“…debían de ser unos cuarenta hombres. Fueron alineados en una pared de la plaza. El mismo número de soldados marroquíes y legionarios los vigilaban de cerca apuntándolos con los fusiles mientras otro grupo comprobaba que no quedara nadie escondido. Tres oficiales llegaron acompañados de un cura. En cuanto lo vieron, los rendidos empezaron a gritar, a suplicar. Pedían que cumplieran con su juramento de guerra, que a los prisioneros no se les podía fusilar. Uno de los oficiales susurró algo en la oreja del cura y esta realizó la señal cristiana, una cruz dibujada en el aire con la mano de la que le colgaba un rosario. Murmurando alguna oración piadosa se retiró dando la espalda a los prisioneros.
Cuarenta disparos al unísono ahogaron las vidas de aquellos soldados. Solo uno tuvo tiempo de levantar el puño y gritar: <¡Viva la República!>. Un legionario se acercó hasta el cuerpo del hombre que había gritado con el puño alzado y con ojos relucientes le disparó en la cabeza para luego gritar: <¡Viva Cristo Rey, hijo de puta!>. Los demás lo imitaron y tirotearon los cuerpos que yacían sin vida, ensangrentados y apelotonados. Se vengaban. Sentían que de esa manera se hacía justicia. En el asalto a la iglesia habíamos tenido otras seis bajas más, un total de once muertos aquel día, más dieciséis heridos graves. Todos querían saldar las cuentas con el enemigo. Ni prisioneros ni vivos iban a quedar.
¿Qué razones movían a cuarenta hombres escasos a luchar contra todo un ejército? ¿Qué les impidió huir junto con sus familias y alejarse de la barbarie de la guerra? Cavamos un foso y arrojamos los cuerpos sin alma. Mudos, no podían responder a nuestras preguntas. Nadie nos explicaría de dónde provenía tanto odio.
Dominada la situación, tanto los soldados marroquíes como los legionarios aprovecharon el momento libre de ocupaciones para demostrar la verdadera naturaleza de sus caracteres. Saquearon iglesias y casas. No dudaban en apropiarse de cualquier objeto inútil que pareciera tener un mínimo de valor para más tarde intentar ponerle un precio o intercambiarlo. El pillaje se convertiría en una costumbre, aunque de aquel pueblo no conseguirían muchos objetos de valor más allá de sábanas, toallas, mantas, cubrecamas, vestidos y muebles que, por su gran tamaño, no podrían transportar y que acabaron en medio de las calles, recibiendo el castigo del sol y las meadas de los perros. Las casas quedaron prácticamente desvalijadas, destrozadas, llenas de las huellas de los animales furiosos del ejército.
Unos pocos, con gestos de desagrado, miraban incrédulos a sus compañeros, que como buenos ladrones fanfarroneaban ante el botín cosechado y vitoreaban a uno que se había vestido de mujer con ropas abandonadas.
-No os estáis comportando como buenos musulmanes.
-Tan solo estamos tomando lo que no es de nadie.
-Sois como animales.
-Si no te gusta, vuelve a tu asqueroso pueblo.
Entre los marroquíes se crearon dos bandos: quienes cometían toda clase de atropellos y quienes, los menos, juzgábamos aquellos actos pecaminosos, prohibidos, haram. A ojos de Dios quedarían como unos desalmados, unos haramis, peor que los kufar. La discusión no fue a más.
Como nos habían prometido al alba, los cabos fueron a manifestar a los superiores el malestar general por parte de las tropas moras. Si seguían sin respetar los horarios de las plegarias, sobre todo el matinal, y si continuaban sirviéndonos aquel café aguado y aquella insípida y desacostumbrada comida, muchos renunciarían, exigirían su paga y regresarían a Marruecos. Toda la respuesta fue que pronto solucionarían aquella situación pero que, hasta entonces, pedían disciplina y fidelidad a la causa. Quedaban muchos rojos por vencer y con nuestra ayuda la guerra finalizaría antes de la llegada del invierno y recibiríamos toda clase de recompensas.
Nadie quedó satisfecho y en cuanto nos avisaron de que la cena estaba lista, un supuesto puré de patata con unas minúsculas y raquíticas zanahorias, nadie probó bocado dejando los ardientes calderos intactos. Los legionarios y los escasos miembros de la Guardia Civil, que se harían cargo del pueblo tras nuestra pronta partida, nos miraban incrédulos. Ignoraban nuestra capacidad para pasar hambre. Durante el ramadán ayunábamos jornadas enteras. Aquello era un juego de niños…”