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VIDEO DE LA EXPOSICIÓN «LARACHE/AL-ARAICH. ENTRE LA MEMORIA Y EL PRESENTE»

Este es el vídeo de la Exposición
Larache / Al-Araich. Entre la memoria y el presente
de la fotógrafa larachense Gabriela Grech

Para verlo, pincha en el siguiente enlace: 

https://www.youtube.com/watch?v=hhkipda4e6g&index=1&list=PLmAw6SZis81JZOJ-Vke5v71S6vx8Mu_9g

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LARAICH 1

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«GUSANOS DE SEDA», UN RELATO DE SERGIO BARCE

Como mañana viernes, día 5 de diciembre, a las 19:30, en la Librería Diwan, el periodista y escritor Javier Valenzuela presenta mi libro de relatos Paseando por el Zoco Chico. Larachensemente (Jam Ediciones – Valencia, 2014), en compañía de Rajae Boumediane y de Ange Ramírez, me permito reproducir uno de los cuentos que forman parte de este libro. Es una manera espero que sugerente de invitaros a que acudáis a este evento.

El relato está dedicado a mi madre, que hace ya cuatro meses se marchó para siempre a su paraíso de Larache. Es una de las pequeñas anécdotas que guardo de ella, de las que se quedan conmigo, y de las que sin ninguna duda Carlitos Tessainer se acordará perfectamente.

cartel

GUSANOS DE SEDA

Mi madre me traía de tarde en tarde una caja con gusanos de seda, que se escondían sin prisas entre hojas de morera. Me gustaba verlos moverse lentamente entre las verdes hojas, como si contaran con todo el tiempo del mundo para hacerlo. Mi madre se los comprobaba a una mujer de Beni Gorfet, la que se instalaba siempre en el suelo, en uno de los laterales de la Plaza, y que ofrecía a la venta, sobre su estera de esparto, queso de cabra, yerbabuena y hojas de morera con gusanos de seda.
Cuando las orugas acababan de devorarlas, igual que termitas voraces e insaciables, tiraba los restos que quedaban en el fondo de la caja de cartón, ya mustias y casi podridas, y me daba dos pesetas para que comprara nuevas hojas de morera. En cuanto las metía en la caja, los gusanos, que parecían unos ciegos que se moviesen por el olfato, volvían a comer sin descanso.
Semanas después, se iban formando ya los primeros capullos. Yo observaba el curioso espectáculo como si fuera Gulliver estudiando pacientemente cómo los liliputienses construían sus casas, pero con la diferencia de que estas orugas se iban enterrando vivas en sus ovalados féretros de seda, unos amarillos y algunos anaranjados, y me hacían pensar en diminutos faraones embalsamados. Les llevaba unos tres días terminar el proceso, hasta quedar completamente aislados en sus frágiles capullos que yo tocaba con la yema de mis dedos, temiendo que se deshicieran o que pudiera aplastarlos por accidente.
Solía instalarme en la terraza superior del edificio donde estaba mi casa, en la calle Mulay Ismail, y me sentaba junto a la caja de cartón. Movía los capullos, los agitaba con suavidad, pero parecían contener solo aire y vacío. Cuando me aburría dejaba la caja en cualquier parte y me iba a los jardines a capturar renacuajos.
Dentro del capullo, la crisálida eclosionaba un día y, de pronto, los féretros liliputienses comenzaban a resquebrajarse, el tejido denso y enmarañado se iba desmadejando hasta dejar escapar a las mariposas, que nosotros llamábamos palomitas; era el instante anhelado, el más emocionante, el más increíble de todo el proceso.
Resultaban bastante torpes al comienzo, y por el aspecto diríase que no habían cesado de alimentarse en todo ese tiempo en el que habían sobrevivido en la oscura cavidad del capullo. Trataban entonces de volar, ensayando despegues tan torpes como inútiles, aleteaban girando sobre sí mismas, golpeándose contra las paredes de la caja de cartón. Mientras, el rumor del acantilado me envolvía sugestivamente.
Durante días, las mariposas macho trenzaban movimientos compulsivos, ansiosos por copular, mientras las hembras, palomitas más grandes y perezosas, parecían esperar con paciencia a ser tomadas al asalto, resignadas al ciclo inevitable. El cortejo de esta especie es pedestre y primitivo: la hembra está parada sobre su vientre, petrificada, y el macho se limita a unir su abdomen con el de ella, una especie de penetración sin prolegómenos, fría y mecánica. Yo los veía entonces quedarse tan quietos que a veces creía que habían dejado de respirar, pero continuaban así copulando, sin un mínimo movimiento, durante varias horas. Es de imaginar que no sufrían demasiado desgaste físico. Solo a veces veía moverse a algunas, como si trataran de ajustar mejor sus cuerpos (imagino que eran las parejas más picaronas). En todos los casos, el macho, una vez que había satisfecho a la hembra que pocas horas antes había asaltado sin el más mínimo miramiento o consideración, la olvidaba y buscaba a otra que, por supuesto, aún fuera virgen, y repetía su hazaña febril (aunque tan poco imaginativa como la precedente), y dejaba a su conquista anterior compuesta y sin novio, destinada a parir huevos diminutos, amarillos y pegajosos, que se esparcían como pepitas de oro por el fondo de la caja. Luego, la parturienta moría sola y olvidada.
Y así comenzaba de nuevo la historia… Sin embargo, en algún momento de todo este ciclo que volvía a repetirse ineludiblemente al dictado de esa ley no escrita pero inviolable de la naturaleza, yo perdía el interés y la caja de cartón pasaba a manos de algún amigo o quedaba a merced del destino. No lo sé con certeza. Pero meses más tarde, mi madre aparecía de nuevo en la casa con otra cajita de cartón llena de gusanos de seda que le había comprado a la mujer de Beni Gorfet, la que se instalaba siempre en el suelo, en uno de los laterales de la Plaza, y que ofrecía a la venta, sobre su estera de esparto, queso de cabra, yerbabuena y hojas de morera con gusanos de seda.

Sergio Barce

Mi madre y yo, con mi hermana, cruzando el Lukus en barca

Mi madre y yo, con mi hermana, cruzando el Lukus en barca

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LARACHE TOMA MADRID AL ASALTO…

Los larachenses vamos a tomar Madrid los próximos días. Llenaremos las calles de azahar, y llevaremos el olor del salitre, de Ain Chakka y de la otra banda, se oirán chirimías, tambores y bandurrias, teñiremos las fachadas de azul y blanco, y se escucharán, a lo lejos, las olas rompiendo bajo el Balcón del Atlántico…

Aquí tenéis la prueba…

Foto de Gabriela Grech - perteneciente a la Exposición LARACHE / AL-ARAICH

Foto de Gabriela Grech – perteneciente a la Exposición LARACHE / AL-ARAICH

Este jueves, 4 de diciembre

a las 19:30 horas

en La Fragua de Tabacalera (Madrid)

calle Embajadores, 51

«Larache/Al-Araich. Entre la memoria y el presente«

Exposición de la fotógrafa larachense

GABRIELA GRECH

pda_grech

Y el viernes, 5 de diciembre,

a las 19:30 horas

en Librería Diwan

Pasaje del Alguacil, 6

el periodista y escritor

Javier Valenzuela

presenta mi libro de relatos

PASEANDO POR EL ZOCO CHICO. LARACHENSEMENTE

cartel

¡Madrid es nuestro!

 

 

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ASÍ FUE LA PRESENTACIÓN EN CÓRDOBA DE «PASEANDO POR EL ZOCO CHICO. LARACHENSEMENTE»

PASEANDO POR EL ZOCO CHICO - cubierta

El viernes pasado se presentó mi libro de relatos Paseando por el Zoco Chico. Larachensemente, en el Conservatorio Profesional Músico Ziryab, en Córdoba.
Cuando entramos, un rumor de agua, el de una fuente, susurraba como fondo, creando ya desde el inicio ese ambiente encantado y encantador de los patios árabes. Durante todo el acto, esa caída de agua ronroneante nos hizo compañía, y el efecto fue precioso.

Antes de comenzar, los asistentes llegando al auditorio del Conservatorio Profesional Músico Ziryab

Antes de comenzar, los asistentes llegando al auditorio del Conservatorio Profesional Músico Ziryab

El director del conservatorio, Ernesto Blanco, que cuidó hasta el más mínimo detalle, prueba de su afecto y de su amistad, comenzó dando lectura a dos pequeños textos: el que Gabriela Grech ha incluido para la presentación de su exposición fotográfica que se inaugura el 4 de diciembre en Madrid, y otro que Ernesto me había encargado para resumir en unas líneas cómo fue la convivencia de las tres culturas en el Larache que conocimos en nuestros años. Lo leyó todo con mucha emoción, mientras en la pantalla que teníamos detrás aparecía la letra del poema escrito por Carlos Tessainer titulado: A Larache.
De pronto, todo era larachense en ese magnífico espacio cedido tan generosamente para presentar el libro. Y todo transcurría larachensemente.

El cantaor Juan Zarzuela y el guitarrista Gabriel Muñoz interpretando "A Larache" de Carlos Tessainer

El cantaor Juan Zarzuela y el guitarrista Gabriel Muñoz interpretando «A Larache» de Carlos Tessainer

Ernesto Blanco lo había planteado todo como una grata y cálida sorpresa, y lo consiguió. Cuando presentó al guitarrista Gabriel Muñoz y al cantaor Juan Zarzuela, estaba convencido de que nos brindarían algunos temas flamencos de su repertorio, pero me equivocaba. Habían estado trabajando esos días para convertir el poema de Carlos Tessainer en una original bulería. Espectacular. Gabriel tocó de una manera brillante, y Juan Zarzuela dejó el alma en su interpretación. Además, la composición musical era sencillamente fantástica. Vibramos con la letra, con la música y con la voz.

Interviene Ernesto Blanco

Interviene Ernesto Blanco

A continuación, tanto José Sarria como Manuel Gahete entraron a analizar mi libro. Y como no podía ser de otra manera, lo hicieron insuflando cada palabra de poesía.

No sé cómo expresar la admiración y el respeto que me merecen. También ellos derrocharon la generosidad que los caracteriza, y me regalaron su categoría intelectual y los detalles de su amistad. Me sentía un privilegiado al escuchar sus palabras. José Sarria me emocionó en algunos momentos. Había preparado una presentación en la que, de manera muy natural, insertaba párrafos de mis relatos, y llegó a conseguir que mis historias me llegaran como si no las hubiera escrito yo sino alguien que me observaba desde el tiempo. Hube de tragar saliva en varias ocasiones. Me tocó de lleno. Y luego, Manuel Gahete cogió el testigo y abrió nuevos secretos que, sin que yo lo supiera, habitan en mis cuentos. Ya advirtió de que era inevitable que algunos detalles se solapasen entre lo que había dicho José Sarria y lo que él iba a desgranar, pero no obstante demostró que, aun siendo eso cierto, era capaz de sacarle otro jugo a mi libro. Estuvieron brillantes, lo que tampoco me podía sorprender.
(Tras esta breve crónica tenéis los textos completos con sus intervenciones, ya digo que vibrantes y brillantes)

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Entre los asistentes, como siempre, buenos amigos, y algunos larachenses. Tal y como dije en mi intervención, que cerraba el acto, tenía en la sala a dos de los personajes que aparecen en algunos de los relatos: Miguel Álvarez y Charo Matamala. Las anécdotas brotaron naturalmente. Parte de mi familia. Emocionante, por muchas razones, volver a encontrarnos y revivir, aunque fuera a través de los relatos, aquellos inolvidables años de Larache.

(Al final de este post, tenéis una pequeña galería fotográfica que iré actualizando a medida que me lleguen las imágenes).
                                    Sergio Barce, noviembre 2014

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Interviene José Sarria

Interviene José Sarria

Paseando por el Zoco Chico

visto por José Sarria

El escritor es el único ser que llega a alcanzar la conciencia de haber sido expulsado del Paraíso. Es capaz de ver -más que de mirar- que nuestro destino es un desarraigo, una “excursión hacia la muerte” (al decir de Benedetti) que tiene su inicio con el exilio del Edén.

El poeta chileno Nicanor Parra lo describió magistralmente en su poema Advertencia al lector: “El cielo se está cayendo a pedazos”. Desde esa posición, todo creador pretende establecer un nuevo orden, su personal cosmogonía, mitificación de una armonía que ha de regir, a partir de ese instante, su mundo propio.

Dice la Sagrada Escritura que Dios necesitó de seis días y sus seis noches para fundar su universo: la bóveda celeste, los océanos, las semillas y árboles según su especie, los seres vivientes de la tierra y los mares y, al fin, el hombre a su imagen y semejanza. Nuestro escritor, Sergio Barce, que no posee la omnipotencia del Todopoderoso, se ha entregado –por imitación al Hacedor- al trabajo hercúleo de reconstruir su particular orbe, desde el vigor y la resistencia de los héroes y los titanes.

Sergio, nació en la ciudad norteafricana de Larache, en el año 1961, y como otras familias españolas que vivían en la zona del Protectorado español de Marruecos, la suya se ve obligada a abandonar la que durante décadas había sido su casa, su tierra. Esta “expulsión” del Jardín de las Hespérides, de su particular Paraíso, va a significar para el escritor la imperiosa necesidad de volver a crear su mundo, de volver a restablecer el orden perdido. Y a esa tarea se encomienda durante, no seis días, sino quince largos e intensos años para ofrecernos, hoy, este su nuevo universo, la recreación de su personal Edén, a través de treinta relatos que reconstruyen, con la paciencia infinita de un taxidermista, desde el caos de los recuerdos, desde las cenizas del olvido, una ciudad elísea en donde conviven Mina, la negra, esa que “tenía una piel tersa, oscura, heredada de sus antepasados que vinieron de más allá de Chinguetti y aún más allá de Tombuctú”, sus padres paseando con el carabina de Mohamed Sibari, Luisito Velasco, Javier Lobo, Lotfi Barrada, César Fernández o Pablo Serrano: el escuadrón de la muerte que recorría libremente las calles de Larache al llegar el mes sagrado del Ramadán, o el carrillo del señor Brital, apostado a la puerta del Cine Ideal, codiciado tesoro del que afloraban las garrapiñadas en cartuchos de papel estraza. Brital nunca visitó la sala de cines, pero al igual que Sergio Barce había “visto otros mundos a través de los ojos de los niños”.

Sergio se convirtió en el “moro” (así lo bautizó “El Pichi”, hermano marista de su primer colegio malagueño), en el proscrito que cruza el Estrecho con su familia en aquel Renault 10 amarillo, cargado del miedo a la frontera, tras el abandono de la “ciudad de oro”, Larache, Al-Arà´is, el jardín de las Flores, espacio mitificado y edénico, cuya luz hace que “quedes atado de por vida”: el Balcón del Atlántico, “la aventura que suponía cruzar en barca la desembocadura del río –Lucus-, percibir el olor a pescado y a especias que bajaba de las escalinatas del Mercado Central”, “el té con flor de azahar que tomaba bajo la sombra del Castillo de las Cigüeñas”, los dulces de chuparquía, las lágrimas de Abdellazziz Hakhdar –quien sembró en Sergio el espíritu del hannan– o la dulce melodía de Mamy Blue que sonaba diferente en los labios de Fatimita.

A lo largo del destierro Sergio Barce dejó de ser “el rubio” para transmutarse en un magnífico novelista: la mano creadora de un querubín que iba a desafiar el destino del exilio de los dioses. En el año 2000 publicará su primera novela, En el Jardín de las Hespérides, en 2004 vio la luz su segundo libro, en esta ocasión una colección de relatos, Últimas noticias de Larache y otros cuentos, en 2006 su novela Sombras en sepia, en 2011 se edita Una sirena se ahogó en Larache y en julio de 2013 ve la luz su quinto libro, la novela El libro de las palabras robadas.

Ha sido Primer Premio de Narrativa de la Universidad de Málaga, con el cuento El profesor, la vecina y el globo de plástico, ganador del Primer Premio de Novela Tres Culturas de Murcia con Sombras en sepia y Finalista del Premio de la Crítica de Andalucía con Una sirena se ahogó en Larache.

Pero Sergio precisa de continuar su ciclópea obra, la de consumar la edificación de su particular universo. Por ello, finalmente, en el presente año nos hace entrega del texto que nos convoca, Paseando por el Zoco Chico, larachensemente.

Un libro que sintetiza, a la perfección, el verso del poeta granadino Fernando Valverde: “Podéis mirar el mundo –o mi mundo- a través de mi llanto”. Sergio ha cerrado el círculo, el lugar en el que se concita el dolor humano de los expulsados, desde la recreación de la narrativa del recuerdo y del naufragio por lo que contemplan sus ojos, optando por construir, desde un acendrado intimismo, un texto épico, heroico y solidario en el que todos los recuerdos, la experiencia vivida y el acontecer del pasado se engarzan como un magma lírico para constituir al relato, desde la memoria universalizada, no como fragmento de la vida del autor, antes bien como realidad transfigurada. La historia deja de ser un simple acta notarial, mera crónica autobiográfica, para evolucionar con el recurso de la memoria, de donde van emergiendo y resucitando personajes, recuerdos, imágenes, experiencias, el abuelo Manuel y la abuela Salud, la nueva casa de la Unión Bancaria Hispano Marroquí, el bazar de El Hachmi Yebari, las arquerías y cafetines de la antigua Plaza de España, el guerrab a la entrada del Zoco Chico o el poster de Eddy Merckx escalando la montaña, enfundado en su maillot amarillo, que presidía la tienda de bicicletas del señor Yasim.

Escribía Jaroslav Seifert que “recordar es la única manera de detener el tiempo”. Sergio Barce posee el talento de contar las experiencias para hacer posible el conjuro del milagro creativo: la inmortalidad de los personajes y los espacios desde el instante en que nuestro autor logra universalizar a los protagonistas, a los lugares vividos y convertirlos en nosotros mismos, hacer posible que nos identifiquemos con ellos de tal manera que nos llevan, también, a nuestros recuerdos, y nos sanan, y nos redimen, y nos salvan. Sergio ha detenido el tiempo, rescatando del salón del olvido a todos aquellos que conformaron su infancia y su adolescencia para hacerlos inmarcesibles.

El mundo, su mundo, ha sido creado, concluido y “esta tarde solo hay tiempo para caminar, solo hay tiempo para dejarse llevar, no hay destino, no hay prisas; la Medina de Larache te arropa, tranquila, amablemente, y vuelves a ver otro espectro que te saluda con la mano y te sonríe, igual que hacía tu abuelo cuando te esperaba en la calle Real, otra vez en la calle Real, con todos ellos…”. La abuela Salud ya se ha marchado, y la madre, y Sibari. Pero siguen junto al Balcón del Atlántico, por siempre, contemplando el azul oceánico, respirando la brisa de un mar que les pertenece. “El Café Central de la Plaza de la Liberación sigue cerrado. Ya no hay mesas alrededor de su fachada. Tampoco hay voces pidiendo a Hamid té, café o una botella de agua Sidi Alí. Ya no hay nadie que pida permiso para sentarse al lado de Sibari, ni de ninguno de los parroquianos habituales”. A pesar de ello, hoy han vuelto. Sergio los ha convocado y al conjuro del dios rebelde van tomando asiento y ocupando los espacios, las calles, las plazas. Incluso hay quien afirma que la señora que caminaba delante de todos ellos, puntual, cada tarde, altiva, orgullosa, con una chilaba negra ceñida, los ojos inmensos enmarcados con el khol y de labios afrutados: una diosa, una estrella caída del cielo, como la llamaban Abderrahman Lanjri, Tribak, Kasmi o Yebari, se ha convertido en un ángel, en una musa que sigue paseando su hermosura ante tan ilustre concurrencia, gracias a la mano vivificadora de Barce.

En Larache han resucitado los recuerdos de Sergio Barce. Allí queda “una silla junto al portal del edificio del Café Central. Una silla abandonada que nadie ocupará jamás”. Pero existen, junto a los vacíos, los sueños del novelista, su mundo, la antorcha que mantiene vivos lugares y personajes, un Paraíso que los rescata hoy y siempre y los hace eternos e inmortales. Larache es la nueva Jerusalén en donde sigue esperando el poster de Eddy Merckx, la “sonrisa endiamantada” de su madre, un cuscús recién cocinado por Mina o las películas francesas del Cine Ideal, en una ciudad de oro a la que “quedas atado de por vida”.

Y ahora -siguiendo la hospitalaria invitación del señor Beniflah-, todos los que quieran pasar, que entren. Todos los que deseen comer, que pasen”.

Este es el mundo que Sergio Barce ha creado para todos, su legado, el testamento que ha construido a lo largo de quince prodigiosos años y que nos entrega como testimonio de resistencia “a través de los ojos del niño que fue”, tal y como le enseñó Brital, el vendedor de chucherías.

Ahora, alcanzado el séptimo día, el creador de mundos, Sergio Barce, toma asiento en alguna de las sillas vacías del Café Central, escucha, larachensemente, las bromas de Sibari y de Akalay y sonríe satisfecho. Saborea un té con flores de azahar, mientras suena de fondo, diferente, angelical, la melodía de Mamy Blue, y vuelve a sonreír porque sabe que su misión ha terminado.

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Interviene Manuel Gahete

Interviene Manuel Gahete

Paseando por el Zoco Chico
Larachensemente
visto por Manuel Gahete

Resulta redundante volver a insistir en la prodigiosa capacidad narrativa de Sergio Barce que ha quedado palmariamente demostrada en todos y cada uno de sus libros precedentes, creando un universo privativo cuya exégesis ha sido perfectamente desentrañada por José Sarria, a quien me une, desde hace mucho tiempo, la pasión por la palabra y por la vida. Casi desde sus inicios he seguido la trayectoria de Sergio Barce al que he visto crecer en expresividad narrativa y horizontes temáticos. Con idéntica maestría ha manejado los asuntos costumbristas, el relato sentimental o la novela con tintes de misterio, creando atmósferas singulares que determinan un estilo.
Ahora nos enfrenta a un conjunto de treinta relatos plenos de humanidad y tallados por el buril más diestro en belleza literaria. Tanto el breve prólogo del autor como la portadilla nos revelan que se trata de una colección de textos escritos en el transcurso de quince años, algunos ya publicados en libros, revistas o su propio blog, envidiablemente activo, y otros inéditos que, por su eje temático, la ciudad de Larache, debían publicarse compilados.

Paseando por el Zoco Chico. Larachensemente aviva mi imaginación. Aunque para su autor representa la evocación de un espacio conocido, la impronta de las sensaciones y emociones que regresan a la memoria de lo ya aprehendido y entrañado; para quien les habla es un viaje por regiones abiertas a nuevas sensibilidades y miradas, relatos donde se narran experiencias y se describen personajes ajenos al transcurso de esta cotidianidad a la que nos habituamos muchas veces por inercia o desidia, o tal vez no tan lejanos ya que las huellas del contagio reflectan todavía en los lucidos azulejos, tan andaluces y tan marroquíes; una estrecha relación que nos funde de idéntico modo en el recuerdo de un taller de bicicletas como en la añoranza del abuelo Manuel, y nos busca tan dentro de nosotros que tal adentramiento me provoca una fascinación inusitada, el utópico anhelo de las culturas conviviendo pacíficamente sobre credos y lenguas.
Puedo decir que mi corazón y entendimiento se han enriquecido dejando que calen en ellos las emocionantes historias relatadas por quien las ha vivido intensamente y las ha recreado como materia de escritura tras la lenta e imperceptible metamorfosis que va deshaciendo la incertidumbre en certeza, la intemperie en cobijo y la inconsciencia en profundidad; hechos reales reconstruidos en el crisol de la palabra, amasados en el cosmos vívido de la literatura, pese a todas las controversias, la más fiel aliada de la historia. Pero también me ha ayudado a comprender al otro, lo que en definitiva conduce al famoso adagio clásico que nos incita inexorablemente a conocernos, con el firme propósito de convertirnos en personas más abiertas, tolerantes, solidarias y generosas.
Y esto acontece porque cada relato modula una vibración humana capaz de conmovernos, ya sea la minuciosa descripción de los ambientes, los trazos efectivos de los personajes o la delicada filigrana que va enhebrando caracteres y espacios en una fascinante mezcla de desolación y ternura. E hilvanando el entramado del discurso, punzadas rutilantes de vocablos que estallan en nuestros oídos como trizas de nieve, como briznas de fuego: tyyar, hezira, jay, guerrab, susi, litam, bacalito, jaique, djinn, aduar, bálak, tzáyer, harira, chuparquía, yámâ, ayi, flus, barakalofi, khol, shukran, mejaznis, hannan, safi.

Larache se convierte en el centro del universo. La luz blanca, húmeda, salada, límpida, transparente, casi pura, embarga las razones de la dolorosa despedida, obliga al retorno necesario, enerva el carisma de las evocaciones donde campea con inefable ímpetu la sensación de que todo ese mundo te pertenece. Y sobre este territorio insondable, que se alumbra de pronto como si la noche fuera incapaz de proteger su sueño, los personajes y sus pasiones fluyen desbordantes, mezclando lo narrado con lo vivido, el autor con el agonista, la actualidad con la memoria, el recuerdo con el olvido, porque –como escribía Shakespeare– “conservar algo que me ayude a recordarte, sería admitir que te puedo olvidar”.

Acudo a las palabras de Sergio Barce para penetrar en los misterios: “Me sorprende qué es lo que retenemos en nuestra memoria”. Pero más arcano incluso es lo que somos capaces de expresar ya que en definitiva toda obra literaria es un problema de expresión y su lenguaje aspira a revelar emociones, a perseguir sueños, a recobrar imágenes, impresiones virtuales en definitiva que pasan de ser meramente referenciales a altamente connotativas, dejando expeditos la exultación, el pesar y la añoranza, claves axiales en la narrativa de Sergio, que bascula con sonora armonía entre el compromiso de la ética y el esclarecimiento de la estética.

Así en El corazón del océano restalla el deseo tácito de restituir algo de lo que recibimos por quienes somos amados, ese aliento conquistable por devolvernos el paraíso perdido. Salvando las distancias y desde concepciones confrontadas, el anciano Rachid, delgado y seco, en cuyas manos podían leerse los años pasados bajo la intemperie, silencioso y temblando, con la mirada entregada al crepúsculo, me recuerda al viejo pescador de Hemingway, flaco y desgarbado, cuyas manos traslucen hondas cicatrices, dormido de bruces en su cabaña, soñando con leones marinos. Y junto a ellos la vigilia de los jóvenes luciendo como un sol inmarcesible. Idéntico deseo de lealtad inquebrantable que trasparece en la doliente historia de Ruth y de Jacobi; o las gestas singulares de Hakim, el nadador porfiado que se renueva de su oscuro lastre bajo el graznido de las gaviotas, y el indómito Abdelhamid, salvado por los ojos negros e inmensos de Zhora, liberándose de los oscuros cantos de sirenas, asumiendo heroicamente su destino.

Pero también la tragedia de la soledad y el irreparable paso del tiempo nos estremecen mientras nos adentramos en la historia de Mimo, la vieja vendedora de zanahorias, higos y hierbabuena, arrastrando la dolorosa pérdida de su compañero Mustapha, desaparecido detrás de los montes, y la de su hijo Ibrahim, muerto en el campo de batalla. La elegía empapa como un denso velo estos relatos, porque dialogan con la vida inmisericorde que torna el oro en ceniza y la carne en hueso demolido, el escuálido esqueleto del bosque de la Ghaba, poblado en otro tiempo de jabalíes indómitos y aves imperiales, la osamenta envejecida de una ciudad donde podían contemplarse chicas marroquíes de labios carnosos, pintados de rojo eléctrico, con minifaldas imposibles y tacones de vértigo, una ciudad en la que parece haber muerto la poesía; que se lleva la juventud convirtiendo al enérgico Brital en un viejo torpe y limitado arrastrando el carrillo de las garrapiñadas frente al cine Ideal esperando, infructuosamente, que alguien le regale un par de entradas para ver algunas de aquellas películas míticas del celuloide que el joven viejo Brital solo conoce a través de los ojos de los niños. O la historia de Mina, la negra, la de los grandes pechos de aguamarina, con aire de hechicera africana, maltratada por el marido perpetuamente borracho. O la joven cautiva litigando entre la excitación del adolescente que contempla su cuerpo desnudo y el dolor que llegará a producirle la pérdida irreparable de su rozagante belleza.

Barce rememora los días de Larache, ecos de su memoria, recuerdos que parecían perdidos: los anocheceres con los amigos en el mes de Ramadán; el amor infantil de Fátima, de Fatimita y todas aquellas niñas que acompañaron el instante de la niñez poblado de fantasías, deseos y gusanos de seda; la historia resumida de Mohammed, el niño de Alhucemas, que tanta impresión me causó cuando leí la versión íntegra en ese conmovedor texto sobre “La vida cotidiana durante el Protectorado en la ciudad de Larache” en la magna obra sobre el Protectorado español en Marruecos que tuve el honor de coordinar y editar; la seguridad y grandeza que destilaba el jardín de las flores, deshechas en pequeñez e incertidumbre entre los muros del adusto colegio malagueño; el precioso relato de Dukali, corriendo sin aliento para llevar a su madre adoleciente el regalo de la luna llena; los ejercicios de remo con Abdussalam, el de las venas henchidas que imitaban un paisaje lunar de ríos y mares, de sal y de fango; las amenas tertulias entre la terraza del Central y la Casa de España en compañía de otros amigos y creadores de la Asociación de Escritores Marroquíes en Lengua Española: el fraternal Abdelazziz Hakhdar y los tres Mohamed –Laabi, Akalay, Sibari–, que llegaría a convertirse en el escritor oficial de Larache, como comentaba con Ernesto Blanco, difícil de imaginar sin su presencia.

Quedamos emplazados, Sergio amigo, a pasear larachensemente por el Zoco Chico, grabando el disco que nos venga en gana, sintiéndome contigo ciudadano del mundo, porque nadie es forastero en el Al-Ándalus de Larache, la antigua Lixus, en la orilla derecha del estuario del río Lucus, donde Estrabón emplazaba el mítico Jardín de las Hespérides. Y tú lo sabes bien porque eres de allí, porque así lo has vivido. Y yo lo sé también, viviendo donde vivo, en esta Córdoba que vela la leyenda de Medina Azahara, donde –si puedes adentrarte en el silencio– se escuchan todavía los rezos hebraicos, las plegarias cristianas, las aleyas islámicas. Larache y Córdoba, bajo una misma luz, donde deambulan con su equipaje íntimo de humanidad solidaria los últimos herederos de Al-Ándalus.
Enhorabuena, amigo, y muchas gracias.

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Galería fotográfica de la presentación en Córdoba…

Antes de comenzar: Ernesto Blanco, Manuel Gahete, José Sarria y Sergio Barce

Antes de comenzar: Ernesto Blanco, Manuel Gahete, José Sarria y Sergio Barce

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Sergio Barce y Charo Matamala

Sergio Barce y Charo Matamala

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Diego, Sergio y Natalia Vallés

Diego, Sergio y Natalia Vallés

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Sergio Barce y Ana Berrocal

Sergio Barce y Ana Berrocal

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Wendy, Sergio Barce, Miguel Alvarez y Ernesto Blanco

Wendy, Sergio Barce, Miguel Alvarez y Ernesto Blanco

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Sergio, Berry, Jose, Larisa, Manuel y Ana

Sergio, Berry, Jose, Larisa, Manuel y Ana

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MADRID – 4 DE DICIEMBRE – INAUGURACIÓN DE LA EXPOSICIÓN «LARACHE/AL-ARAICH» DE LA FOTÓGRAFA LARACHENSE GABRIELA GRECH

El próximo 4 de diciembre

en La Fragua de Tabacalera (Madrid)

«Larache/Al-Araich. Entre la memoria y el presente»

Exposición de la fotógrafa larachense

GABRIELA GRECH

pda_grech

«Mi vida en Marruecos, que arranca unos años después de su independencia, rebosa de topónimos que resonaban mágicamente en mi imaginación: nombres como el Jardín de Las Hespérides, la playa de Ras R´mel, la Torre del Judío, la Ainjarcha, el colegio Yehudá Halevy o el Castillo de la Cigüeña enuncian y esbozan la sociedad mestiza en la que crecí. Este andamiaje cultural y religioso, que hoy se nos puede antojar ingenuamente quimérico, era tan cotidiano que ni siquiera nos lo cuestionábamos, porque constituía la esencia de nuestra idiosincrasia. Y a todos los que allí vivimos, Larache nos legó ese universo plural tan enriquecedor y estimulante que, sin duda, ha determinado mi mirada sobre el mundo que me ha tocado vivir y mi manera de relacionarme con él.»
                                                                       Gabriela Grech

Gabriela Grech, Sergio Barce & Emilio Gallaego

Gabriela Grech, Sergio Barce & Emilio Gallaego

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