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«ECOS EN LA NIEVE», UNA NOVELA DE MOHAMED EL MORABET

«En alguna montaña.

En invierno.

En una choza»

Así comienza la última novela de Mohamed El Morabet «Ecos en la nieve», situándonos en un espacio físico muy concreto donde se va a desarrollar la mayor parte de esta historia desgarradora, dura y tan diferente a sus anteriores obras «Un solar abandonado» y «El invierno de los jilgueros».

Con un estilo directo, frases cortas y contundentes, retrata a la protagonista de manera casi descarnada. En ella hallamos la fragilidad, la desesperación, la tenacidad y hasta el desconcierto de quien ha sufrido todas las vejaciones y maltratos que pueda soportar una mujer. El paisaje y el ámbito en el que se desarrolla esta historia, claustrofóbico, aportan ese halo nada luminoso que es en realidad el interior mismo de la protagonista, una especie de mazmorra con puertas abiertas a la nada.

«Nadie ha trazado aún la frontera que pueda frenar esta tristeza«. Cuando Mohamed el Morabet escribe esto, ya hemos acompañado a su personaje a lo largo de unos días tan oscuros y dolorosos que nos llegamos a preguntar si una persona es capaz de soportar esa miseria, esa tortura que es una vida en la que sólo ha anidado la iniquidad y el desamor. Pero Morabet plantea aquí algo trascendental: ¿hay alguna posibilidad de que la felicidad alcance a esta mujer pese a todo lo ya sufrido?

Sustentar un relato sobre un solo personaje, en un único escenario, mínimo, cerrado y kafkiano, es un reto para un narrador. Mohamed el Morabet ya ha dado  muestras más que sobradas en sus anteriores novelas de arrostrar cualquier obstáculo de manera brillante. Aquí también lo hace. Y nos conduce por este camino tortuoso del dolor, del olvido, de la degradación moral y física, buscando una salida en la que la mujer encuentre un resquicio de luz. ¿Lo hallará en lo que espera con tanta ilusión en esa choza? No desvelaré un ápice de lo que sucede en el interior de esa cabaña olvidada de dios. Pero sí adelanto que lo imprevisible también forma parte de esta novela. Podemos esperar cualquier desenlace.

«No hay justicia en la destrucción sin creación, en la aniquilación sin permanencia«. Sentencias rotundas que comprimen el sentido último de esta historia glacial, la de una mujer que te aprieta las entrañas, que zarandea la compasión del lector. Uno tiene la tentación de subir a la montaña para abrigarla, incluso para defenderla de sus fantasmas. Pero, ¿quién puede con el pasado?

Quizá Joan Didion tenía razón cuando escribió que «uno siempre espera que el dolor pase, pero el dolor no pasa, se transforma». 

Otra frase inapelable de Mohamed el Morabet cierra un círculo que ha trazado con caligrafía acerada: «Nada agota más que el acecho de una derrota inminente«. Eso es, en efecto. «Ecos en la nieve» es el acecho de la derrota inminente a una mujer solitaria y aislada. ¿Será capaz de zafarse de esa derrota inminente? ¿O Mohamed el Morabet la deja en manos del destino o del azar? Hay que llegar hasta el final para saberlo.         

Sergio Barce, 6 de septiembre de 2025

«Ecos en la nieve» ha sido publicada por Galaxia Gutenberg.

Si no conocen las anteriores obres de Mohamed el Morabet, les invito a leer mis reseñas sobre «Un solar abandonado» y «El invierno de los jilgueros», entrando en los siguientes enlaces:

https://sergiobarce.blog/2019/05/29/un-solar-abandonado-una-novela-de-mohamed-el-morabet/

«EL INVIERNO DE LOS JILGUEROS», UNA NOVELA DE MOHAMED EL MORABET

  

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«JOSEPHINE», UNA NOVELA DE LUIS SALVAGO

«…Tal y como imaginaba, la ducha le había despejado la mente. Todas sus preocupaciones parecían haberse hecho pequeñas, casi inexistentes. Miró los números luminosos en un reloj de pared, sin saetas, sin esfera, sin tictac. Le desagradaba esa modernidad que prescindía de lo esencial. Para Josephine era como si el tiempo hubiera perdido su sonido.»

Estas intensas y hermosas líneas pertenecen a la novela Josephine, de Luis Salvago, que ha obtenido el XXVI Premio Tiflos de Novela, y que ha sido editada por Galaxia Gutenberg. Las destaco, porque en ellas se encierra mucho de lo que se cuenta en esta obra: la inexistencia del tiempo o, al menos, la percepción de que no hay tiempo real, la consciencia de que el presente quizá no sea el ahora, de que el pasado haya desaparecido y por ello los relojes no pueden marcar las horas…

«…La Legación Americana en Tánger no era más que un edificio fantasma, como lo eran las Galerías Lafayette, como lo era el taller del modisto Apolinar. Ella misma podía ser un fantasma. Un fantasma incapaz de tener recuerdos que no fueran esbozos, trazos, sutilezas…»

Y Tánger de por medio. Tánger como un murmullo constante en los oídos de la protagonista, como un asidero a la realidad que, sin embargo, se difumina y se evapora ante sus ojos. Tánger como la ciudad que respira tras los personajes, que los envuelve y que los emborracha.

Luis Salvago es uno de mis escritores españoles favoritos. Desde que leí sus anteriores novelas En el nombre de Padre y Los lugares verdes, de las que escribí también alguna reseña, me fascinó su dominio de la narrativa. Ahora, con Josephine creo que da un paso más, y más arriesgado, porque lo que hace Luis Salvago es plantarse en medio de Tánger, coger La vida perra de Juanita Narboni y hacer malabarismo de ensoñaciones.

Juanita Narboni perdía la cabeza mientras Tánger se apagaba. Josephine cree perder la cordura mientras Tánger la engulle. Juanita Narboni monologaba refugiada en sus recuerdos tangerinos, enfrentándose a la decadencia propia y a la de su ciudad, confundiéndose una con la otra. Mientras que Josephine elucubra sobre sus recuerdos perdidos, arrostrando lo desconocido, buscando una salida a su pérdida de memoria o a su incipiente locura en las calles de un Tánger que ya no reconoce. Es como si Josephine fuese una trasunta de Juanita Narboni pero construída desde el otro lado del espejo.

Tánger, las pinturas de Hopper, Juanita Narboni, la locura, la desmemoria, los falsos recuerdos, una madre dominante y obsesionada con la mala suerte, un padre con un lado oscuro o misterioso, una pareja que está presente y ausente o que quizá no existe y un deseo llamado Mohamed. El deseo como motor de nuestros actos, los recuerdos como tormento. Todos estos elementos los utiliza Luis Salvago para crear un entorno onírico, casi surrealista, ingrávido.

«…Si vivía en Tánger era por esa razón, vivir con la sensación de latir al unísono con una ciudad. Ningún otro lugar del mundo, que ella supiera, podía ofrecer algo igual: el discreto vivir de sus habitantes, serenos y orgullosos, tejedores de una historia pequeña, hecha de cabos sueltos, de hilos, de retales arrancados de todos los pasados del mundo.

Para Josephine, Tánger era esa querida que rechazaban los amantes sólo para no perder el placer del deseo. El deseo existe para no colmarlo, para dejarlo pendiente, para tocarlo con los dedos sin alcanzarlo…»

Maravillosos estos dos párrafos: el deseo existe para no colmarlo. Luis tiene la capacidad de construir frases sentenciosas, fulgurantes, inapelables. Y en Josephine hilvana extractos de una belleza envidiable.

No busquéis aquí un Tánger real, porque, salvo pinceladas de calles y lugares muy reconocibles, lo que váis a encontrar es una ciudad que sólo existe ya en los recuerdos irreales de Josephine/Narboni. Lo que váis a hallar en estas páginas es una historia vista a través de un cristal translúcido que deforma las figuras, que oculta defectos y deslices, que difumina los sentimientos… Y en algún viejo cabaret de Tánger oiréis mientras tanto la voz de Josephine Baker.

Sergio Barce, 10 de septiembre de 2024 

       

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LUIS SALVAGO, FARID OTHMAN, PABO BARCE Y SERGIO BARCE Feria del Libro de Madrid

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UN RETRATO DE JEAN GENET

De esa pequeña joya que es Genet en el Raval (Galaxia Gutenberg) escrita por Juan Goytisolo, extraigo estos párrafos que son un retrato abocetado de Jean Genet. Los dos Juanes, Genet y Goytisolo, que ahora se acompañan para la eternidad, enterrados en el cementerio de Larache.

“Por entonces Genet mantiene intacta su voluntad de provocación: cantor del crimen, el robo, la homosexualidad, no cesa de cobrarse la deuda que, desde la concepción en el vientre de su madre, la sociedad ha contraído con él; de resarcirse, ahora que es respetado y famoso, de las miserias e injusticias sufridas en su niñez y juventud. Responde con insolencia a la admiración de los respetables, exhibe su ruda franqueza ante los hipócritas, saca sin escrúpulos dinero a los ricos para entregarlos a quienes, como él, no han gozado de entrada de fortuna y educación. Sus cóleras son violentas y bruscas: su primer editor, el traductor norteamericano de sus obras y Jean Cau -que ha venido a justificar su despido por Sartre- recibirán un día u otro sus bastonazos e injurias. A la invitación de asistir a la cena oficial de homenaje a un ministro por el mundo de la cultura, contestará con la pregunta de si ha sido invitado a título de expresidiario, ratero o maricón. Una vez, en la terraza del Flore, será saludado desde otra mesa, con ademán furtivo, por un homosexual vergonzante y, alzando la voz, le espetará: <¿Qué, te la metió bien el chulo de la otra noche?>…”  

 

LARACHE – Noviembre 2021 – Con Javier Rioyo, frente a la tumba de Juan Goytisolo
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«EL INVIERNO DE LOS JILGUEROS», UNA NOVELA DE MOHAMED EL MORABET

Casi al comienzo de mi reseña sobre la primera novela de Mohamed El Morabet, Un solar abandonado, escribí casi literalmente lo siguiente: “Después de leer su libro he comprendido que nos une el mismo alambique en el que se destilan los sentimientos. El estilo de Mohamed El Morabet es elegante y silencioso.”

Llevaba pocas páginas de lectura de su segunda novela y no pude resistirme a enviarle un audio en el que le decía: “Del desierto no se regresaba, porque el desierto está en el desierto. Era como la vejez. Una vez alcanzada, solo cabía resignarse y aceptar la amabilidad de un cuerpo senil. Parecido al abrazo de un adiós incierto”.  Es un brevísimo fragmento de su libro, El invierno de los jilgueros. Leérselo era una manera de decirle a Mohamed que estaba fascinado con su novela. Acabo de terminarla. Sus poderosas imágenes finales me envuelven en un estado de embriaguez absoluto. Si Un solar abandonado me llevó de regreso a mi tierra (su abuela era mi abuelo; su Alhucemas era mi Larache; su solar abandonado era mi callejón sin salida; su relato de un regreso era mi relato de otro regreso y, para colmo, su niñez era mi niñez), ahora con El invierno de los jilgueros vuelve a tocar temas que nos siguen conectando de manera impetuosa e inesperada: Mimouna es como Mina (las dos viviendo a ras de suelo), los cigarrillos inundan nuestras páginas, la pintura y la luz nos deslumbra de la misma manera, los personajes que deambulan por su novela son simétricos a otros que pueblan las más… Pero me estoy desviando de lo importante: hablar solo de él y de su libro.

Primer apunte: los primeros párrafos ya te hacen ver que no estás ante una novela cualquiera, que tienes entre manos un valioso regalo. Sus páginas engulléndome, comiéndose mis entrañas hasta la emoción más honda, sin lágrimas, de esa otra emoción que te hace tragar saliva, que te hace temblar. La historia de Brahim, de su madre y de su hermano Musa. La de Rocío, Mimouna y Habiba. La de sus amigos Isaac y Jamal. Los detalles cotidianos que pueblan el relato de vida, de desesperanza, de afecto, de frustración, de amor maternal, de amor fraternal, de respeto, de amistad. Y Alhucemas. Sí, Alhucemas y sus luces, Alhucemas y su pequeña historia cuarteada.

Los personajes los reconocía, como algo propio; vivos, carnales. Eso solo se logra con una pluma estilizada, delicada, maestra. Habiba, Mimouna, Rocío y la madre de Brahim. Ese grupo que me hacía recordar a mi madre junto a Mina y a Rachida. Vidas paralelas. Creo que Mohamed ha querido hacer un pequeño y emotivo homenaje a esa generación que supo convivir en Alhucemas (igual que en otras zonas del norte de Marruecos) en una armonía llena de respeto y de cercanía, tan sincera, tan limpia. Esa solidaridad que nacía espontáneamente. El retrato de un mundo que iba descomponiéndose. Que ya no existe.

Y con una sutileza de encomio, en esas vidas rutinarias, sencillas y humildes, Mohamed El Morabet desliza un elemento distorsionador: la Marcha Verde. Pero no lo analiza, ni cae en la trampa de intentar explicarlo ni analizarlo, solo lo utiliza como una sombra que planea sobre estos personajes desde el instante en el que a Musa lo alistan para ocupar el Sáhara. Un hecho accidental e inevitable que cambiará sus vidas. A partir de ahí, el desierto, tan opuesto y alejado de Alhucemas, se convierte en otro personaje de la novela.

Segundo apunte: cambio de estilo. De pronto, Mohamed nos saca de Alhucemas y nos traslada a Tetuán. Y lo hace de dos maneras: a través del diario que escribe una profesora de pintura española que llega a la ciudad para trabajar y con un giro radical en su manera de narrar. Pasa de sus frases y construcciones moduladas por un ritmo cadencioso y casi hipnótico a otras rápidas y breves, a veces casi ráfagas de ametralladora. La vida de Olga se nos muestra día a día hasta que se cruza en su camino Brahim, que reaparece así de manera inesperada. Lo que suceda ha de suceder.

Las mujeres de Alhucemas, la bondad y la solidaridad, desaparecen en esta otra ciudad. Olga se ve asediada por una sociedad que parece abierta pero que se comporta como un pueblo cerrado y cainita. El personaje de Zorba, el pintor Meki, el inquietante subdirector de la escuela, todos poseen una cara falsa o impostada. Incluso Javier, el escultor, oculta algo. Todos parecen guardar secretos en Tetuán. Y aquí El Morabet juega otra inteligente baza: la luz de Tetuán, que deslumbra a una Olga aún entusiasta pero que se irá destiñendo hasta convertirse en una luminosidad casi opaca, húmeda, sucia, que se oculta tras los nubarrones que acechan con el invierno y con la traición. La luz de los cuadros, el horizonte de Brahim, el lienzo de Olga. Todo a la velocidad de esas frases cortantes que son como una agonía, un grito al vacío. En esta segunda parte de la novela, el gris se va apoderando de la historia página a página.

Y de nuevo, otro desvío de estilo y de narración. Vuelta a Brahim, de regreso en Alhucemas. Lo que esperamos ahora se nos oculta, se nos hurta en la lectura. No voy a desvelarlo, por supuesto. Pero asombra el giro que da la historia, como si lo ocurrido antes quedara en un plano aparte, escondido por el pasado o por el olvido, como si existiesen dos mundos paralelos.

La vuelta a Alhucemas es regresar a otra ciudad diferente. Musa ya no es el mismo y Brahim se reencuentra con un hermano perdido en el desierto que puebla sus pesadillas. Es la hora de tomar las riendas, de dejar a un lado los sueños y comenzar a afrontar la cruda realidad. Brahim ya es un hombre, se hace hombre. Entrañable la relación entre los hermanos, utilizaré una palabra cursi: «preciosa» la historia de Brahim y Musa en esta segunda etapa de sus vidas. Y Mimouna ahí, en un lateral de la narración, pero llenándolo todo. La escritura de El Morabet nos lleva ahora en volandas con su escritura aterciopelada. Es como si acariciase a sus personajes, a los que trata con mimo, con dulzura, con un cariño primoroso. Hace que los amemos, que los acojamos, que deseemos protegerlos. La historia me pasa por encima, me atropella, me llega al corazón. Musa y Brahim. Qué deliciosa relación epistolar a base de notas la que se entabla entre ellos. Es un himno al amor fraternal de proporciones colosales. Incluso lo más duro y cruel, en manos de Mohamed El Morabet pasa a ser pacífico y hermosamente humano.  

Segundo apunte: es un consejo. Sí, sugeriría a cualquier director de un taller de escritura que, si desea explicar qué es una elipsis, lea El invierno de los jilgueros. Creo que Mohamed ha construido la elipsis más bella.

Con lo anterior quiero decir que el final no podía ser más inesperado, clarificador y certero para hacer de esta novela la perfecta obra que es.

Un último apunte: no todos los premios se otorgan a un advenedizo o a un personaje mediático. Hacía mucho que no me reconciliaba con un premio literario. El invierno de los jilgueros merece ese Premio Málaga de Novela que ha obtenido este año, aunque no haya leído a los otros candidatos. Pero, cuando se falló el galardón, ya comenté que sería justo porque sé cómo escribe Mohamed El Morabet.

 Sergio Barce, 1 de mayo 2022

 

 

 

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EL COMIENZO DE UNA NOVELA

¿Qué es lo que nos preocupa a los narradores cuando escribimos una novela? Bastantes cosas, cierto, pero una de ellas, y fundamental, es el arranque, las primeras líneas, los dos o tres primeros párrafos. Es el anzuelo. Ahí hay que darlo todo, enganchar al lector, engañarlo incluso si fuere preciso para que se sumerja en nuestra historia y tratar de que no se suelte de nuestra mano. A mí, personalmente, esto me obsesiona. Cuando ya pongo punto y final a la novela (otro detalle no menos importante: cómo dejar al lector en la última frase con la miel en los labios, ensimismado, deseando que el libro no hubiese acabado nunca), en ese instante, como digo, del final de la narración, vuelvo al inicio y reviso y repaso y corrijo las primeras líneas, los dos o tres primeros párrafos. Hasta que no me convence, no lo suelto. A veces, incluso, lo rehago, lo destruyo, lo arrojo a la papelera y vuelvo a escribir otro comienzo.

De los últimos libros que he leído o estoy leyendo, traigo las primeras líneas de Timandra, de Theodor Kallifatides (editado por Galaxia Gutenberg, con traducción de Carmen Vilela Gallego). Así es como ha de empezar una buena novela:

«Estaba acostado junto a mí, desnudo. El resplandor de la lumbre en el hogar se reflejaba en su frente y confería a sus gotas de sudor un brillo de piedras preciosas. En ese preciso momento se oyeron unos pasos. Quedé petrificada. Él respiraba profunda, serenamente.

Alguien viene -dije.

-Que venga quien quiera -me respondió-, hace veinticinco años que los estoy esperando.»

Sergio Barce, abril 2022

 

 

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