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MARRUECOS, HOLLYWOOD Y EL CINE NEGRO

Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en

Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en <Casablanca>

Para Hollywood, Marruecos siempre fue un lugar exótico y, como tal, escenario perfecto para películas de aventuras y, especialmente, de cine negro. Por supuesto, en la mayor parte de esas películas, el Marruecos que se mostraba al público era de cartón piedra, construido en los estudios americanos.

Hoy voy a señalar algunas de estas películas, más adelante añadiré otros títulos. Por supuesto la más emblemática debe abrir este pequeño artículo: <Casablanca> (1942) de Michael Curtiz.

Bogart, Rains, Henreid y Bergman en el Café de Rick

Bogart, Rains, Henreid y Bergman en el Café de Rick

La he vuelto a ver hace un par de semanas, y la encuentro fresca, sin que el tiempo parezca pasar por esa historia inmortal. La emocionante escena en la que en el Café de Rick cantan <La Marsellesa> para acallar a los nazis te ata un nudo en el estómago.

Es una película perfecta. Mientras tanto, Sigue leyendo

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FELIZ NAVIDAD – MERRY CHRISTMAS

Como cada año, es un reto felicitaros de una manera original, pero creo que entre mis hijos y yo hemos dado con algo que a todos nos puede alegrar algo: buenos libros y mejores películas. Así que, con la portada de dos magníficos libros de relatos, los de Navidad de Dickens, y los cuentos de Capote, en cuyo volumen se recogen dos cuentos de navidad imborrables, y el póster de esa obra maestra del cine que es QUÉ BELLO ES VIVIR de Frank Capra, os deseo, junto a mis hijos Pablo y Sergio jr, lo mejor en estas fiestas. FELIZ NAVIDAD!

Y PARA QUE EL DULCE SEA DULCE DEL TODO, LO MEJOR ES LEER UNO DE LOS MEJORES CUENTOS CON LA NAVIDAD COMO TELÓN DE FONDO, UN RELATO EXTRAORDINARIO DE TRUMAN CAPOTE, TITULADO PRECISAMENTE UNA NAVIDAD:

Primero, un breve preámbulo autobiográfico. Mi madre, mujer excepcionalmente inteligente, era la chica más guapa de Alabama. Todo el mundo lo decía, y era verdad. A los dieciséis años se casó con un hombre de negocios de veintiocho que provenía de una buena familia de Nueva Orleáns. El matrimonio sólo duró un año. Ella era demasiado joven tanto para ser madre como para ser esposa; era además demasiado ambiciosa: quería ir a la universidad para tener una carrera. De modo que abandonó a su marido; y, por lo que a mí se refiere, me dejó al cuidado de su numerosa familia de Alabama. 

Durante años, rara vez vi a mis padres. Mi padre tenía asuntos en Nueva Orleáns, y mi madre, tras graduarse, comenzaba a abrirse camino en Nueva York. En lo que a mí me concernía, ésta no era una situación desagradable. Era feliz donde me hallaba. Tenía a muchos parientes cariñosos conmigo, tías y tíos y primos y, especialmente, una prima ya mayor, con el pelo canoso, una mujer ligeramente tullida llamada Sook. Miss Sook Faulk. Tenía a otros amigos, pero ella era, con mucho, mi mejor amiga.  

EDMUND GWENN como Santa Claus

 Fue Sook quien me habló de Papá Noel, de su espesa barba, su traje rojo y su ruidoso trineo cargado de regalos, y yo la creí, del mismo modo que creía que todo era voluntad de Dios, o del Señor, como siempre le llamó Sook. Si tropezaba, o me caía del caballo, o pescaba un gran pez en el riachuelo, bueno, para bien o para mal, todo era por voluntad del Señor. Y eso fue lo que dijo Sook al recibir las alarmantes noticias de Nueva Orleáns: mi padre quería que yo fuese a pasar con él la Navidad.    

Lloré. No quería ir. Nunca había salido de aquella aislada y pequeña ciudad de Alabama, rodeada de bosques, granjas y ríos. Jamás me acostaba sin que Sook me peinara el pelo con los dedos y me besara para darme las buenas noches. Además, me asustaban los extraños, y mi padre era un extraño. A pesar de haberlo visto varias veces, su imagen se confundía en mi memoria; ignoraba qué aspecto tenía. Pero como decía Sook: <Es la voluntad del Señor. Y, quién sabe, Buddy, quizás hasta veas la nieve>.  

RICHARD ATTENBOROUGH como Santa Claus

¡Nieve! Hasta que aprendí a leer por mí mismo, Sook me leyó muchos cuentos, y parecía haber cantidad de nieve en la mayoría de ellos. Deslumbrantes copos de ensueño deslizándose por los aires. Era algo con lo que siempre soñaba; algo mágico y misterioso que deseaba ver y sentir y tocar. Por supuesto, ni Sook ni yo nunca lo habíamos hecho; ¿cómo habríamos podido hacerlo viviendo en un lugar tan caluroso como Alabama? No sé cómo pudo pensar que yo vería nieve en Nueva Orleáns, ya que Nueva Orleáns es aún más calurosa. Pero qué más da. Trataba de infundirme coraje para emprender ese viaje.

Me dieron un traje nuevo. Me colgaron en la solapa una tarjeta con mi nombre y mi dirección. Eso, por si me perdía. E1 caso es que iba a hacer el viaje solo. En autobús. En fin, todos pensaron que estaría a salvo con mi tarjeta. Todos, excepto yo. Estaba asustado; enfadado. Furioso con mi padre, ese extraño, que me forzaba a abandonar mi casa y a separarme de Sook por Navidad.

Se trataba de un viaje de cuatrocientas millas, poco más o menos. Mi primera parada fue Mobile. Allí, cambié de autobús, y viajé horas y horas por tierras pantanosas a lo largo de la costa hasta llegar a una ciudad ruidosa, con tranvías tintineantes y mucha gente peligrosa con pinta extranjera.

Era Nueva Orleáns. 

Y, de pronto, al bajar del autobús, un hombre me rodeó con sus brazos cortándome la respiración; reía y lloraba: un hombre alto y apuesto, riendo y llorando. Dijo:

– ¿No me conoces? ¿No conoces a tu padre?

Yo había enmudecido. No dije una sola palabra hasta que, al fin, mientras ya íbamos en un taxi, le pregunté:

– ¿Dónde está?

– ¿La casa? No muy lejos.

– No, la casa no. La nieve.

– ¿Qué nieve?

– Creía que habría un montón de nieve.    

Me miró con extrañeza, pero acabó por reír. 

JOHN MALKOVICH Santa Claus

 – Nunca ha nevado en Nueva Orleáns. Al menos que yo sepa. Pero escucha:
¿oyes ese trueno? Seguro que va a llover.

No sé qué es lo que más me asustaba, si el trueno, los fulminantes rayos que lo seguían o mi padre. Aquella noche, al acostarme, seguía lloviendo. Recité mis oraciones y recé para estar pronto de vuelta en casa con Sook. No sabía cómo iba a poder dormirme sin que ella me hubiera dado el beso de buenas noches. Lo cierto es que no conseguía quedarme dormido, de modo que me puse a pensar en lo que me traería Papá Noel. Quería un cuchillo con el mango de nácar. Y un gran rompecabezas. Un sombrero de cowboy con un lazo de rodeo. Un rifle BB para matar gorriones. (Años más tarde, tuve una escopeta BB con la que maté un sinsonte y un mirlo, y jamás he podido olvidar cuánto lo sentí y cuánta pena me dio; nunca volví a matar otra cosa, y todos los peces que pesqué los devolví al agua.) También quería una caja de lápices. Y, más que cualquier otra cosa, una radio, pero sabía que era imposible: no conocía ni a diez personas que tuvieran radio. Recordarán que era la época de la Depresión, y en el Profundo Sur eran muy pocas las casas que tuvieran radio o refrigerador.

Mi padre tenía las dos cosas. Parecía tenerlo todo: un coche con el asiento trasero descubierto, por no hablar de una casita color rosa en el Barrio Francés, con balcones de hierro forjado y un patio interior ajardinado, lleno de flores y refrescado por una fuente en forma de sirena. También tenía media docena, por no decir toda una docena, de amigas. Al igual que mi madre, mi padre no había vuelto a casarse; pero los dos tenían a admiradores asiduos, y, quisiéranlo o no, antes o después recorrieron el camino del altar; en realidad, mi padre lo recorrió seis veces. 

Pueden, pues, comprobar que tenía un gran encanto; y, de hecho, parecía seducir a la mayoría de la gente, a todos menos a mí. Eso era lo que me azoraba tanto, siempre arrastrándome de aquí para allá para que conociera a sus amigos, a todos, desde el banquero hasta el barbero que le afeitaba cada día. Y, naturalmente, a todas sus amigas. Y lo que es peor: se pasaba el tiempo besándome, achuchándome y presumiendo de mí ¡Me sentía tan avergonzado! Primero, no había nada de qué presumir. Yo era un auténtico chico de campo. Creía en Jesús y rezaba concienzudamente mis oraciones. Estaba convencido de que existía Papá Noel. Y, en mi casa de Alabama, excepto para ir a la iglesia, nunca llevaba zapatos, ni en invierno ni en verano. 

Era una auténtica tortura ser arrastrado por las calles de Nueva Orleáns dentro de aquellos zapatos fuertemente atados, calientes como el infierno, tan pesados como de plomo. No sé qué era peor, si los zapatos o la comida. En mi casa estaba acostumbrado al pollo a la parrilla, a las verduras estofadas, a las judías con mantequilla, a pan de maíz y a otras cosas reconfortantes ¡Pero esos restaurantes de Nueva Orleáns! Nunca olvidaré mi primera ostra, era como un mal sueño deslizándose por mi garganta; transcurrirían décadas antes de que volviera a probar otra. En cuanto a toda esa comida criolla cargada de especias, sólo pensarlo me da acidez. No señor, yo añoraba las galletas recién sacadas del horno, la leche fresca de vaca y la melaza casera.  

BILLY BOB THORNTON Bad Santa

 Mi pobre padre no tenía ni idea de cuán desgraciado era yo, en parte porque nunca dejé que lo notara ni porque jamás se lo dije; en parte porque, aunque mi madre protestara, él se las había ingeniado para conseguir mi custodia legal durante las vacaciones de Navidad.

Me decía:

– Di la verdad, ¿no quieres venir a vivir aquí conmigo, en Nueva Orleáns?

– No puedo.

– ¿Qué significa que no puedes?

– Añoro a Sook. Añoro a Queenie; tenemos un conejito de Indias muy divertido. Lo queremos mucho.

Dijo mi padre:

– ¿Es que a mí no me quieres?

Dije yo:

– Sí. 

Pero la verdad es que, a excepción de Sook y de Queenie y de unos pocos primos y de un retrato de mi hermosa madre al lado de la cama, no tenía una idea muy clara de lo que significaba querer.

Pronto lo descubrí. La víspera de Navidad, mientras caminábamos por Canal Street, me paré en seco, extasiado ante un objeto mágico que vi en el escaparate de una gran tienda de juguetes. Era la maqueta de un avión lo bastante grande como para sentarse dentro y pedalear como en una bicicleta. Era verde y tenía una hélice roja. Estaba convencido de que, si pedaleaba con la suficiente energía, ¡el avión despegaría y levantaría el vuelo! ¡Habría sido algo fantástico! Ya podía ver a mis primos en el suelo mientras yo volaba por entre las nubes ¡Ver para creer! Reí; reí y reí. Fue la primera vez que mi padre pareció sentirse a gusto conmigo, aunque no imaginara qué era lo que me había parecido tan divertido. 

Aquella noche recé para que Papá Noel me trajera el avión.  

Mi padre había comprado ya un árbol de Navidad, y estuvimos un montón de tiempo en un supermercado eligiendo cosas para adornarlo. Entonces, cometí un error. Coloqué un retrato de mi madre bajo el árbol. En el momento en que mi padre lo vio, se puso pálido y empezó a temblar. Yo no sabía qué hacer. Pero él sí. Fue hacia un armario y sacó de él una botella y un vaso largo. Reconocí la botella porque todos mis tíos de Alabama guardaban otras exactamente iguales ¡Puro Moonshine, licor destilado ilegalmente durante la Prohibición! Llenó el vaso y se lo bebió entero de un trago. Hecho esto, fue como si el retrato se hubiera desvanecido.  

TIM ALLEN es Santa Claus

Esperé, pues, la Nochebuena y el siempre excitante advenimiento del orondo Papá Noel. Por supuesto, jamás había visto ese pesado y ruidoso gigante con la panza hinchada dejarse caer por la chimenea y exhibir alegremente su generosidad bajo un árbol de Navidad. Mi primo Billy Bob, que era un miserable enanito, pero que tenía un cerebro como un puño de hierro, afirmaba que todo eso era una tontería, que no existía semejante criatura.

– ¡Vaya! –dijo-. Creer que un Papá Noel existe es como creer que una mula es un caballo.    

Esta disputa tenía lugar en la plaza del pequeño juzgado. Le contesté:

– Existe un Papá Noel porque lo que hace es voluntad del Señor, y todo lo que es voluntad del Señor es verdad.

Y, escupiendo en el suelo, Billy Bob se alejó:

– ¡Bueno, parece que tenemos a otro predicador entre nosotros!    

Siempre me hacía a mí mismo la promesa de no dormir en Nochebuena, quería oír el baile saltarín del reno en el tejado y quedarme allí, al pie de la chimenea, esperando a Papá Noel para saludarle. Y, aquella Nochebuena en particular, nada me parecía más fácil que permanecer despierto.

La casa de mi padre tenía tres pisos y siete habitaciones, algunas espaciosas, sobre todo las tres que daban al jardín del patio: el salón, el comedor y una sala de música para los que querían bailar, tocar música y jugar a las cartas. Los dos pisos superiores estaban adornados con balcones de hierro forjado, cuyos intrincados barrotes verde oscuro se hallaban delicadamente entrelazados con buganvilla y rizadas guirnaldas de orquídeas, planta ésta que parece un lagarto chasqueando su lengua roja. Era el tipo de casa ostentosa con suelos encerados. Algún mimbre por aquí y algún terciopelo por allá. Podría haber sido confundida con la casa de un rico; pero era más bien la casa de un hombre con pretensiones de elegancia. Para un pobre (pero feliz) chico descalzo de Alabama, era todo un misterio el modo en que se las arreglaba para satisfacer esta aspiración.

Por el contrario, no había misterio alguno en lo que se refiere a mi madre, quien, tras graduarse en la universidad, se esforzó por ejercer todos sus encantos mientras luchaba por encontrar en Nueva York al novio adecuado que pudiera permitirle vivir en pisos de Sutton Place y adquirir abrigos de marta cebellina. No, los recursos de mi padre le eran de sobra conocidos aunque nunca mencionara el asunto hasta años después, cuando ya había conseguido poder comprarse collares de perlas que colgaban de su cuello envuelto en pieles. 

Había ido a visitarme a uno de esos internados esnobs de Nueva Inglaterra (donde mi enseñanza era costeada por su rico y generoso marido), cuando algo que comenté la enfureció; y gritó:

– ¡Conque no sabes por qué vive tan bien! Yates y cruceros por las islas griegas. ¡Pues gracias a sus mujeres! Piensa en esa larga lista: todas viudas, todas ricas. Muy ricas. Y todas mucho mayores que él. Demasiado viejas para que cualquier joven sensato se case con ellas. Es por lo que eres su único hijo. Y ésta es la razón por la que jamás volveré a tener otro; yo era demasiado joven para tener hijos, pero él era una bestia, y acabó conmigo, me estropeó.      

TRUMAN CAPOTE

 <Just a gigolo, everywhere I go, people stop and stare… Moon, moon over Miami… This is my first affair, so please be kind… Hey, mister, can you spare a dime?… Just a gigolo, everywhere I go, people stop and stare… >

Mientras estuvo hablando (yo intentaba no escuchar, porque, al decirme que mi nacimiento había acabado con ella, estaba ella acabando conmigo), estas melodías, u otras semejantes, merodeaban por mi cabeza. Me ayudaban a no escucharla, y me recordaban la extraña e inolvidable fiesta que dio mi padre en Nueva Orleáns en aquella Nochebuena. 

Iluminaron el patio de velas, al igual que las tres habitaciones que daban a él. Sigue leyendo

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