadido y que nos obligaba a quedarnos unos días más, cualquier artimaña era bastante para seguir al lado de Dalila. Y terminamos por no ocultárselo a ellos, como si nos hubiésemos precipitado en un abismo sin sentido… El códice, además, nos proporcionaba otra excusa para compartir lecturas que nos enardecían y que nos unían aún más. Nos comportamos deshonestamente con ellos, con vosotros… En el último momento, sin embargo, actuamos como debíamos de hacerlo. Me pregunto aún la razón…

−¿Quiénes nos seguían? –le pregunté, asumiendo inconscientemente en parte mi protagonismo, aunque sólo fuera como mero comparsa.

−Eran como sombras… −se atragantó, como si a Damián le hubiese sobrecogido mi pregunta. Notaba que las fuerzas lo abandonaban.

−¿Por qué les dejaste El libro de las palabras robadas?

Abrió los ojos como si me absorbiera con ellos, y temí que no respondiese a esto tampoco. Cuando lo hizo, aunque el doctor Franquelo nos lo había advertido, iluso de mí creí que mejoraba.

−El día antes se produjo el atentado de Carrero Blanco. Fui tajante, me di cuenta de que entregar el libro en esas circunstancias no valdría de nada. Las cosas acababan de cambiar por completo. Muerto el presidente del Gobierno, el régimen se tambaleaba. El Rubio trató al principio de convencerme de lo contrario, había que seguir con la estrategia, acatar el plan trazado desde la dirección, pero al final hubo de darme la razón. Ya no podíamos actuar de la misma manera, el códice debía seguir a salvo en manos de quienes le dieran el uso adecuado…

−El uso adecuado…

−Protegerlo. Sólo consistía en protegerlo. Todo lo que se ha perdido en siglos debe conservarse para las generaciones futuras. No hay otra alternativa. De lo contrario podría servir para ser utilizado contra quienes piensan libremente. En eso consistía la misión de todos esos hombres… En aquel instante, ya sólo cabía esperar, la dictadura tenía sus horas contadas, el libro, por tanto, debía permanecer tras nuestra Línea Maginot.

−Renunciaste a él… −balbuceé.

−Sí. El Rubio y yo convenimos en que él siguiera ocultándolo, estaría más seguro en Tánger. Me dijo que ellos se encargarían, que esperarían las nuevas instrucciones, si las había… Luego, en el último momento, recapituló e intentó entregármelo en el muelle. Se había venido abajo. De pronto se creyó incapaz, y además creía que Dalila se iría conmigo. Tal vez eso fue lo que le había hecho cambiar de idea. Pero ella y yo ya habíamos decidido la noche antes que nuestra historia acababa ahí. El Rubio buscó su mirada, y ella asintió, se quedaba con él y renunciaba a mí. Lo obligué a que cumpliera nuestro pacto y escondiera el códice. Cuando embarcamos, me di cuenta de que en unos segundos había abandonado todas mis ilusiones, y que las dejaba allí abajo, en el puerto de Tánger. Ni la dirección ni quienes formaron parte de aquella red maravillosa jamás volverían a confiar en mí, les había fallado, había tomado una determinación sin contar con ellos, y, sobre todas las cosas, renunciaba a la felicidad de Dalila.

Dio un suspiro quejoso, parecía que le molestara algo, y le levanté la cabeza para estirar las arrugas de la almohada. Damián volvió a toser. Era angustioso escucharlo, como si fuese a ahogarse en su propia bilis. Entreabrió los parpados, su mirada se marchitaba, descoloriéndose.

−Papá, ¿quién era el Rubio?

−¿Sabes? Lo huelo. Lo huelo cerca de mí desde hace treinta y siete años… Pero nunca nos hemos vuelto a ver, ¿puedes creerlo? −giró los ojos, escrutándome de pronto con aire vacilante. Abrió la boca, la voz era aún más débil−. No volví a verlos a ninguno de los dos. Le juré a tu madre que nunca buscaría a Dalila, y cumplí. ¿Comprendes? Cumplí. Pero él, él estaba herido de muerte, quizá por mi culpa… Era un pobre idealista, como lo era ella… No creo que nunca fuera consciente de lo que significaba realmente el códice… No obstante, sé que actuó con honradez, que también él cumplió con la parte del trato y lo puso a salvo, y que luego enfermó. Es lo único que he sabido de él. El tiempo o la tierra se lo tragaron. Igual que a ella…

−¿Cómo se llamaba el Rubio? Dime su nombre…

−Estaba tan enamorado de Dalila como lo podía estar yo. Pero él fue más hombre, más decente… Le destrocé la vida, lo convertí en un hombre sin alma, y pudo traicionarme. Debió al menos partirme la cara… –de pronto, la amargura lo consumía−. Dalila se mantuvo a su lado porque era un buen hombre, porque lo merecía. Años después alguien me dijo que ella lo había abandonado, y que eso terminó definitivamente con él. Pero no sé si eso es verdad. La maledicencia siempre nos ha rondado…

−¿La buscaste?

Chasqueó la lengua, seguramente algo le molestaba en el paladar. Tosió, lo hizo con sequedad, y cerró los párpados. Le costaba un mundo mantener el ritmo de la respiración.

−Le juré a tu madre que nunca lo haría… Y Dalila… Dalila jamás me habría vuelto a aceptar a su lado. Todo acabó entonces, para siempre… Pero cumplí. Cumplí. Cumplí con tu madre… ¿No me has escuchado antes? −había entornado los ojos de una manera forzada, y el globo ocular parecía deformársele de pronto. Sus dedos se agarraron a las sábanas, como si cayera al vacío. Echó levemente la cabeza atrás, hundiendo la nuca en la almohada, en tensión.

−Tranquilízate, voy a llamar a la enfermera…

Súbitamente, Damián soltó una risita histérica que, bajo la máscara de oxígeno, sonó tan taimada que me retuvo y fui incapaz de moverme. Ladeó la cabeza, sin relajarse aún.

−Ya te han convencido a ti también… Esos hijos de puta te han camelado como a un pobre idiota…

−¿Cómo? −no podía creer lo que estaba oyendo, era como si después de haberme contado con detalle toda esa historia ahora quisiera gastarme una broma. Le sonreí, perplejo.

−Sonríes, ¿eh? Sé lo que estás pensando… Sé que estás estudiando cómo tirarme por la ventana para que me mate de una puta vez…

Incliné el tronco para acercarme a su cabecera y Damián dio un respingo que me sobresaltó también a mí. El terror que dibujaban sus facciones no daba lugar a dudas.

−¿Cómo iba a hacerte algo así?

−Ya eres de la banda… Pero tú eres más listo, quieres acabar antes. ¿Cuántos pisos hay? ¿Tres, cuatro? ¿Vas a hacerlo esta noche?

Di un largo y profundo suspiro. No podía entender que en un solo segundo mi padre hubiese perdido de nuevo la razón. Y me barrunté que, en esta ocasión, la vuelta atrás era ya irreversible.

Llamé a la enfermera y, mientras lo examinaba, me acerqué a la sala de espera. Allí estaba Silvia con Julio Macho. Les informé de lo que ocurría, había que aguardar al médico. Luego, interrogué a Julio que, básicamente, confirmó la historia de Damián.

−¿Se ha acordado de todo eso? –se había llevado las manos a la cabeza, sin poder creérselo.

Más tarde nos dijeron que le harían una serie de pruebas, y decidimos bajar a la cafetería. Nos acomodamos en una mesa, en un rincón, y con el vaso de plástico humeante entre las manos le pregunté a Julio Macho quién era el Rubio.

 

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