UN NUEVO FRAGMENTO DE «UNA PUERTA PINTADA DE AZUL», DE SERGIO BARCE

No creo que exista mejor anzuelo para que os animéis a leer mi nuevo libro de relatos Una puerta pintada de azul (Ediciones del Genal), que ofreceros un fragmento. Que lo disfrutéis. 

  Todos los días baja y sube esta calle. Llega hasta el puerto, se da un paseo por el muelle y ve el ambiente, se queda curioseando los barcos de pesca ahí amarrados, leyendo los nombres de cada uno de ellos, saludando a los pescadores más veteranos, y aspira el aire preñado de salitre y de mar, oyendo el graznido de las gaviotas que dibujan sus siluetas en el cielo.

   Al salir del puerto, se topa con los puestos en los que asan sardinas. También le gusta ese olor denso que le llega de las blancas humaredas que salen de los anafes, pero apenas se detiene y sube de nuevo muy despacito, tratando de no cansarse demasiado porque ya va notando que no tiene la misma fortaleza en las piernas, y a veces se ahoga y respira con dificultad.

   La vieja calle Real, por la que tanto transitara cuando era la arteria principal de la Medina, cuando estaba llena de vida, cuando era joven. Recuerda a veces los grupos de hebreos que salían de las sinagogas tras el rezo o tras alguna celebración, y cómo algunos chiquillos cristianos y musulmanes les tiraban sus kipás a los otros niños judíos que acababan revolviéndose y persiguiéndolos para darles alguna patada como respuesta. O caminar por entre las callejas y escuchar las campanas de la iglesia y el rezo del almuédano, en ese vals de rosarios y aleyas. Pero nada queda ya de aquello. Y que tantas cosas hayan ido desapareciendo le causa un cierto pavor, como si fuese el anuncio de que todo lo demás también habrá de perderse en un pozo negro de olvido, de que quizá el mundo se precipita al vacío sin remisión.

   Al llegar a la avenida Mohamed V, Ahmed ha de detenerse tratando de controlar el resuello. Está sudando, y se pasa una mano por la frente y vuelve a notar que le duele el pecho, no con tanta intensidad como esa mañana, pero lo suficiente como para que decida hacer una parada y recuperar el aliento. De manera que cruza la calle y entra en el bazar de Yebari.

   -¡Hombre! -le da la bienvenida el Hachmi Yebari al Hach Ahmed-. ¡Dichosos los ojos!

   -Necesito descansar, jay. Estoy un poco mareado…

   Yebari se quita las gafas y deja a un lado las facturas que ordenaba en la mesa que tiene de oficina tras el mostrador, y sale con rapidez y ayuda a Ahmed a sentarse en una silla que tiene siempre lista para cualquier visita inesperada. Por lo general, los amigos pasan, entran y toman asiento, y permanecen un buen rato de cháchara, hasta que lo releva algún otro visitante o la llegada de un cliente que busca cambio de divisas o alguno de los pocos objetos que ya se venden en el viejo bazar.

   -¿Un vaso de agua? -le pregunta Yebari preocupado, sujetándolo aún por encima de los hombros pese a que ya se ha acomodado.

   -Sí, por favor. Tengo tanta sed…

   Yebari vuelve sobre sus pasos y descorre la cortinilla que da acceso a la trastienda, y de allí trae un vaso y una botella de agua Sidi Alí, y tras llenar el vaso se lo ofrece. Ahmed lo bebe a pequeños sorbos, como si le costara tragarse el líquido. Luego, cierra los ojos y echa la cabeza atrás, mientras Yebari recupera el vaso de su mano casi lacia, que cae de golpe sobre la pierna.

   -¿Mejor?

   Ahmed asiente con la cabeza, sudoroso y un tanto desconcertado al notarse tan agotado y débil. Trata de controlar la respiración, y, como si de un ejercicio se tratase, llena los pulmones y expulsa el aire varias veces, rítmicamente, hasta que cree recuperar las fuerzas. Solo entonces abre los ojos.

   -Creo que los años me pasan factura. Ya estoy mayor. Muy mayor. Los achaques no perdonan…

   Yebari le sonríe y mueve la cabeza a un lado, como quitándole importancia a sus conjeturas.

   -¡Pero si estás hecho un chaval, hombre! -trata de animarlo levantando la voz, como para que lo escuche un público inexistente-. ¡Venga, hombre! –repite-. ¡El Dio te dé lo ueno!

   -Pero ¿qué dices, mi rey? Si estoy jalqueado y quedrado, mi weno…  

   -¿Ya estamos hablando en jaquetía? -les pregunta desde la entrada Sibari, ahí en pie sujetándose en las muletas.

   Yebari se ríe y le hace señas para que deje descansar a Ahmed, que ha vuelto a cerrar los ojos.

   -¡Ahí os dejo, tortolitos!

   Después de beberse otro vaso de agua, Ahmed decide marcharse. Se ha dado cuenta de que ya es más de mediodía.

   -No has podido ir a la mezquita por mi culpa… -se excusa al ponerse en pie, ya más calmado y pensando que la hora del rezo ha pasado mientras permanecía ahí medio mareado en la penumbra del interior del local.

   -Luego iré a la tercera oración, no hay problema, jay -lo calma Yebari, que sabe lo aprensivo que es Ahmed.

   De pronto, el Hachmi Yebari lo deja un segundo y va hasta el otro extremo del bazar, remueve unas darbukas que tiene en exposición y, tras estos instrumentos, recupera un laúd y se lo lleva a Ahmed, que lo mira con recelo.

   -No querrás que ahora me ponga a tocar algo… No estoy en condiciones -y aunque insiste en su negativa, ya ha aceptado el laúd, sentándose de nuevo, y lo empieza a afinar sin dejar de despotricar como un viejo cascarrabias-. Además, necesito estar inspirado y sinceramente…

   -¡Jamal! -grita el Hachmi Yebari, y sale disparado a la puerta y desde allí vuelve a vocear-. ¡Jamal! ¡Mohamed!

   -¿Qué he hecho para sufrir este castigo? -rezonga Ahmed acariciando la espalda del laúd.

   Ha revisado ya la madera, el clavijero, el trazado del mástil, la juventud de los trastes y el estado de las cuerdas. Le sorprende que en el bazar se venda un laúd de tal calidad. Acaricia todo su cuerpo y es como si tuviese a una hermosa mujer entre las manos. La tañe un par de veces, aguzando el oído, y ajusta las cuerdas y la afina con la maestría de un veterano.

   Al levantar la vista, ve al Hachmi que regresa con una sonrisa de lado a lado, acompañado de cuatro hombres de los que solo distingue las siluetas porque la luz de la calle entra a sus espaldas y deslumbra a Ahmed.

   –Salam ´Alekoum.

   Los recién llegados lo van saludando con educación y simpatía, y se van acomodando en los taburetes que Yebari va disponiendo en torno al Hach Ahmed, que los observa con una calma de paciencia. Ve a Jamal Nouman apoyar su guitarra española sobre la pierna, a Abdelhay el Haddad dejar en el suelo la darbuka que le ha entregado Yebari al entrar y ve también a Ahmed el Guennouni con otra guitarra española ya en posición de ataque, y que los tres parecen retarlo a que él sea el que arranque con algún tema para seguirlo. El cuarto recién llegado es el profesor Laabi, que se queda a un lado, con los brazos cruzados a la altura del pecho y que le hace un gesto a Yebari para que no se preocupe por él, como anunciándole que no tardará en marcharse.

   El Hachmi Yebari se ha sentado en una silla, al revés, con la barbilla clavada en los brazos que ha cruzado sobre el respaldo, como si fuese un espectador situado tras una barrera.

   -Esto es una encerrona -protesta el Hach Ahmed el Ouazzani, pero no lo hace con resentimiento sino con agrado, como si de pronto, al verse acompañado de músicos más jóvenes, el reto le ilusionase, y los otros le sonríen cómplices. Entonces, chasquea la lengua y les ordena: Vamos a tocar algo que le gusta al Hachmi…

   Y Yebari se remueve en la silla con un entusiasmo adolescente, mira a Laabi que asiente sonriéndole, y, en efecto, en cuanto comienza Ahmed a rasgar las cuerdas del laúd, los tres músicos lo siguen sin problema alguno, asintiendo con sus cabezas. La Tarara se ha convertido en un tema clásico en cualquier concierto popular. El Hachmi Yebari, al poco, también los sigue tocando las palmas, luego Laabi hace lo propio, con la música in crescendo, inundando el bazar de ritmo y de alegría. Ahmed se olvida al instante de su malestar, y se recupera como si le hubiesen inyectado un medicamento milagroso.

   La música amansa a las fieras y atrae a los curiosos. El local no tarda en llenarse de gente que, al pasar por la puerta del bazar, no ha podido resistirse a entrar para presenciar este improvisado concierto. Las palmas de Yebari y del profesor Laabi son enseguida secundadas por los inesperados espectadores que cantan a coro el estribillo, y alguno, incluso, se aventura a bailar.

   –La Tarara sí,

La Tarara no,

La Tarara niña

Que la bailo yo

   Ahmed les hace un gesto con las cejas a Jamal, a Abdelhay y a Guennouni, y alargan la canción para no dejar a los que se han incorporado tarde con la miel en los labios. El jolgorio es impresionante, y Yebari se levanta de la silla sin dejar de palmear e incitando a los que aún no lo hacen a que se unan al coro. Trata de que Laabi se sume también pero el profesor le ruega levantando las manos que no lo ponga en ese compromiso. Cuando acaban la canción, todos prorrumpen en aplausos y vítores.

   -¡Otra! ¡Otra¡ ¡Otra! -repiten sin cesar, pero Ahmed ha soltado ya el laúd a un lado y cuando el Hach Ahmed toma una decisión ya pueden insistirle una y otra vez que no da su brazo a torcer.

   -Os dejo con ellos, que tienen ganas de seguir tocando… -les dice a todos mientras se despide de los músicos, y luego se abre paso por entre el público que se ha agolpado en número creciente, y sale a la calle acompañado de Yebari.

   Desde la acera oyen el siguiente tema que Jamal Nouman ha propuesto a los otros. Y Ahmed asiente al reconocerla.

   –Gracias, maestro -le dice el Hachmi Yebari dándole la mano con efusión.

   -No sé si a esta hora encontraré ya algo de pescado fresco en la Plaza… -murmura después de echarle un vistazo a su reloj de pulsera-. Ahora tendré que conformarme con lo que encuentre.

   -¡Se haga el mazal, hombre! -le desea Yebari con su simpatía contagiosa.

   -Incha Al´láh -responde el anciano.

   El Hachmi observa su figura encorvada y se da cuenta de que los años se le han venido encima a Ahmed, como si de un día para otro no hubiesen transcurrido veinticuatro horas sino toda una eternidad.

   Ahmed se va alejando acompañado de esa música que va quedando poco a poco atrás y deja ya de oírla en cuanto coge el callejón de la iglesia del Pilar, que dibuja una suave curva de media luna.

   Al comienzo, casi en la esquina, se topa con una mujer que está sentada en el suelo con un niño pequeño en los brazos, una imagen que siempre le causa desasosiego, así que busca las monedas que lleva en el bolsillo y las deposita en la mano sucia y callosa de la mendiga, que lo mira con ojos lacrimosos, y que besa los dirhams como si fuesen un amuleto.

   -¡Saha! -le dice la mujer mientras balancea el cuerpo adelante y atrás para que el bebé no se despierte.

   Una vez al año, Ahmed cumple con el azaque entregando una parte de sus ahorros a la Beneficencia Musulmana. Pero no deja de practicar su compasión el resto del año, él que siempre se ha considerado un privilegiado por haber encontrado trabajo cuando lo ha necesitado y que también ha disfrutado con la música recorriendo parte del país, algo que pocos de su generación pueden decir.

   Pasa por delante de la oficina de cambio de Majid Yebari, el hermano del Hachmi, y al que todos conocen como el Sueco porque vivió varios años en Estocolmo. La callejuela desemboca en la avenida Hassan II, haciendo también esquina con el antiguo conservatorio de don Aurelio, ahora un mero almacén que Ahmed no sabe a qué dedican. Cuánto daría Ahmed por volver a los tiempos en los que entraba para ver ensayar a la rondalla, o cuando se quedaba con los músicos de la orquesta e improvisaban temas y acababan a las tantas de la noche sin notar el paso de las horas, solo a la búsqueda del compás, de la armonía, del ritmo. Ahora, todo eso le cansa.

   Ya en la avenida, ve a Rachid Serrokh en la puerta de su establecimiento, la Librería Papelería Al Ahram. Ahmed se va acercando a él con pasos menos airosos que al comienzo de esa jornada calurosa, como si las horas que ya han transcurrido fuesen sacos de tierra que alguien descargara sobre su espalda.

(Fragmento del relato titulado Cara de luz)

FOTO DE NAIMA HAYAT
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