UNOS PÁRRAFOS DE «UNA PUERTA PINTADA DE AZUL», DE SERGIO BARCE

El relato que cierra mi nuevo libro Una puerta pintada de azul (Ediciones del Genal – Málaga, 2020) se titula Cara de luz. Aquí tenéis el arranque de esta historia con la que recorreréis muchas de las calles de Larache.

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«CARA DE LUZ

   Larache, año 2010.

   Al verlo, nadie diría que es un hombre que ya frisa los ochenta, porque físicamente su apariencia es impecable y representa menos edad. Pero hay quien sabe más de él que el propio Ahmed, que parece haber ocultado en un arcón bajo llave una parte de su vida. La realidad es que, a veces, sufre ausencias incomprensibles y es incapaz de recordar detalles relevantes de su pasado. Su fino humor y la serenidad que transmite lo hacen ser apreciado, respetado y muy querido por toda la gente que lo conoce. El Hach Ahmed el Ouazzani es un artista, un artesano de la madera y un enorme intérprete de laúd y de bandolina. Siempre alardea de que tocó junto a don Aurelio y a Sidi Dris Cherradi, y cuando cuenta esas anécdotas lo hace mirando al vacío, pensativo, con una sombra de nostalgia inevitable en los ojos.

   Hoy, como cada jornada, sale de su casa, situada entre la calle Gharnata y la avenida Mohamed Zerktouni. Se detiene en la acera y mira al cielo. Nublado, como cada amanecer. Ahmed sabe que, en menos de un par de horas, lucirá un sol del diablo y que hará tanto calor como el que viene soportando desde primeros de mes. Por esa razón, se ha puesto una candora fresquita, de color beige. Le agrada sin embargo esta hora, porque es más suave de temperatura y aún no hay demasiada gente por la calle.

   Camina con las manos cogidas a la espalda, el torso levemente inclinado hacia adelante, lo que provoca que su famosa nariz cyranesca parezca anunciar su llegada unos centímetros antes de alcanzar su meta. Luce Ahmed un bigote que se dejó crecer idéntico al del protagonista de una película egipcia que vio en su juventud, allá por el cincuenta y cinco. Desde entonces, jamás se lo ha quitado. Su apostura y ese bigote, junto a una poderosa mirada que encallaba en cualquier alma cándida, causaba estragos entre las chicas. De cabello agrisado y escaso, aunque repartido aún con una decente proporcionalidad, su bigotito ahora apenas se aprecia, tan blanco, tan deshilachado, que se rasca a ratos como si de un tic nervioso se tratase. Sus ojos negros, que albergan en sus pupilas un aroma a resignación, ahora le lagrimean de manera intermitente, como si reprimiera en todo momento las ganas de llorar. Ahmed ya no es el hombre alto que fuera, pero mantiene esa elegancia en el porte que siempre ha acentuado su delgadez.

   Verlo caminar es casi un ritual en Larache, como si formara parte del decorado urbano. Ahmed el paseante, Ahmed el pensativo, Ahmed el maestro. Le llaman de muchas maneras, pero cuando se dirigen a él siempre es El Hach Ahmed. Él que hizo la peregrinación a la Meca a principios del setenta y seis, poco tiempo después de la Marcha Verde, cuando tras ahorrar lo suficiente tuvo para pagar el viaje. Y ahora va a cumplir con el rito de la oración de fayar.

   Sus pasos son firmes para un hombre de su edad, y sortea con cierta agilidad los obstáculos con los que se encuentra. Las calles están mal asfaltadas y en las aceras hay losas rotas. Al pasar por la puerta de su taller de carpintería, se resiste a mirarlo porque se le atraganta una cierta congoja, de manera que acelera el paso. Desde que se jubilara, el taller lo regenta su hijo, pero su hijo es un desastre. Las terminaciones de sus trabajos dejan mucho que desear y algunos muebles ni siquiera consiguen mantenerse en pie, desequilibrados o con una pata más larga que el resto. Hace tiempo que ya no quiere saber nada de las quejas que le trasladan sus antiguos clientes. ¿Qué culpa tiene él de que su hijo sea un desmañado?

   Aunque tiene cerca de casa la mezquita Hassan II, prefiere desplazarse hasta la de Mohamed VI, emplazada junto al cementerio musulmán, que es más amplia y luminosa. Cuando llega, la voz del almuédano llamando al rezo le da la bienvenida. Deja sus zapatos en la entrada, junto al resto de los otros zapatos y de las babuchas, las zapatillas deportivas y las sandalias que enmudecen sus pisadas respetuosamente, ahí quietas como huellas cinceladas en piedra. Ahmed cumple con las abluciones de rigor y ya dentro nota en la planta de los pies la textura mullida y confortable de la alfombra que cubre el suelo de la mezquita. Luego, junto al resto de los fieles, se inclina y se incorpora repetidamente siguiendo al imán. A veces, pese a que hace un esfuerzo denodado por no distraerse, acaba por pensar en Houria, sin querer, sin resistirse al final tampoco. Houria ocupa buena parte de sus pensamientos de cada día.

   Desayuna en el Valencia, después de su lento y pausado caminar por la avenida Mulay Ismail, donde se demora asomándose al Balcón del Atlántico. Le gusta ese ir y venir del mar hasta la costa, ese romper de las olas contra las rocas de Ain Chakka sin más sentido que el de crear una sinfonía de imágenes. Le atrapa ese horizonte difuso que copula con el cielo de manera permanente y que le hace pergeñar una hipótesis absurda, la idea de que quizá el mundo acabe justo allí, donde la vista no llega, y de que sea falso que la tierra es redonda. Pero no se entretiene más que lo justo, y en poco rato llega a la calle Ibn Battuta, por la que sube y cruza hasta llegar a la cafetería, ya en la avenida Hassan II.

   El Valencia está en los bajos del anodino edificio que se construyó tras la demolición del Teatro España.

   –Un latrocinio imperdonable -suele clamar Ahmed en su perfecto español cuando discute con alguien de la pérdida del teatro, ocurrido hace ya demasiados años.

   Le gusta esa palabra: latrocinio. Y mezclar su dariya materno con palabras de su segundo idioma y con algunas expresiones de jaquetía que aprendió de sus amigos hebreos de la Medina, de los que ya solo queda Curro Mellul en la ciudad.

   En el Valencia se sienta en una de las mesas de la terraza, que suele ser la misma si no está ocupada por algún intruso. Solícito, le atiende Hassan, que le pone por delante su zumo de naranjas del Lucus, por supuesto, un café con leche muy caliente, cuatro piezas de pan tostado, mantequilla en una concha ovalada de cerámica, mermelada de fresa y de albaricoque, aceitunas aliñadas y un azucarero pequeño con una decena de terrones rectangulares de azúcar blanco.

   Ahmed comienza con el zumo, mientras se va untando la mantequilla, del tipo smen que traen expresamente para él, y no de esas que vienen en tarrinas de plástico y que repudia con desprecio, y a continuación extiende la mermelada con la punta del cuchillo. Luego, echa tres terrones y mueve muy lentamente el café hasta que cree asegurarse de que el azúcar se ha diluido por completo. Le da un pequeño sorbo y el primer bocado al pan, y se da cuenta por el rabillo del ojo de que Hassan lo observa desde el primer escalón de la entrada a la cafetería.

   -¿Todo bien, Hach Ahmed? -le pregunta Hassan.

   Él asiente con la boca llena, y levanta la vista al frente lo justo para ver a Sibari acercarse ayudándose de sus muletas. Viene acompañado de Rachid Serroukh, que trae cara de sueño, restregándosela con una mano, un tanto desaliñado aún, como si acabara de despertarse unos minutos antes y tratara de despabilarse antes de desayunar e ir después a abrir su librería-papelería. Sibari y Rachid, tras saludarlo, toman asiento a su lado, los tres dando la espalda a la fachada para tener una vista panorámica de la avenida.

   -¿Lo mismo de siempre? -les pregunta Hassan a los recién llegados.

   -Lo mismo de siempre. ¿Para qué vamos a complicar las cosas? -replica Sibari, y Hassan entra y regresa al rato con una bandeja con los cafés, las tostadas, mantequilla y aceitunas, y para Rachid rarif recién hecho.

   Ahmed termina su desayuno en silencio, oyendo la conversación entre Mohamed Sibari y Rachid Serroukh, paga a Hassan y se levanta con parsimonia…»

Foto de Emilio Andrade

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2 pensamientos en “UNOS PÁRRAFOS DE «UNA PUERTA PINTADA DE AZUL», DE SERGIO BARCE

  1. Eva Pérez dice:

    » Le atrapa ese horizonte difuso que copula con el cielo … »
    Qué dulzura y tino en la descripción , impregnándonos de la sensación. . .

    Estoy ya en El Valencia , Sergio !

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