CRASH (2004). Otra de esas películas que uno ve más de una vez. Su director es Paul Haggis, al que admiro por sus magníficos guiones (“Million dollar baby”, “Cartas desde Iwo Jima” –ambas dirigidas por Clint Eastwood– y “En el valle de Elah” son extraordinarios). Con CRASH construyó una película admirable, tanto como guionista como realizador.
Un automóvil ardiendo, caen los primeros copos de nieve, y, mientras suena una suave canción, los personajes van pasando ante nosotros para cerrar el círculo que se abre cuando se produce un primer accidente de coches.
Varias vidas, aparentemente sin conexión, lenta pero inexorablemente se van cruzando en este retrato de la sociedad americana, con alguna pequeña concesión, en la que impera ante todo la diversidad cultural, la soledad, la falta de comunicación y el desasosiego de una convivencia que se va descomponiendo en mil fragmentos.
Hay escenas sublimes: el disparo del desesperado comerciante persa contra quien cree que es el causante de su desdicha justo cuando se interpone entre ambos la hija pequeña con un resultado desgarradoramente inesperado, o el amargo e hiriente reproche de la madre a su hijo detective de policía (estupendo el papel de Don Cheadle) por la muerte de su hermano pequeño, o, por supuesto, la escena en la que el agente John Ryan, que interpreta Matt Dillon, rescata de una muerte segura a la mujer que días antes había humillado innecesariamente.
La película, de un ritmo sosegado pero con el engranaje de un reloj, avanza retratando a cada uno de sus múltiples personajes, y todos ellos, incluso los que apenas tienen una línea de diálogo, están tan perfectamente definidos que al poco les conocemos y compartimos sus frustraciones y sus miserias. El oficial Ryan vive amargado por la situación desesperada de su padre que padece unos dolores insoportables por una enfermedad sin remedio, y esta amargura la vuelca contra los demás (la pareja que sorprende divirtiéndose y a la que veja, la empleada del seguro médico que ha de soportar sus insultos racistas), y Matt Dillon, sin embargo, hace que su personaje, antipático y repulsivo, nos conmueva. El detective Waters (Cheadle) lucha por ganarse a una madre que sólo sabe reprocharle cada cosa que hace, y sus esfuerzos por recuperar su afecto fracasan tan estrepitosa como injustamente. Cuando, hundido por la pena, deja a su madre en el tanatorio y avanza por el corredor, su rostro desencajado lo expresa todo. Dos actuaciones admirables.
Y las otras historias, que, como digo, se van engarzando unas a otras, son de una precisión milimétrica: la familia persa y la historia del revólver, el cerrajero hispano cuyo aspecto despierta los recelos más irracionales y que resulta ser uno de los personajes más entrañables con el relato de la capa invisible que regala a su hija, y que tan importante será en el desarrollo de la historia, el fiscal al que han robado su vehículo y la soledad tan inmensa en la que vive su mujer (Sandra Bullock, en el único papel en el que me ha parecido que actúa de verdad), la criada de ésta, la ayudante del fiscal –casi no habla durante la película, pero su presencia siempre nos sugiere una historia que no se nos cuenta pero que adivinamos-, el director de televisión, humillado por todos y que ha sido capaz de vender su dignidad con tal de formar parte del mundo al que ahora pertenece, por supuesto los dos chicos negros que roban el vehículo del fiscal y que posteriormente atropellarán a un chino…
Muchos personajes, sí, pero ninguno sobra, porque todos van confluyendo en un epílogo algo esperanzador, tal vez incluso condescendiente, pero ha habido antes tanto desgarro, tanta tristeza y tanta desolación en todas esas vidas, que se agradece ese final en el que Paul Haggis, finalmente, intenta salvar a sus personajes de esa jungla en la que permanentemente hay colisiones (crash) culturales, físicas, sentimentales y morales.
Crash es, además de buen cine, buena literatura, un magnífico relato.
Sergio Barce, mayo de 2011