******
El cantaor Juan Zarzuela y el guitarrista Gabriel Muñoz interpretando «A Larache» de Carlos Tessainer
******
Paseando por el Zoco Chico
visto por José Sarria
El escritor es el único ser que llega a alcanzar la conciencia de haber sido expulsado del Paraíso. Es capaz de ver -más que de mirar- que nuestro destino es un desarraigo, una “excursión hacia la muerte” (al decir de Benedetti) que tiene su inicio con el exilio del Edén.
El poeta chileno Nicanor Parra lo describió magistralmente en su poema Advertencia al lector: “El cielo se está cayendo a pedazos”. Desde esa posición, todo creador pretende establecer un nuevo orden, su personal cosmogonía, mitificación de una armonía que ha de regir, a partir de ese instante, su mundo propio.
Dice la Sagrada Escritura que Dios necesitó de seis días y sus seis noches para fundar su universo: la bóveda celeste, los océanos, las semillas y árboles según su especie, los seres vivientes de la tierra y los mares y, al fin, el hombre a su imagen y semejanza. Nuestro escritor, Sergio Barce, que no posee la omnipotencia del Todopoderoso, se ha entregado –por imitación al Hacedor- al trabajo hercúleo de reconstruir su particular orbe, desde el vigor y la resistencia de los héroes y los titanes.
Sergio, nació en la ciudad norteafricana de Larache, en el año 1961, y como otras familias españolas que vivían en la zona del Protectorado español de Marruecos, la suya se ve obligada a abandonar la que durante décadas había sido su casa, su tierra. Esta “expulsión” del Jardín de las Hespérides, de su particular Paraíso, va a significar para el escritor la imperiosa necesidad de volver a crear su mundo, de volver a restablecer el orden perdido. Y a esa tarea se encomienda durante, no seis días, sino quince largos e intensos años para ofrecernos, hoy, este su nuevo universo, la recreación de su personal Edén, a través de treinta relatos que reconstruyen, con la paciencia infinita de un taxidermista, desde el caos de los recuerdos, desde las cenizas del olvido, una ciudad elísea en donde conviven Mina, la negra, esa que “tenía una piel tersa, oscura, heredada de sus antepasados que vinieron de más allá de Chinguetti y aún más allá de Tombuctú”, sus padres paseando con el carabina de Mohamed Sibari, Luisito Velasco, Javier Lobo, Lotfi Barrada, César Fernández o Pablo Serrano: el escuadrón de la muerte que recorría libremente las calles de Larache al llegar el mes sagrado del Ramadán, o el carrillo del señor Brital, apostado a la puerta del Cine Ideal, codiciado tesoro del que afloraban las garrapiñadas en cartuchos de papel estraza. Brital nunca visitó la sala de cines, pero al igual que Sergio Barce había “visto otros mundos a través de los ojos de los niños”.
Sergio se convirtió en el “moro” (así lo bautizó “El Pichi”, hermano marista de su primer colegio malagueño), en el proscrito que cruza el Estrecho con su familia en aquel Renault 10 amarillo, cargado del miedo a la frontera, tras el abandono de la “ciudad de oro”, Larache, Al-Arà´is, el jardín de las Flores, espacio mitificado y edénico, cuya luz hace que “quedes atado de por vida”: el Balcón del Atlántico, “la aventura que suponía cruzar en barca la desembocadura del río –Lucus-, percibir el olor a pescado y a especias que bajaba de las escalinatas del Mercado Central”, “el té con flor de azahar que tomaba bajo la sombra del Castillo de las Cigüeñas”, los dulces de chuparquía, las lágrimas de Abdellazziz Hakhdar –quien sembró en Sergio el espíritu del hannan– o la dulce melodía de Mamy Blue que sonaba diferente en los labios de Fatimita.
A lo largo del destierro Sergio Barce dejó de ser “el rubio” para transmutarse en un magnífico novelista: la mano creadora de un querubín que iba a desafiar el destino del exilio de los dioses. En el año 2000 publicará su primera novela, En el Jardín de las Hespérides, en 2004 vio la luz su segundo libro, en esta ocasión una colección de relatos, Últimas noticias de Larache y otros cuentos, en 2006 su novela Sombras en sepia, en 2011 se edita Una sirena se ahogó en Larache y en julio de 2013 ve la luz su quinto libro, la novela El libro de las palabras robadas.
Ha sido Primer Premio de Narrativa de la Universidad de Málaga, con el cuento El profesor, la vecina y el globo de plástico, ganador del Primer Premio de Novela Tres Culturas de Murcia con Sombras en sepia y Finalista del Premio de la Crítica de Andalucía con Una sirena se ahogó en Larache.
Pero Sergio precisa de continuar su ciclópea obra, la de consumar la edificación de su particular universo. Por ello, finalmente, en el presente año nos hace entrega del texto que nos convoca, Paseando por el Zoco Chico, larachensemente.
Un libro que sintetiza, a la perfección, el verso del poeta granadino Fernando Valverde: “Podéis mirar el mundo –o mi mundo- a través de mi llanto”. Sergio ha cerrado el círculo, el lugar en el que se concita el dolor humano de los expulsados, desde la recreación de la narrativa del recuerdo y del naufragio por lo que contemplan sus ojos, optando por construir, desde un acendrado intimismo, un texto épico, heroico y solidario en el que todos los recuerdos, la experiencia vivida y el acontecer del pasado se engarzan como un magma lírico para constituir al relato, desde la memoria universalizada, no como fragmento de la vida del autor, antes bien como realidad transfigurada. La historia deja de ser un simple acta notarial, mera crónica autobiográfica, para evolucionar con el recurso de la memoria, de donde van emergiendo y resucitando personajes, recuerdos, imágenes, experiencias, el abuelo Manuel y la abuela Salud, la nueva casa de la Unión Bancaria Hispano Marroquí, el bazar de El Hachmi Yebari, las arquerías y cafetines de la antigua Plaza de España, el guerrab a la entrada del Zoco Chico o el poster de Eddy Merckx escalando la montaña, enfundado en su maillot amarillo, que presidía la tienda de bicicletas del señor Yasim.
Escribía Jaroslav Seifert que “recordar es la única manera de detener el tiempo”. Sergio Barce posee el talento de contar las experiencias para hacer posible el conjuro del milagro creativo: la inmortalidad de los personajes y los espacios desde el instante en que nuestro autor logra universalizar a los protagonistas, a los lugares vividos y convertirlos en nosotros mismos, hacer posible que nos identifiquemos con ellos de tal manera que nos llevan, también, a nuestros recuerdos, y nos sanan, y nos redimen, y nos salvan. Sergio ha detenido el tiempo, rescatando del salón del olvido a todos aquellos que conformaron su infancia y su adolescencia para hacerlos inmarcesibles.
El mundo, su mundo, ha sido creado, concluido y “esta tarde solo hay tiempo para caminar, solo hay tiempo para dejarse llevar, no hay destino, no hay prisas; la Medina de Larache te arropa, tranquila, amablemente, y vuelves a ver otro espectro que te saluda con la mano y te sonríe, igual que hacía tu abuelo cuando te esperaba en la calle Real, otra vez en la calle Real, con todos ellos…”. La abuela Salud ya se ha marchado, y la madre, y Sibari. Pero siguen junto al Balcón del Atlántico, por siempre, contemplando el azul oceánico, respirando la brisa de un mar que les pertenece. “El Café Central de la Plaza de la Liberación sigue cerrado. Ya no hay mesas alrededor de su fachada. Tampoco hay voces pidiendo a Hamid té, café o una botella de agua Sidi Alí. Ya no hay nadie que pida permiso para sentarse al lado de Sibari, ni de ninguno de los parroquianos habituales”. A pesar de ello, hoy han vuelto. Sergio los ha convocado y al conjuro del dios rebelde van tomando asiento y ocupando los espacios, las calles, las plazas. Incluso hay quien afirma que la señora que caminaba delante de todos ellos, puntual, cada tarde, altiva, orgullosa, con una chilaba negra ceñida, los ojos inmensos enmarcados con el khol y de labios afrutados: una diosa, una estrella caída del cielo, como la llamaban Abderrahman Lanjri, Tribak, Kasmi o Yebari, se ha convertido en un ángel, en una musa que sigue paseando su hermosura ante tan ilustre concurrencia, gracias a la mano vivificadora de Barce.
En Larache han resucitado los recuerdos de Sergio Barce. Allí queda “una silla junto al portal del edificio del Café Central. Una silla abandonada que nadie ocupará jamás”. Pero existen, junto a los vacíos, los sueños del novelista, su mundo, la antorcha que mantiene vivos lugares y personajes, un Paraíso que los rescata hoy y siempre y los hace eternos e inmortales. Larache es la nueva Jerusalén en donde sigue esperando el poster de Eddy Merckx, la “sonrisa endiamantada” de su madre, un cuscús recién cocinado por Mina o las películas francesas del Cine Ideal, en una ciudad de oro a la que “quedas atado de por vida”.
“Y ahora -siguiendo la hospitalaria invitación del señor Beniflah-, todos los que quieran pasar, que entren. Todos los que deseen comer, que pasen”.
Este es el mundo que Sergio Barce ha creado para todos, su legado, el testamento que ha construido a lo largo de quince prodigiosos años y que nos entrega como testimonio de resistencia “a través de los ojos del niño que fue”, tal y como le enseñó Brital, el vendedor de chucherías.
Ahora, alcanzado el séptimo día, el creador de mundos, Sergio Barce, toma asiento en alguna de las sillas vacías del Café Central, escucha, larachensemente, las bromas de Sibari y de Akalay y sonríe satisfecho. Saborea un té con flores de azahar, mientras suena de fondo, diferente, angelical, la melodía de Mamy Blue, y vuelve a sonreír porque sabe que su misión ha terminado.
******
Paseando por el Zoco Chico
Larachensemente
visto por Manuel GaheteResulta redundante volver a insistir en la prodigiosa capacidad narrativa de Sergio Barce que ha quedado palmariamente demostrada en todos y cada uno de sus libros precedentes, creando un universo privativo cuya exégesis ha sido perfectamente desentrañada por José Sarria, a quien me une, desde hace mucho tiempo, la pasión por la palabra y por la vida. Casi desde sus inicios he seguido la trayectoria de Sergio Barce al que he visto crecer en expresividad narrativa y horizontes temáticos. Con idéntica maestría ha manejado los asuntos costumbristas, el relato sentimental o la novela con tintes de misterio, creando atmósferas singulares que determinan un estilo.
Ahora nos enfrenta a un conjunto de treinta relatos plenos de humanidad y tallados por el buril más diestro en belleza literaria. Tanto el breve prólogo del autor como la portadilla nos revelan que se trata de una colección de textos escritos en el transcurso de quince años, algunos ya publicados en libros, revistas o su propio blog, envidiablemente activo, y otros inéditos que, por su eje temático, la ciudad de Larache, debían publicarse compilados.Paseando por el Zoco Chico. Larachensemente aviva mi imaginación. Aunque para su autor representa la evocación de un espacio conocido, la impronta de las sensaciones y emociones que regresan a la memoria de lo ya aprehendido y entrañado; para quien les habla es un viaje por regiones abiertas a nuevas sensibilidades y miradas, relatos donde se narran experiencias y se describen personajes ajenos al transcurso de esta cotidianidad a la que nos habituamos muchas veces por inercia o desidia, o tal vez no tan lejanos ya que las huellas del contagio reflectan todavía en los lucidos azulejos, tan andaluces y tan marroquíes; una estrecha relación que nos funde de idéntico modo en el recuerdo de un taller de bicicletas como en la añoranza del abuelo Manuel, y nos busca tan dentro de nosotros que tal adentramiento me provoca una fascinación inusitada, el utópico anhelo de las culturas conviviendo pacíficamente sobre credos y lenguas.
Puedo decir que mi corazón y entendimiento se han enriquecido dejando que calen en ellos las emocionantes historias relatadas por quien las ha vivido intensamente y las ha recreado como materia de escritura tras la lenta e imperceptible metamorfosis que va deshaciendo la incertidumbre en certeza, la intemperie en cobijo y la inconsciencia en profundidad; hechos reales reconstruidos en el crisol de la palabra, amasados en el cosmos vívido de la literatura, pese a todas las controversias, la más fiel aliada de la historia. Pero también me ha ayudado a comprender al otro, lo que en definitiva conduce al famoso adagio clásico que nos incita inexorablemente a conocernos, con el firme propósito de convertirnos en personas más abiertas, tolerantes, solidarias y generosas.
Y esto acontece porque cada relato modula una vibración humana capaz de conmovernos, ya sea la minuciosa descripción de los ambientes, los trazos efectivos de los personajes o la delicada filigrana que va enhebrando caracteres y espacios en una fascinante mezcla de desolación y ternura. E hilvanando el entramado del discurso, punzadas rutilantes de vocablos que estallan en nuestros oídos como trizas de nieve, como briznas de fuego: tyyar, hezira, jay, guerrab, susi, litam, bacalito, jaique, djinn, aduar, bálak, tzáyer, harira, chuparquía, yámâ, ayi, flus, barakalofi, khol, shukran, mejaznis, hannan, safi.Larache se convierte en el centro del universo. La luz blanca, húmeda, salada, límpida, transparente, casi pura, embarga las razones de la dolorosa despedida, obliga al retorno necesario, enerva el carisma de las evocaciones donde campea con inefable ímpetu la sensación de que todo ese mundo te pertenece. Y sobre este territorio insondable, que se alumbra de pronto como si la noche fuera incapaz de proteger su sueño, los personajes y sus pasiones fluyen desbordantes, mezclando lo narrado con lo vivido, el autor con el agonista, la actualidad con la memoria, el recuerdo con el olvido, porque –como escribía Shakespeare– “conservar algo que me ayude a recordarte, sería admitir que te puedo olvidar”.
Acudo a las palabras de Sergio Barce para penetrar en los misterios: “Me sorprende qué es lo que retenemos en nuestra memoria”. Pero más arcano incluso es lo que somos capaces de expresar ya que en definitiva toda obra literaria es un problema de expresión y su lenguaje aspira a revelar emociones, a perseguir sueños, a recobrar imágenes, impresiones virtuales en definitiva que pasan de ser meramente referenciales a altamente connotativas, dejando expeditos la exultación, el pesar y la añoranza, claves axiales en la narrativa de Sergio, que bascula con sonora armonía entre el compromiso de la ética y el esclarecimiento de la estética.
Así en El corazón del océano restalla el deseo tácito de restituir algo de lo que recibimos por quienes somos amados, ese aliento conquistable por devolvernos el paraíso perdido. Salvando las distancias y desde concepciones confrontadas, el anciano Rachid, delgado y seco, en cuyas manos podían leerse los años pasados bajo la intemperie, silencioso y temblando, con la mirada entregada al crepúsculo, me recuerda al viejo pescador de Hemingway, flaco y desgarbado, cuyas manos traslucen hondas cicatrices, dormido de bruces en su cabaña, soñando con leones marinos. Y junto a ellos la vigilia de los jóvenes luciendo como un sol inmarcesible. Idéntico deseo de lealtad inquebrantable que trasparece en la doliente historia de Ruth y de Jacobi; o las gestas singulares de Hakim, el nadador porfiado que se renueva de su oscuro lastre bajo el graznido de las gaviotas, y el indómito Abdelhamid, salvado por los ojos negros e inmensos de Zhora, liberándose de los oscuros cantos de sirenas, asumiendo heroicamente su destino.
Pero también la tragedia de la soledad y el irreparable paso del tiempo nos estremecen mientras nos adentramos en la historia de Mimo, la vieja vendedora de zanahorias, higos y hierbabuena, arrastrando la dolorosa pérdida de su compañero Mustapha, desaparecido detrás de los montes, y la de su hijo Ibrahim, muerto en el campo de batalla. La elegía empapa como un denso velo estos relatos, porque dialogan con la vida inmisericorde que torna el oro en ceniza y la carne en hueso demolido, el escuálido esqueleto del bosque de la Ghaba, poblado en otro tiempo de jabalíes indómitos y aves imperiales, la osamenta envejecida de una ciudad donde podían contemplarse chicas marroquíes de labios carnosos, pintados de rojo eléctrico, con minifaldas imposibles y tacones de vértigo, una ciudad en la que parece haber muerto la poesía; que se lleva la juventud convirtiendo al enérgico Brital en un viejo torpe y limitado arrastrando el carrillo de las garrapiñadas frente al cine Ideal esperando, infructuosamente, que alguien le regale un par de entradas para ver algunas de aquellas películas míticas del celuloide que el joven viejo Brital solo conoce a través de los ojos de los niños. O la historia de Mina, la negra, la de los grandes pechos de aguamarina, con aire de hechicera africana, maltratada por el marido perpetuamente borracho. O la joven cautiva litigando entre la excitación del adolescente que contempla su cuerpo desnudo y el dolor que llegará a producirle la pérdida irreparable de su rozagante belleza.
Barce rememora los días de Larache, ecos de su memoria, recuerdos que parecían perdidos: los anocheceres con los amigos en el mes de Ramadán; el amor infantil de Fátima, de Fatimita y todas aquellas niñas que acompañaron el instante de la niñez poblado de fantasías, deseos y gusanos de seda; la historia resumida de Mohammed, el niño de Alhucemas, que tanta impresión me causó cuando leí la versión íntegra en ese conmovedor texto sobre “La vida cotidiana durante el Protectorado en la ciudad de Larache” en la magna obra sobre el Protectorado español en Marruecos que tuve el honor de coordinar y editar; la seguridad y grandeza que destilaba el jardín de las flores, deshechas en pequeñez e incertidumbre entre los muros del adusto colegio malagueño; el precioso relato de Dukali, corriendo sin aliento para llevar a su madre adoleciente el regalo de la luna llena; los ejercicios de remo con Abdussalam, el de las venas henchidas que imitaban un paisaje lunar de ríos y mares, de sal y de fango; las amenas tertulias entre la terraza del Central y la Casa de España en compañía de otros amigos y creadores de la Asociación de Escritores Marroquíes en Lengua Española: el fraternal Abdelazziz Hakhdar y los tres Mohamed –Laabi, Akalay, Sibari–, que llegaría a convertirse en el escritor oficial de Larache, como comentaba con Ernesto Blanco, difícil de imaginar sin su presencia.
Quedamos emplazados, Sergio amigo, a pasear larachensemente por el Zoco Chico, grabando el disco que nos venga en gana, sintiéndome contigo ciudadano del mundo, porque nadie es forastero en el Al-Ándalus de Larache, la antigua Lixus, en la orilla derecha del estuario del río Lucus, donde Estrabón emplazaba el mítico Jardín de las Hespérides. Y tú lo sabes bien porque eres de allí, porque así lo has vivido. Y yo lo sé también, viviendo donde vivo, en esta Córdoba que vela la leyenda de Medina Azahara, donde –si puedes adentrarte en el silencio– se escuchan todavía los rezos hebraicos, las plegarias cristianas, las aleyas islámicas. Larache y Córdoba, bajo una misma luz, donde deambulan con su equipaje íntimo de humanidad solidaria los últimos herederos de Al-Ándalus.
Enhorabuena, amigo, y muchas gracias.
******
Galería fotográfica de la presentación en Córdoba…
******
******
******
******
******
******
*****
Sergio Barce: El libro de las palabras robadas
Aunque el tema de El libro de las palabras robadas de nuestro invitado y amigo Sergio Barce parte de un argumento conocido, como es el plagio o la sospecha de plagio entre escritores, ofrece –frente a lo escrito y visto en las pantallas– nuevas y múltiples posibilidades. Se me viene a la cabeza, por su cercanía temporal, año 2012, la historia de Rory Jansen, El ladrón de palabras, donde se trata la historia de un escritor fracasado, bendecido por la fortuna de encontrar un manuscrito que no duda en publicar como suyo, obteniendo así un éxito espectacular que lo convierte en uno de los grandes escritores de su tiempo; y, más alejado, el filme del año 1999, titulado Nido de cuervos, donde Cuba Gooding Jr. interpreta al abogado Lawson Russell quien publica con su nombre una novela de misterio que, en realidad, ha sido escrita por un hombre que él creía ya muerto. Similitudes evidentes que demuestran la evidencia que todos conocemos: la historia se repite. No hay más que recordar al viejo Sócrates lamentándose: “Los jóvenes hoy en día son unos tiranos. Contradicen a sus padres, devoran su comida, y le faltan al respeto a sus maestros”. Y algo así ocurre en la literatura, por mera continuidad y hasta por inexcusable necesidad. A todos los hombres nos cubre la misma piel y nos nutre la misma sangre, aunque hayamos nacido bajo disímiles circunstancias. Siempre he pensado que la muerte –igualadora la nombran algunos de los más relevantes textos de la literatura medieval- no es tan injusta, aunque esto tampoco la libera de su condición malhadada –como afirmaba nuestro augusto antepasado Juan Ruiz, Arcipreste de Hita–; lo que es ciertamente injusto es el nacimiento que predispone a un determinado modo de existir o soportar la vida.
Esfuerzo de todos los creadores en todas las generaciones ha sido ver cumplido el ambicioso tópico de mostrar cosas nunca vistas, decir cosas nunca dichas u ofrecer cosas nunca escuchadas. Ya desde Horacio (Carmina nunquam audita), el escritor pretende generar expectativas sobre lo que desea exponer. Pero como proclamaba Goethe: “La originalidad no consiste en decir cosas nuevas, sino en decirlas como si nunca hubiesen sido dichas por otro”. Lo que debe cambiar es el modo de transmitir, ese difícil logro de la originalidad en la que se han empeñado tantos y tantos antes de nosotros. El estilo es el hombre, señalaba Boileau, y Arthur Adamov puntualizaba: “El problema, para un escritor, es no parecerse a ninguno de otros buenos escritores de su época o de la inmediata anterior”. Y finalmente Chateaubriand pone la guinda con su habitual ironía retórica: “El escritor original no es el que no imita a nadie; sino aquel a quien nadie puede imitar”. No es cuestión de insistir más en esta cuestión tan debatida que finalmente nos remite a la triste sentencia de Jung cuando afirmaba que “Todos nacemos originales y morimos copias de alguien o de algo”. Ciertamente les aseguro que leyendo a Sergio Barce solo reconozco a Sergio Barce con toda la riqueza cultural, expresiva y emocional que esto conlleva.
A pesar de que me aburre bastante la relación curricular de los méritos –que, por cierto, pueden encontrar profusamente en los link de internet–, no puedo dejar de decirles que este escritor español, afincado en Málaga, nació en Larache, ciudad con la que guarda una relación estrecha de complicidad y afectos. Abogado de profesión –la literatura no da para vivir, si acaso cuesta– ha escrito el libro de relatos Últimas noticias de Larache (2004) y tres novelas precedentes a la que presentamos: En el jardín de las Hésperides (2000), Sombras en sepia (2006: Premio de Novela Tres Culturas de Murcia) y Una sirena se ahogó en Larache (2011: Finalista del XVIII Premio de la Crítica de Andalucía). En todo lo escrito, Barce ha mantenido siempre un exacto equilibrio entre la materia y la forma de lo narrado, siendo uno de los pocos autores actuales que puedo leer con fruición desde principio al fin, cuando en la mayoría no llego a traspasar el límite medio de la virtud.
En la novela de Sergio Barce se combinan muchos elementos, lo que me permite comentarles –como señalaba anteriormente– la fecunda capacidad de posibilidades que pueden extraerse de su lectura. La novela de misterio queda trenzada y sublimada por la tensión expresiva de la novela psicológica que se interna en el ánimo del protagonista –un escritor golpeado por la realidad y la fantasía en un conflicto de planos que se superponen–, permitiendo el encaje emocional que, de modo omnisciente, acuerda todos los vértices emocionales en un proceso de cosmovisión narrativa que trasciende el mero esclarecimiento de individuo para mostrarnos la tragedia de la condición humana: el hombre en su inmediatez y en su aislamiento.
El escritor/narrador, Elio Vázquez (¿Sergio Barce?) o Elicito Urrea Vázquez, fumador empedernido, nos muestra muchas de las claves de la novela valiéndose, como guía, de un curioso personaje, el viejo siquiatra Moses Shemtov, que nos lleva a vislumbrar, a modo de metaliteratura, de confesional trasunto, los diferentes vectores de la acción narrativa y sus confluencias:Al principio de la novela llegué a pensar que era una más de esas tramas con el Santo Grial de por medio (…) Pero me equivocaba con tu libro. Utiliza los elementos típicos del best-seller para darle la vuelta, y eso me atrapó por su novedad (…) viene bien, ese toque ético, lo hace más humano y más digno (…) Y, por supuesto (…), me parece emocionante el hecho de que, al abrir el códice, a ellos, que son especialistas en poesía árabe, se les otorgue el privilegio de descubrir esos versos que desaparecieron en tiempos de Al Andalus, como una revelación divina
(..)… versos que van surgiendo lentamente en sus páginas vacías, igual que la sangre cuando traspasa una gasa (p. 79).
Un abigarrado conjunto de personajes articula esta intrincada aventura salpimentada de acotaciones literarias (Borges, Cortázar) y cotidianas vivencias, el afilado estilo de la ética conjugándose con el ardor de la estética: Elio, Damián, Ágata, Moses, Kozer, Dalila, el Rubio, Francesca, Gilabert, Quintá, O’Neal, Vilches, Silvia, Sara, Marcos, el hijo redivivo sin vida en el maremágnum de los recuerdos: tan existentes o fantasmales como el propio Saverio Gris, agonista metaliterario: vértices de una novela que aspira alcanzar el interés del gran público, el ánimo de los más comprometidos y la voluntad de los más exigentes con el arte de la palabra.
Como nuestro autor hablará probablemente del argumento de su libro, no voy a destriparles su contenido y mucho menos su desenlace; pero sí advertirles de lo que pueden encontrar. Ya sea como leitmotiv o Macguffin –término acuñado por Alfred Hitchcock cuando se refiere al gozne que articula el suspense y obliga a los personajes a avanzar en la trama, aunque no tenga en ella mayor relevancia–, El libro de las palabras robadas entronca las líneas concurrentes de un argumento que resulta denso, complejo y hasta enigmático; revelándonos la existencia de un misterioso “códice en el que se pueden leer todos los poemas que desaparecieron por orden del sultán Abdelmumen pero quien tiene acceso a él no puede revelar el texto leído” (p. 194); avivando los más bajos instintos, los más oscuros temores; tendiendo puentes al realismo fantástico, plasmado en la perturbadora alucinación de Ágata, madre del protagonista, cada vez más palpable; y mostrándonos la fragilidad de esa adelgazada línea roja donde se confunden los sueños con los quebradizos vínculos que afectan a las relaciones humanas, pero insuflado siempre por ese toque poético que un buen lector aprecia en la tensión de toda obra literaria.
Tampoco voy a hablarles de esa relación vital y mental que existe entre España y Marruecos, singularmente Larache, en la obra y vida de Sergio Barce y la intensa acción que nuestro autor ejerce para que se reconozca el creciente valor de la literatura marroquí escrita en lengua española, pungente en los ámbitos más poderosos de transmisión de cultura; universidades y periódicos. Es tal afinidad que me une a todos estos hombres y mujeres que podría perder la brújula de lo que me corresponde, esta noche, trasladarles. Y porque lo bueno –y no afirmo que mi presentación lo sea– por breve será dos veces bueno, los dejo ahora con Sergio Barce, un autor que se supera cada día, cumpliendo así el triple deber o destino del buen escritor: tener algo más que ingenio –siguiendo al sarcástico Jean de la Bruyère–, ser ameno –según advertía el olvidado intelectual del XIX José Castro y Serrano– y dar testimonio del tiempo que le ha tocado vivir –como dejó escrito Camilo José Cela. Todo esto y más se verifica en quien hoy nos honra con su amistad y su presencia.
Ralph Waldo Emerson señalaba: “El talento solo no basta para hacer un escritor. Detrás del libro, debe haber un hombre”; juicio afín al pensamiento de Aristóteles que nos revelaba con su probada sabiduría: “Educar la mente sin educar el corazón no es educar en absoluto”. Esta es la tercera novela que leo de Sergio Barce y, engolfado en toda su ciencia literaria, proveedora de materia y espíritu, de símbolos y signos, de solaz y conocimiento, se halla siempre un hombre que nos conmueve y nos seduce, que nos provoca ese leve gesto de rebeldía frente a lo inhumano y no nos libra de una lágrima inflamada cayendo lentamente sobre las sombras del corazón.Manuel Gahete
Córdoba, 21 de marzo de 2014