«MIMOUN», UNA NOVELA DE RAFAEL CHIRBES

Hace unos días, comentaba Salvador López Becerra que estaba releyendo Mimoun, la novela de Rafael Chirbes. Curiosamente, yo hacía lo mismo. Será que a los dos nos atraen todos los libros ambientados en Marruecos, y los compramos (somos ya una especie en extinción, seguimos comprando a través de nuestras cuentas en la Librería Proteo y nos resistimos a “descargar” libros de la “nube tóxica” que lo quema todo) y luego, otro milagro, los leemos. Últimamente se me acumulan los títulos. De pronto, hay una eclosión de novelas ambientas en Marruecos (la mayoría en Tánger) y, por supuesto, hay de todo: bueno, regular y malo. Por eso, como hace Salvador, hay que volver de cuando en cuando a los libros que ya sabemos, con certeza, que nos servirán de refugio (la buena narrativa es eso, un refugio seguro, irreductible y cálido). A Pedro Delgado le fascina también esta novela.

MIMOUN

Volví a Mimoun, a ese pueblo cerca de Fez en el que Chirbes ambienta una historia de desamor. Porque las peripecias de ese profesor español que da clases en la vieja ciudad imperial y que fija su residencia en el pequeño poblado de Mimoun es, ante todo, un retrato del desamor a Marruecos, algo que muchos han vivido en primera persona y que sé que revivirán en las páginas de esta claustrofóbica pero hermosa novela.

Escrita con la sabiduría de los años y de la experiencia, escrita además con una sobriedad engañosa, con ese tipo de narrativa que tanto me gusta: la sencillez del verbo, la desnudez de las frases tiernas, el lento fluir de los párrafos plácidos. Es decir, la aparente simpleza de una narrativa limpia y diáfana pero que, en realidad, es puro pulir día tras día hasta dar con la medida exacta de cada página.

“…Algunas veces, Ahmed se hacía el encontradizo y aparecía vagabundeando cerca de la parada de taxis, en Fez, en la Plaza del Atlas. Nos sentábamos en algunos de los bancos de la plaza, bajo las enormes jacarandas; o tomábamos algo en el Café del Atlas, que a Ahmed no acababa de gustarle porque lo encontraba poco elegante.

A mí me parecían muy hermosos sus espejos, con el azogue quebrándose y las pequeñas motas negras que habían dejado por todas partes las moscas. Aquellos espejos habían de reflejar, cuando llegase la primavera, las flores azules de las jacarandas, que parecían nacer de la niebla de la mañana, colgadas de los árboles aún desnudos. En Marruecos habría de enamorarme de ese árbol que florece antes de echar las hojas.

Los imprevistos encuentros con Ahmed terminaban en alguna de las habitaciones del Jeanne d´Arc. Hoy recuerdo con melancolía el grifo que llenaba con agua tibia la bañera descomunal y el vaho que crecía sobre el agua hasta ocupar toda la habitación. Entre la niebla surgía el cuerpo desnudo de Ahmed como, en primavera, en la Plaza del Atlas, brotaron meses más tarde las flores azules de la jacaranda.

Ciertos atardeceres, ya en Mimoun, y antes de iniciar el ascenso a pie hasta la Creuse, me detenía en alguno de los bares del pueblo para beber. Mi presencia en aquella ciudad apartada causaba una mezcla de curiosidad, simpatía y desconfianza. Mimoun había sido, años antes, un importante centro comercial que se fue desmoronando poco a poco. Los franceses se habían marchado al día siguiente de la independencia, y los últimos judíos abandonaron la ciudad cuando estalló la guerra del Yon Kipur. Quedaba sólo un par de hebreos, propietarios de despachos de alcohol, y denostados.

Cuando yo conocí Mimoun, el barrio francés, con sus villas decó, estaba casi abandonado. Las casas más elegantes habían sido ocupadas por marroquíes enriquecidos que destruían la vieja arquitectura para adaptarla a su modo de vida. Otras villas envejecían, abandonadas, entre jardines que un día fueron magníficos y que ahora habían sido invadidos por la maleza. Entre los matorrales se levantaban todavía sofisticados árboles ornamentales, como restos del antiguo esplendor.

Por otra parte, en el corazón de la decrépita medina, el que fue floreciente mellah se había ido convirtiendo en el barrio de los prostíbulos, y los soldados borrachos orinaban en sus callejas y las chinches se reproducían en silencio bajo el forro de los colchones de paja. Mimoun era una ciudad muerta que sólo se animaba durante el zoco de los jueves, cuando la tomaban al asalto los bereberes del campo cercano, con sus reatas de asnos, sus ovejas y cabras, y las cestas llenas de huevos.

En Mimoun hay mucha carga de profundidad. No es complaciente con ese Marruecos que retrata, y tampoco con esos personajes que se mueven alrededor de Manuel, el profesor protagonista. La ilusión inicial del profesor recién llegado se irá transformando en un profundo desengaño. Desengaño por quienes conviven cerca de él, como Francisco o Charpent, como Hassan, Rachida o Aixa… Aunque Charpent, quizá, sea lo más positivo que logra rozar Manuel en esta experiencia desilusionante.

RAFAEL CHIRBES

RAFAEL CHIRBES

El pueblo de Mimoun es un microcosmos cerrado, en el que la religiosidad de algunos, representado en el morabito del santón y las constantes peregrinaciones, se entrelazan con la vida disoluta e inmoral de quienes buscan desesperadamente su alma perdida en cafetines convertidos en bares donde se fuma y se bebe y donde las relaciones sexuales, hetero y homosexuales, se convierten en la única tabla de salvación para quienes han embarrancado en ese Marruecos que, torpes e ingenuos, creían conocer. Quizá por eso, ese país que nunca llegan a descubrir en realidad, los devora sin piedad. Hay un barniz de pesadilla en algunas escenas de sexo, lapidarias. Y Chirbes no permite que haya salvación para quien tiene el corazón gangrenado. Francisco y Charpent se convierten, así, en piezas cruciales de la trama y serán, de una u otra forma, quienes abran los ojos de Manuel ante una realidad cruda, fea y carnívora.

Sabia la manera que tiene Rafael Chirbes en mostrar cómo Manuel se siente defraudado ante los que cree que van a ser sus amigos, esos que se muestran tan complacientes al conocerlo y que, en realidad, sólo buscan arrancarle el corazón. Duele a veces este libro. Duele especialmente a los que amamos Marruecos, a los que amamos a ese Marruecos individual y único que nos hemos construido con nuestras experiencias personales. Salvador López Becerra lo entiende mejor que yo, reconoce el paisaje humano de Chirbes, eso al menos intuyo, porque él es más vehemente y yo soy más confiado o más ingenuo. Tenemos que hablar de esto. Necesito aclararlo con él.

Las pesadillas ocupaban las escasas horas en que conseguía conciliar el sueño.

A medida que fue avanzando el verano, me acostumbré a las noches en vela. Esperaba que amaneciese, sin otra preocupación que la de entender la mecánica de aquella ciudad que volvía a alejarse de mí a fuerza de litros de alcohol. Empecé a buscar amantes con quienes llenar las largas noches que pasaba sin Hassan. Por mi casa, a partir de las diez de la noche, circulaban los compañeros de la última copa, o las prostitutas encontradas en cualquier acera. Dentro de mí fue rompiéndose todo en pedazos. En el colchón de mi cuarto hubo noches en las que nos mezclamos media docena de individuos. Me sentía como un imbécil. Nos acostábamos unos sobre otros completamente ebrios y, luego, en la oscuridad de la habitación, empezábamos a buscarnos con sigilo como si nos importase algo que los demás pudieran darse cuenta.

A veces nos poníamos de uno en uno sobre alguna de las muchachas encontradas al azar; en ocasiones nos tocábamos unos a otros fingiendo no darnos cuenta de nada. La habitación olía mal por las mañanas. No pocas veces tenía ganas de expulsar a toda aquella gente que ensuciaba los pocos rincones de mí mismo que aún quedaban limpios. Luego, a la noche siguiente, volvía a buscar por los bares con ansiedad y todo se repetía.

En Mimoun, ninguna vida de extranjero podía ser secreta. Hassan tenía que saber lo que estaba ocurriendo en casa. Sin embargo, fingía no enterarse de nada. Venía a recogerme muchas mañanas y me conducía hasta la finca en que prestaba sus servicios. Allí, bajo los árboles, creía durante algunas horas que podía recomponerse mi vida. El sol calentaba suavemente y yo leía, mientras los criados se encargaban de servirme el té. En aquellos instantes creía recuperar la pureza que había perseguido durante mis primeros días, pero, luego, la maldita noche volvía a descomponerlo todo. Se había iniciado la que iba a ser mi peor etapa en Mimoun…”

Mimoun es una pieza de orfebrería. Chirbes es el artesano que ha trabajado con el metal y lo ha transformado en una pequeña joya. No es una novela reconfortante, porque la vida de sus personajes está tiznada de desesperanza, pero es sumamente enriquecedora, primero, por su calidad narrativa y, segundo, porque nos abre otras puertas del alma que permanecen habitualmente cerradas bajo llave. Bajar a los infiernos nunca es alentador.

Sergio Barce, agosto 2016

Los extractos de la novela están tomados de Mimoun, colección Narrativas Hispánicas, de Editorial Anagrama, Primera Edición, septiembre de 1988.

 

MEDINA DE FEZ

 

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