Sergio Barce: El libro de las palabras robadas
Aunque el tema de El libro de las palabras robadas de nuestro invitado y amigo Sergio Barce parte de un argumento conocido, como es el plagio o la sospecha de plagio entre escritores, ofrece –frente a lo escrito y visto en las pantallas– nuevas y múltiples posibilidades. Se me viene a la cabeza, por su cercanía temporal, año 2012, la historia de Rory Jansen, El ladrón de palabras, donde se trata la historia de un escritor fracasado, bendecido por la fortuna de encontrar un manuscrito que no duda en publicar como suyo, obteniendo así un éxito espectacular que lo convierte en uno de los grandes escritores de su tiempo; y, más alejado, el filme del año 1999, titulado Nido de cuervos, donde Cuba Gooding Jr. interpreta al abogado Lawson Russell quien publica con su nombre una novela de misterio que, en realidad, ha sido escrita por un hombre que él creía ya muerto. Similitudes evidentes que demuestran la evidencia que todos conocemos: la historia se repite. No hay más que recordar al viejo Sócrates lamentándose: “Los jóvenes hoy en día son unos tiranos. Contradicen a sus padres, devoran su comida, y le faltan al respeto a sus maestros”. Y algo así ocurre en la literatura, por mera continuidad y hasta por inexcusable necesidad. A todos los hombres nos cubre la misma piel y nos nutre la misma sangre, aunque hayamos nacido bajo disímiles circunstancias. Siempre he pensado que la muerte –igualadora la nombran algunos de los más relevantes textos de la literatura medieval- no es tan injusta, aunque esto tampoco la libera de su condición malhadada –como afirmaba nuestro augusto antepasado Juan Ruiz, Arcipreste de Hita–; lo que es ciertamente injusto es el nacimiento que predispone a un determinado modo de existir o soportar la vida.
Esfuerzo de todos los creadores en todas las generaciones ha sido ver cumplido el ambicioso tópico de mostrar cosas nunca vistas, decir cosas nunca dichas u ofrecer cosas nunca escuchadas. Ya desde Horacio (Carmina nunquam audita), el escritor pretende generar expectativas sobre lo que desea exponer. Pero como proclamaba Goethe: “La originalidad no consiste en decir cosas nuevas, sino en decirlas como si nunca hubiesen sido dichas por otro”. Lo que debe cambiar es el modo de transmitir, ese difícil logro de la originalidad en la que se han empeñado tantos y tantos antes de nosotros. El estilo es el hombre, señalaba Boileau, y Arthur Adamov puntualizaba: “El problema, para un escritor, es no parecerse a ninguno de otros buenos escritores de su época o de la inmediata anterior”. Y finalmente Chateaubriand pone la guinda con su habitual ironía retórica: “El escritor original no es el que no imita a nadie; sino aquel a quien nadie puede imitar”. No es cuestión de insistir más en esta cuestión tan debatida que finalmente nos remite a la triste sentencia de Jung cuando afirmaba que “Todos nacemos originales y morimos copias de alguien o de algo”. Ciertamente les aseguro que leyendo a Sergio Barce solo reconozco a Sergio Barce con toda la riqueza cultural, expresiva y emocional que esto conlleva.
A pesar de que me aburre bastante la relación curricular de los méritos –que, por cierto, pueden encontrar profusamente en los link de internet–, no puedo dejar de decirles que este escritor español, afincado en Málaga, nació en Larache, ciudad con la que guarda una relación estrecha de complicidad y afectos. Abogado de profesión –la literatura no da para vivir, si acaso cuesta– ha escrito el libro de relatos Últimas noticias de Larache (2004) y tres novelas precedentes a la que presentamos: En el jardín de las Hésperides (2000), Sombras en sepia (2006: Premio de Novela Tres Culturas de Murcia) y Una sirena se ahogó en Larache (2011: Finalista del XVIII Premio de la Crítica de Andalucía). En todo lo escrito, Barce ha mantenido siempre un exacto equilibrio entre la materia y la forma de lo narrado, siendo uno de los pocos autores actuales que puedo leer con fruición desde principio al fin, cuando en la mayoría no llego a traspasar el límite medio de la virtud.
En la novela de Sergio Barce se combinan muchos elementos, lo que me permite comentarles –como señalaba anteriormente– la fecunda capacidad de posibilidades que pueden extraerse de su lectura. La novela de misterio queda trenzada y sublimada por la tensión expresiva de la novela psicológica que se interna en el ánimo del protagonista –un escritor golpeado por la realidad y la fantasía en un conflicto de planos que se superponen–, permitiendo el encaje emocional que, de modo omnisciente, acuerda todos los vértices emocionales en un proceso de cosmovisión narrativa que trasciende el mero esclarecimiento de individuo para mostrarnos la tragedia de la condición humana: el hombre en su inmediatez y en su aislamiento.
El escritor/narrador, Elio Vázquez (¿Sergio Barce?) o Elicito Urrea Vázquez, fumador empedernido, nos muestra muchas de las claves de la novela valiéndose, como guía, de un curioso personaje, el viejo siquiatra Moses Shemtov, que nos lleva a vislumbrar, a modo de metaliteratura, de confesional trasunto, los diferentes vectores de la acción narrativa y sus confluencias:Al principio de la novela llegué a pensar que era una más de esas tramas con el Santo Grial de por medio (…) Pero me equivocaba con tu libro. Utiliza los elementos típicos del best-seller para darle la vuelta, y eso me atrapó por su novedad (…) viene bien, ese toque ético, lo hace más humano y más digno (…) Y, por supuesto (…), me parece emocionante el hecho de que, al abrir el códice, a ellos, que son especialistas en poesía árabe, se les otorgue el privilegio de descubrir esos versos que desaparecieron en tiempos de Al Andalus, como una revelación divina
(..)… versos que van surgiendo lentamente en sus páginas vacías, igual que la sangre cuando traspasa una gasa (p. 79).
Un abigarrado conjunto de personajes articula esta intrincada aventura salpimentada de acotaciones literarias (Borges, Cortázar) y cotidianas vivencias, el afilado estilo de la ética conjugándose con el ardor de la estética: Elio, Damián, Ágata, Moses, Kozer, Dalila, el Rubio, Francesca, Gilabert, Quintá, O’Neal, Vilches, Silvia, Sara, Marcos, el hijo redivivo sin vida en el maremágnum de los recuerdos: tan existentes o fantasmales como el propio Saverio Gris, agonista metaliterario: vértices de una novela que aspira alcanzar el interés del gran público, el ánimo de los más comprometidos y la voluntad de los más exigentes con el arte de la palabra.
Como nuestro autor hablará probablemente del argumento de su libro, no voy a destriparles su contenido y mucho menos su desenlace; pero sí advertirles de lo que pueden encontrar. Ya sea como leitmotiv o Macguffin –término acuñado por Alfred Hitchcock cuando se refiere al gozne que articula el suspense y obliga a los personajes a avanzar en la trama, aunque no tenga en ella mayor relevancia–, El libro de las palabras robadas entronca las líneas concurrentes de un argumento que resulta denso, complejo y hasta enigmático; revelándonos la existencia de un misterioso “códice en el que se pueden leer todos los poemas que desaparecieron por orden del sultán Abdelmumen pero quien tiene acceso a él no puede revelar el texto leído” (p. 194); avivando los más bajos instintos, los más oscuros temores; tendiendo puentes al realismo fantástico, plasmado en la perturbadora alucinación de Ágata, madre del protagonista, cada vez más palpable; y mostrándonos la fragilidad de esa adelgazada línea roja donde se confunden los sueños con los quebradizos vínculos que afectan a las relaciones humanas, pero insuflado siempre por ese toque poético que un buen lector aprecia en la tensión de toda obra literaria.
Tampoco voy a hablarles de esa relación vital y mental que existe entre España y Marruecos, singularmente Larache, en la obra y vida de Sergio Barce y la intensa acción que nuestro autor ejerce para que se reconozca el creciente valor de la literatura marroquí escrita en lengua española, pungente en los ámbitos más poderosos de transmisión de cultura; universidades y periódicos. Es tal afinidad que me une a todos estos hombres y mujeres que podría perder la brújula de lo que me corresponde, esta noche, trasladarles. Y porque lo bueno –y no afirmo que mi presentación lo sea– por breve será dos veces bueno, los dejo ahora con Sergio Barce, un autor que se supera cada día, cumpliendo así el triple deber o destino del buen escritor: tener algo más que ingenio –siguiendo al sarcástico Jean de la Bruyère–, ser ameno –según advertía el olvidado intelectual del XIX José Castro y Serrano– y dar testimonio del tiempo que le ha tocado vivir –como dejó escrito Camilo José Cela. Todo esto y más se verifica en quien hoy nos honra con su amistad y su presencia.
Ralph Waldo Emerson señalaba: “El talento solo no basta para hacer un escritor. Detrás del libro, debe haber un hombre”; juicio afín al pensamiento de Aristóteles que nos revelaba con su probada sabiduría: “Educar la mente sin educar el corazón no es educar en absoluto”. Esta es la tercera novela que leo de Sergio Barce y, engolfado en toda su ciencia literaria, proveedora de materia y espíritu, de símbolos y signos, de solaz y conocimiento, se halla siempre un hombre que nos conmueve y nos seduce, que nos provoca ese leve gesto de rebeldía frente a lo inhumano y no nos libra de una lágrima inflamada cayendo lentamente sobre las sombras del corazón.Manuel Gahete
Córdoba, 21 de marzo de 2014