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«UNA PUERTA PINTADA DE PALABRAS AZULES», UNA RESEÑA DE JOSÉ LUÍS PÉREZ FUILLERAT

El profesor, poeta, erudito y (solo en la intimidad y para los amigos) cantante de viejos temas en jaquetía, José Luis Pérez Fuillerat, dedica un preciso y precioso texto a mi último libro de relatos Una puerta pintada de azul (Ediciones del Genal, 2020), reseña que ha titulado Una puerta pintada de palabras azules, en un exquisito juego de metáforas, adjetivos y colores. Os dejo lo que José Luis ha encontrado al otro lado de mi puerta azul.

Sergio Barce, mayo 2021

UNA PUERTA PINTADA DE PALABRAS AZULES

por José L. Pérez Fuillerat

 

Comentario al libro de relatos UNA PUERTA PINTADA DE AZUL, de Sergio Barce Gallardo

Siempre que tengo en mis manos un libro de Sergio Barce, procuro no distraer el tiempo con otro, como en mí es habitual: leer dos novelas, ensayos o poesía, a la vez; un señalizador en ambos, y así activo la memoria con las dos intrigas/emociones que me ofrecen sus autores.

Dedica el autor este libro “A la gente de Larache, a Pablo Aranda y a Pablo Cantos, siempre”. Si tuviera que indicar una palabra que ocupa y abarca la isotopía temática, en la mayor parte de las novelas de Sergio Barce, esa palabra es Larache. Ya habrá tiempo de insistir sobre esto.

Están presentes en la dedicatoria dos amigos que, con su muerte “tan temprana”, le han marcado para siempre. Al segundo, escritor, guionista y director de cine, le dedica también “El libro de las palabras robadas” y en “La emperatriz de Tánger” lo incluye entre los agradecimientos.

En esta exquisita novela (“La emperatriz…”) muestra por él su amistad/agradecimiento “siempre”, dándole vida como personaje, y expresando su admiración mediante las palabras que el actante Augusto Cobos Koller mantiene con su adyuvante, Pablo Cantos (‘Dulce Aurora’ como nombre secreto), al que Augusto “admiraba por muchas razones: sus poemas, su claridad de ideas, su honradez y fidelidad, incluso su clandestinidad”, obligada, entre otras cosas y causas, por haber escrito “un poema incendiario contra el Generalisímo”. Confesión de Augusto, alter ego de Barce, al menos aquí, pues transmite idénticos sentimientos del autor hacia Pablo Cantos.

El título que voy a dar al presente comentario es este: Una puerta pintada de palabras azules. Curiosamente, es el color azul, que se incluye en la serie de los ciánicos o fríos, el que se identifica con Marruecos, país cálido, atractivo y, sobre todo, hospitalario. Puertas y ventanas del mismo azul, casi añil, que, junto a las paredes bien enjalbegadas y la profusión de macetas con gitanillas, geranios y buganvillas, mayean con luz propia en los patios de la ciudad natal de este comentarista.

Aunque en el índice de esta última obra del autor, larachense empedernido, se nos indican los ocho apartados narrativos, es en la página preliminar donde encontramos verdaderamente la estructura de este libro: los cinco pilares o preceptos del Islam: el Hach, el azalá, el Ramadán, la chahada y el azaque; todos intercalados en lo narrado por palabras con simbología azul, el color predominante en los espacios marroquíes; es decir, las palabras árabes citadas y sus dialectos, que nos van marcando la trama. (El lector agradece que todos estos arabismos estén debidamente explicados en el glosario final).

El primer Pilar, el Hach o peregrinación a la Meca contiene dos relatos: LA MUJER DEL HAMMAN y LAS MUJERES DE MI PADRE. En el primero, mediante la analepsis, salto atrás, se recorre un camino hacia el santuario que el autor, fictifizado en narrador (Siegfried Schmich), mantiene siempre en su memoria, la ciudad marroquí de Larache.

Las palabras que me he permitido llamar también ‘azules’ y que el lector encuentra en esta peregrinación son: mtarba, caftán, dfin, hiyab, tagra, rarif, hammán, mejaznis, shukram, sidi, incha, Lalla, kifi. Adecuadas para emprender el “camino” hacia el lugar sagrado: vestimenta, alejamiento de los espíritus malignos, incluso higiene en el baño público, y asientos para el descanso, etc…

Aquí, un narrador omnisciente nos presenta a dos mozalbetes, Dris y Ahmed, inocentes gandules, que son acogidos por una caritativa Lalla (señora) Sahida.

La literatura mística nos mostró cuál debe ser para el creyente el “Camino de perfección”: desde el esfuerzo continuo, ascesis, hasta la llegada a la unión extática con el Absoluto, Dios. La novela picaresca también nos presentó un cierto “Camino de imperfección”, hasta la humillación final del antihéroe, el pícaro.

Pues en este libro de Sergio Barce (yo diría que en casi todos sus libros) se nos orienta en su personal “Camino de recordación/purificación” hacia la meta que se mantiene en su mente/alma de forma indeleble: la ciudad marroquí de Larache. (Analepsis obligada, por los años pasados y residir en Málaga, donde ejerce como abogado).

El título de este segundo relato del Primer Pilar, Las mujeres de mi padre, se presta a equívoco. No son otras que las mujeres de la familia. Comienza en primera persona: “Mi abuela Salud. ¡Ah, mi abuela!”, y la peregrinación se detiene. Un narrador autodiegético (Gérad Genette, Figuras III ) ya no se enmascara. Se abre una crónica de su familia. De ahí que el autor se convierta en fautor (Oscar Tacca: Las voces de la novela). Es decir, autor que juzga, pondera y narra, desde una perspectiva subjetiva, ciertos acontecimientos familiares: la española, matriarca de la familia, María Salud Cabeza.

Chocante resulta la anécdota sobre la costumbre de toda la población larachense de entonces, al celebrar y procesionar a su santa Patrona, Lalla Menana al Mesbahia, hija de un santo de esa ciudad (sidi Jilali ben Abd Allah al-Masbahi), que está lejos de la cultura musulmana y obedece a la costumbre popular cristiana.

Dentro de la isotopía de personajes en la obra de Barce, una vez más, en esta segunda estampa narrativa, la figura de Mohamed Sibari (Alcazarquivir 1945-Larache, 2013). Escritor, periodista, novelista y poeta marroquí, que cultivó el español como lengua de expresión y escritura. Citado por Sergio Barce en este relato y otros. Sobre todo, en el cuento final de su libro “Paseando por el Zoco Chico. Larachensemente”, en el que, de forma reiterada, siete veces, dice el autor: “Este fin de semana lo he pasado en Larache”, a modo del pésame que se va repitiendo de uno a otro de los familiares del difunto o que se interna en el corazón doliente del amigo, sin poder reprimir su sentimiento de dolor… y los recuerdos. La voz del autor se lamenta de que fueron nueve días los que tardó en acudir a Larache, tras el fallecimiento de Sibari, y sin haber podido recibir el libro que su amigo le iba a enviar: “Es un libro sibarístico – me anunció con su guasa habitual”.  

Las palabras ‘azules’ de esta estampa narrativa son: shrif, aixauas, darbukas, adecuadas para explicar los diferentes cargos, partícipes o instrumentos, propios de la manifestación religiosa citada. Con tanta explosión de gente y de cosas arrojadas por las ventanas al paso de la santa, nos dice el narrador, que “mi madre hubo de tirar de Mohamed Sibari, para sacarlo de allí, hechizado por el espectáculo”.

Segundo pilar: la azalá, las cinco oraciones al día. Contiene dos relatos: UNA SINAGOGA EN LA MEDINA y UNA PUERTA PINTADA DE AZUL. En primera persona de nuevo, el narrador autodiegético reconoce, en el primer relato, reverberaciones de la nostalgia, añoranza por el tiempo perdido/pasado. Es el Larache recordado de sus años de infancia, adolescencia y primera juventud, que tanto lo han marcado. Las tres religiones/culturas, que entonces convivían, parece que se han visto mermadas por la ausencia casi total de judíos sefarditas, tal como le contaba un amigo. Y es la voz del amigo la que reproduce todos esos recuerdos, con palabras azules, unas árabes y otras judías: esnoga, Netilat Yudaim, hiyab, Sefer Torá, jaquetía, hejal, tebá, sayada, barakalofi, hshuma. Todas ellas referidas a lugares, ritos, vestimenta, objetos, dialecto, púlpito, saludos o actitudes.

Con todo el trajín de visitas a la ciudad, al relator de ese desencanto, José Edery, se le olvidó “cumplir con la oración que había comenzado en honor de sus antepasados”.

En el segundo relato, que es el que da nombre a todo el libro, la voz que se “oye” es la de un narrador omnisciente, que nos presenta al actante sujeto, protagonista, Abdeslam, un comerciante poco religioso, pero que promete cumplir con los cinco rezos diarios y la visita a la Mezquita. La puerta de su establecimiento está pintada de azul. Las palabras que he destacado de este color son: Istiqlal, partido del que es miembro el comerciante. Movimiento político fundado años antes de la independencia de Marruecos, de ideología nacionalista. Precisamente, en el ‘mundo posible’ (E. Coseriu) de “La emperatriz de Tánger”, este grupo político también está presente. 

Otras palabras ‘azules’ son: grifa, fayar, chuparquía, almuédano, azalá; los saludos tanto en árabe (Salam Alekum), como en francés (Merci beaucoup). Todas intercaladas en lo narrado para ir señalando la trama: los recuerdos que Abdeslam tiene de las historias contadas por su abuela y las vivencias con su amigo de colegio, Omar (“a veces los encontraban en la playa y otras en un fondak, durmiendo como si fuesen vagabundos”). Medio dormido, en la puerta de su puesto del zoco, a Abdeslam lo despierta la voz del almuédano y le recuerda que había prometido, precisamente ese día, iniciar el rezo diario, la azalá. Una vez más, empatan con los sentimientos del autor los recuerdos del comerciante sobre su infancia y adolescencia, como si “perteneciesen a persona distinta”.

Tercer pilar: el Ramadán. En la Cuaresma católica, se trata de hacer sacrificios personales; penitencia, sobre todo, para imitar los cuarenta días de Jesús en el desierto, pasando hambre, sed, soledad y tentaciones del diablo. De igual manera, es precepto en el Islam el ayuno durante el mes del Ramadán. El creyente se ha de privar de comer y beber desde que amanece hasta que se pone el sol.

Contiene este pilar otros dos relatos: VISITA A RASHIDA y LA PEQUEÑA ZOUBIDA.

En el primero, vuelve la voz del yo narrativo, incluso con su nombre, Sergio, dicho por la anciana Rashida cuando le ve y lo reconoce, a pesar de padecer la enfermedad de Alzheimer. El contraste tan rotundo con las costumbres de ahora: el tiempo de su visita en Tánger, donde se ha trasladado la familia de su segunda madre, musulmana, y las que vivió en su infancia y juventud, cuando Rashida, por ejemplo, llevaba minifalda, es para el narrador/fautor “como si un huracán hubiera arrasado el pasado”.

Se produce en este relato otro “salto atrás” para recordar cuando Rashida entró a trabajar en un banco de Larache. (La misma entidad donde trabajaba el padre del autor). Palabras azules que adornan las secuencias narrativas sobre el Ramadán: Rashida se alisa su caftán mientras observa a su visitante. Este recuerda la mejor harira y el cuscús preparados por Rashida, durante el mes del sacrificio.

La voz del autor, en estas líneas finales del relato, provoca alguna que otra lágrima en el lector, cuando confiesa que hacía tres años que moría su madre y ahora “asisto a la ignominiosa pérdida de los recuerdos de mi madre musulmana”. Ha envejecido tanto que el tacto rugoso y seco de su piel la hace irreconocible. Ha sido raptada, nos dice, por espíritus malignos, los djinni.

Tal como nos lo cuenta el narrador autodiegético, parece que los que rodean a Rashida asistieran a un ensayo de su fallecimiento. Pero la anciana se mueve de un lado a otro, incluso llega a decirle a Sergio palabras emocionantes y que nos hacen pensar sobre esa enfermedad tan cruel: sé que te quiero mucho, pero no sé por qué.

(Interpolo la anécdota conocida del esposo que todos los días acude a la residencia donde su esposa está siendo atendida por padecer Alzheimer. Una persona le dice al esposo por qué venía a diario a visitarla, “si ella no sabe quién es usted”. A lo que el marido de la enferma residente le respondió: pero yo sí sé quién es ella].

Quizás Sergio sintió la misma sensación y hubiera respondido lo mismo a una pregunta similar. Es decir, aunque quizás “yo he dejado de existir para ella”, no ella para mí.

En “La pequeña Zoubida”, las palabras azules son: dariya, Iqraa, barmús, Lalla, Ramsar, beia y como en otras novelas del autor, un lugar repetido: Tlata de Reixana, pequeño pueblo donde su cultivan unos ricos melones y que dista pocos kilómetros de Larache. Llama la atención del lector, como en todas las novelas de Barce, la habilidad/destreza y sensibilidad en las descripciones. Para no hacer un spoiler (perdón por el anglicismo tan usado hoy) de este relato, solamente añadiré que las palabras destacadas como azules están al servicio de la intención del autor, que no es otra que la de destacar la valía de la protagonista, Zoubida, empleada desde los 9 años al servicio de los señores, doctor Zaidi y su esposa Lalla Latifa. El profesor Mustapha Lahchiri, también al servicio de esa familia, observa la situación de la pequeña Zoubida y de algunas injusticias sobrevenidas contra ella en ese hogar; la defiende, le da clases y descubre su talento para el dibujo.

Los recursos kinésicos de que hace uso el narrador son también indicadores de lenguaje, de actitud ante los acontecimientos de ambos protagonistas, el profesor y la pequeña Zoubida: sentimiento de vacío del profesor, que se reconoce en el dibujo/retrato que le hizo Zoubida: «facciones adultas, nariz recta, y esos ojos algo cansados, incluso esa minúscula mácula en la sien izquierda heredada de una pedrada en la niñez». Y los ‘kines’ en la joven Zoubida, con un embarazo de los de toda la vida, entre adolescentes que conviven en la misma casa, en este caso, el hijo de los señores y la sirvienta: «la boca descolgada, una mano al cuello», para indicar todo el nerviosismo y la decisión que habría de tomar ante el empuje/ánimo que le daba su protector, el profesor Lahchiri: “no te inclines ante nadie. Eres especial, y eres mujer”.

Es un relato extenso que, quizás, encierre todo un pensamiento múltiple: por una parte, contra el abuso de los señores respecto de sus empleados, en este caso, empleada ya al cumplir los 9 años. Desde que entró a trabajar para esos señores, Sidi Abdellatif Zaidi y Lalla Latifa, “jamás osó levantar la cabeza”. Y, por otra, a favor de las personas especiales, las mujeres. Curiosa bandera, enarbolada con palabras cargadas de función estética, cuando es bastante popular y extensiva la opinión de que el Islam subestima a la mujer.

[Pero cuando se hace un recorrido por la consideración/valoración de la mujer a lo largo de la historia de todos los pueblos, con culturas y religiones diferentes, se observan similitudes degradantes para ellas, si bien los tiempos modernos y, sobre todo, las naciones democráticas han resuelto las diferencias e injusticias en la relación hombres-mujeres. La Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer es un Tratado Internacional adoptado en 1979 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, si bien no todas las naciones del mundo se adhirieron a este Tratado].

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JOSÉ LUIS PÉREZ FUILLERAT con mis libros

El Cuarto pilar es la profesión de fe o Chahada, que contiene un solo relato: LA HERENCIA. Un narrador experto en anacronía: unas veces analepsis y otras recuperando el presente para volver al pasado. Dos personajes, Moisés, judío, que fue adoptado como abuelo por el musulmán Ibrahim. Dos hombres muy diferentes, pero que se llevaban muy bien. El actante sujeto de la acción es Rayan, nieto de Ibrahim que tiene que decidir vender o no unas tierras heredadas tras la muerte del abuelo. Tierras que han tenido almazaras, produciendo un aceite de oliva muy ponderado en la narración. Porque “el aceite es la vida”, se repite. En efecto, sabemos que es símbolo de pureza, espiritualidad y luz. En el cristianismo se emplea en las ordenaciones sacerdotales y en la extremaunción. También en la masonería, junto al trigo y el vino, forman la triada simbólica de fecundidad, vigor y resistencia. De ahí todo el canto al aceite en este relato, en el que, ante un notario, se decide la herencia que ha de decidir firmar el nieto Rayan.  

Y para todos estos contratos, actos serios, incluso acciones cotidianas, hay que contar con la ayuda de Allah. Así que la profesión de fe es obligatoria repetirla a cada instante: “Sólo hay un Dios, Al’lah, y Mahoma su profeta”. Aunque el judío Moisés no nombra a Al’lah, sino a Dio, como debe ser; es decir en su forma etimológica más correcta.

[Las palabras castellanas/romance proceden en su mayoría del acusativo singular latino. Así de Deum > Dio. Por eso, históricamente, los judíos han tachado a los cristianos de politeístas, pues al decir Dios, procedente del acusativo plural “Deos”, en puridad etimológica, va referida esa palabra a los dioses. No es así: se trata de una de las palabras que procede del nominativo latino. En este caso de Deus, influida por el Theos griego].

Por tanto, los únicos términos azules que hay en este relato son: chahada, la profesión de fe, que hay que repetir en los momentos oportunos, y hamman, baño para lavarse y purificar el cuerpo. También el santuario dedicado a la Patrona de Larache, Lalla Menana. No es extraño que vuelvan a citarse lugares de la ciudad del Lukus, que ya conocemos los que somos lectores fieles de las novelas del que vive y va recorriendo el mundo “larachensemente”. Con la debida lentitud de fino observador, que capta todo en sus pupilas y anota en su memoria cuanto ve, siente y comparte. Lugares como el Café Lixus o el Balcón del Atlántico. Es ese mismo Balcón que “El Nadador” abandonó, para buscar el Paraíso europeo, con las mismas dudas que Rayan tenía para desprenderse o no de las tierras heredadas.

El nadador, a pesar de que conocía “el poder devorador de esa playa tan estigmatizada”, se lanzó al mar. Exhausto, fue recogido por un barco de pesca. Y Hakim clamaba a sus marineros salvadores: “Anna ir a lispania”. Su fe no pudo completarse para llegar al santuario. Y tuvo que volver y “correr hasta la tienda de su padre, abrazarlo, abrazarlo estrechamente”.

Este fracaso mítico, contado por Sergio Barce en el relato titulado “El Nadador”, incluido en su libro “Paseando por el Zoco Chico” (2014) ha sido llevado a la pantalla, con guión y dirección de su hijo Pablo y premiado en la 20ª Semana del Cortometraje de Madrid, el 15 de abril de 2018, y con el Premio Forqué en 2020. Y como “Sólo hay un Dios, Al’láh, y Mahoma su profeta”, no se debe desfallecer, pues “apenas cierra Dios una puerta, ya tiene una ventana abierta”.

[En una nota reciente que el autor escribe en su Facebook, nos anuncia que escribirá algo sobre los actuales sucesos en Ceuta y Melilla, y que, precisamente, su relato “El Nadador” (y cortometraje de su hijo Pablo) también nos quiere decir que la felicidad no siempre se encuentra alejándonos, buscando un futuro desconocido, sino en el hogar familiar, en la patria de uno. Y yo añado: siempre que en esa “Patria de uno” haya igualdad de oportunidades y justicia social como para que los jóvenes se abran camino].

El quinto y último pilar/precepto del Islam cierra este exquisito, entretenido y empático/contagioso libro de Sergio Barce: el azaque (la limosna). Un solo relato, titulado CARA DE LUZ, es el más extenso del libro. Fechado, para situarlo en el tiempo y en el espacio, en Larache y en el año 2010.

Nos advierte el narrador que debemos hacer un esfuerzo en la lectura: los diálogos de los personajes están en dariya, el dialecto marroquí, salvo los que aparecen en cursiva, que han de ser leídos como dichos en español.  Comenzaré por citar dos nombres. Aunque se repiten los nombres de aquellos dos mozalbetes, Ahmed y Dris,  del primer relato con los de este último, se trata de mera coincidencia, derivada de lo usual que son en el mundo musulmán.

En éste, el Hach Ahmed el Ouazzani, ya con 80 años, cumple con la entrega del azaque a la Beneficencia musulmana. Se encuentra con Sibari, apoyado en sus muletas por problemas de diabetes. Una vez más, el autor omnisciente, se enmascara en el personaje Ahmed que, en su recorrido por Larache,  recuerda plazas, cines y se lamenta de que ya no es la ciudad que era. Conversan y comunica a Sibari, con alegría, que Maruja Gallardo, hija de Manuel Gallardo (“el motorista, el mejor hombre que he conocido”, dice Ahmed) ha venido a Larache a pasar unos días. Esto permite al narrador dar un salto atrás y recordar a la pareja formada por Antonio Barce y Maruja Gallardo, “Cara de Luz” (padres del autor, Sergio Barce).

Todo un relato cargado de palabra azules: el azaque comienza y cierra la serie, que abarca casi un tercio del glosario aclarativo de las páginas finales del libro y que dejo al lector para que las vaya interpretando, conforme avanza en la lectura: fayar, jaquetía, smen, rarif, jay, tleta, safi, wáha, kulshi misián, darbukas, ¡se haga el mazal!, saha, hiyab negro, rostro yebalí, mejaznis, yaban kuluben, nesranis, Incha Al’láh, bilati, susi, safi.

Se trata de un recorrido completo por Larache, recordando lugares (El Café Lixus, el Zoco Chico,  Cines Ideal, Avenida y Coliseo; Teatro España). Pero, sobre todo, la figura de Maruja Gallardo, “Cara de Luz”, rubia de 13 años, de la que se enamoró Antonio Barce, sirviendo Sibari de mensajero (celestino). Se recuerda con nostalgia a toda una pléyade de personajes de la historia pasada de Larache.

Dejo para los lectores, la actitud del Hach Amed, arrepentido de no haber dado limosna a una mendiga: “lleva cuarenta y siete dirhams y no has sido capaz de darle uno solo a esa mujer” (voz del narrador). Tampoco pudo acudir al encuentro con ‘Cara de Luz’. Mucho arrepentimiento y promesas de ir a la mezquita, dar limosna y rezar.

Las páginas finales son muy emotivas.

Málaga, martes 25 de mayo de 2021 

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