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NOTAS A PIE DE PÁGINA 14 – EL PASO DE LOS AÑOS, LA AUTÉNTICA BOMBA NUCLEAR

No sé si la cercanía de mi cumpleaños me hace pensar más de lo habitual en el paso del tiempo, o sea esa otra sensación, cada día más acusada, de que los días transcurren ya sin rozarnos. El caso es que comienza a obsesionarme el correr de los años, este vivir a contrarreloj, y ahora, de pronto, todo lo que leo o todo lo que veo parece abordar este asunto, aunque sea tangencialmente.

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Asisto al concierto en directo de Iggy Pop. Un espectáculo. Lleno de vitalidad, de fuerza, de ganas de transmitir energía positiva a los asistentes. Se entregó al público. Pero verlo ahí, como siempre con el torso desnudo, a sus 76 años, es también contemplar su deterioro físico que se acrecentaba aún más en las dos grandes pantallas que flanqueaban el escenario. Producía un extraño efecto que movía, por un lado, a la admiración por su testarudez al continuar en la brecha y, por otro, a una especie de congoja o de conmiseración (entendida en el buen sentido) que, curiosamente, fue desapareciendo a medida que transcurría el concierto. El carisma de Iggy Pop y su simpatía borró de un plumazo cualquier atisbo de duda. Pero lo cierto es que, los referentes de nuestra generación, nuestros ídolos musicales o literarios, si no han desaparecido lo harán en los próximos años.

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Veo un western excelente: Old Henry (2021), dirigida por Potsy Ponciroli, con un sobrio Tim Blake Nelson, que interpreta a un viejo pistolero que vive ya retirado en una granja con su hijo pero que, por un hecho fortuito, después de muchos años, se verá obligado a usar de nuevo el revólver. Con evidentes influencias de Sam Peckinpah, homenajes visuales a John Ford y huellas de Sin perdón (Unforgiven) de Clint Eastwood. Se disfruta.

También leo a un veterano, Michel Houellebecq, en concreto su novela El mapa y el territorio (La carte et le territoire, 2010), con traducción del francés de Jaime Zulaika, editada por Anagrama. 

Una novela que se divide en tres partes, pero que, a mi parecer, contiene dos novelas en una. Como es habitual en Houellebecq, se adentra en el epicentro de nuestra sociedad para desentrañar sus miserias. En esta ocasión, él mismo es uno de los personajes y se convierte en coprotagonista también involuntario. La vejez y la edad también juegan un papel importante en este libro. Escribe: 

“…Pues tiene razón: mi vida se acaba y estoy decepcionado. No ha sucedido nada de lo que esperaba en mi juventud. Ha habido momentos interesantes, pero siempre difíciles, siempre arrancados al límite de mis fuerzas, nunca he recibido algo como un don y ahora estoy harto, sólo quisiera que todo termine sin sufrimientos excesivos, sin una enfermedad anuladora, sin dolencias.”

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La novela, como decía, tiene una primera parte en la que se adentra en el mundo del arte, su mercadería y las motivaciones por las que, de pronto, la obra de un pintor o un fotógrafo se convierte en un éxito o en un producto sólo al alcance de ciertas élites, precisamente las mismas que deciden quién accede a esa categoría. El poder del dinero lo abarca todo. Y también analiza acertadamente la relación paterno filial del protagonista. 

“…Su padre había prometido llegar a las seis.

Llamó abajo a las seis y un minuto. Jed le abrió por el interfono y respiró lenta, profundamente, repetidas veces, durante el trayecto del ascensor.

Rozó rápidamente las mejillas ásperas de su padre, que se plantó inmóvil en el centro de la habitación. <Siéntate, siéntate…>, dijo. Su padre le obedeció al instante, se sentó en el borde extremo de una silla y lanzó miradas tímidas a su alrededor. Nunca ha venido, se percató de pronto Jed, nunca ha venido a mi apartamento. También tuvo que decirle que se quitara el abrigo. El padre intentaba sonreír, un poco como un hombre que trata de mostrar que sobrelleva valientemente una amputación. Jed quiso abrir el champán, las manos le temblaban un poco, estuvo a punto de dejar caer la botella de vino blanco que acababa de sacar del congelador: estaba sudando. El padre seguía sonriendo, con una sonrisa un tanto fija. Allí estaba un hombre que había dirigido con dinamismo, y en ocasiones con dureza, una empresa de unas cincuenta personas, que había tenido que despedir y contratar; que había negociado contratos por valor de decenas y a veces centenares de millones de euros. Pero la cercanía de la muerte torna humilde a un hombre y esa noche parecía afanoso de que todo saliera lo mejor posible, parecía sobre todo deseoso de no causar ningún problema, era al parecer su única ambición ahora en la tierra…” 

Luego, en el último tercio de la novela, Houellebecq se decanta por una trama de intriga en la que unos nuevos personajes, dos policías, ocupan varios capítulos tratando de desmadejar el misterioso asesinato de un escritor. Me quedo con la primera parte de este libro, que no obstante me ha sorprendido menos que Plataforma (Plateforme)

Lo contrario que Los años (Les années, 2008), de la gran Annie Ernaux, que regala otra obra redonda, vibrante e inteligente. Publicada por Cabaret Voltaire, con traducción de Lydia Vázquez Jiménez. En este libro, a la misma altura de El acontecimiento o El hombre joven, novelas que ya comenté en su momento, la escritora francesa disecciona con una agudeza envidiable cómo el transcurrir de los años va modificando nuestras aspiraciones, cómo los sueños se varan en la realidad, cómo nuestras ansias de libertad, las ganas por cambiar el mundo o de hacer girar el devenir se van torciendo hasta que todo se hace irreconocible y, mirar atrás, se torna fatigoso y desalentador.

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A partir de varias fotografías de la propia escritora tomadas a lo largo de su vida, desde la infancia hasta su madurez, repasa su existencia y el entorno social, político e histórico de cada decenio. Una novela-ensayo enjundiosa, enriquecedora, en la que nos podemos reconocer en algunos instantes.

Escribe Annie Ernaux tras contemplar una fotografía fechada en 1980:

“…Hasta donde remontaban los recuerdos, nunca había habido tantas cosas concedidas en tan pocos meses (algo que en seguida olvidaríamos, incapaces de concebir una vuelta a la situación anterior). La pena de muerte abolida, el aborto gratuito, los inmigrantes clandestinos legalizados, la homosexualidad autorizada, una semana más de vacaciones al año, una hora menos a la semana de trabajo, etc. Pero la tranquilidad se alteraba. El gobierno reclamaba más dinero, nos lo pedía, devaluaba, impedía que la moneda saliera del país para controlar el cambio de divisas. La atmósfera se hacía adusta, el discurso (<rigor> y <austeridad>) se volvía punitivo, como si tener más tiempo, más dinero y más derechos fuera ilegítimo, como si tuviéramos que volver a un orden natural dictado por los economistas…”

Lo que relata lo sitúa en Francia, en los ochenta, pero, al leer estos párrafos, ¿no parece que nos habla de la España actual? Quizá porque los ciclos históricos se repiten y porque, como bien expresa ella, la memoria es muy corta. Las semejanzas con el tiempo que nos está tocando vivir resulta cuanto menos inquietante. Los derechos tan arduamente conquistados, en peligro por la sombra alargada de la nueva extrema derecha (que es la vieja extrema derecha que ha vivido agazapada durante años) y por los dictados restrictivos de Christine Lagarde & Co.

Y sentencia Ernaux al abordar su vejez:

“….constata con sorpresa que, cuando le hacían un dictado de Colette, la escritora aún vivía, y puede que su abuela, que tenía doce años cuando murió Víctor Hugo, disfrutara del día de fiesta con motivo de aquel funeral de Estado… (…) Y mientras crece la distancia que la separa de la desaparición de sus padres, veinte y cuarenta años, y cuando nada en su manera de vivir y pensar se parece a la de ellos (<se revolverían en su tumba>), tiene la impresión de acercarse a ellos. A medida que el tiempo disminuye objetivamente ante ella, este se extiende cada vez más, más allá de su nacimiento y de su muerte, cuando imagina que, dentro de treinta o cuarenta años, se dirá de ella que conoció la guerra de Argelia como se decía de sus bisabuelos <han visto la guerra de 1870>…”

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Hablando de guerra. Espectacular la nueva cinta de Christopher Nolan. Oppenheimer es un alarde cinematográfico y narrativo. Obligatoria su visión en pantalla grande, donde es más apreciable su montaje, que en algunos tramos me recuerdan al adoptado por George Clooney como realizador en su memorable Buenas noches, y buena suerte (Good night, and Good luck, 2005), la excelente fotografía del suizo Hoyte Van Hoytema, la increíble banda sonora de Ludwig Göransson y un reparto en estado de gracia encabezado por Cillian Murphy, uno de los actores fetiches de Nolan que, en el papel protagonista, hace uno de sus mejores trabajos. Imborrable la pequeña pero esencial escena en la que Oppenheimer y Einstein intercambian unas palabras. La expresión del viejo científico ante lo que le revela el primero, su mutismo al cruzarse con Lewis Strauss (al que da vida Robert Downing jr.) resume a la perfección lo que significaba el resultado del descubrimiento al que acababa de llegarse.

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Como igual de simple pero también inolvidable es la secuencia con la que finaliza Los Febelman (The Febelmans, 2022), la última película de Steven Spielberg. Un bellísimo homenaje al cine clásico, un tributo al maestro John Ford al que, curiosamente, da vida otro director de culto: David Lynch. Pocas veces, con tan poco, se ha hecho una declaración de amor al cine con tanta carga emocional.

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Vuelvo a ver Atlantic City (1980), de Louis Malle. Lo hago por el simple placer de volver a regodearme en la insuperable interpretación de un Burt Lancaster ya viejo y cansado. Pero que da una lección magistral. Lancaster es en este film un matón de pequeña monta que se construye toda una fantasía para hacerse pasar por uno de los gánsteres más importantes de su época. Nos habla de las miserias humanas y de la redención. Pero también, de nuevo, del paso de los años y de la vejez.

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Y también rescato otro clásico de Elia Kazan: Baby doll (1956), con los excelentes Karl Malden, Eli Wallach y Carroll Baker. Basada en una obra de Tennessee Williams, la historia transmite una tristeza y una soledad desasosegante. Y, como ocurre en otras obras teatrales de Williams, el personaje femenino está lleno de contradicciones, resulta a veces irritante y desquiciado, pero siempre despierta nuestra ternura ante tanto sinsabor como el que padece.

Sigo escribiendo, embarcado en una nueva novela que avanza y que crece. Lleno páginas que no sé si acabarán siendo definitivas o no. Eso nunca se sabe hasta que tienes la historia completa y comienzas a retocar, a pulir y a podar. Incluso el final al que me lleva su trama es probable que no sea el mismo que ahora intuyo. El tiempo lo dirá.

Sergio Barce, 6 de agosto de 2023

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NOTAS A PIE DE PÁGINA 9 – VERSO Y PROSA, «BLONDE» Y LA NEGRITUD

Cuando Antonio Machado fallece en Collioure, antes de ser inhumado, Julián Zugazagoitia le dedica unas últimas emocionadas palabras que cierra con unos de sus versos, de una hermosa simpleza:

“Corazón, ayer sonoro,

¿ya no suena

tu monedilla de oro?”

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Los poemas de Machado y de García Lorca me estremecen. Cualquier lectura de sus versos acaba por encogerme las entrañas. Igual que rememorar sus muertes, tan llenas de significado. Ese poema que Machado dedica a Lorca cuando se entera de su vil asesinato me deja sin respiración.

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Acababa de leer algo acerca de don Antonio Machado que me hizo pensar en la soledad que debió de sentir el poeta al cruzar la frontera, en su desesperanza y en su tristeza, en su desarraigo obligado. Lo hice poco antes de ver la película “Blonde”, de Andrew Dominik, sin saber que me sumergía en otra triste y patética historia, la de Marilyn Monroe. Sin embargo, al acabar de ver el film, centrado en la parte más oscura y deprimente de su vida, pensé que no hubiera estado nada mal que hubiera reflejado también un atisbo de felicidad, un leve destello de alegría, arrancar al espectador una sencilla sonrisa, aunque fuese marginal. Porque eso siempre se agradece en un drama. Pero no, “Blonde” es triste hasta la tristeza más profunda, hasta la incomodidad. Y, sin embargo, reconozco que Dominik consigue algunas escenas de gran belleza plástica, aunque también hay otras que alarga innecesariamente, convirtiendo en tediosos algunos tramos de la película. También hay que alabar lo que ha conseguido de Ana de Armas: que nos creamos a su Marilyn. La actriz hace una gran interpretación, sin duda.

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De Andrew Dominik me fascinan varias de sus cintas, pero en especial su maravilloso western “El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford” (The assassination of Jesse James by the coward Robert Ford, 2007), que recomiendo con entusiasmo.

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También la última novela de Vila-Matas me ha dejado indiferente. “Montevideo” (Seix Barral, 2022) es uno de esos artefactos que el escritor catalán arma desde la nada, pero, en esta ocasión, no he logrado conectar con él. Hay páginas de gran altura, claro, es un maestro de la narrativa, pero no son suficientes. Quizá lo que más me ha fascinado de su nuevo libro ha sido la relación del narrador con Madeleine Moore.

“…Todo esto, de algún modo, me recuerda que mi gran amistad con Madeleine Moore se mantuvo a través del tiempo en gran parte debido a que ella no entiende excesivamente mi idioma, y mi francés siempre ha sido imperfecto. Recuerdo el día en que Madeleine le comentó a su amiga Dominique Gonzalez-Foerster acerca de su relación conmigo: <De haber entendido él y yo todo cuanto nos decíamos, a estas alturas tendríamos una amistad con un grado de intensidad más bajo, seguro>…”

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Algo parecido me ha ocurrido con “Un país para morir” (Un pays pour mourir – Cabaret Voltaire, 2021), con traducción de Lydia Vázquez Jiménez. Es como leer algo ya sabido, como si Abdelá Taia hubiese contado esta misma historia en alguno de sus otros libros. No obstante, Taia siempre es un valiente que se desnuda en cada obra, y en éste también lo hace.

“…Viene de lejos, Naima. De muy lejos. Tiene hoy 50 años. Y a Dios gracias no se ha convertido en una buena musulmana, como tantas otras al final de su carrera. No quiere ir a La Meca para lavar sus pecados. No. No. Considera que haber trabajado de puta todos estos largos años es más que suficiente para entrar, cuando muera, en el paraíso. Ha sido mejor musulmana que muchas otras, que te dan la lata con una piedad que es pura fachada…”

Su juego de espejos para relatarnos el cambio de sexo en el/la protagonista está muy bien conseguido, al igual que su ya permanente denuncia de la situación de los magrebíes en Francia, la prostitución, la homosexualidad… Todos temas que aborda una y otra vez en sus novelas, siempre tan personales y descarnadas.

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Muy interesante es “La memoria del alambre” (Tusquets, 2022), de Bárbara Blasco. Me acerqué a esta novela con cierto recelo, no sé la razón, pero a medida que avanzaba me fue convenciendo su prosa. La segunda parte sube en enteros, en esa búsqueda de un monstruo más aterrador que cualquiera de esos que pueda crear la fantasía, porque se habla de un monstruo real, de carne y hueso. Muy sutil su forma de plantearlo y de resolverlo.

“No hice otra cosa más que pensar durante todo el día. Me desperté de madrugada, sin recordar qué había soñado pero con la sensación del sueño en la lengua y una determinación, la orden precisa de no huir. Después de haberle mandado mi recuerdo como resumen, epílogo, conclusión que todo lo abarca al no pretender decir nada absolutamente nada, volví a escribirle:

<Sé que eres tú. Quiero verte>.

Una frase estúpida porque tú siempre es tú. Una frase que deja constancia de la supremacía de él, el rey de los pronombres. Pero es que no conseguía recordar su nombre.

Respondió. Nos citamos al día siguiente…”

Un libro que me ha sorprendido por su sinceridad es “Cuaderno de memorias coloniales” (Caderno de memórias coloniais – Libros del Asteroide, 2021) de Isabela Figueiredo, con traducción de Antonio Jiménez Morato. El retrato que hace la autora de los años en los que vivió en Mozambique es tan crudo como admirable, como valiente es denunciar la manera en la que Portugal explotó y maltrató a los mozambiqueños durante sus años de dominio, el racismo tan lacerante que demostraron sobre la población del país. Hay párrafos verdaderamente duros, escritos con una excelente prosa, como los dedicados a su padre, tan fiero y racista que la propia autora no puede evitar dejar escapar su rabia y su decepción.

“…Recuerdo bien escucharle en la mesa, cotorreando sobre el asunto, con mi madre, contar cómo algunos blancos venían a pedirle trabajo, y que acaso contratarlos fuera un buen negocio, claro, sí señor, pero el sueldo era el doble o el triple, y no, prefería encargarse él solo de sus incontables obras, donde colocaba sus incontables negros. Tenía doce en el edificio de la avenida 24 de Julio, otros veinte en Sommershield, siete más en una vivienda en Matola… y recorría la ciudad, durante todo el día, de un lado para otro, controlando el trabajo de la negrada, poniéndolos en su lugar con unos sopapos y unos guantazos bien dados con la mano larga, y unos puntapiés, en fin, alguna que otra paliza pedagógica, lo que fuese necesario para lograr la fluidez en el trabajo, el cumplimiento de los plazo y la eficaz formación profesional indígena.

Un blanco salía caro, porque a un blanco no se le podían dar golpes, y no servía para meter los tubos del suministro eléctrico por las paredes y luego, los cables por dentro de ellos; no tenía la misma fuerza de la bestia, resistencia y mansedumbre; un blanco servía para jefe, servía para ordenar, vigilar, mandar a trabajar a los perezosos que no hacían nada, salvo a la fuerza. Lo que se decía en la mesa era que al sinvergüenza del negro no le gustaba trabajar, apenas lo justo para comer y beber la semana siguiente, sobre todo beber; después, se quedaba en la choza tirado sobre la estera pulgosa, fermentando aguardiente de anacardo y caña, mientras las negras trabajaban para él, con los niños a la espalda. Los blancos respetaban a estas mujeres del negro mucho más de lo que lo hacían sus hombres. Era frecuente que mi padre les diera dinero extra a las mujeres, cuando los iba a buscar a las chabolas, y los encontraba borrachos perdidos. Dinero para que comiesen, para que se lo gastasen en sus hijos.

El negro estaba por debajo de todo. No tenía derechos. Tenía los de la caridad, y si la merecía. Si era humilde. Si sonreía, si hablaba bajo, con la columna vertebral ligeramente inclinada hacia el frente y las manos cerradas la una dentro de la otra, como si rezase.

Este era el orden natural e incuestionable de las relaciones: el negro servía al blanco, y el blanco mandaba sobre el negro. Para mandar ya estaba allí mi padre; ¡no hacían falta más blancos!

Además, los empleados blancos traían vicios; a un negro, por muchos vicios que fuera adquiriendo, siempre había modo de sacárselos del cuerpo…”

Un libro potente y necesario para no olvidar lo que supuso el colonialismo. Tras estas pinceladas sobre mis últimas lecturas, me doy cuenta de nuevo de que, como me ocurriera en mi anterior artículo, lo que realmente quería era hablar de Lorenzo Silva, de algo que encontré en un cuaderno de viajes, pero lo dejaré una vez más para la próxima nota a pie de página.

Sergio Barce, 8 de octubre de 2022

 

 

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EL QUE ES DIGNO DE SER AMADO (CELUI QUI EST DIGNE D´ÉTRE AIMÉ), UNA NOVELA DE ABDELÁ TAIA

EL QUE ES DIGNO DE SER AMADO portada

Cuando escribí la reseña a Mi Marruecos (Mon Maroc) de Abdelá Taia (Edit. Cabaret Voltaire, 2009), decía que se trataba de un libro entrañable, nostálgico, escrito por alguien que había conseguido salir de la miseria de su infancia para convertirse en un excelente narrador, alguien que desde París, donde vive, mira con un cariño desmesurado a su pasado y a su país de origen: Marruecos.

Y también decía que su narrativa es sencilla, pero envolvente, y nos va sumergiendo muy poco a poco en su pequeño universo, alrededor de M´Barka, su madre, a la que declara un amor profundo, y de sus hermanos, su padre y sus tíos. Cuando rememora a su tía Fatema, a la que llamaba mamá, su escritura se hace tierna, se dulcifica.

Ahora acabo de leer El que es digno de ser amado (Celui qui est digne d´étre aimé), que vuelve a editar en español Cabaret Voltaire en el año 2019, con traducción del francés de Lydia Vázquez Jiménez. Y esos diez años que transcurren entre un libro y otro se nota. No en su narrativa, que sigue siendo sencilla y envolvente, pero sí en el fondo de lo que cuenta.

Novela epistolar en la que reúne cuatro cartas distintas: dos que Ahmed, el protagonista, envía, y otras dos que recibe. Y he de decir que atrapan.

La primera de las cartas la dirige Ahmed a su madre Malika. De nuevo una declaración de amor a la madre, pero aquí se trata de una mujer fuerte, recia, que domina a su marido y a cuantos la rodean. Como ocurrirá en el resto de las cartas que componen la novela, la superioridad y la sumisión o el poder y el servilismo resultan temas capitales para Taia, estableciendo así las relaciones de los personajes protagonistas. En esta primera, Malika representa la inflexibilidad y la intolerancia de una mujer dictatorial (y que personifica a muchas mujeres marroquíes) que marcará la vida de los suyos, en especial de Ahmed quien, sin embargo, pese a los reproches por tantas cosas no deja nunca de amarla.

Agosto de 2015. Carta a Malika.

“…Sé ahora que tenía razón, que tenía valor, que tenía suerte. En este mundo en guerra permanente, había en ti un jefe, un general, un rey, un brujo poderoso, judío sin duda.

Ahora estoy solo celoso de aquel padre, de aquel hombre, de su dicha y hasta de su muerte.

Se murió un día en que le dijiste claramente, delante de nosotros, que el sexo se había terminado. Terminado.

<Se acabó el seco para ti, Hamid. Ni esta noche. Ni mañana. Ni nunca.>

Tenía 65 años.

No dije nada.

Se quedó viendo con nosotros el capítulo de la telenovela egipcia hasta el final, y luego se fue.

Nunca volvió con nosotros, entre nosotros.

Tú nunca volviste a reunirte con él en plena noche, mientras nosotros dormíamos.

Lo habías castigado, exiliado, matado.

Como siempre, obedeció.”

El segundo texto epistolar es una carta que Vincent le escribe a Ahmed. Desgarradora, es una desesperada llamada de auxilio de un amante despechado, malherido y despreciado. En realidad, parece como si Malika, su madre, se hubiese reencarnado en Ahmed, y que, según concluimos al leer su misiva, actuara con la misma arrogancia, como un dictador a imagen de ella. No hay rastro de misericordia o de piedad en su actos, como si se vengara de cuanto ha padecido hasta situarse en el país de acogida devolviendo su sufrimiento a quienes llegan a amarlo.

Julio de 2010. Carta de Vincent.

“…No te he olvidado.

En ningún momento.

Tienes que volver.

Debes hacerlo, Ahmed, debes hacerlo.

Sin haberlo visto nunca, estoy seguro de que conoces a mi padre mejor que yo. ¡Vuelve!

Al final del todo, le vino a la memoria una canción judía-marroquí de su madre. Hak, a mama. La cantaba muy bajito y se quedaba dormido.

Son las únicas veces en que le oí pronunciar palabras en árabe. Otra persona estaba entonces delante de mí, lejos de Francia, de su realidad, de su política y de su historia. Él: un crío en su mellah, en su gueto, en su paraíso perdido.

Se fue, mi padre. Murió. Y la canción Hak, a mama se quedó….”

La homosexualidad de Ahmed, al igual que ocurriera en Mi Marruecos, es parte fundamental del relato de Abdelá Taia, y Ahmed sirve de correa de transmisión. Si en ese libro nos desvelaba su condición sexual y esa sensación de soledad por las calles de París, en El que es digno de ser amado el protagonista hace examen de conciencia y es evidente que hay un reproche al país que lo acoge, a Francia, y que se encarna en la figura de Emmanuel, su primer amante francés.

Marroquí y homosexual. Eso le obliga a estudiar y hablar correctamente el idioma, con más ahínco que el resto de los inmigrantes, a integrarse, aunque los franceses no lo acojan como a un igual, a convertirse en una especie de amante exótico para usar y tirar. Es en esta carta a Emmanuel donde más amargura he percibido en el autor, como si hubiera descubierto que todo es una impostura y, quizá por ello, su redescubrimiento de Marruecos, su añoranza, su nostalgia.

Julio de 2005. Carta a Emmanuel.

“…Con 30 años, ya ni siquiera hablo árabe como antes. Al teléfono, mis hermanas se ríen de mí. Ahora tengo un acento raro en esa lengua.

Mi lengua ya no es mi lengua. ¡Qué tragedia! ¡Y qué tristeza! No podré volver atrás. El Ahmed que soy, en el fondo, lo conocí solo hasta los 17 años. En el cementerio de Salé, por voluntad propia, te ayudé a matarlo.

Había que cambiar. Había que transformarse. Había que dominar la lengua francesa. Esa era la vía regia para salir de la miseria, ser libre, ser fuerte.

Tú dijiste eso, tú me lo dijiste sin dudar un solo instante…”

Para cerrar el libro, Taia escoge una carta que escribe Lahbib a Ahmed. Lahbib es su mejor amigo de infancia. Y es precisamente él quien hace de Pepito Grillo. Anunciando quizá su inminente suicidio, su carta trata de revivir lo mejor de su amistad, sana, libre, en Marruecos, en su tierra. Y aunque quien escribe es Lahbib, quien siente es Ahmed.

Mayo de 1990. Carta de Lahbib.

“…Durante los segundos en que tendí el ramo de flores a Gérard, comprendí el mensaje de Simona y me creí liberado del influjo de su hijo. Pensé que podía conseguirlo.

Paso al acto. Le doy las flores a él y me voy. Hazlo, Lahbib. Hazlo. Tiene 45 años. Tiene una gran casa en Rabat, tiene un gran puesto en la embajada de Francia, tiene la virilidad que deseas, su sexo que adoras, ese vello suyo que te vuelve loco, pero tú, tú, Lahbib, solo tienes 17 años. En el mundo, hasta en el Marruecos que te oprime y te asfixia, hay otra cosa. El aire pertenece a todos. A todos nosotros y nosotras. Puedes vivir mientras respires el aire que te pertenece.

Solo tienes 17 años, Lahbib.

Tú, Ahmed, tienes dos años menos que yo. 15 años. Somos amigos, colegas, hermanos. Hemos conseguido seguir siéndolo, siempre. Hermanos que se pelean, que disputan, que se mantienen juntos a pesar de todo. Hermanos que respetan la promesa. La única promesa que cuenta. Encontrarse una vez por semana delante de los trenes que pasan, hablar de nosotros, tú y yo sin ellos…”

No es una novela epistolar condescendiente. Hay mucho desgarro y desengaño, y por ende mucho dolor tras estas cuatro historias que son una sola. Un excelente libro.

Sergio Barce, agosto 2020

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«MI MARRUECOS» (MON MAROC), UNA NOVELA DE ABDELÁ TAIA

Un pequeño descubrimiento, una agradable sorpresa. Mi Marruecos (Mon Maroc) de Abdelá Taia (Edit. Cabaret Voltaire), es un libro entrañable, nostálgico, escrito por alguien que consiguió salir de la miseria de su infancia para convertirse en un excelente narrador, alguien que desde París, donde vive, mira con un cariño desmesurado a su pasado y a su país de origen: Marruecos.

Su narrativa es sencilla, pero envolvente, y nos va sumergiendo muy poco a poco en su pequeño universo, alrededor de M´Barka, su madre, a la que declara un amor profundo, y de sus hermanos, su padre y sus tíos. Cuando rememora a su tía Fatema, a la que llamaba mamá, su escritura se hace tierna, se dulcifica. La despedida de su madre en el andén, cuando se marcha a la tierra de los infieles, está teñida de emoción. Su vida entre la pobreza da pie igualmente a pinceladas excepcionales: el día que se corrió la voz de que todos los niños podrían entrar en la piscina militar o su incesante búsqueda de ese basurero en el que se decía que los americanos arrojaban objetos increíbles, te llegan al corazón.

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Todas sus descripciones son efectivas, sin utilizar recursos complejos; al contrario, su claridad expositiva es su mejor baza literaria.

“…En Hay Salam, el barrio de Salé donde vivía, hay dos zocos, el conocido como douar El-hach Mohamed, más cerca, y el que se llama extrañamente zoco El-kelb (del perro) porque los carniceros venden, según cuentan, carne de perro que hacen pasar por carne de cordero –más lejos y más barato-. En general íbamos para hacer las compras de la semana.

Entre M´Barka y yo, hay amor, un amor mucho más intenso que el amor maternal. No puedo negarle nada, o casi nada. La acompañaba a los dos mercados, aunque no siempre me apeteciera. Cuando no tenía ganas, llegaba incluso a pagarme, por supuesto a su manera: . ¡Es mi punto flaco, los plátanos me vuelven loco! Circulando entre los puestos, a su lado, bella, con su chilaba azul cielo, siempre sentía el mismo malestar, tenía la impresión de ser el marido de M´Barka y no su hijo.

M´Barka me llevaba a menudo a ver al marabú o al santo de turno, o también a la vidente, siempre la misma, a la que consultaba periódicamente. Era una vidente muy buena que trabajaba con genios buenos. Se llamaba Salha y me quería mucho. Si la invitaban a una boda o a un bautizo, M´Barka me llevaba siempre con ella el día de las mujeres. Nnca habría consentido que mi padre me llevara con él el día de los hombres (francamente, ¿qué iba a hacer con esos hombres, todos padres de familia? Juegan demasiado a hacerse los hombres, precisamente, exhibiendo su supuesta virilidad, les falta espontaneidad, fantasía; con las mujeres, hay teatro, circo, espectáculo garantizado a todas horas: danza, perfumes, caftanes, miradas, celos, peleas, siempre pasa algo, imposible aburrirse con ellas). Hasta los seis años consiguió llevarme al hammam femenino (la felicidad en el infierno). Después, tuve que ir al de hombres, donde descubrí su otra cara: frágiles, sensibles, bellos y dispuestos a cualquier experiencia: una ternura infinita se transmite entre los cuerpos, entre las pieles de olor intenso y embriagador. Se rozan se tocan. Pura sensualidad…”

Hay también lugar para sincerarse y mostrar su homosexualidad. No oculta sin embargo sus pasiones infantiles, mientras descubre su verdadero ser: su amor por una niña compañera de clase, su frustración al no verse correspondido… Luego, sus miedos al alejarse de Marruecos y marcharse a Francia, la soledad que encuentra en las calles parisinas (curiosa comparación entre la forma de ser del marroquí y la del francés)… Y también hay páginas para hablar de sus admirados Paul Bowles y, especialmente, Mohamed Chukri. Cuando descubre El pan a secas o El pan desnudo, todo cambiará en su vida.

“…Esta novela (El pan a secas) me dejó literalmente tocado. Marcado. Herido. Puede que cambiado. Y desde ese día habita en mí. Pienso mucho en él. Me alimentó. Me vio nacer literariamente.

Chukri se convirtió pues en mi segundo padre, un padre literario. No podía soñar nada mejor.

Sin buscarlo, me encontré con ese padre tres veces.

La primera vez en el Boulevard Mohamed V en Rabat. Volvía del Instituto francés, donde descubría yo otro mundo, vagabundeando, mirando atentamente a la gente bien vestida, que suele pasearse por ese Boulevard. Y de repente, como una aparición religiosa, se presentó ante mis ojos. Venía hacia mí. Lo reconocí enseguida. Por haberlo visto varias veces en la televisión y en los periódicos, su cara y su silueta me resultaban familiares. ¡Era él, él, Mohamed Chukri: mi padre!

¿Qué hacer? ¿Ir a hablarle, confesarle mi admiración, declararle mi deuda? ¿Tocarle para obtener su baraka? ¿Besarle? ¿Pedirle un autógrafo en mi diario que llevo siempre conmigo? ¿Qué hacer? Decídete Abdelá, vamos, vamos, quizá este momento no se repita nunca. Vamos, rápido, ¡a por él!

No fui a por él. Lo dejé pasar tranquilamente junto a mí. Nos cruzamos sin hablarnos, sin tocarnos, pero estuvo cerca, muy cerca de mí, de mi cuerpo.

El mito de Chukri volvió a penetrarme.

Por supuesto, en cuanto hubo pasado, me volví para verlo alejarse poco a poco, cada vez más. Desapareció entre la gente. Después, cada vez que me encontraba frente al café Balima, el lugar de nuestro desencuentro, pensaba con todas mis fuerzas en él y lo saludaba.

Volví a verlo una segunda vez…”

ABDELÁ TAIA Foto: EPA

ABDELÁ TAIA Foto: EPA


Mi Marruecos es un libro delicado, bello y sugerente. Una delicia para cualquier lector, especialmente para los que amamos aquel país. Por momentos, uno regresa allí gracias a Abdelá Taia.

Sergio Barce, junio 2014

Los párrafos transcritos pertenecen a la edición de Cabaret Voltaire de 2009, con traducción de Lydia Vázquez Jiménez.

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