ASÍ FUE EL VIAJE DE LARACHE A TÁNGER A TRAVÉS DE MIS LIBROS, EN TORREMOLINOS

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El pasado jueves, organizado por la Librería Pérgamo y el Ayuntamiento de Torremolinos, nos reunimos en el salón de actos del Centro Cultural Pablo Ruiz Picasso para la presentación de la nueva edición de mi novela El libro de las palabras robadas (Ediciones del Genal), que nos sirvió  de excusa para hacer un largo viaje de Larache a Tánger a través de todos mis  libros.

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La tarde era calurosa, muy calurosa, pero allí se presentaron alrededor de cuarenta y tantos valientes para escucharnos. El poeta José Sarria, amigo y compañero de algunas fatigas (siempre positivas) fue el guía inicial de este viaje. Sus palabras, como siempre, mesuradas, bien medidas, poéticas a veces, acabaron por emocionarme, especialmente con la última parte de su charla, que hizo muy íntima, y así se lo dije. 

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Sergio Barce y José Sarria

Luego, nos enzarzamos en un largo periplo por las páginas de mis novelas y de mis relatos, y se nos pasaron dos horas tan rápidas como amenas. Cuando nos quisimos dar cuenta, nos anunciaron que teníamos que acabar porque ya cerraban el centro cultural, y había que sacar los vehículos cuanto antes. Eran ya las 10 de la noche, y estábamos aún en plena euforia. Así que, sin poder evitarlo, firmé ejemplares a toda pastilla, bajo el temor de quedarnos encerrados en el edificio (y como no se sabe si habita en su interior algún mal espíritu, lo mejor era salir cuanto antes), y apenas pudimos hacer fotografías, así que sólo cuento con las pocas imágenes que tomó Larisa al comienzo del acto y un par de fotos que me han hecho llegar los amigos. 

Pero sí me han enviado whatspapps agradeciéndome lo bien que lo pasaron, y eso es muy reconfortante. También Miguel y Jose, de Librería Pérgamo, me han dicho que están muy contentos con el acto del jueves y que, al día siguiente, aparecieron por la librería un par de señoras buscando más ejemplares de mis novelas porque no les dio tiempo a comprarlos allí. 

Aunque no conozco a algunos de los que asistieron, sí a la mayoría, y, como es mi costumbre, nombraré a los que recuerdo (pidiendo perdón a quienes me dejo en el tintero). Creo que es un detalle dejar constancia de quienes se desplazan y me regalan su tiempo para acompañarme: Larisa Sarria, Mario Castillo, Mily Montes, Eugenio San Emeterio, Flor Cobo, Francisco Zumaquero y Trinidad Carrión, Gloria Arroyo, Pepe Romero y esposa, Ana Rutner y Daniel, Oscar López, Antonio Berrocal, Pilar y Cristóbal Jarillo (tangerino de pro), Susana que vino acompañada por su padre, pese a su edad, lo que le agradezco infinitamente, José Moreno, Carmen Francés, Antonio Alarcón, los larachenses Carlos Peñuelas y Antonio Rodríguez Parkinson, Sandra y Berry… Se me olvida alguien, seguro.

En fin, que, gracias a la magia de las palabras de José Sarria, que me allanó el camino, disfrutamos de un emotivo viaje, larachensemente.

Sergio Barce, junio 2017

Os dejo a continuación con la presentación que hizo José Sarria y con las pocas imágenes del acto.

“Un viaje entre Larache y Tánger”. 

Presentación de la novela

“El libro de las palabras robadas” de Sergio Barce.

por José Sarria

Tras la desaparición de la huella morisca en España, a lo largo del siglo XVII, habrá de esperarse hasta la siguiente centuria para que el interés por el Magreb vuelva a entrar en la escena europea y, particularmente, entre los africanistas españoles, si bien, la verdadera razón hay que encontrarla en la pérdida de las colonias de ultramar (Cuba, Puerto Rico y Filipinas) que empujan a los responsables militares a la expansión hacia el sur. La Conferencia de Algeciras de 1906 vendrá a “legitimar” la protección europea sobre Marruecos y el derecho de Francia y España a intervenir en sus zonas de influencia ante la incapacidad del sultán para mantener el orden del país.

El periodo del Protectorado español (1912-1956) significará un periodo de influencia cultural, social y lingüística de largo recorrido, desde su constitución hasta la independencia de Marruecos, que traerá aparejada la instalación de familias completas de españoles en la zona norte de Marruecos y en el Sahara que, gozó de estatuto de provincia española (1958-1976), produciéndose una hibridación y mestizaje entre marroquíes, españoles y sefardíes que rememorará los mejores momentos del al-Ándalus peninsular.

De otro lado, secularmente ha existido (desde el siglo VI, hasta nuestra época) un continuo fluir que ha propiciado la existencia de relaciones intersociales desarrolladas entre ambas orillas. Así es que la herencia hispana permanece entre las comunidades magrebíes descendientes de las emigraciones moriscas derivadas de los diferentes edictos de expulsión de los siglos XV a XVII. Esa filiación sanguínea y la tradición lingüística recibida, que se traduce en infinidad de formas dialectales árabes singulares, hacen arraigar el fenómeno de lo hispanoandalusí en la región norteafricana, de tal manera que lo “hispánico” se convierte en un elemento diferenciador, una afirmación de la mismidad, en un grupo social amplio que se considera heredero y depositario del islam andalusí, custodios y cancerberos de la inmarcesible cultura del al-Ándalus, frente a la inmersión cultural árabe, otomana o francesa que se llevó a cabo en toda la región.

El reencuentro con lo español, tras las guerras africanistas, que supondrán el asentamiento de España en Marruecos y la posterior implantación del Protectorado en toda la zona del norte (Rif y Yebala), región de Tarfaya y Sahara Español, traerán consigo el afianzamiento de aquellas convicciones. Así lo resume Alfonso de la Serna en el prólogo del libro Literatura marroquí en lengua castellana, de Mohamed Chakor y Sergio Macías: “Pensar plenamente en español no es para ellos un acto alienante sino la penetración en un territorio mental que es vecino, mas no sólo por la geografía o la circunstancia política, sino vecino en una larga vida de siglos pasados juntos”.

Esto lleva a la eclosión de un territorio híbrido, mestizado, sincrético, de lo hispano-andalusí, de lo marroquí y de lo sefardí, que podríamos delimitar con una frontera imaginaria que recorriera desde Larache a Tetuán y Río Martín (pasando por Tánger), llegando hasta Melilla y Nador por el norte y alcanzado, por su ladera sur, Xauen y Alcazarquivir, hasta regresar a Larache.

Allí se produce, además, el denominado fenómeno de las lenguas fronterizas, generadas en los espacios compartidos, lugares donde los procesos continuos de biculturalismo/bilingüismo se establecen con una ausencia absoluta de riesgo de aculturación, superado desde la asimilación lingüística. La lengua del otro no resulta, por tanto, ajena ni adoptada, sino que el idioma se hace propio para generar procesos de acercamiento y buena vecindad.

En ese amplio emplazamiento al que hemos aludido anteriormente, el español posee una posición privilegiada, al convertirse en encuentro de culturas que ha propiciado que el castellano sea una lengua compartida. Así lo expresaba el desaparecido Rodolfo Gil Grimau, en el Prólogo de Calle del Agua. Antología contemporánea de Literatura Hispanomagrebí: “Esto procede, creo yo, de un hecho esencial y es que el español no es una lengua importada, sino un idioma vernáculo con siglos de penetración e implantación en Marruecos, Argelia y Túnez”. Allí fue posible que las revistas Al-Motamid o Ketama (dirigidas por Trina Mercader y Jacinto López Gorgé), hicieran posible la convivencia de Muhammad Sabbag, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego, Ahmed Ararou o Abdelatif Laabi.

En ese espacio singular, diría yo, casi mágico, que es el norte de Marruecos se produce ese encuentro continuo de religiones, de creencias, de lenguas, de culturas, alcanzándose una hibridación, un mestizaje, que ofrece al escritor un marco novelesco de incomparable valor que muchos autores han sabido llevar a sus obras.

Tánger conserva el hálito de las lenguas: francés, español, dariya, haquetía, que supo poner banda sonora a la vida cotidiana de la antigua ciudad internacional, aquella que tuvo que ser la Casablanca de Humprey Bogart. En sus antiguos cafetines y teterías deambulaban Moisés Garzón Serfaty, Ahmed Daoudi, Ahmed Mohamed Mgara o Mohamed Lachiri, con sus primeros escritos en español bajo el brazo. La decadencia del Teatro Cervantes aún recuerda el día que recaló entre sus bambalinas la compañía de Juanito Valderrama y su plaza de toros fue testigo de algunas de las faenas que encumbraron a El Cordobés a lo más alto del reinado taurino, mucho antes de que fuera reconvertida, la plaza, en campo de hacinamiento para quienes, llegados de los lugares subsaharianos intentaron, un día alcanzar el Dorado del norte.

El bar de la Casa de España, de Larache, acogió la esperanza de una nueva literatura escrita en castellano, donde Mohamed Sibari competía con versos y sardinas y animaba a Dris Diuri, Mohamed Mamoun Taha o Mohamed Akalay, que contemplaban cómo el esplendor de otra época sólo perduraba en su corazón y en sus textos, mientras la ciudad languidecía, con la decadencia del otrora edénico Jardín de las Hespérides. A la vez, el Balcón del Atlántico contemplaba al cementerio español, vertedero de nuestra propia memoria colectiva. Allí descansan, en su hospitalaria tierra, los restos de Jean Genet y Juan Goytisolo.

Ese magma inconmensurable de lugares, personajes, historias, sentimientos, ha sido el material creativo que han sabido emplear, magistralmente, autores como Tahar Ben Jelloum, el escritor marroquí de mayor trascendencia entre los lectores europeos, especialmente en Francia, donde recibió el Premio Goncourt en 1987, por su novela La noche sagrada. Ben Jelloum visita con asiduidad, para ensanchar sus horizontes creativos, la legendaria Librairie des Colonnes de su Tánger juvenil, en un intento de reencontrarse con el desaparecido Mohamed Chukri, símbolo de resiliencia a partir de su emblemática novela El pan a secas y emblemático anfitrión de la Tánger internacional que supo recibir a la pléyade de artistas y escritores de la generación beat como Paul Bowles y su esposa Jane, Tenessee Williams o William Burroughs que erigieron a Tánger como oasis de lo imposible.

Todos ellos, unos y otros, desde Ángel Vázquez, allá por los años  60/70 con su novela La vida perra de Juanita Narboni, hasta los más recientes, Rafael de Cózar, Encarna León, Pilar Quirosa, Lorenzo Silva o la megalaureada, María Dueñas, han pretendido, han intentado, describir un tiempo en tránsito, anudar una época, unas personas, sus esperanzas, sus anhelos, sus frustraciones, en un marco tan inestable, tan movedizo, como es el de las fronteras y los espacios compartidos.

Y es ahí, donde aparece y se incardina nuestro autor, nuestro novelista, Sergio Barce, que, por el momento, nos he hecho entrega de seis novelas: En el Jardín de las Hespérides (Málaga, 2000), Sombras en sepia (Valencia, 2006), Una sirena se ahogó en Larache (Sevilla, 2011), El Libro de las palabras robadas (Sevilla, 2013) (Málaga, 2016), Paseando por el zoco chico (Valencia, 2014) y La emperatriz de Tánger (Málaga, 2015).

UNA SIRENA SE AHOGÓ EN LARACHE

Mi primera incursión en el mundo barciano, lo fue con su novela Una sirena se ahogó en Larache, texto marcado, de forma indubitada, por la experiencia vital de su infancia, que transcurrió en las calles de Larache. Barce no se siente un extraño en la que fue su tierra; al contrario, hace de ella una utopía sobre la que fundamentar la construcción de su obra, utilizando el magma de la memoria, de las experiencias pasadas, de los recuerdos, para construir un relato en la frontera de la épica cotidiana, visto desde el asombro, desde la imaginación encendida de los niños, con los ojos infantiles de Tami, su protagonista.

Toda la novela, al igual que las que vendrán después, se enmarcan en el dédalo de calles, plazas y monumentos que conforman la ciudad de Larache, en los espacios decadentes o idílicos de la Tánger internacional, en los trayectos que separan las dos orillas, elaborando relatos y narraciones que fluyen en la frontera de las aventuras imposibles, de las vivencias infranqueables, crónicas de la vida en las calles y ciudades de un Marruecos idílico, contadas con la inocente mirada de los ojos de un hombre-adolescente que pretende hacer posible otra realidad, frente a la severidad de un presente decadente que, por doloroso, se hace inaceptable.

Sergio, nació en la ciudad norteafricana de Larache y como otras familias españolas que vivían en la zona del Protectorado español de Marruecos, la suya se ve obligada a abandonar la que durante décadas había sido su casa, su tierra. Esta “expulsión” del Jardín de las Hespérides, de su particular Paraíso, va a significar para el escritor la imperiosa necesidad de volver a crear su mundo, de volver a restablecer el orden perdido.

Sus novelas, sea cual fuere el destino final de la misma, acaba atrapada en un imperioso regreso a Marruecos, ya sea a su ciudad natal, como a Tánger, herederas del Protectorado, que confieren una tonalidad especial a la narración. Es en estos lugares donde el lector va a encontrar a Moses Shemtov, el psicólogo hebrero del escritor Elio Vázquez o a Arturo Kozer, así como a los protagonistas de El libro de las palabras robadas, que deambulan en el triángulo circunscrito por las ciudades Tánger, Málaga y Tetuán y que acompañarán a Damián y Ágata, los padres de Elio o al enigmático personaje de Dalila Beniflah y al editor Joan Gilabert, a través de las páginas de esta magnífica novela romántica de intriga.

PASEANDO POR EL ZOCO CHICO - cubierta

En ese continuum espacial en el que se incardinan las narraciones de Sergio, conviven con disímil suerte Mina la negra, esa que “tenía una piel tersa, oscura, heredada de sus antepasados que vinieron de más allá de Chinguetti y aún más allá de Tombuctú”, sus padres paseando con el carabina de Mohamed Sibari, Luisito Velasco, Javier Lobo, Lotfi Barrada, César Fernández o Pablo Serrano: el escuadrón de la muerte que recorría libremente las calles de Larache al llegar el mes sagrado del Ramadán o el carrillo del señor Brital, apostado a la puerta del Cine Ideal, codiciado tesoro del que afloraban las garrapiñadas en cartuchos de papel estraza.

En sus historias, Sergio, el “moro” (así lo bautizó “El Pichi”, hermano marista de su primer colegio malagueño), será el proscrito que un día cruzó el Estrecho con su familia en aquel Renault 10 amarillo, cargado del miedo a la frontera, tras el abandono de la “ciudad de oro”, Al-Arà´is, donde experimentó “la aventura de cruzar en barca la desembocadura del río –Lucus-, percibir el olor a pescado y a especias que bajaba de las escalinatas del Mercado Central”, saborear “el té con flor de azahar que tomaba bajo la sombra del Castillo de las Cigüeñas”, deleitarse con los dulces de chuparquía o escuchar, cadente, la dulce melodía de Mamy Blue que sonaba diferente en los labios de Fatimita.

Un poco más al norte, la ciudad de Tánger, a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, será el lugar en el que Augusto Cobos Koller,  escritor atormentado, desahoga sus frustraciones con la droga, el alcohol y las mujeres. Una especie de personaje extraído de las noches de desenfreno existencialista del grupo de escritores de la generación beat que aterrizó en la perla del norte de África: Esther Lipman, Yamila, Irena, Miriam Benasuly, Emilio Sanz, las Gerofi, el capitán Iriarte, Paul y Jane Bowles, Ángel Vázquez… serán testigos y testimonio vivo de los intentos de Augusto Cobos por encontrar desesperadamente a la mujer que lo redima, a su emperatriz, “La emperatriz de Tánger”.

cubierta definitiva La emperatriz de Tánger

Escribía Jaroslav Seifert que “recordar es la única manera de detener el tiempo”. Sergio Barce posee el talento de contar las experiencias para hacer posible el conjuro del milagro creativo. Sergio ha detenido el tiempo, rescatando del salón del olvido a todos aquellos que conformaron su infancia y su adolescencia para hacerlos inmarcesibles.

Incluso hay quien afirma que, uno de los personajes que más me fascinó de sus narraciones, la señora que caminaba delante de la parroquia larachense  que acudía puntual, cada tarde, para ver el espectáculo de su paseo altivo, con una chilaba negra ceñida al cuerpo, los ojos inmensos enmarcados con el khol y de labios afrutados: una diosa, una estrella caída del cielo, como la llamaban Abderrahman Lanjri, Tribak, Kasmi o Yebar; ella, inmortal, se ha convertido en un ángel, en una musa que sigue paseando su hermosura ante tan ilustre concurrencia, gracias a la mano vivificadora de Barce.

“Y ahora -siguiendo la hospitalaria invitación del señor Beniflah, en su libro “Paseando por el Zoco Chico-, todos los que quieran pasar, que entren. Todos los que deseen comer, que pasen”.

Este es el mundo que Sergio Barce ha creado para todos, su legado, el testamento que ha construido a lo largo de casi veinte prodigiosos años y que nos entrega como testimonio de resistencia “a través de los ojos del niño que fue”, tal y como le enseñó Brital, el vendedor de chucherías.

Ahora, alcanzada la madurez creativa, Sergio Barce toma asiento en alguna de las sillas vacías del Café Central, escucha las bromas de Sibari y de Akalay y sonríe satisfecho. Saborea un té con flores de azahar, mientras suena de fondo, diferente, angelical, la melodía de Mamy Blue, en los labios resucitados de Fatimita y vuelve a sonreír porque sabe que ha cumplido su misión: mantener vivo el recuerdo y la imagen de quienes habitan, ya por siempre, en el Jardín de las Hespérides.

GALERÍA FOTOGRÁFICA:

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