El 14 de febrero, presentaremos mi novela «Todo acaba en Marcela», en el Instituto Cervantes de Tánger. Donde también hablaremos de los relatos de «El mirador de los perezosos». Y al día siguiente, 15 de febrero, el cortometraje dirigido por mi hijo Pablo, «Moro», en la sede del Instituto Cervantes de Larache, donde se rodó parte del film.
Muere el maestro y genio David Lynch. Creador de mundos, hacedor de imágenes, constructor de universos.
Desde su «Cabeza borradora» lo he seguido siempre. «Terciopelo azul» se convirtió en unos de mis títulos de cabecera. Y su serie «Twin Peaks» marcó nuestra juventud como pocas series lo han hecho.
David Lynch creó un lenguaje cinematográfico. Su mayor homenaje al cine se lo regaló Spielberg cuando lo eligió para interpretar a John Ford. Un maestro encarnando al maestro de todos.
Nunca olvidaré un viaje a Chauen, a principios de los noventa, más o menos. Cuando no existían móviles ni plataformas. En un puesto de cerámica, un chico marroquí de unos once años, que atendía el negocio en ese momento, me preguntó en un español chapurreado: Quién mató a Laura Palmer? No pude evitar romper a reír.
Ayer viernes, presentamos el libro de Conrado Herráiz «Yelía o el astillero» en la Librería Isla Negra, de Málaga. El acto lo condujo Javier La Beira, como editor. Tuve la fortuna de poder presentar esta obra. Antes del ameno y divertido diálogo que mantuvimos con Conrado y con el ilustrador Pepe Atencia, leí unas palabras que había preparado para la ocasión, y que os reproduzco:
«Es difícil escribir con sencillez, muy difícil. Pero aún lo es más el transmitir ciertas sensaciones y afectos sin caer en la petulancia o en el “empalagosamiento”.
Conrado Herráiz lo hace. Quiero decir que escribe sin ser petulante y sin resultar empalagoso. Al contrario. En “Yelía o el astillero” te va seduciendo párrafo a párrafo y te lleva con él a Larache; en concreto, hasta un astillero. Y Pepe Atencia, con sus ilustraciones, va a la par. Trazos sencillos, sin artificios, pinceladas como flashes o como latidos de un mismo corazón.
Pero hablemos de narrativa.
La virtud de Conrado con este libro es que te transporta de manera tan sugerente que llegas a creer que te envuelve la niebla y la humedad de la ciudad, que te instalas a su lado y trabajas codo con codo con él, que Conrado te acompaña mientras tú también cortas madera, pules tornillos, separas clavos galvanizados, usas el formón y el martillo y vas levantando lascas, y mientras haces todo eso escuchas a Nass El Ghiwane que suena desde el fondo de un cubo y te llenas los pulmones del olor a pintura, a pescado y a maromas y cabos podridos.
Si además conoces Larache, las páginas de “Yelía” te hacen creer que estás de vuelta y que paseas por el muelle de su puerto pesquero; y que, algo más tarde, bajo su cielo deslumbrante y celeste, y bajo la luz de su sol piadoso, que cae como un atardecer eterno, también llegas a soñar que deambulas por entre los barcos varados que esperan ser reparados y que descubres a los gatos y a los perros vagabundos adormilados por el sopor junto a las tapias o bajo el casco de los pesqueros.
Escribe Conrado Herráiz palabras emotivas y emocionantes, preñadas de un cariño hacia la gente del astillero que te embozan; pero también hay lugar para el humor y para la añoranza.
Uno de sus párrafos dice así:
“Abro el balcón para fumar un último cigarro. En el silencio, se escucha galopar a un caballo, ligero, por el asfalto, sin carruaje, sin carga, sin jinete, a las once y media de la noche, entre edificios, gasolineras, locales de boda y bancos internacionales. Marruecos es un lugar extraño.”
Estas frases tan hermosas te llevan en volandas a Larache. Los que somos de allí hemos visto esa escena en alguna ocasión.
Y sí, Conrado tiene razón: Marruecos es un lugar extraño. Pero también es embaucador y adictivo. Y Larache, por alguna razón inexplicable, o quizá por influencia de los djinns, es, pese a su decadencia imparable o quizá por este motivo, la amante más seductora del reino. Cómo no caer rendido a ella.
Creo que todo lo que he dicho son argumentos suficientes para que os adentréis en el libro de Conrado, aunque también podéis hacerlo únicamente por el placer de sentir la caricia de la brisa atlántica y el cuerpo de Yelía pegado a ti mientras lees acerca de esta perrita callejera y sobre los increíbles personajes del astillero.
Aquí lo que se nos ofrece es un fino delicatessen larachense al que no debéis resistiros.