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CARLOS BAEZA Y SU CIUDAD DE LAS CÚPULAS

 

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CARLOS BAEZA Y SU CIUDAD DE LAS CÚPULAS

Sergio Barce – 2 de diciembre de 2025

Hace ya casi diez años que tuve la suerte de ser invitado a Melilla, la ciudad en la que nació mi abuela materna, para dar una conferencia sobre mis novelas ambientadas en Larache y en Tánger. Un viaje inolvidable para Berry (mi mujer) y para mí por muchas razones. Entre otras, la de haber podido adentrarnos en profundidad en la ciudad. Sus edificios modernistas y su sabor añejo nos sorprendieron y nos cautivaron.

Hoy, volvemos a Melilla de la mano de Carlos Baeza, al que conocí en aquel encuentro literario, y de quien tanto Berry como yo nos declaramos seguidores acérrimos.

Su obra plástica es extensa y múltiple. Pero hoy voy a centrarme en sus dibujos y en su pintura. Más concretamente en ese proyecto original y faraónico (en el mejor sentido de la palabra) que es “La ciudad de las cúpulas”, en el que viene trabajando desde hace años.

Francis Ford Coppola ha tratado de legarnos una obra cinematográfica digna de un genio. Lo ha logrado a medias, gracias sobre todo a su trilogía de “El padrino”, pero desgraciadamente lo ha dilapidado con su última y megalómana cinta titulada precisamente “Megalóplis”.

Carlos Baeza, desde su modestia y su humanidad tan cercana y cálida, quizá sin ser consciente, también pretende dejar un legado majestuoso con “La ciudad de las cúpulas”, pero él lo ha logrado. No le ha vencido la megalomanía porque le empuja el amor por una ciudad.

En efecto, Melilla le ha inspirado, le inspira y le inspirará, y en esa búsqueda que es el regreso a una ciudad que ya no existe se levanta su desbordante entusiasmo. Un entusiasmo que es contagioso.

¿De qué hablamos cuando hablamos de “La ciudad de las cúpulas”?

Cuando descubrí sus “Skyllines” (en lápiz sobre papel) y sus tres particulares versiones de “Ciudad de las Cúpulas”, me impresionaron esos edificios oníricos y surrealistas gravitando sobre el mar, me deslumbró esa ciudad que flota sobre una gigantesca balsa de piedra, me atrapó esa ciudad que transpira magia bajo una melancólica luz de ocaso. Y pensé de inmediato en qué hermoso paisaje para escribir una novela de género fantástico.

Luego, al profundizar en estos trabajos de Carlos Baeza, te das cuenta de que no se trata de un mero paisaje. De que, tras esas calles, tras esos muros, tras esas puertas y ventanas cerradas, se esconde algo más.

A diferencia de las obras de Canaletto (y voy a ser aquí un poco osado al pensar que pueda existir alguna influencia de este pintor italiano en el trabajo de Carlos), que plasmó la Venecia del siglo XVIII, Carlos Baeza suprime por completo el elemento humano.

Su ciudad es una ciudad en la que habita el silencio, el color y la nostalgia, también el sosiego del recuerdo y el eco del olvido. Sus habitantes no son de carne y hueso, sino fantasmas que nadie puede ver, que viven escondidos al otro lado del tiempo. Porque lo que pinta Carlos Baeza en “La ciudad de las cúpulas” es Melilla, pero no esa Melilla que conocemos el resto del mundo, sino la que habita en su memoria y en su imaginación, una Melilla reconstruida y mantenida desde el recuerdo de la infancia y de la juventud, una Melilla abierta en canal.

También una Melilla henchida de belleza, bañada por un mar que es cruce de culturas y huella de otras lenguas y de otras religiones. Por eso hay cúpulas de edificios públicos, de viviendas y de mezquitas, y cúpulas de palacios, de iglesias, de fábricas y de sinagogas. Una pintura urbana que late al ritmo de un corazón nostálgico, pero no melancólico.

Y ahí es donde nuestros caminos se cruzan de alguna manera. Mis relatos y novelas ambientados en Larache reconstruyen una ciudad que existió y que desaparece lentamente ante mis ojos. Las pinturas de Carlos reconstruyen una ciudad que existió y que desaparece lentamente antes sus ojos. Los dos mantenemos vivas a una y a otra tal y como las desearíamos ver.

Carlos Baeza suele hablar de “la belleza de la decadencia”. De eso se trata. Y de una batalla contra el inexorable tiempo que lo arrasa todo.

Me detengo ahora ante “Las puertas de la ciudad de las cúpulas”. Puertas, en un entorno modernista, que parecen labradas por antiguos artistas llegados de Fez y de Marrakech. Puertas que, de la mano de Carlos Baeza, alcanzan lo sublime. Pintadas con tal primorosidad que uno tiene la tentación de tratar de abrirlas por descubrir qué se esconde tras ellas. Probablemente hallemos el mismo silencio y el mismo equilibrio emocional que se respira en “La ciudad de las cúpulas”.

Y ahora, desde la cubierta de la Gran Mezquita, observo las calles de Melilla. Vacías, silenciosas, plácidas. Todo embozado por la luz rojiza y marrueca del atardecer. Y pierdo la vista por las arterias que delimitan los edificios levantados por Carlos Baeza año tras año. Melilla ingrávida, desplazándose por el Mediterráneo como un bajel pirata. Escudriño hipnotizado, hasta que, de pronto, oigo unas pisadas que rompen la paz del instante. Se trata de un niño de corta edad que aparece al final de una avenida. Viste pantalones cortos y camisa blanca inmaculada. Lleva un cuaderno y un lápiz en las manos. Lo veo detenerse ante la entrada de uno de los edificios modernistas de Enrique Nieto que ha rehabilitado el pincel de Carlos. El niño emborrona una página, y, tras media hora dibujando, finalmente la arranca con furia y la arroja al suelo. Luego, levanta la vista y se fija en una cúpula, que sólo puede ver él. Frenético y entusiasmado, la plasma a toda prisa en otra hoja. Lo hace apenas en unos minutos, sin esfuerzo. Y, al acabar, esboza una sonrisa.

Es en ese instante cuando intuyo que ese niño podría ser Carlos Baeza con nueve o diez años, imaginando ya su ciudad, la que dejará de existir, grabándola en su cerebro, tallándola para que no se borre de sus recuerdos. También presiento que ese niño acaba de descubrir, en ese mismo momento, cuál será su gran proyecto cuando ya sea mayor. Y piensa en llamarlo “la ciudad de las cúpulas”. Sin saber aún que será uno de los mejores regalos que pueda hacernos a quienes le admiramos.

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MÁLAGA, 2 DE DICIEMBRE – PRESENTACIÓN DE «LA CIUDAD DE LAS CÚPULAS», UN VIAJE IMAGINARIO CON CARLOS BAEZA

Este martes, 2 de diciembre, a las 19:30 horas, en la sala de Ámbito Cultural, de El Corte Inglés, en Málaga, tendré al gusto y el privilegio de acompañar al artista plástico Carlos Baeza en la presentación de su proyecto LA CIUDAD DE LAS CÚPULAS. Un trabajo que desarrolla desde hace años para plasmar lo que sólo un artista de su nivel puede imaginar. Será una gozada descubrir qué se esconde tras esta ciudad silenciosa y llena de nostalgia.  

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«MELILLA 1936», UNA NOVELA DE LUIS MARÍA CAZORLA

Como ya hiciera en sus anteriores novelas ambientadas en el Protectorado español de Marruecos y en la II República, con títulos como La ciudad del Lucus, El general Silvestre y la sombra del Raisuni, Las semillas de Annual o La rebelión del general Sanjurjo, Luis María Cazorla vuelve a sumergirnos en otro episodio histórico con su nueva obra Melilla 1936, ambientada en los días previos al golpe de Estado contra la República.

Con su habitual estilo tan galdosiano, en esta ocasión Cazorla recrea el ambiente, las circunstancias, los hechos concretos que acaecieron en Melilla en esas tristes jornadas que dieron origen a la guerra civil. Como bien explica en la nota que cierra el volumen, al contrario que en sus anteriores novelas, en ésta todos los personajes son reales, protagonizaron los acontecimientos que se relatan y reviven gracias a un cuidadoso trabajo de investigación y documentación.

Fiel a ese estilo que antes mencionaba, Luis María Cazorla logra reconstruir el ambiente que se respiraba en la ciudad, la tensión entre los grupos de izquierdas y republicanos por un lado y los militares y falangistas que preparaban el golpe de mano por otro. Utiliza para ello a un personaje singular y admirable: Joaquín María Polonio Calvente, el juez de primera instancia e instrucción que fue designado para ocupar la vacante del juzgado de Melilla en tales fechas, y a través de su mirada lúcida y racional asistimos a los hechos que se fueron precipitando en esos días. Cazorla no oculta su admiración por este hombre íntegro y leal, que solo pretendía hacer cumplir la ley sobre cualquier otra consideración, y tampoco disimula su respeto hacia su figura como defensor del Derecho, probablemente porque el autor es también un reconocido y prestigioso jurista.

“…<La entrevista con el general Romerales fue decepcionante -escribía poco después Joaquín Polonio mientras que a través de la ventana entreabierta llegaban ruidos dispersos, última entrega de la animación que había reinado hasta hacía poco en la concurrida calle donde estaban el juzgado y su vivienda-. Este militar de alta graduación es culto, ha escrito varios libros y creo que toca aceptablemente el piano, me parece, además, una buena persona, pero, aunque está cargado de buenas intenciones republicanas, lo veo cautivo de una ingenuidad que deforma la realidad que lo rodea. Ojalá me equivoque, pero considero que no da la talla para un puesto tan delicado como el que desempeña. Es la segunda vez que lo nombran jefe de las fuerzas militares de la circunscripción oriental y comandante general de Melilla, y, a pesar de ello, cuando me entrevisté con él hace unos días me dio la impresión de no haberse caído todavía del guindo. Lo veo demasiado confiado y haciendo lo indecible por resaltar que tiene todos los resortes militares en sus manos. Que me disculpe, pero por los contactos personales que voy teniendo y por todo lo que me llega al juzgado, dudo mucho que a los Seguí, Barrón, Gazapo, Bartomeu, Rolando de Tella y compañía los tenga embridados. Me temo que estos militares tienen carácter más fuerte, experiencia de mando directo más actualizada y determinación más férrea que Romerales, por muchos distintivos de general de brigada que éste exhiba en su uniforme. Por decirlo de otra manera: estoy muy preocupado. Redactar estas líneas me sirve de desahogo.

(…) Me preocupa mucho la actitud amenazante de los militares que no soportan el sesgo que ha tomado la República con la victoria electoral del Frente Popular. Las informaciones que recabo de aquí y de allí y las opiniones que voy formando a partir de conversaciones más o menos fortuitas con sus cabecillas me llevan a pensar que son muchos, que les son afectas muy importantes unidades de la circunscripción y que se están preparando concienzudamente para no sé qué, pero, en todo caso, para algo atentatorio contra la legalidad republicana con la que se consideran incompatibles. Me dan mucho miedo los Seguí, Barrón, Bertomeu y compinches… (…) Cuando hablo con Romerales de este feo asunto, me queda el agrio sabor de boca producido por lo que voy a llamar su aldeanismo. Parece solo mirarse en el ombligo de Melilla; su visión llega poco más allá de Nador y Segangan y lo hace muy a duras penas hasta Alhucemas. No hay que tener muchas luces para comprender que la trama de militares antifrentepopulistas únicamente tiene sentido encadenada con otras de mucho más allá de Melilla.

Si se me apura, la entrevista con Romerales me sirvió para tomar conciencia de que el horno que es Melilla hierve a temperatura todavía más alta que la que yo soy capaz de apreciar. Hasta ese momento me limitaba a la idea que me he ido haciendo de los militares enfrentados a una República que, según ellos, está traspasando muchos límites infranqueables. No era consciente de la confabulación de otro tipo de militares descontentos que, primero, consideran que la República del Frente Popular está amenazada por sus compañeros derechistas, y, segundo, que la República está siendo demasiado pacata en sus avances sociales y políticos. A raíz de la reunión del otro día en la comandancia general he indagado con la ayuda de Lalaguna y me han soplado varios nombres de este último grupo entre los que he retenido los de los capitanes Leret, Casado y Rotger y del teniente Arrabal, que con mayor o menor intensidad conspiran con este otro sector…”

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es melilla-1936-cubierta-1.jpg

Con habilidad, Luis María Cazorla hace de su protagonista un hombre de carne y hueso y creíble. Sus pensamientos, que va volcando en un diario que escribe cada noche, sus inseguridades, sus temores y sus ideales de justicia nos acercan a él, hasta el punto de que acabamos, al menos en mi caso, por sentir una cierta compasión. Compasión porque poco a poco contemplamos cómo la realidad lo fue engullendo pese a su resistencia numantina. Y es que Joaquín Polonio, como juez, decidió atenerse a la legalidad y, sin embargo, eso no bastó para que, quienes quebraban el orden establecido, respetasen su buen hacer y su saber estar. Joaquín Polonio era un buen hombre y su actitud representa la integridad, la justicia y la honradez.

Cazorla también consigue que asistamos al golpe de Estado que se urdió en Melilla casi segundo a segundo. Bien documentado, como decía antes y tal y como Luis me ha confirmado cuando hemos hablado de la novela, coloca al lector en mitad de los conciliábulos y de las reuniones que se iban organizando por los rebeldes día a día, descubriéndonos la clase de gente que eran, sus dudas, sus pasiones y sus fanatismos. Cómo iban logrando que otros militares, dubitativos, acabaran engrosando sus filas a base de intimidación y de presiones de todo tipo. Y también mostrarnos la fragilidad de una República que, en el instante más crucial, estuvo en manos de autoridades, civiles y militares, sin carácter y sin valentía, como el general Romerales en Melilla o Casares Quiroga en Madrid.

“…Solans, al enterarse de que le iba a informar de algo que le interesaría relacionado con el juez que le había plantado cara, recibió a García Vallejo la misma tarde del sábado, a pesar de la desenfrenada actividad de aquellos momentos cruciales para el levantamiento le obligaban a desplegar.

Lo recibió en el despacho que le correspondía como nuevo jefe de la circunscripción oriental de Marruecos y comandante general de Melilla. Lo hizo acompañado del teniente coronel Peñuelas, que de jefe de estado mayor había pasado a encargarse de los asuntos de justicia.

(…) Cuando García Vallejo concluyó satisfecho al percibir que había dado en la diana, Solans se concedió quebrar su normalmente mesurado comportamiento. Por su boca se despeñaron exabruptos malsonantes y cuarteleros dedicados al roblizo magistrado. Pero al pronto se controló, su semblante volvió a su ser natural sobrio y comedido. Agradeció a su visitante la información y, virando la cabeza hacia un Peñuelas que no había parado de escribir, le ordenó con palabras cortantes: <Redacte usted con toda urgencia un informe que recoja al detalle estos hechos y manifestaciones y páselos sin demora alguna a la auditoría de guerra para que nos informe de cómo proceder contra ese juececillo que se permite desafiar de palabra y ahora con hechos las órdenes de la autoridad nacida de nuestro movimiento nacional. ¡Quiero que esté esta misma tarde! ¡Comportamientos como el suyo no pueden quedar impunes! ¡Contra el enemigo con armas o sin armas hay que extremar la contundencia hasta donde sea menester!>. Estas aterradoras palabras quedaron suspendidas en el aire mientras que Peñuelas y García Vallejo se despedían y salían zumbando del despacho. Solans, cuando volvió a sentarse en el sillón del escritorio, murmuró para sí: <Creo que lo hemos pillado. No tomaremos el juzgado con las armas, como le dije ayer al dichoso juez, lo haremos con lo que se pavonea tanto, lo haremos con la ley, con el Código Penal>, y procedió seguidamente a revisar las listas de sindicalistas, militantes de organizaciones izquierdistas y dirigentes frentepopulistas que había que localizar sin tardanza para que los de la Falange de la sangre, que encabezaban el teniente y cruel falangista Sánchez Suárez y el herrador militar y fanático falangista Cuadrado Yelo, los eliminaran por la vía rápida…”

La conclusión de la novela es devastadora: los golpistas fueron capaces de retorcer la interpretación de la ley para aplicarla a su capricho. Si era necesario mentir, se mentía. Si era preciso pervertir los consejos de guerra, se pervertían. Si era beneficioso para la causa rebelde condenar a un inocente, se le condenaba. Todo bajo la excusa de regenerar a España y salvarla de la República. Lo que sí me queda claro es que el triunfo del Frente Popular y el asesinato de Calvo Sotelo solo fue una excusa para el definitivo levantamiento de los militares que ya venían rumiando desde hacía años.

Me ha conmovido el paso de Joaquín Polonio por la alcazaba de Zeluán, convertida, tras el golpe de Estado, en un campo de concentración; su estado calamitoso, sus penurias a la espera de un juicio que presumía injusto y vengativo. Luis María Cazorla parece proyectarnos en una pantalla esos días de reclusión, para enseñarnos la manera en la que los golpistas trataban de quebrar la entereza de un hombre bueno. La degradación a la que lo sometían, no solo a él sino a todos los detenidos.

Pero Cazorla, sin apartarse de los hechos acaecidos, rinde un hermoso homenaje a este juez humilde e íntegro que no se dejó arrastrar por los acontecimientos, que supo defender sus principios morales y éticos y que no se humilló ante los fascistas.

“…Soy consciente -masculló para sí ya en el despacho- de la impotencia de una lucha estrictamente jurídica contra el poder militar armado hasta los dientes y encabezado por jefes ebrios de odio y deseos de venganza frente a la mayor parte de la sociedad melillense que no piensa como ellos, como se demostró en las elecciones del pasado febrero. No soy menos consciente -siguió recapacitando mientras se sentaba en el sillón de su escritorio- de que lo que yo pueda hacer sería inútil casi con toda seguridad. Lo sé todo, no me engaño, pero tengo que ser fiel a la misión a la que he consagrado una parte muy importante de mi persona y hacerlo cueste lo que cueste…”

Una novela para adentrarse en los días más oscuros de nuestra Historia y descubrir a un héroe anónimo al que he comenzado a admirar desde que Cazorla lo ha rescatado del olvido.

Melilla 1936 ha sido editada por Almuzara.

Sergio Barce, julio 2022

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LEYENDO «MELILLA, 1936», UNA NOVELA DE LUIS MARÍA CAZORLA

Mi querido amigo y paisano Luis María Cazorla (n. Larache) sigue produciendo novela histórica. Ahora acaba de publicarse Melilla 1936, de nuevo con Almuzara. Se trata de una crónica profusamente documentada sobre los días del golpe de Estado contra la República que se produce en Melilla. Sé, porque me lo ha contado Luis María, que escribir este nuevo título le ha llevado un arduo trabajo de investigación, y eso se nota en los primeros capítulos que llevo leídos; además, todos los personajes son reales, lo que la hace aún más atractiva. Cuando acabe su lectura prometo una reseña a fondo.

Sergio Barce, julio 2022

 

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«EL RENEGADO», UNA NOVELA DE ANTONIO ABAD

 

De nuevo una novela del escritor melillense afincado en Málaga, Antonio Abad, me ha sumergido en una trama original y distinta; ambientada en Marruecos, sí, pero con un conocimiento profundo de sus gentes y de su tierra, lo que hace más gozosa la lectura. Más gozosa y más real. Ya me ocurrió con su magnífica novela Quebdani, que siempre recomiendo, porque es de esos libros que se le quedan a uno en el interior y que rumiamos una y otra vez. Ahora, con este nuevo título, El renegado, ocurre algo parecido. Tarda uno en desprenderse de Dalmiro, su protagonista, un español, un cristiano, que huyendo de la pobreza en Melilla tras un hecho luctuoso acaba por vivir con unos rifeños y, durante años, tratará de convertirse en uno de ellos. Antoni Abad, sin embargo, no se muestra nada complaciente con su personaje, y con los pies en la tierra nos plantea la dificultad que supone para un rumi el tratar de ser admitido como un igual entre los rifeños.

“Una vez en Amarach asistí al sepelio de un pariente de Yilali. Yo no disponía de lienzos para envolver el cuerpo de Farid, ni tenía suficiente agua para lavarlo, ni aceites ni perfumes; solo tenía una manta y un poco de agua con la que primero rocié sus cabellos, luego su cara, su pecho, sus piernas, sus manos, hasta llegar a los pies. No me costó mucho cavar un agujero porque la tierra era blanda, aun así el dolor que sentía por la muerte de mi amigo me mermaba las fuerzas y a cada azada que golpeaba en la tierra (una azada que afortunadamente encontré) era un golpe que yo mismo me daba en mi corazón. Todo el tiempo estuve llorando y cuando al fin arrastré su cuerpo hasta el fondo, recostado sobre el lado derecho y con su rostro mirando hacia La Meca, el siguiente paso fue aún peor. La tierra que tenía que cubrirlo la iba echando poco a poco y caía con un sonido oscuro, como si cada paletada renunciara a servir de impacto sobre aquel cuerpo que tan vilmente había sido masacrado. Al terminar, tuve la sensación de haber estado plantando un árbol, un árbol sin tronco, sin ramas, sin hojas, solo sus raíces debían quedar sepultadas para siempre. Luego busqué una piedra y la hinqué a la altura de la cabecera. Era una piedra blanca, pesada, que recogí de los escombros del morabo; una piedra para señalar su tumba, sin flores, sin nombre, y junto a la piedra una lata vacía que llené con agua para que bebieran los pájaros.

Cuando al final, acepté reconocerme en su recuerdo, las palabras que tenía que pronunciar no me salían. Tampoco conocía ninguna plegaria en amazigh como despedida de este mundo. El pecho se me había encogido; en la garganta se me había hecho un nudo y no paraba, silenciosamente, de llorar.

No sé cuánto tiempo estuve en aquella situación, carcomido por el lamento y la compleja soledad que me embargaba. Era la segunda vez que me enfrentaba a la muerte, a esa desconocida noche que nos instala en una paz permanente cerrándonos los ojos sin misericordia para no abrirlos jamás.

Un silencio expectante escudriñaba las ramas de los árboles que ningún aire movía. El sol se había ocultado detrás de un grupo de nubes. Pasaron pájaros. Sin darme cuenta, cuando fui a despedirme de Farid, me santigüé. Fue un acto instintivo que troqué, rápidamente, con un Allahu Akbar (Dios es grande). <Descansa en paz>, también le dije. Pero su dolor era ahora mi dolor, y su rabia y su venganza tenía que hacerlas mías. No podía dejar que su aliento y su espíritu se quedaran allí, pudriéndose como él bajo la tierra. Tenía que llevármelos conmigo. El Rif me reclamaba para que sus sueños se cumplieran.

Fue lo que le prometí -ya sin llanto- delante de su tumba…”

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es el-renegado-portada-1.jpg

El protegido, además de una novela de aventuras, tanto personal como colectiva, plantea un recorrido histórico por los años inmediatos a la independencia de Marruecos y a la lucha del Rif por alcanzar su independencia, la represión de los llamados años de plomo llevaba a cabo por el rey Hassan II, la actuación de la guerrilla rifeña, las lealtades y las traiciones… Es como recorrer la historia del país durante esos años tristes y duros de la mano de un cronista que deambulara por los escenarios con una cámara de cine, grabándolo todo. Nos transmite además la miseria de esas tierras, la injusticia de un sistema corrupto, la desafección entre las tierras del Rif insurgente y rebelde y el desprecio de la élite gobernante de Rabat.

Pero esta novela también es un pequeño ajuste de cuentas de Antonio Abad con la Historia, en especial, del trato sufrido por esos españoles que, nacidos en Marruecos, pese a su amor y respeto por el país, nunca pudieron sentirse completamente integrados y aceptados. Un tema que Antonio y yo hemos hablado largamente y en el que coincidimos en muchas cosas.

“…Por qué con toda nueva gente con la que me tropezaba siempre me contaba alguna historia de todo lo malo que habíamos hecho los españoles por estas tierras. A qué venían tantos reproches. Ya se lo dije un día al propio Farid, ¿qué tenía que ver yo con todo aquello? Me encogí de hombros porque la duda o mi ignorancia no me permitían llegar a ninguna conclusión que no fuera mi continuada extrañeza ante su inesperado arrebato de acusarme con viejos agravios.

Ahmed volvió a cogerme del brazo esta vez con más fuerza, como si necesitara mi apoyo para no caerse, y me dijo:

-Aquel día el zoco, como siempre, estaba muy concurrido. De pronto, por el cielo surcaron tres aviones Bristol arrojándonos un buen número de bombas, e incluso hicieron uso de las ametralladoras cuando la gente intentaba refugiarse donde buenamente podía sin que les importara que fueran mujeres o niños. Eso fue un jueves de febrero de 1926.

Hace una pausa y calla como si el silencio le ayudara a poner en orden los resortes de la recordación. Observé entonces su cara como si fuera otra persona, con desánimo, calculando la medida de un tiempo que se obstinaba en permanecer invariable, y el hombre que fue y el que es ahora parecían estar mirándose en el mismo espejo como si entre ellos el único muro que los separaba fuera el de la lástima. No traté de hacerle ningún tipo de pregunta y dejé que él siguiera desahogándose por los otros aspectos de la historia.

-Es verdad -prosiguió- que Abdelkrim estaba perdiendo la guerra, por eso no se comprendía que se hubieran ensañado con una multitud inocente, a no ser que lo hicieran por pura venganza. Hubo muchos muertos y muchos heridos. Primero se oyó un rugido inmenso que atronaba los cielos y luego el estampido de las explosiones. Yo me encontraba en un puesto de carne y a poco todo el zoco olía a carne quemada. Espantado por lo que estaba sucediendo, perdido, ciego, corrí desesperado, apretando los dientes, entre gritos y derrumbes hasta que un impacto de metralla me impactó. Caí al suelo en medio de aquel desorden. Todo el mundo huía despavorido hacia ninguna parte, gritando como locos, buscando donde protegerse de las balas suicidas que tamborileaban sobre sus cabezas. Cuánta rabia sentí por lo que estaba ocurriendo. La desolación era total. Los muertos y los heridos fueron incontables. Muchos padres perdieron a sus hijos y muchos hijos perdieron a sus padres. Cuánta gente también, sin brazos, sin pernas, que quedaron mutilados para toda la vida. Bajo aquellas columnas de humo que ascendían desde los puestos calcinados de los vendedores, el zoco parecía la entrada del infierno. Recuerdo que no podía respirar. La sangre me brotaba, una sangre viscosa, caliente, sucia. Cuando los aviones se marcharon alguien me ayudó a levantarme, pero a poco perdí el conocimiento. Desperté en otro lugar lleno de vendajes. Con el tiempo aquellas heridas se curaron, pero no las de mi corazón.

Nada sabía yo de lo que acababa de contarme. En mi casa cuando se hablaba de la guerra con los moros solo se mencionaba la masacre que había hecho en monte Arruit cuando salieron huyendo del desastre de Annual y que por eso no nos tendríamos que fiar de ninguno, por criminales y traidores.

El rostro de Ahmed de repente palideció. Parecía que acababa de adivinar lo que yo estaba pensando, pero, precisamente por eso quise alejar de mí cualquier conjetura que me afectara. Quién era yo para juzgar esos hechos en uno u otro sentido. El mal era la guerra producida por el odio viniera de donde viniera. Se lo dije:

-No tendría que haber ninguna guerra.

Ahmed volvió a mirarme. Lo hizo recriminándome lo iluso de mi pronunciamiento, y mientras caminábamos, desprendiendo una sonrisa mustia, como si la urgente necesidad de apoyarse en mi brazo le fuera necesario, continuó:

-…pero quién lo iba a pensar. La historia volvió a repetirse. Esta vez no eran aviones españoles, sino aviones marroquíes. Que Alá los maldiga y castigue con las llamas del infierno. Sus bombas mataron a dos de mis hermanos. A uno de mis sobrinos la metralla le arrancó una pierna. Tiene ahora mas o menos tu edad. Él no puede huir a las montañas para unirse a la insurrección con el grupo de Izem, pero me ha jurado que hará todo lo posible para vengar la muerte de su padre.

Yo guardé silencio y al mismo tiempo miraba al cielo porque me parecía que los designios de la fatalidad podían repetirse por esos caprichos del destino que hace que los males siempre recaigan sobre los mismos. Afortunadamente por el cielo solo flotaban las nubes; y Ahmed, dándose cuenta de mis barruntos, esgrimiendo una disuelta sonrisa por mis posibles temores, me dio una palmadita en la espalda y me señaló uno de los puestos del zoco en donde tomar un buen vaso de té.

Estando sentados, el ajetreo y el bullicio que se expandía en nuestro entorno era incesante. Ahmed había venido al zoco a comprar, pero también a verse con alguien…”

Disfruto de las novelas ambientadas en Marruecos cuando percibo que su autor conoce a los marroquíes y conoce al país, mientras que me producen cierta urticaria esos otros que, con una breve visita, se convierten en especialistas de un país cuya cultura e idiosincrasia es muy difícil de asimilar y a veces de comprender. Se necesita una vida para ello. Y El renegado es de esos libros que te abren el país en canal.

También me ha parecido muy interesante y original cómo Antonio Abad ha sabido engarzar la trama de su historia y la vida de sus protagonistas con los atentados que ocurrieron en Tetuán y luego el de Sjirat en julio de 1971. Eso lo hace aún más verosímil, trenzando sabiamente realidad y ficción, alma mater de una buena novela histórica o ambientada en un período concreto.

Una excelente novela para revisitar toda esa época y entender algo más lo ocurrido en el Rif y los sentimientos de quienes luchaban por la independencia de ese territorio.

El renegado ha sido editado por la Consejería de Educación, Cultura, Festejos e Igualdad de la Ciudad Autónoma de Melilla.

Sergio Barce, agosto 2021

 

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