“…Te costó mucho aceptar su cabezonería; te enfadabas sin compartirlo, mientras Momo, que pasa del ayuno desde hace muchos años, te intentaba explicar lo que no se puede transmitir con palabras: el deseo de formar parte de un ritual; de sufrir juntos; de compartir el momento de placer que es tomarse un vaso de agua fría y tener el plato en la mesa; más allá de la fe, como todas las tradiciones, como las Navidades en vuestra casa y las comidas interminables que se perpetúan y que son un auténtico vía crucis para Momo y, mal que os pese, mantenéis todos los años porque toca, simplemente, y porque, en el fondo, si no estuviesen, las echaríais de menos.
Vivir un iftar en familia es una experiencia preciosa, sobre todo por la alegría que reina y las ganas de compartir. Aquel día hacía tanto calor que pusisteis un par de alfombras en la azotea para poder tumbaros a comer, sacasteis unos cuantos cojines, os lavasteis las manos y os instalasteis. Una vez en el suelo, el que fue el primer iftar de tu vida empezó con Rita llegando con una olla humeante con la harira. Es así como tiene que empezar el iftar, con una deliciosa sopa muy caliente acompañada de shebaquía, los pastelitos fritos. Después, en la familia es costumbre sacar huevos duros, el café con leche y los msemen rellenos de cebolla y carne picada, deliciosos. Últimamente se añaden sardinas al horno o pescadito frito. Esta primera comida más frugal se llama el <desayuno>. En verano no suele ser antes de las nueve de la noche. Si no haces el ayuno, lo que para los demás es el desayuno es una cena deliciosa que en aquel momento engulliste con calor y sudando, pero con mucho gusto.
Cuando, más tarde, después de la conversación animada, risas compartidas y un paseo por el barrio alegre y lleno de actividad, te dormías sobre los cojines de la azotea, te despertaron para <almorzar>.Eran las doce y pico de la noche. El menú: dos pollos deliciosos con mucha salsa y muy calientes. Una vez más te costó procesar lo que ocurría y, cuando Momo te explicó que esta era la comida importante, tuviste que recurrir a toda tu fuerza de voluntad para participar en el festín ante la poca hambre que tenías.
Cuando, aquella misma noche, pasadas las cuatro de la madrugada, te despertó el jaleo en la cocina, no te esperabas que solo tres horas más tarde encontrarías a Nawal y a Rita preparando el shour, la comida previa al alba, que consiste en crepes de todo tipo, fruta y leche. Según la actividad laboral y los horarios de cada uno, después de comer, algunos irán a la mezquita para la plegaria del alba, la primera del día, mientras que otros volverán a la cama, hasta que el cuerpo aguante o mientras se pueda. Porque, durante el ramadán, lo que más cuesta de pasar son las horas y, aunque tu experiencia es distinta, sin sacrificio, sed ni hambre, y aunque te moleste ese ataque frontal a la salud, ritualizado y aceptado por todo el mundo, el recuerdo que te queda de tu primer ramadán es la alegría y los buenos momentos compartidos.”
Este suculento fragmento, lleno de vida y de comida, lleno de humanidad y de recuerdos que comparto, pertenece a Sin azúcar, el excelente libro de Mireia Estrada Gelabert. Una obra autobiográfica en la que la autora nos invita a compartir sus experiencias y vivencias con su familia marroquí. Ella, nacida en Barcelona, y casada con Mohamed, muestra con orgullo cómo han sido estos años de matrimonio entre dos personas de distinta creencia religiosa y de diferentes culturas, su lento aprendizaje y comprensión de las costumbres de su familia política, el choque entre concepciones de vida y la perfecta simbiosis que han conseguido entre todos ellos.
La lectura de su libro es fácil y envolvente, y consigue un importante objetivo: que acabemos tomando cariño a su familia. Sus personalidades dispares pasan página a página para quedarse muy cerca de nosotros. Yo, al menos, he acabado por sentirlos tan próximos que es como si los conociese ya. Tal vez porque algunos me han hecho recordar a otras personas que viven dentro de mi corazón. Cómo no pensar en mi segunda madre, Rachida, cuando Mireia habla de su querida mui Jadiya.
Para quienes conocemos Marruecos y a los marroquíes, para quienes hemos convivido con ellos, la historia que relata Mireia Estrada te hace a veces sonreír, en otras ocasiones te remueve los recuerdos, pero en todo momento te emociona de una u otra manera. Y, para quienes no conocen Marruecos y mucho menos a los marroquíes, puede ser un libro aleccionador y muy revelador de lo que es la cultura de ese maravilloso país.
Hay episodios divertidos, y anécdotas que muchos hemos vivido de la misma manera que Mireia o de una forma similar. También hay espacio para la nostalgia y para el asombro. Esta obra es una lección de humanidad, y eso lo dice todo acerca de su significado último o de su poso más profundo.
Conocí a Mireia Estrada en Larache y me transmitió una gran armonía personal que su libro me ratifica. No me equivocaba con ella. Y ahora siento que algo inasible o inexplicable con palabras nos une de alguna manera.
Me he bebido este té dulce, muy dulce, titulado Sin azúcar, de un solo sorbo, ruidosamente, como hay que darlo cuando tomas un té con menta hirviendo. Lo he degustado con deleite, entrecerrando los ojos, transportándome hasta el duar donde vive toda esa familia. Y me lo he pasado realmente bien con ellos, porque Mireia ha hecho de guía perfecta. Y, al acabar ese largo sorbo de té, creía tener el paladar lleno de miel, como si hubiese acompañado a la bebida con una buena shebaquía (que nosotros llamábamos chuparquía). Y también retenía un pequeño nudo en la garganta al pensar en mui Jadiya.
En fin, que me he leído Sin azúcar en apenas dos días, pero qué dos días. Gracias a sus páginas, he regresado a Marruecos y me he vuelto a sentar ante una mesa bajita en la que sirven tanta comida que, al acabar, apenas me puedo mover. Lleno de agradecimiento.
Una delicia de lectura que recomiendo con sinceridad. Como también alabo el excelente prólogo de Karima Ziali, lleno de aciertos y de pistas.
Sin azúcar, de Mireia Estrada Gelabert, ha sido publicado por Cuatro Lunas, con traducción del catalán de Maria Rosich.