******
******
******
Aun cuando no lo parezca a primera vista, Larache tiene pretensiones de ser el puerto militar del Imperio, y su entrada está defendida por 22 cañones, repartidos en dos baterías, situadas sobre la punta en que está construida la ciudad; pero su principal defensa consiste en la barra, que no permite el paso sino a buques de pequeño calado, pues durante la bajamar, apenas sí se encuentra un metro de agua.
Aun cuando está asentada en una fértil comarca por causa de su barra, cerrada como todas las del litoral marroquí, es un mercado secundario para la exportación y la importación, saliendo sólo algunos granos y lanas en cambio de los artículos de Europa que necesitan para su consumo.
Acuden a su puerto muchos barcos portugueses de la provincia del Algarbe y muchos españoles de Huelva, Ayamonte y Cádiz, que van a pescar en lo que ellos llaman “mar de Larache”, y hacen escala en este puerto para refrescar sus víveres, hacer aguada y dedicarse un poco al contrabando. El que suelen hacer en este puerto y en Tánger, aunque en corta escala, porque la índole del negocio no sufriría más, es en la moneda de cobre marroquí que cambian por plata e introducen luego en España, donde, a despecho de la razón y de la autoridad, circulan los ochavos morunos. En la plaza corren también las pesetas españolas, pero sólo para el gasto ordinario de las casas y en el comercio al menudeo, y aun así con exclusión de las gastadas, horadadas, isabelinas, y las acuñadas después de la revolución, que no tienen curso. La población de Larache es bastante regular para lo que, en general, son los marroquíes, pero carece de animación, y si no tuviera el ameno campo que la rodea, sería insoportable.
Según he podido averiguar, debe su fundación a los beréberes, que levantaron sus murallas a cuatro kilómetros al Nordeste de la actual ciudad. Con el nombre de Lixus sufrió todas las vicisitudes que sus vecinas de África, y como ellas, pasó a poder de los árabes, a los que se la arrebataron los portugueses en 1504, recobrándola los moros diez años después. Muerto Muley Hamlet (Ahmed Eddahbi), el 14 de agosto de 1603, dividió su reino entre sus cinco hijos, por cuya causa se encendió la guerra civil en sus Estados, viviendo Muley Chekg (Chaij) a España a solicitar el apoyo que Felipe III le accede en cambio de la fortaleza de Larache, cuyas fortificaciones se aumentaron y repararon, según reza en una lápida que en las citadas murallas aún hoy se conserva. Algunos años después, Muley Ismail, auxiliado por cinco fragatas francesas, sitió la plaza, y aunque tuvieron que retirarse, la penuria y decadencia en que había caído nuestra patria durante el reinado del débil Carlos II, obligó a sus defensores a rendirse al siguiente año, después de sufrir un apretado cerco de cinco meses sin recibir ningún socorro. Desde entonces, y salvo una algarada que contra la ciudad hicieron los franceses en 1765, no registra la historia sucesos más notables que una desgraciada expedición austríaca en 1830 y el bombardeo que le hizo la escuadra española el 25 de febrero de 1860.
Aquí hablan todos el español, y la gente es tan amable que, apenas llegué, trabé relaciones con algunas de las principales familias indígenas. Una de ellas, hebrea por cierto, me convidó a una fiesta que celebraba con motivo del casamiento de una hija, y como la ceremonia no deja de ser curiosa, voy a dar a usted una ligera idea de ella antes de concluir esta crónica.
El matrimonio entre los hebreos marroquíes, al par de ser una cosa muy seria, porque las ceremonias duran nada menos que ocho días, agradaría en extremo a nuestro apóstol del amor libre, la célebre Guillermina Rojas, por la facilidad con que se disuelven, quedando los ex cónyuges en disposición de contraer nuevos lazos. Cuando un judío quiere casarse, encarga a dos de sus parientes o amigos que arreglen el asunto, y cuando ya se han convenido en la cuestión metálica, que para ellos es la esencial, acude a la sinagoga con el padre de la novia, y cogiendo los dos la falda de la hopalanda del sabio (rabino), juran, el suegro dar su hija al pretendiente, y éste aceptarla por esposa. Estos son los esponsales, y el que falte a su juramento paga una multa que de antemano se fija. Pasado un año, con gran pompa y acompañamiento de músicos y bailarines, que danzan llevando sobre la cabeza una bandeja llena de tazas, los deudos de la novia la lleva lujosamente vestida al baño público y la sumergen en el agua mientras rezan una corta oración, dando a esta ceremonia una gran importancia, porque si flota sobre el agua un solo cabello, o no está bien cubierta la más pequeña parte del cuerpo, es señal segura de que el matrimonio será desgraciado. Del baño, siempre con la misma solemnidad y con agudísimos y estridentes gritos que lanzan los acompañantes, se dirige la comitiva a la casa del futuro esposo que a la puerta espera rodeado de sus amigos y parientes. Uno de estos ofrece a la novia un vaso de agua, que debe arrojar con toda su fuerza después de haber bebido. En el baño se puede saber a punto fijo el grado de felicidad de los que van a casarse, y por los pedazos en los que se rompe el vaso se computan los hijos que ha de tener el matrimonio. Una vez dentro de la casa, sientan a la novia en un trono que llaman Tálamo, como nosotros al lecho nupcial, y allí, cubierta de pies a cabeza con un tupido velo, permanece inmóvil mientras los convidados comen y beben en grandes mesas dispuestas al efecto y servidas por los padres y parientes de los novios. Terminada la fiesta, que se prolonga hasta las altas horas de la noche, se retira la concurrencia, levantan a la novia del Tálamo y duermen con ella dos de sus más cercanas parientes, repitiéndose esto por espacio de siete días. El octavo tiene lugar la bendición, a la cual asistí.
Como los anteriores, se inauguró por una orgía presidida por la novia, cuya obligada inmovilidad me hacía sufrir, considerando lo que ella habría padecido en aquellos ocho días. Cuando ya el apetito de los convidados estuvo satisfecho, se levantó el sabio, que a causa de las frecuentes libaciones no se podía mantener en perfecto equilibrio, cogió el libro de la ley, y con torpe voz y en un español anterior al que en tiempos de don Pelayo debía hablarse en nuestra patria, nos leyó el contrato matrimonial y los deberes que el nuevo estado imponía a los cónyuges. Murmurando en hebreo varias oraciones, puso en manos de los novios dos anillos consagrados, y haciéndose servir un vaso de vino aguado, en el cual bebieron él y los novios, terminó diciendo:
-Quedáis legalmente unidos según los ritos y ceremonias prescritas por nuestros santos sabios de Castilla.
Hecho esto, bajó la novia del Tálamo y empezó el baile, que es obligatorio para los convidados, echando el bailarín, en una bandeja que le presentó la novia, cinco monedas. La ofrenda puede ser en oro, plata o cobre, pero las monedas han de ser cinco, porque este número es cabalístico y libra el mal de ojo. El producto de esta cuestación pertenece al sabio (rabino). En todos los países, después que el sacerdote ha echado la bendición a los esposos, todo el mundo se esquiva prudentemente, dejándolos entregados a su felicidad, pero los hebreos no lo hacen así. Concluido el baile, recoge el sabio (rabino) sus honorarios, y las muchachas que acompañan a la novia la llevan en triunfo a la cámara nupcial, adonde la sigue el novio en hombros de los jóvenes de su edad, quedándose todos a la puerta, a la cual no cesan de llamar diciendo chistes de todos los colores. Al cabo de un rato, la alcoba se abre, y la madre de la novia expone al público ciertas prendas interiores, por las cuales quedamos todos convencidos de que la virtud de la joven no había sufrido ningún tropiezo antes del matrimonio.
¿No es verdad que todo esto es muy curioso? Lo cierto es que aquella escena me impresionó bastante; toda la noche estuve pensando en la novia, y aún ahora me parece verla con su rica falda de brocado de oro, que tan bien dibujaba sus formas, aumentando su mérito con el encanto de lo misterioso, con su esbelto talle ceñido con una rica faja de seda listada de oro, asomando por bajo una marlota de terciopelo bordado de oro y piedras preciosas, y su linda cabeza, con sus negros ojos y ondeado cabello, que resaltaban con extraordinario vigor sobre su cutis blanco y transparente.
El 25 de julio de 1875, al rayar el alba, salí de Larache, y ayer 24, a eso de las dos o las tres de la tarde, eché pie a tierra en esta ciudad. Eso quiere decir que pasé pocas horas en la ciudad del Lucus, pero fructíferas.
Salí de Larache al amanecer, atravesando lindas y fértiles vegas, dirigiéndome hacia Mehdía…

Embarcado el Marqués como queda dicho, salió al anochecer del puerto de Cádiz, y navegó toda la noche, y al sol salido llegó a Alarache. Habiendo dado fondo a las galeras, ordenó la gente que había de saltar en tierra: la cual puesta en sus barcones, todo se ejecutó luego. Desembarcó el Sargento Mayor Hernando Mexia de Gómez, con la gente señalada para entregarse del Castillo de arriba, y luego el Sargento Mayor Mateo Bartox de Solchaga Aragonés, para que con el mismo orden entrase en el Castillo de abajo, y para acudir a lo que se ofreciese el Marqués, con un escuadrón, a cargo de los Capitanes Pedro Cano y Francisco Ramírez Biceño.
Llegaron Mexia y Bartox, a los dos castillos, a donde fueron recibidos de los Alcaldes Ahmed Garni y Almanzor Ben Yahya, que para este efecto se apoderaron de los Castillos, y se los entregó con toda paz y sosiego, siendo lengua en esta ocasión el intérprete Diego de Urrea, que para ello vino con los Alcaldes al Marqués, de que los nuestros estaban dentro, fue en persona bien acompañado, y hecha la ceremonia de entrega, tomó posesión en nombre del amado Filipo.Mapa de Larache del siglo XVII – tomado de la página http://www.tercios.org
Se admiró el Marqués con aquellos Caballeros de ver una fuerza tan grandiosa, en la cual se hallaron sesenta piezas de bronce y hierro colado. Es tanto lo que encarece la pólvora, balas y municiones que hallaron, y el inventario que se tomó tan desarropado, que me parece quitar de cuatro partes las tres, y esto con licencia de los provisores y así digo que tendrían pólvora casi para hacer una salva con tantas piezas.
Pusiéronle por nombre al Castillo mayor Santa María, por haberse tomado la posesión víspera de su presentación, más con la fuerza de su soberano nombre que con las nuestras, ni otra industria humana.
En el mismo día y hora se dio orden como vimos para entrar en el Castillo de la marina, donde hallaron treinta piezas de bronce, con muy poca munición, al cual pusieron por nombre San Antonio.Los dos fuertes de Alarache están en terreno eminente, sobre su río y puerto. El mayor es el de la punta de la barra, haciendo una cortina del frente a la mar, la vuelta del norte, y otra al río, la vuelta de Levante. Es de figura cuadrada, de tierra y cal, teniendo de grosor la muralla doce palmos de ancho, y veinte y ocho de alto, y unas almenas a lo antiguo, con sus saeteras. Los cuchillos de los baluartes de piedra, sin agua el foso que sólo le hay a la parte de tierra, angosto el fondo, yéndose ensanchando hasta el cordón de forma que viene ser encampanado. Y no tiene entrada encubierta. El puente fijo de madera, de cuarenta y dos palmos de largo, y catorce de ancho. Tiene una cisterna de agua. Hay en el caballero que mira la tierra diez y ocho alojamientos de soldados, que pueden caber a dieciséis hombres en cada uno dentro, arrimados a la muralla.
Hay en los cuatro caballeros veinticuatro piezas de hierro, de a nueve palmos. Las trece están hechas pedazos, y dos de ellas en las casas matas, que hacen través a la cortina, que mira al otro fuerte y Mediodía. En la misma cortina que mira al fuerte de la tierra a dentro, tiene dos piezas de hierro de a trece palmos, de poco provecho. En la cortina que mira a la campaña y al Poniente, hay dos piezas de hierro, de a quince palmos. En la que mira al río y al Levante, hay dos de bronce, de a quince palmos, que fueron de Muley Meluc. En la cortina que mira a la mar, hay tres de bronce, de las que perdió el Rey don Sebastián en la batalla de Alcázar, y las dos de la parte del río, son dos medio cañones, y la de la mano izquierda una Culebrina. Toda la artillería está encabalgada, en maderamen fijo, sin ruedas, que no se puede mudar de los puestos que tienen, ni servir en otra parte, y las gruesas en las cajas sin ruedas.
En los dos caballeros que miran al río, habrá doscientas y cincuenta balas de piedra y hierro no uniendo casi una con otra. En el caballero que mira al mar hay dos casillas para pólvora, arrimados a los orejones de ellos, de la vuelta de Mediodía. La casa del castellano está en la plaza de Armas del fuerte.
Las dos cortinas que miran al río y al mar están hendidas, y puestas en ruina, y siempre que se dispara la artillería en el fuerte, tiembla el lienzo. La puerta que está en la cortina, que mira al fuerte de la tierra a dentro, es de madero, de dos piezas; cerrase con una tranca, o madero corto, de manera que los dos extremos no alcanzan a las dos murallas. Subiese desde ella, hasta la plaza de Armas, por una poca de eminencia, hechos unos hoyos como escalones, para no resbalar.
El otro fuerte de la tierra a dentro, está del de la barra distancia de cuatrocientos y cincuenta pasos en eminencia mayor, porque desde el de la barra, y de la mitad de la campaña, que es del Poniente, a la mar, se va subiendo a él; y el sitio que tiene hacia el río, y Levante, también es eminente, y a la vuelta del Mediodía y Alcázar está campaña igual.
Es la figura de este fuerte triangulado, y el caballero que mira hacia el río redondo: los dos, que uno mira al fuerte y el otro a la campaña y al Poniente en punta, los cuchillos de piedra, y la demás fábrica de terrapleno argamasado, y el de la muralla es de catorce palmos de ancho, y veinte y ocho de alto. De la unta del caballero que mira al Norte, y al otro fuerte, hasta el del río, hay un foso de catorce palmos de ancho, de piedra viva, sin agua, y a la parte del Poniente, en el mismo foso, hay una fuentecilla de poco agua.
Desde el caballero que mira al río, y al Levante, a donde se acaba el foso, hasta el que hace al Poniente, y al otro fuerte, están cosa de veinte casas de piedra y tierra y una Mezquita, con un pozo de agua muy abundante, ceñidas con una muralla de tierra y piedra muy flaca, de doce palmos de alto y seis de ancho, con unas almenas, entrase por un postigo sin puerta y tiene algunos portillos por la parte del río, que viene a ser el lugar, y el fuerte, como ciudadela, y desde las casas al fuerte y puerta que están en la Cortina que mira al río hay una placetilla de veinte pasos, en frente de la misma puerta, y las demás casas se arriman a la muralla, no habiendo de por medio por aquella parte foso alguno. La puerta como una cancel, con un arco con bóveda, que va por línea torcida, sin tronera ninguna, hasta dar a una puertecilla pequeña de madera, la cual se cierra como la otra, y el arco no tiene puerta, de forma que no hay más que una.
Este fuerte tenía buena artillería, sacola Muley Xeque por las guerras que ha tenido con Muley Zidan su hermano, y puso en su lugar unas pecezuelas, pequeñas naranjas, que habían estado mucho tiempo enterradas y de esta perdidas, y algunos esmeriles, de que no hay que hacer caso. En el caballero que mira al otro fuerte, hay cuatro piezas de las del Rey don Sebastián, de bronce, y en aquel caballero doscientas balas de piedra y para las demás pecezuelas ciento y cincuenta balas, sin ser las más de ellas de servicio. Toda esta artillería está encabalgada, como la pasada sin rueda alguna. Hay dos Cisternas en el fuerte, sin agua y por limpiar.
Entre fuerte y fuerte, hacia la parte del río, sobre las mismas peñas hay hasta cincuenta chozas de caña, y por la ribera adelante hacia Alcázar otras tantas, y diez chozas de gente miserable, y desde la mitad del camino hasta el fuerte de la marina uno como cementerio para entierro de los moros. Y a la vuelta del río, al mismo paraje una Mezquita pequeña. A las dos partes del río, y de la mar, junto a los dos fuertes, por la parte de fuera de ellos, hay fuentes muy abundantes, sin que arcabucería ni artillería pueda estorbar el uso de ellas a los sitiadores.
Alrededor del fuerte de la tierra adentro, y a la vuelta del Poniente hay algunas chozas de caña, pocas. Poco más de una milla del fuerte, de la punta de la barra, hay un edificio desmantelado con una torrecilla y unas tapias caídas que llaman la Torre de Genoveses.
El terreno es raso yéndose subiendo, como se ha dicho, hacia el fuerte triangulado, en la forma referida, de arena, con algunos palmares, pocos y muy bajos, haciendo la arena unas quebradas y hondas, como dunas de Flandes, y por esta causa, en toda aquella parte del desembarcadero, y Castillo de Genoveses, a la vuelta de Alcázar, no solo la artillería de los fuertes no haría daño a cualquiera gente.
A media legua de los fuertes, la vuelta de Alcázar y Mediodía, hay un bosque de encinas y perales bravos. Desde el desembarcadero hasta más allá del fuerte triangulado, donde se puede cortar y no puede hacer daño con su artillería, habrá dos millas de espacio.
Hay en el agua tres fragatas de catorce bancos. Están dos barquillos, en que pasa la gente que viene la vuelta de Tánger y de Arzila los jueves al mercado, y en todo el río no hay otra embarcación de los moros.
La entrada del puerto tiene doscientos y cincuenta pasos fondables para navíos de trescientas toneladas, y el terreno limpio para dar fondo. La gente que solía haber de guarnición ordinaria, sino es que hubiese algún accidente, era de sesenta hombres. Y en el fuerte de la marina dormían siete moriscos de Granada, de los viejos, con sus mujeres e hijos. Y en el de la tierra a dentro seis. Y el Alcaide en una de las casas de fuera, arrimada al fuerte. Había en todo hasta doscientos hombres y caballo ninguno, sino que le tuviera el Alcaide. Nunca tenían bastimentos, ni abundancia de pólvora y pertrechos de guerra ninguna.Fray Marcos de Guadalajara