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UN FRAGMENTO DE LA NOVELA «DE LA BOCA DEL CABALLO SALE LA VERDAD», DE MERYEM ALAOUI

«…Me detuve en mitad del cuarto. Miré a mi alrededor, había bragas por las cuatro esquinas, agua en la pared y en los divanes. A la mente me vino la imagen de un perro recién salido del mar, entrando derechito en mi cuarto. Como si lo hubieran puesto en medio de la habitación y le hubieran dicho: <¡Anda, chucho, ya puedes sacudirte el agua!>. Esa era la escena.

¡Me agarró uno de esos ataques de risa! Las carcajadas brotaban de mí como fuegos artificiales. No podía parar de reír. Una explosión tras otra. ¡Venga a reír y reír como una loca! Y al pensar en los locos, tuve miedo de que alguien entrara y me viera así, y pensara que en efecto se me había ido la olla. Y se les ocurriera enviarme al Treinta y seis. Me precipité, pues, hacia la puerta y eché la llave. Con la melena por los aires. Me vi como una diablesa o como Aicha Kandicha. Me hizo aún más gracia. Apoyé la espalda en la puerta y, a medida que me escurría hacia abajo, las carcajadas brotaban sin parar. No sé cuánto tiempo estuve así, sentada en el suelo.

Me reí hasta que se me agotó la risa. Y cuando desapareció la última carcajada, me sequé las lágrimas y, de ti para mí, agradecí a Dios esa paz. Hacía siglos que no me había reído tanto. Quizá nunca así.

La gente dice que no es bueno reírse mucho. Que si te desatas de ese modo, significa que Satán no anda muy lejos. Que se ha aprovechado de tu descuido para acercarse a ti. Y que está listo para actuar en cualquier momento.

Yo me digo que los que cuentan esas paparruchadas son unos acomplejados de mierda. Se inventan esas cosas porque se aburren como en un desierto y les gustaría que todos viviéramos en la miseria también.»

Estos párrafos pertenecen a la novela de Myryam Alaoui «De la boca del caballo sale la verdad» (La vérité sort de la bouche du cheval), con traducción de Malika Embarek. Está publicada por Cabaret Voltaire.

En su momento, escribí una apasionada reseña de esta novela que podéis leer en el siguiente enlace:  https://sergiobarce.blog/2023/08/13/de-la-boca-del-caballo-sale-la-verdad-una-novela-de-meryem-alaoui/

Sergio Barce, 2 de septiembre de 2025

 

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«EL CORDERO CARNÍVORO», UNA NOVELA DE AGUSTÍN GÓMEZ ARCOS

«…Al final, mi hermano declara que no debe perderse mis clases, me besa en la boca (¡delante de todo el mundo, el cabrito!) y nos deja, para reunirse con sus amigos, contoneándose como aquel chopo joven, que confundía la brisa con un vendaval…»

Ya es difícil hallar libros que nos sorprendan realmente, pero «El cordero carnívoro» (L´agneau carnivore) puedo asegurar que es tan retorcido, tan directo sin embargo, tan valiente y escrito tan a contracorriente que es llamativo el hecho de que sea una obra publicada por primera vez en Francia allá en 1975, cuando agonizaba Franco. Una fecha que casa muy bien con todo lo que contiene esta novela. Una obra difícil de calificar pero una joya como narrativa. Antifranquista, por supuesto, y anti moralista, algo que siempre asomó en sus obras, Gómez Arcos hubo de exiliarse a Francia durante nuestra dictadura. Allí fue reconocido y laureado como el gran escritor que fue.

Ya he reseñado con anterioridad su novela «Marruecos», que tanto me impresionó. Ahora os hablo de «El cordero carnívoro», que también me ha impactado por su forma tan directa de abordar temas como la homosexualidad, las relaciones incestuosas, la religión, la dictadura franquista, la censura, los abusos de la iglesia…

«…A pesar suyo, mamá contribuía a mi educación.

Por un lado, y contra todo pronóstico, yo era su única razón de ser. Ni papá ni mi hermano Antonio sintonizaban con su universo. Pero ella sentía que, a falta de amor, podíamos establecer entre nosotros profundas relaciones de odio. Y, al no ser ya un niño, me consideraba perfectamente capaz de comprender el laberinto de su mente…»

«…Ella, mamá, estaba al corriente de todo lo que había entre mi hermano Antonio y yo, y le importaban un bledo nuestras relaciones sexuales, pero no podía soportar el universo de amor con el que mi hermano me protegía…»

«Se inició la misa. El latín desveló sus poderes mágicos y me hechizó, echando por tierra toda mi resistencia. Yo no veía a Dios por ninguna parte en la capilla, pero la Iglesia, con sus artimañas de misterios y de ritos, se iba apoderando de mi sensibilidad. La presencia de mi hermano me inducía a desear un Apocalipsis. Las palabras en latín que salían suavemente de su boca acariciaban los rincones más secretos de mi cuerpo, como si fueran dirigidas a mí y no a Dios. Y cuando mamá y yo nos acercamos al altar abrió los ojos, fijó en mí su mirada, y me hinqué de rodillas en el reclinatorio, porque la tormenta del deseo me dejó sin fuerzas…»

Estos otros tres párrafos que he escogido de la novela, muestran a las claras la depuración en su manera de narrar. Audacia y concreción, armas bien usadas, como su demolición consciente de una moral que impregnó a generaciones de españoles.

«El cordero carnívoro», para quienes no conozcan esta obra, puede ser un descubrimiento absoluto. Está editada por Cabaret Voltaire, con traducción del francés de Adoración Elvira Rodríguez.

Sergio Barce, 1 de febrero de 2025 

        

 

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UN FRAGMENTO DE LA NOVELA «MIRADNOS BAILAR» (REGARDEZ-NOUS DANSER), DE LEILA SLIMANI

Reproduzco unos párrafos de la novela de Leila Slimani Miradnos bailar (Regardez-nous danser, 2022), editada por Cabaret Voltaire y con traducción del francés de mi querida y admirada Malika Embarek.

«…Esa tarde, mientras iba en su coche en dirección a la capital, Henri recordó que estuvo a punto de irse de Marruecos en 1965, solo unos meses después de su llegada. Había hecho el equipaje y llamado al decano de la facultad para informarle de que no era lo que él había venido buscando. Había huido de su exmujer, de una familia y unos amigos con los que no estaba a gusto. De una vida gris y sin alma que ya no palpitaba, que le transmitía la impresión de haber ingresado por adelantado en el corredor de la decrepitud. Él no había dejado atrás todo eso para encontrarse en medio de un país en llamas, un país donde sus propios alumnos podían caer muertos ante sus ojos. Hoy no se arrepentía de su decisión. Si se hubiera empeñado en marcharse y tomar aquel avión que tenía previsto, no habría conocido a Monette, ni el bungaló, ni esta vida que para él era la más dichosa y bella a la que uno puede aspirar. Y, precisamente, esa felicidad, esa buena vida, era la que a veces le parecía obscena, inadecuada. Pues, tras la inmensa alegría, tras la levedad de esa existencia, en una costa fría donde el sol quemaba, percibía la sensación de miedo y asfixia de la gente.

Le obsesionaba el recuerdo de aquellos días de 1965 en los que cientos de escolares había salido a las calles de Casablanca para protestar por una circular que prohibía a los chicos de más de dieciséis años acceder al segundo ciclo de la enseñanza secundaria. En esa época él vivía en el centro de la ciudad, en el barrio Gauthier. Los había visto cruzar por las avenidas inundadas de sol y caminar hasta el barrio obrero de Derb Sultan. Algunos chicos llevaban a las chicas a hombros. Gritaban: <¡Queremos aprender!>, <Hassan II, lárgate, Marruecos no te pertenece!>, <¡Pan, trabajo y escuelas!>. Los padres se habían unido a ellos, y también los parados y los habitantes de los barrios de chabolas, y habían levantado barricadas e incendiado algunos edificios. Al día siguiente, Henri había pasado por delante de la comisaría central, donde un grupo de padres, con el rostro marcado por la preocupación, mendigaban noticias de sus hijos desaparecidos. Apoyados contra las murallas de la nueva medina, unos soldados apuntaban con sus armas a unos escolares que tenían las manos cruzadas en la espalda. Todavía resonaba en su mente el ruido de los disparos, del estallido de morteros, de las sirenas de las ambulancias, y, sobre todo, de las aspas de un helicóptero, desde donde -según dijeron- el general Ufkir disparaba directamente a la muchedumbre. En los días siguientes, Henri había visto huellas de sangre en las calles de Casablanca y pensó que el poder enviaba un aviso a los ciudadanos. Aquí se dispara incluso a los niños, el orden no se negocia. El 29 de marzo, Hassan II había hecho estas declaraciones: <No hay peligro más grave para el Estado que el de los supuestos intelectuales. Más os habría valido ser unos iletrados>. Esa era, pues, la consigna.»

      

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NOTAS A PIE DE PÁGINA 14 – EL PASO DE LOS AÑOS, LA AUTÉNTICA BOMBA NUCLEAR

No sé si la cercanía de mi cumpleaños me hace pensar más de lo habitual en el paso del tiempo, o sea esa otra sensación, cada día más acusada, de que los días transcurren ya sin rozarnos. El caso es que comienza a obsesionarme el correr de los años, este vivir a contrarreloj, y ahora, de pronto, todo lo que leo o todo lo que veo parece abordar este asunto, aunque sea tangencialmente.

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Asisto al concierto en directo de Iggy Pop. Un espectáculo. Lleno de vitalidad, de fuerza, de ganas de transmitir energía positiva a los asistentes. Se entregó al público. Pero verlo ahí, como siempre con el torso desnudo, a sus 76 años, es también contemplar su deterioro físico que se acrecentaba aún más en las dos grandes pantallas que flanqueaban el escenario. Producía un extraño efecto que movía, por un lado, a la admiración por su testarudez al continuar en la brecha y, por otro, a una especie de congoja o de conmiseración (entendida en el buen sentido) que, curiosamente, fue desapareciendo a medida que transcurría el concierto. El carisma de Iggy Pop y su simpatía borró de un plumazo cualquier atisbo de duda. Pero lo cierto es que, los referentes de nuestra generación, nuestros ídolos musicales o literarios, si no han desaparecido lo harán en los próximos años.

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Veo un western excelente: Old Henry (2021), dirigida por Potsy Ponciroli, con un sobrio Tim Blake Nelson, que interpreta a un viejo pistolero que vive ya retirado en una granja con su hijo pero que, por un hecho fortuito, después de muchos años, se verá obligado a usar de nuevo el revólver. Con evidentes influencias de Sam Peckinpah, homenajes visuales a John Ford y huellas de Sin perdón (Unforgiven) de Clint Eastwood. Se disfruta.

También leo a un veterano, Michel Houellebecq, en concreto su novela El mapa y el territorio (La carte et le territoire, 2010), con traducción del francés de Jaime Zulaika, editada por Anagrama. 

Una novela que se divide en tres partes, pero que, a mi parecer, contiene dos novelas en una. Como es habitual en Houellebecq, se adentra en el epicentro de nuestra sociedad para desentrañar sus miserias. En esta ocasión, él mismo es uno de los personajes y se convierte en coprotagonista también involuntario. La vejez y la edad también juegan un papel importante en este libro. Escribe: 

“…Pues tiene razón: mi vida se acaba y estoy decepcionado. No ha sucedido nada de lo que esperaba en mi juventud. Ha habido momentos interesantes, pero siempre difíciles, siempre arrancados al límite de mis fuerzas, nunca he recibido algo como un don y ahora estoy harto, sólo quisiera que todo termine sin sufrimientos excesivos, sin una enfermedad anuladora, sin dolencias.”

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La novela, como decía, tiene una primera parte en la que se adentra en el mundo del arte, su mercadería y las motivaciones por las que, de pronto, la obra de un pintor o un fotógrafo se convierte en un éxito o en un producto sólo al alcance de ciertas élites, precisamente las mismas que deciden quién accede a esa categoría. El poder del dinero lo abarca todo. Y también analiza acertadamente la relación paterno filial del protagonista. 

“…Su padre había prometido llegar a las seis.

Llamó abajo a las seis y un minuto. Jed le abrió por el interfono y respiró lenta, profundamente, repetidas veces, durante el trayecto del ascensor.

Rozó rápidamente las mejillas ásperas de su padre, que se plantó inmóvil en el centro de la habitación. <Siéntate, siéntate…>, dijo. Su padre le obedeció al instante, se sentó en el borde extremo de una silla y lanzó miradas tímidas a su alrededor. Nunca ha venido, se percató de pronto Jed, nunca ha venido a mi apartamento. También tuvo que decirle que se quitara el abrigo. El padre intentaba sonreír, un poco como un hombre que trata de mostrar que sobrelleva valientemente una amputación. Jed quiso abrir el champán, las manos le temblaban un poco, estuvo a punto de dejar caer la botella de vino blanco que acababa de sacar del congelador: estaba sudando. El padre seguía sonriendo, con una sonrisa un tanto fija. Allí estaba un hombre que había dirigido con dinamismo, y en ocasiones con dureza, una empresa de unas cincuenta personas, que había tenido que despedir y contratar; que había negociado contratos por valor de decenas y a veces centenares de millones de euros. Pero la cercanía de la muerte torna humilde a un hombre y esa noche parecía afanoso de que todo saliera lo mejor posible, parecía sobre todo deseoso de no causar ningún problema, era al parecer su única ambición ahora en la tierra…” 

Luego, en el último tercio de la novela, Houellebecq se decanta por una trama de intriga en la que unos nuevos personajes, dos policías, ocupan varios capítulos tratando de desmadejar el misterioso asesinato de un escritor. Me quedo con la primera parte de este libro, que no obstante me ha sorprendido menos que Plataforma (Plateforme)

Lo contrario que Los años (Les années, 2008), de la gran Annie Ernaux, que regala otra obra redonda, vibrante e inteligente. Publicada por Cabaret Voltaire, con traducción de Lydia Vázquez Jiménez. En este libro, a la misma altura de El acontecimiento o El hombre joven, novelas que ya comenté en su momento, la escritora francesa disecciona con una agudeza envidiable cómo el transcurrir de los años va modificando nuestras aspiraciones, cómo los sueños se varan en la realidad, cómo nuestras ansias de libertad, las ganas por cambiar el mundo o de hacer girar el devenir se van torciendo hasta que todo se hace irreconocible y, mirar atrás, se torna fatigoso y desalentador.

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A partir de varias fotografías de la propia escritora tomadas a lo largo de su vida, desde la infancia hasta su madurez, repasa su existencia y el entorno social, político e histórico de cada decenio. Una novela-ensayo enjundiosa, enriquecedora, en la que nos podemos reconocer en algunos instantes.

Escribe Annie Ernaux tras contemplar una fotografía fechada en 1980:

“…Hasta donde remontaban los recuerdos, nunca había habido tantas cosas concedidas en tan pocos meses (algo que en seguida olvidaríamos, incapaces de concebir una vuelta a la situación anterior). La pena de muerte abolida, el aborto gratuito, los inmigrantes clandestinos legalizados, la homosexualidad autorizada, una semana más de vacaciones al año, una hora menos a la semana de trabajo, etc. Pero la tranquilidad se alteraba. El gobierno reclamaba más dinero, nos lo pedía, devaluaba, impedía que la moneda saliera del país para controlar el cambio de divisas. La atmósfera se hacía adusta, el discurso (<rigor> y <austeridad>) se volvía punitivo, como si tener más tiempo, más dinero y más derechos fuera ilegítimo, como si tuviéramos que volver a un orden natural dictado por los economistas…”

Lo que relata lo sitúa en Francia, en los ochenta, pero, al leer estos párrafos, ¿no parece que nos habla de la España actual? Quizá porque los ciclos históricos se repiten y porque, como bien expresa ella, la memoria es muy corta. Las semejanzas con el tiempo que nos está tocando vivir resulta cuanto menos inquietante. Los derechos tan arduamente conquistados, en peligro por la sombra alargada de la nueva extrema derecha (que es la vieja extrema derecha que ha vivido agazapada durante años) y por los dictados restrictivos de Christine Lagarde & Co.

Y sentencia Ernaux al abordar su vejez:

“….constata con sorpresa que, cuando le hacían un dictado de Colette, la escritora aún vivía, y puede que su abuela, que tenía doce años cuando murió Víctor Hugo, disfrutara del día de fiesta con motivo de aquel funeral de Estado… (…) Y mientras crece la distancia que la separa de la desaparición de sus padres, veinte y cuarenta años, y cuando nada en su manera de vivir y pensar se parece a la de ellos (<se revolverían en su tumba>), tiene la impresión de acercarse a ellos. A medida que el tiempo disminuye objetivamente ante ella, este se extiende cada vez más, más allá de su nacimiento y de su muerte, cuando imagina que, dentro de treinta o cuarenta años, se dirá de ella que conoció la guerra de Argelia como se decía de sus bisabuelos <han visto la guerra de 1870>…”

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Hablando de guerra. Espectacular la nueva cinta de Christopher Nolan. Oppenheimer es un alarde cinematográfico y narrativo. Obligatoria su visión en pantalla grande, donde es más apreciable su montaje, que en algunos tramos me recuerdan al adoptado por George Clooney como realizador en su memorable Buenas noches, y buena suerte (Good night, and Good luck, 2005), la excelente fotografía del suizo Hoyte Van Hoytema, la increíble banda sonora de Ludwig Göransson y un reparto en estado de gracia encabezado por Cillian Murphy, uno de los actores fetiches de Nolan que, en el papel protagonista, hace uno de sus mejores trabajos. Imborrable la pequeña pero esencial escena en la que Oppenheimer y Einstein intercambian unas palabras. La expresión del viejo científico ante lo que le revela el primero, su mutismo al cruzarse con Lewis Strauss (al que da vida Robert Downing jr.) resume a la perfección lo que significaba el resultado del descubrimiento al que acababa de llegarse.

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Como igual de simple pero también inolvidable es la secuencia con la que finaliza Los Febelman (The Febelmans, 2022), la última película de Steven Spielberg. Un bellísimo homenaje al cine clásico, un tributo al maestro John Ford al que, curiosamente, da vida otro director de culto: David Lynch. Pocas veces, con tan poco, se ha hecho una declaración de amor al cine con tanta carga emocional.

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Vuelvo a ver Atlantic City (1980), de Louis Malle. Lo hago por el simple placer de volver a regodearme en la insuperable interpretación de un Burt Lancaster ya viejo y cansado. Pero que da una lección magistral. Lancaster es en este film un matón de pequeña monta que se construye toda una fantasía para hacerse pasar por uno de los gánsteres más importantes de su época. Nos habla de las miserias humanas y de la redención. Pero también, de nuevo, del paso de los años y de la vejez.

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Y también rescato otro clásico de Elia Kazan: Baby doll (1956), con los excelentes Karl Malden, Eli Wallach y Carroll Baker. Basada en una obra de Tennessee Williams, la historia transmite una tristeza y una soledad desasosegante. Y, como ocurre en otras obras teatrales de Williams, el personaje femenino está lleno de contradicciones, resulta a veces irritante y desquiciado, pero siempre despierta nuestra ternura ante tanto sinsabor como el que padece.

Sigo escribiendo, embarcado en una nueva novela que avanza y que crece. Lleno páginas que no sé si acabarán siendo definitivas o no. Eso nunca se sabe hasta que tienes la historia completa y comienzas a retocar, a pulir y a podar. Incluso el final al que me lleva su trama es probable que no sea el mismo que ahora intuyo. El tiempo lo dirá.

Sergio Barce, 6 de agosto de 2023

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FRAGMENTO DE «ZOCO CHICO», DE MOHAMED CHUKRI

“Me compro un reloj. A veces, mi cuerpo parece nuevo, como este reloj. He tardado veinte minutos desde el Zoco Chico hasta el bulevar Mohamed V. Una mujer bajita y embarazada me adelanta apresuradamente. Luego, un hombre y una mujer, que caminan también deprisa y hablando muy alto. Él es barrigudo y ella culona. Un anciano me tiende la mano derecha:

-¡Una limosna por Dios, hijo!

Le doy una moneda. En la mano izquierda sostiene un pañuelo rojo moteado de blanco y negro. Tiene los ojos enrojecidos y enfermos. La enfermedad de sus ojos se refleja en los míos. Unas punzadas y lágrimas me turban la vista. Preferiría morir antes que acabar como este viejo. Dos hombres, uno vestido con chilaba y el otro con camisa y pantalón, caminan muy juntos, cogidos de la mano. ¿Será por solidaridad? ¿Por confraternidad religiosa? ¿O son unos campesinos que temen extraviarse en la ciudad? ¡Quién sabe! Dos jóvenes se besan. Caminan con pasos inciertos. Ella lo abraza, se recuesta en su hombro, lo acaricia con las manos. No existen más que ellos dos. Llaman la atención de la gente. A ratos, se paran y se abrazan. Sonríen. La chica parece más convencida, más apasionada.

Han pasado diez minutos desde que llegué al Bulevar. Contengo la respiración para sentir la asfixia del tiempo. Mi tórax es como el parche de un tambor, con la piel tensada mientras pasan los segundos y se pierden, como esas partículas de polvo flotando en los rayos de luz que penetran en una habitación sombría a través de algún resquicio. Es imposible atrapar y detener el tiempo, como si fuera un juego de niños, del mismo modo que el hombre retiene sus excrementos o el ruido de sus tripas. El tiempo existe. Me atraviesa, y absorbe mi cuerpo, lleno de órganos cuyas inmundicias me repugnan, cuyas formas me intimidan. Sienta o no el tiempo, ello no influye en su transcurrir. No recuerdo cuándo empecé a pensar en el tiempo por primera vez. Cierto día oí a dos hermanos, uno de tres años y el otro de cinco, hablar entre ellos. El menor preguntó:

-¿Cuándo iremos a Tánger?

Su hermano le contestó:

-Cuando durmamos y nos despertemos. Durmamos y nos despertemos. Luego, iremos a Tánger.

Quizá yo también de niño entendía el tiempo de esa manera. Tengo un recuerdo nítido de ello.

Con miedo, pregunté en la oscuridad:

-Madre, ¿cuándo callarán esos gritos y ladridos?

-Duerme, y desaparecerán los gritos y los ladridos. Duérmete. No tengas miedo, estamos contigo.

Entendí de las palabras de mi madre que el sueño mata el miedo. El miedo existe si se piensa en él. La voz de mi madre bastó para defenderme de los gritos y de lo ladridos en la noche, y hasta los hizo callar…

Magnífico fragmento perteneciente al libro Zoco Chico (Editorial Cabaret Voltaire, edición de 2016) del gran Mohamed Chukri, con traducción del árabe de Karima Hajjaj y Malika Embarek López.

Sergio Barce, 27 de noviembre de 2022

 

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