Archivo de la categoría: MIS OBRAS

FRAGMENTO DE «SOMBRAS EN SEPIA», UNA NOVELA DE SERGIO BARCE

 

Este es el comienzo de mi novela “Sombras en sepia” (Editorial Pre-Textos), que se publicó en 2006 y que obtuvo el Premio de Novela Tres Culturas de Murcia.

Se había jurado mil veces dejar el pasado atrás, olvidarlo y, no obstante, en los últimos meses no había podido evitar verse desbordado por la nostalgia. Abel Egea llevaba sentado en el interior de su coche casi toda la tarde y le sorprendió el anochecer. Había estado llorando, pero no se había dado cuenta hasta que se pasó una mano por le mejilla, cuando los dedos se le empaparon con las lágrimas mudas que habían escapado sin pedirle permiso. Se las secó con un pañuelo que llevaba en el bolsillo del pantalón y, mientras lo hacía, no pudo evitar el pensar que tal vez sólo eran fruto de su imaginación. Hacía un tiempo que Abel vivía acompañado por la presencia inquietante de las ausencias y por la inesperada intromisión de un horizonte imposible. A veces, llegaba a detestarse, aunque no solía tomarse demasiado en serio y acababa por saciarse con unas copas de vino navarro o con un aquelarre de bebidas mezcladas.

Decidió marcharse de ese lugar que lo atrapaba entre invisibles redes de tristeza. Giró la llave de contacto. El motor bostezó, sin ganas. Lo intentó una segunda y una tercera vez, sin éxito en ambas ocasiones. Trató de arrancar de nuevo, pero el motor, obtuso y pertinaz, ni siquiera hizo un mínimo amago por ponerse en funcionamiento. No tenía batería. Abel se quedó quieto, con las manos apoyadas en el volante, como guantes inertes que colgaran de ahí. No tenía fuerzas para salir del vehículo. Ni siquiera guardaba ánimos para bajar la ventanilla y dejar que entrase aire fresco. No tenía ganas de nada. Absolutamente de nada.”

   

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LA EMPERATRIZ DE TÁNGER

Mi novela «La emperatriz de Tánger» (Ediciones del Genal), se publicó en el año 2015 tras haber sido Finalista del XVII Premio de Novela Vargas LLosa y del XXII Premio de la Crítica de Andalucía de Novela.

Y ahora, curiosamente, diez años después, según publica el diario SUR del pasado 25 de octubre de 2025, «La emperatriz de Tánger» ocupa un lugar muy alto entre los libros destacados en Málaga.

¡Larga vida a La emperatriz de Tánger!

        

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UN FRAGMENTO DE «EL MIRADOR DE LOS PEREZOSOS», DE SERGIO BARCE

Uno de los relatos que forman parte de mi libro «El mirador de los perezosos» (Ediciones del Genal – Premio de la Crítica de Andalucía al Mejor Libro de Relatos 2023) se titula «Avenue Josafat» y comienza así:

«AVENUE JOSAFAT

Después de cuarenta años no es fácil regresar, pero llega un instante en el que un cabo invisible tira de nosotros y nos arrastra al pasado en busca de un destello. Y aunque uno se reconoce en el espejo cada mañana, siempre hay una nueva arruga, una cana incipiente más, y mirar por encima del hombro solo causa desaliento. Ya casi nada es como fue, e incluso si las cosas van bien en nuestro pequeño entorno dejar la juventud atrás no es trago de buen gusto.

Las calles de Tánger parecen otras, tan modernas, tan limpias, tan vigiladas. Hay nuevos edificios, barrios enteros que han deformado el plano urbanístico, que han hecho de la ciudad una metrópolis inabarcable, extendiéndose a derecha e izquierda de la bahía, por los cuatro puntos cardinales, salvo el imposible mar, multiplicándose igual que las cabezas de la Hidra de Lerna que, al ser cercenadas, se duplicaban. Ni siquiera Hércules, que, tras dar muerte al monstruo, lleva siglos escondido en su gruta tangerina, logra librarse de su presencia. A Carlos, ahora, le ocurre lo mismo. Desde su llegada al aeropuerto Ibn Battuta parece un borracho que bebiera sin mesura, atolondrado por lo que creía olvidado, absolutamente entregado a los recuerdos de una infancia lejana y de una adolescencia perdida. Un borracho que muere de sed porque sabe que los años dorados se han oxidado en un cuartucho maloliente.

Deja el equipaje en el suelo al entrar en la habitación del Continental que sus padres ocuparon su último día en Tánger. La ha reservado exprofeso. Segunda planta, sobre el puerto. Se queda parado en medio, la luz filtrándose por la ventana como una lengua de lava blanca y resplandeciente, proyectándose sobre la cama de matrimonio que Carlos observa con una inusual ternura. Sabe que sus padres trataron de conciliar el sueño en otro colchón y quizá en otra cama esa última noche, pero era esta misma habitación. Su madre se acostó vestida, sin cambiarse, porque carecía de fuerzas para quitarse el abrigo e incluso se dejó puestas las medias y los zapatos de tacón. Su padre, por el contrario, se puso el pijama sin pensarlo, como hubiese hecho un autómata, y se tumbó sobre la colcha, sin deshacer, pegando su cuerpo a la espalda de ella. La abrazó y no cambiaron de postura hasta que amaneció. Carlos conocía estos detalles porque su madre se lo contó años más tarde. Y él, con dieciséis años, en la habitación de al lado, oyéndolos llorar, escuchando cómo se les desgarraba aún más el alma; solo, pensando en Haviva, sin haber podido decirle siquiera adiós, odiando al mundo. Un espectro que se le aparece a menudo en la duermevela, su único remordimiento.

Ahora baja las escaleras y se reencuentra de pronto con aquellos años barnizados por el paso del tiempo, las mismas calles cubiertas de esta pátina de ausencia con la que prometió levantar un muro infranqueable. Jamás volvería. Como tampoco lo harían sus padres. Y ahora que su madre ha muerto, el juramento que hicieron queda anulado. Por eso regresa, como para confirmar que todo quedó sepultado para la eternidad. Sabe que ha de cauterizar sus dos grandes heridas, que si no lo hace ahora ya no habrá otra oportunidad.

No le es difícil ratificar que su ciudad queda oculta tras el doblez de los años transcurridos, porque apenas quedan algunos negocios del viejo Tánger. El Café de París sigue manteniendo cierta apostura, aunque hay un algo deslucido en sus mesas y en sus clientes, como si anhelasen mantener el orgullo perdido sin conseguirlo del todo. Baja por el boulevard y sube a la derecha. Cuando llega a la puerta de Madame Porte, ve que no es más que otro local de McDonald´s el que lo recibe y entonces, asqueado, mira para otro lado. Había osado creer que volvería a sentarse donde lo hacían sus padres cada domingo, aquel rito familiar lleno de candor y dulce rutina, pero le acaban de amputar esa ilusión que albergaba por homenajearlos. Son muchos lustros desde que embarcaran rumbo a España y se da cuenta de que, lo que ahora pretende, es una mera ilusión, y que lo esencial de sus vidas eran esos detalles insignificantes. Nada de himnos ni de banderas, nada de patrias ilusorias.

Camina muy lentamente demorando su destino. Ha dado tal rodeo que pasan casi tres horas antes de llegar. Teme una nueva decepción y por eso este paseo en espiral que no acababa nunca. Y, sin embargo, cuando al fin pisa la calle Josafat nota por vez primera el peso de la emoción, como si ese sentimiento se hubiera agazapado en las sombras durante estos casi cuatro decenios y ahora se convirtiesen en cuarenta quilos de silencio y de traición.

Entra desde la calle Italia. La tapia que quedaba en el lado izquierdo ya no existe, ese largo muro que trazaba la frontera del viejo cementerio cristiano y contra el que jugaban a la pelota. En la esquina, se detiene en un puesto de frutas y compra un par de higos, que se come ahí en pie, notando el cosquilleo que le produce el sabor natural y antiguo en sus glándulas. Es como hacer un viaje al pasado a través de esa sensación. Lo degusta con lentitud, demorando lo inevitable.

En Josafat, un olor añejo (ahora son los olores los que le abofetean), le obliga a detenerse, apoyar una mano en la pared y tomar aire. Ha descubierto el portal de la casa en la que vivió sus mejores dieciséis años y, por un segundo, se ha visto salir de ahí siendo aún un niño, corriendo junto a David Querub. Una imagen casi fantasmagórica, como salida de un rollo de película quemada.

David Querub. Vivían en el mismo rellano, puerta con puerta. Los Querub y los Garcés. David era de su misma edad, más escuchimizado, de ojos grandes y llorosos, con un físico que movía a la compasión, tal era su fragilidad. El amigo inseparable de la infancia, su compañero de correrías por las calles de la medina, al que, algunos sábados, veía salir asido de la mano de su padre con la kipá puesta. En alguna ocasión le preguntó al suyo por qué él no tenía una kipá, y don Joaquín Garcés, muy serio, le explicaba que eso solo lo utilizaban los hebreos y que ellos eran cristianos. Algo que confundía a Carlos, porque ni él ni sus padres jamás pisaron una iglesia.

También recuerda otro detalle. Tendrían unos ocho años; unos mocosos que jugaban en las escaleras del edificio con soldaditos y con coches en miniatura. David poseía entonces un buen número de vehículos, desde una furgoneta Citroën 1200, marca Norev, hasta un elegante Mercedes 190 SL cabriolet (con la figura del conductor, de plástico, sentado al volante incluido), el único que su amigo guardaba con extremo cuidado en la caja original, de marca Sòlido, made in France. Pero a Carlos, la que más le gustaba, y no sabía la razón, era otra furgoneta, una Peugeot D4B, color verde con una franja amarilla a los lados, y la palabra POSTES grabada sobre el parabrisas delantero y también en los laterales del vehículo. Siempre le pedía que se la dejara cuando se sentaban en el rellano. Hasta que un día, David Querub le anunció que su familia se marchaba a Israel. Carlos miró la furgoneta intuyendo que ya nunca volverían a compartirla, pero su amigo la empujó con suavidad para que rodase, hasta chocar con sus piernas, y él levantó los ojos con miedo a quedarse solo.

-Te la presto para siempre -le dijo David, que, sin esperar a que pudiera responderle, recogió el resto de sus cochecitos y entró a toda prisa en su casa. No recuerda si se despidieron…»

 

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ENTREVISTA A SERGIO BARCE EN «MARES30»

Con ocasión de la publicación de mi última novela, Todo acaba en Marcela (Ediciones Traspiés), la periodista Sara Bouchtarouif, para la sección «Hay un libro para ti», me ha realizado una entrevista para Mares30. Aquí tenéis el enlace por si os apetece escucharla:

Hay un libro para ti, Todo acaba en Marcela

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THE DOORS Y «TODO ACABA EN MARCELA»

Me decía José Luís Ortiz, bibliotecario de la Biblioteca Pública Municipal Emilio Prados, de Málaga, que, para él, una de las escenas claves de mi novela Todo acaba en Marcela comienza cuando aparece la canción de The Doors Love her madly y que, a aprtir de ese instante, todo da un giro irrefrenable hacia el infierno…

El fragmento al que se refiere es el siguiente:

«…Levanta la cabeza al oír Love her madly, de The Doors, que suena en el salón después de varios temas de Dylan a los que no ha prestado atención alguna. Sin embargo, la letra de esta canción lo emboza. All your love, all your love, all your love, all your love is gone. So sing a lonely song, of a deep blue dream… Como si Jim Morrison pretendiera martirizarlo al hacerle pensar que Marcela se ha ido para siempre y que ya no regresará jamás. Iván se deja resbalar muy despacio hasta sentarse en el suelo de la cocina, un solar de escombros para sus sentimientos. Deja el vaso ya vacío en el suelo y se mete los dedos en la boca hasta que vomita. Lo que ha expulsado es un revoltijo de alcohol, bilis y restos de alguna comida que ya ni siquiera recuerda haber ingerido, que le empapan los pantalones. Respira de modo abrupto, como si algo le obstruyera los pulmones, sin dejar de escuchar la jodida canción de The Doors, la insidiosa voz de Jim Morrison que parece no acabar nunca. Eah Don’t ya love her as she’s walkin´out the door? All your love, all your love, all your love, all your love is gone. So sing a lonely song, of a deep blue dream, seven horses seem to be on the mark. Don’t ya love her madly? Don’t ya love her madly? Claro que la amo locamente, susurra. Locamente. Y cierra los ojos. La amaba locamente, sí, repite en otro murmullo antes de caer en esa duermevela de resaca, cambiando el verbo presente a pasado. Porque todo es ya pasado en su vida. Iván Sotogrande pertenece a otro tiempo, y ahora solo existe un hombre que es el recuerdo de otro hombre. Sus alucinaciones parecen succionarlo de tal manera que cree estar viviendo las escenas que vagabundean por ese sueño en el que hay sangre y animales muertos. Ve callejuelas desiertas por las que serpentean arroyuelos de agua enrojecida, como si las legiones de Lucifer se hubiesen dedicado a cortar cabezas y la sangre de las víctimas se escapara por debajo de las puertas. Se ve de pronto en una plaza rodeado de bestias sin cabezas, bañadas en su propia sangre y en sus propias vísceras, cercándolo como si todos pretendieran que Iván los pusiera a salvo de algo que ya los ha devorado. Nadie puede librarse del mal. Ni siquiera Marcela, a la que amaba locamente. Y cuando Jim Morrison acaba de cantar, abre los ojos, vidriosos y húmedos, enrojecidos como la sangre de su delirio, y la ve salir por la puerta de la cocina. Eah Don’t ya love her as she’s walkin´out the door? Claro que la amo, aunque sea mientras ella desaparece por la puerta con los pómulos fracturados, con la frente hundida y con la estructura ósea rota a golpes de martillo

 

 

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