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MÁLAGA, 7 DE OCTUBRE – PRESENTACIÓN DE «TÁNGER, LA VIDA SOÑADA», UNA NOVELA DE TINA SUAU

El próximo martes, 7 de octubre, presentaremos la novela de Tina Suau «Tánger, la vida soñada» (Esdrújula Ediciones) en la Librería Proteo, a partir de las 19.00 horas.

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«TÁNGER, LA VIDA SOÑADA», UNA NOVELA DE TINA SUAU

Tánger es una dama perversa, una hechicera, una ladrona. Tánger es un mito, es una metáfora, es una ensoñación. Tánger no existe. Y precisamente porque Tánger ya no existe (los tanyauis saben de lo que hablo), Tina Suau añade en el título de su novela esa certera sentencia: “la vida soñada”.

En los últimos años se ha producido una eclosión de novelas ambientadas en el Tánger internacional o en el actual. Sin embargo, muchas de ellas carecen de ángel y de alma, porque la ciudad es mero decorado de cartón piedra y esas historias podrían haberse ambientado en Estambul o en Saigón sin afectar al resultado. En otras novelas también ocurre que Tánger se convierte en un descarado anzuelo publicitario, y el desconocimiento que demuestra su autor o autora sobre ella y, en especial, sobre sus gentes es tan evidente que, a veces, hasta sonroja. Por eso, el libro de Tina cobra mayor relevancia, porque ella es tanyaui de los pies a la cabeza y evita ese mal uso de Tánger como mero atrezo (sigue la estela de Antonio Lozano o Ramón Buenaventura, por poner dos buenos ejemplos), y porque sabe trasmitir el significado profundo de la experiencia vital tangerina (como los autores antes mencionados). Ella utiliza a Tánger porque la necesita para seguir respirando.

La novela nos cuenta la vida de William Brady, un americano que se instaló en la ciudad en los años treinta y para el que Tina trabajó durante unos meses. Mafioso, asesino, espía, embaucador, amante, honesto sin embargo, que se casó con una torera española, Enriqueta Almenara, famosa en la época de la República junto a su hermana Amalia, conocidas en el mundo taurino como las Hermanas Palmeño. Un matrimonio que, ya de partida, resulta de lo más atractivo. Y Tina Suau abre la puerta de su intimidad, con desparpajo, con la seguridad que le da el conocerla de primera mano.

La estructura elegida de novela negra clásica (Tánger da mucho juego en este sentido) la envuelve con una patina de misterio muy sugerente. A la vez, Tina no elude ni el romanticismo ni la aventura, pero tampoco olvida, como ocurre en toda novela negra que se precie, bucear en el lado más oscuro de Tánger: su oscura etapa fascista, sus bajos fondos, la corrupción política y policial…. Eso y mucho más es esta hermosa y caleidoscópica novela que recorre casi cien años de historia de Tánger de manera lúcida, cálida y nostálgica. Esto último no puede evitarlo. Y me encanta. Porque la belleza de sus páginas radica en esta arrebatada declaración de amor que Tina Suau dedica a “su” Tánger.

«Tánger, la vida soñada» ha sido  publicada por Esdrújula Ediciones.

Sergio Barce

 

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UN FRAGMENTO DE «EL MIRADOR DE LOS PEREZOSOS», DE SERGIO BARCE

Uno de los relatos que forman parte de mi libro «El mirador de los perezosos» (Ediciones del Genal – Premio de la Crítica de Andalucía al Mejor Libro de Relatos 2023) se titula «Avenue Josafat» y comienza así:

«AVENUE JOSAFAT

Después de cuarenta años no es fácil regresar, pero llega un instante en el que un cabo invisible tira de nosotros y nos arrastra al pasado en busca de un destello. Y aunque uno se reconoce en el espejo cada mañana, siempre hay una nueva arruga, una cana incipiente más, y mirar por encima del hombro solo causa desaliento. Ya casi nada es como fue, e incluso si las cosas van bien en nuestro pequeño entorno dejar la juventud atrás no es trago de buen gusto.

Las calles de Tánger parecen otras, tan modernas, tan limpias, tan vigiladas. Hay nuevos edificios, barrios enteros que han deformado el plano urbanístico, que han hecho de la ciudad una metrópolis inabarcable, extendiéndose a derecha e izquierda de la bahía, por los cuatro puntos cardinales, salvo el imposible mar, multiplicándose igual que las cabezas de la Hidra de Lerna que, al ser cercenadas, se duplicaban. Ni siquiera Hércules, que, tras dar muerte al monstruo, lleva siglos escondido en su gruta tangerina, logra librarse de su presencia. A Carlos, ahora, le ocurre lo mismo. Desde su llegada al aeropuerto Ibn Battuta parece un borracho que bebiera sin mesura, atolondrado por lo que creía olvidado, absolutamente entregado a los recuerdos de una infancia lejana y de una adolescencia perdida. Un borracho que muere de sed porque sabe que los años dorados se han oxidado en un cuartucho maloliente.

Deja el equipaje en el suelo al entrar en la habitación del Continental que sus padres ocuparon su último día en Tánger. La ha reservado exprofeso. Segunda planta, sobre el puerto. Se queda parado en medio, la luz filtrándose por la ventana como una lengua de lava blanca y resplandeciente, proyectándose sobre la cama de matrimonio que Carlos observa con una inusual ternura. Sabe que sus padres trataron de conciliar el sueño en otro colchón y quizá en otra cama esa última noche, pero era esta misma habitación. Su madre se acostó vestida, sin cambiarse, porque carecía de fuerzas para quitarse el abrigo e incluso se dejó puestas las medias y los zapatos de tacón. Su padre, por el contrario, se puso el pijama sin pensarlo, como hubiese hecho un autómata, y se tumbó sobre la colcha, sin deshacer, pegando su cuerpo a la espalda de ella. La abrazó y no cambiaron de postura hasta que amaneció. Carlos conocía estos detalles porque su madre se lo contó años más tarde. Y él, con dieciséis años, en la habitación de al lado, oyéndolos llorar, escuchando cómo se les desgarraba aún más el alma; solo, pensando en Haviva, sin haber podido decirle siquiera adiós, odiando al mundo. Un espectro que se le aparece a menudo en la duermevela, su único remordimiento.

Ahora baja las escaleras y se reencuentra de pronto con aquellos años barnizados por el paso del tiempo, las mismas calles cubiertas de esta pátina de ausencia con la que prometió levantar un muro infranqueable. Jamás volvería. Como tampoco lo harían sus padres. Y ahora que su madre ha muerto, el juramento que hicieron queda anulado. Por eso regresa, como para confirmar que todo quedó sepultado para la eternidad. Sabe que ha de cauterizar sus dos grandes heridas, que si no lo hace ahora ya no habrá otra oportunidad.

No le es difícil ratificar que su ciudad queda oculta tras el doblez de los años transcurridos, porque apenas quedan algunos negocios del viejo Tánger. El Café de París sigue manteniendo cierta apostura, aunque hay un algo deslucido en sus mesas y en sus clientes, como si anhelasen mantener el orgullo perdido sin conseguirlo del todo. Baja por el boulevard y sube a la derecha. Cuando llega a la puerta de Madame Porte, ve que no es más que otro local de McDonald´s el que lo recibe y entonces, asqueado, mira para otro lado. Había osado creer que volvería a sentarse donde lo hacían sus padres cada domingo, aquel rito familiar lleno de candor y dulce rutina, pero le acaban de amputar esa ilusión que albergaba por homenajearlos. Son muchos lustros desde que embarcaran rumbo a España y se da cuenta de que, lo que ahora pretende, es una mera ilusión, y que lo esencial de sus vidas eran esos detalles insignificantes. Nada de himnos ni de banderas, nada de patrias ilusorias.

Camina muy lentamente demorando su destino. Ha dado tal rodeo que pasan casi tres horas antes de llegar. Teme una nueva decepción y por eso este paseo en espiral que no acababa nunca. Y, sin embargo, cuando al fin pisa la calle Josafat nota por vez primera el peso de la emoción, como si ese sentimiento se hubiera agazapado en las sombras durante estos casi cuatro decenios y ahora se convirtiesen en cuarenta quilos de silencio y de traición.

Entra desde la calle Italia. La tapia que quedaba en el lado izquierdo ya no existe, ese largo muro que trazaba la frontera del viejo cementerio cristiano y contra el que jugaban a la pelota. En la esquina, se detiene en un puesto de frutas y compra un par de higos, que se come ahí en pie, notando el cosquilleo que le produce el sabor natural y antiguo en sus glándulas. Es como hacer un viaje al pasado a través de esa sensación. Lo degusta con lentitud, demorando lo inevitable.

En Josafat, un olor añejo (ahora son los olores los que le abofetean), le obliga a detenerse, apoyar una mano en la pared y tomar aire. Ha descubierto el portal de la casa en la que vivió sus mejores dieciséis años y, por un segundo, se ha visto salir de ahí siendo aún un niño, corriendo junto a David Querub. Una imagen casi fantasmagórica, como salida de un rollo de película quemada.

David Querub. Vivían en el mismo rellano, puerta con puerta. Los Querub y los Garcés. David era de su misma edad, más escuchimizado, de ojos grandes y llorosos, con un físico que movía a la compasión, tal era su fragilidad. El amigo inseparable de la infancia, su compañero de correrías por las calles de la medina, al que, algunos sábados, veía salir asido de la mano de su padre con la kipá puesta. En alguna ocasión le preguntó al suyo por qué él no tenía una kipá, y don Joaquín Garcés, muy serio, le explicaba que eso solo lo utilizaban los hebreos y que ellos eran cristianos. Algo que confundía a Carlos, porque ni él ni sus padres jamás pisaron una iglesia.

También recuerda otro detalle. Tendrían unos ocho años; unos mocosos que jugaban en las escaleras del edificio con soldaditos y con coches en miniatura. David poseía entonces un buen número de vehículos, desde una furgoneta Citroën 1200, marca Norev, hasta un elegante Mercedes 190 SL cabriolet (con la figura del conductor, de plástico, sentado al volante incluido), el único que su amigo guardaba con extremo cuidado en la caja original, de marca Sòlido, made in France. Pero a Carlos, la que más le gustaba, y no sabía la razón, era otra furgoneta, una Peugeot D4B, color verde con una franja amarilla a los lados, y la palabra POSTES grabada sobre el parabrisas delantero y también en los laterales del vehículo. Siempre le pedía que se la dejara cuando se sentaban en el rellano. Hasta que un día, David Querub le anunció que su familia se marchaba a Israel. Carlos miró la furgoneta intuyendo que ya nunca volverían a compartirla, pero su amigo la empujó con suavidad para que rodase, hasta chocar con sus piernas, y él levantó los ojos con miedo a quedarse solo.

-Te la presto para siempre -le dijo David, que, sin esperar a que pudiera responderle, recogió el resto de sus cochecitos y entró a toda prisa en su casa. No recuerda si se despidieron…»

 

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«SÉ MÍA» (BE MINE), UNA NOVELA DE RICHARD FORD

Quien sigue mi blog, sabe que Richard Ford es uno de mis autores de cabecera junto a Cortázar, Auster, Roth, Bowles, Chukri, Coetzee, Ernaux… Y unos cuantos más.

Acabo de leer su última novela: Sé mía (Be mine, 2023), publicada por Anagrama y con traducción de Damià Alou. Una historia llena de heridas y de sinsabores, aunque con alguna dosis de humor corrosivo, en la que cuenta el último viaje de Frank Bascombe (ese personaje que hemos seguido durante años en varias de sus novelas) junto a su hijo Paul, aquejado de ELA.

«Y ahora llego tarde, tarde, a una cita muy importante. Mi hijo. En casa. Lleva solo demasiado tiempo, corriendo vete a saber qué peligro del que podría-debería haberle salvado: un fogón del que sale gas sin llama y nadie se ha dado cuenta. Un corte en la yugular provocado por una caída en el baño. Una convulsión: algo que ocurre en los casos de ELA. Cada vez que llego tarde del Vietnam-Minnesota Hospitality, o porque Betty y yo nos besuqueamos en el coche y perdemos la noción del tiempo, me apresuro a volver pensando en qué dirá el auto de acusación: <Comparece ante el tribunal el demandado Bascombe, acusado de abandonar a su hijo minusválido, que se cayó de las escaleras del porche al intentar avisar a los vecinos y acabó con el cuello roto y rígido como una tabla>. El público ahoga un grito. <El demandado alega circunstancias atenuantes (…) visita imperativa a un establecimiento de masajes, etc…>.

Tener un hijo adulto que probablemente muera antes que tú no es lo que uno había previsto. No se parece a ninguna otra cosa. No hay un vocabulario fijo, no hay tarjeta ni postal que pueda expresarlo. Cuando nuestro hijo Ralph Bascombe estaba a punto de morir y murió, en 1979, su madre y yo nos lanzamos a una catacumba de pavor: pavor no tanto por Ralph, que hizo todo lo posible por hacernos sentir mejor resistiéndose a morir con todas sus fuerzas y diciendo a menudo cosas muy divertidas, sino pavor por los demás y por nosotros mismos. Sencillamente, no podíamos perdonarnos ser incapaces de aliviar el dolor del otro, algo que habíamos prometido hacer en nuestros votos matrimoniales, y lo intentamos. Por eso los matrimonios en los que mueren hijos suelen desmoronarse, como sucedió con el nuestro. Aunque no me juzgues hasta que no te pongas en mi piel…»

En esta novela, dejando a un lado algunos episodios de la vida privada y sentimental de Frank Bascombe, lo mejor nos llega en la segunda parte del libro, cuando Frank y su hijo Paul se dirigen ya hacia el monte Rushmore para ver las efigies de los cuatro presidentes talladas en piedra, y que es el último intento del protagonista por hacer algo junto a su hijo antes de que éste muera y que pueda recordar siempre.

Me gusta cómo construye a Paul: ese hombre (el hijo de Frank Bascombe tiene ya cuarenta y tantos años) que se refugia frente a su enfermedad en la cinismo, la ironía y el permanente enfrentamiento con su padre. Una especie de arma defensiva que hiere una y otra vez a Frank. Y uno acaba por compadecerse más por el viejo Frank Bascombe que por su hijo. Ahí creo que reside la esencia y el nudo de la historia, en el humanismo del protagonista, en su paciencia por hacer feliz a un hijo que sabe que nada le puede ya afectar. Una lucha contra el destino que, aquí, ya está escrito sin remedio posible.

En esta segunda parte de la novela, Richard Ford se eleva de nuevo y da otra lección admirable de buena narrativa y de diálogos muy trabajados.

«…Desde al lado de la bañera, lo pongo de pie y lo medio rodeo con la toalla rasposa; hace calor en el pequeño cuarto de baño y él no tiembla. Me permite secarle la mayor parte del cuerpo, excepto la parte sensible y lastimada, que se limpia con la mano izquierda mientras yo le sujeto contra el lavabo y él murmura: <Ajá, ajá, ajá>. Es pesado y liviano a la vez. Una vez más, su muerte puede estar lejos en el futuro, pero la muerte es nuestra compañera en este pequeño espacio, nuestros rostros el uno al lado del otro en el espejo empañado.

Le seco el pelo y debajo de los brazos, bajo por los muslos hasta los empeines, con mi cuello húmedo por la ducha. Huele a Colgate.

-¿Cómo te sientes? -le digo.

Sus rodillas han empezado a agitarse. Sus labios lechosos forman una línea de concentración.

-Como si estuviera cagando en público.

-Entiendo.

-¿Es mi polla lo bastante grande? Estoy bien dotado, ¿no?

-Lo bastante. Sí.

-Yo también sé tolerar a los tontos, ¿no?

Un estremecimiento recorre su corpachón, que se retuerce. Su mano izquierda me agarra el hombro justo donde me duele. No tengo miedo de caerme, pero él sí.

-¿Pensabas en mí al hablar de los tontos? -le digo, abrazándolo.

-No pensaba en nadie -responde-. Es mi actitud desde que tengo ELA. Me hace no ser patético.

-Me llevas mucha ventaja -digo.

-No le llevo ventaja a nadie. Eso queda claro a simple vista. Preferiría morir de otra cosa.

-Lo sé.

Lo guío a través de la puerta del baño. Se tambalea. En pelota picada, a simple vista.

-Eso sería genial, ¿no? Coger ELA y morir de tétanos.

-Eso sería genial. Sí.

Al lado de la cama se le doblan las rodillas, pero todavía puede gobernarlas.

-Probablemente, te sentirías aliviado -dice con esfuerzo.

-Sí. Piensa en el dinero que me ahorraría.

-¿Hoy es San Valentín? -Se inclina y se sienta en la cama de matrimonio.

-El Día Nacional de la Donación de Órganos -digo-. Te ha tocado el corazón.

-¿Me has comprado una tarjeta?

-Te he comprado una tarjeta.

No es verdad. Solo le compré una a Betty. Pero voy a encontrar una antes de que acabe el día. Tengo que vestirlo y ponerlo de camino a la montaña. No estoy seguro de cómo, pero de alguna manera.

-Yo te he comprado una en la parada de camiones. Es guarra de cojones. Te encantará.

-Estupendo.

Estoy rebuscando en su petate mientras él espera junto a la cama, en pelotas, los pies sobre el linóleo, la cabeza desplomada como si hubiera perdido la esperanza…»

Y, sin embargo, la novela de Richard Ford está atravesada por una luz, una luz que ilumina el final del camino para el viejo Frank Bascombe. Otro de los milagros de esta historia profunda y desgarrada, como lo es la vida misma.

Sergio Barce, 10 de agosto de 2024      

  

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