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«SÉ MÍA» (BE MINE), UNA NOVELA DE RICHARD FORD

Quien sigue mi blog, sabe que Richard Ford es uno de mis autores de cabecera junto a Cortázar, Auster, Roth, Bowles, Chukri, Coetzee, Ernaux… Y unos cuantos más.

Acabo de leer su última novela: Sé mía (Be mine, 2023), publicada por Anagrama y con traducción de Damià Alou. Una historia llena de heridas y de sinsabores, aunque con alguna dosis de humor corrosivo, en la que cuenta el último viaje de Frank Bascombe (ese personaje que hemos seguido durante años en varias de sus novelas) junto a su hijo Paul, aquejado de ELA.

«Y ahora llego tarde, tarde, a una cita muy importante. Mi hijo. En casa. Lleva solo demasiado tiempo, corriendo vete a saber qué peligro del que podría-debería haberle salvado: un fogón del que sale gas sin llama y nadie se ha dado cuenta. Un corte en la yugular provocado por una caída en el baño. Una convulsión: algo que ocurre en los casos de ELA. Cada vez que llego tarde del Vietnam-Minnesota Hospitality, o porque Betty y yo nos besuqueamos en el coche y perdemos la noción del tiempo, me apresuro a volver pensando en qué dirá el auto de acusación: <Comparece ante el tribunal el demandado Bascombe, acusado de abandonar a su hijo minusválido, que se cayó de las escaleras del porche al intentar avisar a los vecinos y acabó con el cuello roto y rígido como una tabla>. El público ahoga un grito. <El demandado alega circunstancias atenuantes (…) visita imperativa a un establecimiento de masajes, etc…>.

Tener un hijo adulto que probablemente muera antes que tú no es lo que uno había previsto. No se parece a ninguna otra cosa. No hay un vocabulario fijo, no hay tarjeta ni postal que pueda expresarlo. Cuando nuestro hijo Ralph Bascombe estaba a punto de morir y murió, en 1979, su madre y yo nos lanzamos a una catacumba de pavor: pavor no tanto por Ralph, que hizo todo lo posible por hacernos sentir mejor resistiéndose a morir con todas sus fuerzas y diciendo a menudo cosas muy divertidas, sino pavor por los demás y por nosotros mismos. Sencillamente, no podíamos perdonarnos ser incapaces de aliviar el dolor del otro, algo que habíamos prometido hacer en nuestros votos matrimoniales, y lo intentamos. Por eso los matrimonios en los que mueren hijos suelen desmoronarse, como sucedió con el nuestro. Aunque no me juzgues hasta que no te pongas en mi piel…»

En esta novela, dejando a un lado algunos episodios de la vida privada y sentimental de Frank Bascombe, lo mejor nos llega en la segunda parte del libro, cuando Frank y su hijo Paul se dirigen ya hacia el monte Rushmore para ver las efigies de los cuatro presidentes talladas en piedra, y que es el último intento del protagonista por hacer algo junto a su hijo antes de que éste muera y que pueda recordar siempre.

Me gusta cómo construye a Paul: ese hombre (el hijo de Frank Bascombe tiene ya cuarenta y tantos años) que se refugia frente a su enfermedad en la cinismo, la ironía y el permanente enfrentamiento con su padre. Una especie de arma defensiva que hiere una y otra vez a Frank. Y uno acaba por compadecerse más por el viejo Frank Bascombe que por su hijo. Ahí creo que reside la esencia y el nudo de la historia, en el humanismo del protagonista, en su paciencia por hacer feliz a un hijo que sabe que nada le puede ya afectar. Una lucha contra el destino que, aquí, ya está escrito sin remedio posible.

En esta segunda parte de la novela, Richard Ford se eleva de nuevo y da otra lección admirable de buena narrativa y de diálogos muy trabajados.

«…Desde al lado de la bañera, lo pongo de pie y lo medio rodeo con la toalla rasposa; hace calor en el pequeño cuarto de baño y él no tiembla. Me permite secarle la mayor parte del cuerpo, excepto la parte sensible y lastimada, que se limpia con la mano izquierda mientras yo le sujeto contra el lavabo y él murmura: <Ajá, ajá, ajá>. Es pesado y liviano a la vez. Una vez más, su muerte puede estar lejos en el futuro, pero la muerte es nuestra compañera en este pequeño espacio, nuestros rostros el uno al lado del otro en el espejo empañado.

Le seco el pelo y debajo de los brazos, bajo por los muslos hasta los empeines, con mi cuello húmedo por la ducha. Huele a Colgate.

-¿Cómo te sientes? -le digo.

Sus rodillas han empezado a agitarse. Sus labios lechosos forman una línea de concentración.

-Como si estuviera cagando en público.

-Entiendo.

-¿Es mi polla lo bastante grande? Estoy bien dotado, ¿no?

-Lo bastante. Sí.

-Yo también sé tolerar a los tontos, ¿no?

Un estremecimiento recorre su corpachón, que se retuerce. Su mano izquierda me agarra el hombro justo donde me duele. No tengo miedo de caerme, pero él sí.

-¿Pensabas en mí al hablar de los tontos? -le digo, abrazándolo.

-No pensaba en nadie -responde-. Es mi actitud desde que tengo ELA. Me hace no ser patético.

-Me llevas mucha ventaja -digo.

-No le llevo ventaja a nadie. Eso queda claro a simple vista. Preferiría morir de otra cosa.

-Lo sé.

Lo guío a través de la puerta del baño. Se tambalea. En pelota picada, a simple vista.

-Eso sería genial, ¿no? Coger ELA y morir de tétanos.

-Eso sería genial. Sí.

Al lado de la cama se le doblan las rodillas, pero todavía puede gobernarlas.

-Probablemente, te sentirías aliviado -dice con esfuerzo.

-Sí. Piensa en el dinero que me ahorraría.

-¿Hoy es San Valentín? -Se inclina y se sienta en la cama de matrimonio.

-El Día Nacional de la Donación de Órganos -digo-. Te ha tocado el corazón.

-¿Me has comprado una tarjeta?

-Te he comprado una tarjeta.

No es verdad. Solo le compré una a Betty. Pero voy a encontrar una antes de que acabe el día. Tengo que vestirlo y ponerlo de camino a la montaña. No estoy seguro de cómo, pero de alguna manera.

-Yo te he comprado una en la parada de camiones. Es guarra de cojones. Te encantará.

-Estupendo.

Estoy rebuscando en su petate mientras él espera junto a la cama, en pelotas, los pies sobre el linóleo, la cabeza desplomada como si hubiera perdido la esperanza…»

Y, sin embargo, la novela de Richard Ford está atravesada por una luz, una luz que ilumina el final del camino para el viejo Frank Bascombe. Otro de los milagros de esta historia profunda y desgarrada, como lo es la vida misma.

Sergio Barce, 10 de agosto de 2024      

  

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RIPLEY EN TÁNGER

«…

-Cincuenta dirhams a la ciudad, ¿de acuerdo? -le dijo Tom en francés al taxista que abrió su portezuela-. Hotel Minzah. -Tom sabía que no había taxímetros. 

-Suba -fue la brusca réplica en francés.

Tom y el conductor cargaron las maletas.

Luego salieron como en un cohete, pensó Tom, pero la sensación no se debía a la velocidad sino a los baches del camino y al viento que entraba por las ventanillas abiertas. Heloise se agarraba al asiento y a un asidero de cuero. El polvo entraba por la ventana del conductor. Pero, al fin, el camino mejoró, y se dirigieron al racimo de casas blancas que Tom había visto desde el avión.

Había casas a ambos lados, edificios de un ladrillo rojo que parecía sin cocer, de cinco o seis pisos de altura. Giraron por una calle principal, por cuyas aceras circulaban hombres y mujeres con sandalias. Había un par de cafés con terraza, y niñitos temerarios que cruzaban la calle a todo correr, obligando a los conductores a frenar bruscamente. Aquello era sin duda el centro de la ciudad, polvoriento, grisáceo, lleno de tenderos y vagabundos. El conductor se puso a la izquierda y paró unos metros más allá.

Hotel El Minzah. Tom salió y pagó, añadiendo diez dirhams más. Un botones vestido de rojo salió del hotel para ayudarles.

Tom rellenó la ficha de registro en aquel formal vestíbulo de altos techos. Por lo menos parecía limpio. Entre sus colores predominaban el rojo y el granate, aunque las paredes eran de un tono blanco crema.

Minutos después, Tom y Heloise estaban en su <suite>, un término que a Tom siempre le parecía lúdico y elegante. Heloise se lavó las manos y la cara de un modo rápido y eficiente, y empezó a deshacer el equipaje, mientras Tom obervaba el panorama por la ventana. Estaban en el cuarto piso, contando según el sistema europeo. Tom miró el panorama de edificios blancos y grisáceos, de no más de seis pisos, un desorden de ropa tendida, algunas banderas andrajosas e inidentificables colgando de sus postes en los tejados, montones de antenas de televisión y más ropa tendida sobre las azoteas. Abajo, visible desde otra ventana de la habitación, la clase adinerada, en la que él podía incluirse, se bronceaba, dispersa por el jardín del hotel. El sol había desaparecido del área que rodeaba la piscina del Minzah. Más allá de las figuras horizontales en bikini y bañador, había una hilera de mesitas y sillas blancas, y aún más allá, agradables y bien cuidadas palmeras, arbustos y buganvillas en flor.

A la altura de las piernas de Tom, un aparato de aire acondicionado irradiaba aire fresco, y él tendió las manos, dejando que el frío le entrase por las mangas. 

Chéri! -Un grito de suave desesperación de Heloise. Luego una leve carcajada-. L´eau est coupée! Tout d´un coup! –continuó-. Como dijo Noëlle. ¿Te acuerdas?

-Durante cuatro horas al día, ¿no dijo eso? -Tom sonrió-. ¿Y el retrete? ¿Y el baño? -Tom entró en el lavabo-. ¿No dijo Noëlle…? ¡Sí, mira esto! ¡Un cubo de agua limpia para lavarse!

Tom se lavó las manos y la cara con el agua fría y, entre los dos, acabaron de deshacer todo el equipaje. Luego salieron a dar una vuelta.

Tomo hizo tintinear las exóticas monedas en el bolsillo derecho del pantalón, y se preguntó qué sería lo primero que pagaría con ellas. ¿Un café? ¿Postales? Estaban en la Place de France, una plaza en la que desembocaban cinco calles, incluyendo la rue de la Liberté, donde estaba su hotel. 

-¡Mira! -dijo Heloise, señalando un bolso de piel repujada. Pendía en el exterior de una tienda junto con chales y cuencos de cobre de dudosa utilidad-. Es bonito, ¿no, Tome? Original.

-Humm… Es mejor mirar primero otras tiendas, ¿no, querida? Vamos a dar una vuelta-. Ya eran casi las siete de la tarde y una pareja de tenderos empezaba a cerrar, observó Tom. De pronto le cogió la mano a Heloise-. ¿A que es fantástico? ¡Un país desconocido!

Ella sonrió. Tom vio curiosas líneas oscuras en sus ojos color lavanda, surgían de sus pupilas como radios de una rueda; una imagen muy dura para algo tan hermoso como los ojos de Heloise.

-Te quiero -le dijo Tom.

Avanzaron por el boulevard Pasteur, una amplia calle con una ligera pendiente hacia abajo. Había más tiendas, y toda la mercancía estaba muy apretujada. Niñas y mujeres arrastraban largas faldas, los pies calzados con sandalias, mientras los niños y los jóvenes parecían preferir los vaqueros, las zapatillas deportivas y las camisas de verano.

-¿Te gustaría tomar un té helado, cariño? ¿O un kir? Seguro que aquí hacen muy bien el kir.

Luego volvieron hacia el hotel y en la Place de France, siguiendo el esquemático mapa del folleto de Tom, encontraron el Café de París. Una larga y ruidosa hilera de mesas redondas y sillas se extendía a lo largo de la acera. Tom ocupó la última mesa que quedaba, y cogió una segunda silla de una mesa cercana.

(…) 

-¿Qué haremos mañana? ¿El Museo Forbes, los soldaditos de plomo? ¡Está en la Kasba! Y luego el Zoco.

-¡Sí! -dijo Heloise, con la cara súbitamente iluminada-. ¡La Kasba! Y luego el Zoco.

Ella se refería al Gran Zoco, el gran mercado. Comprarían cosas, regatearían, discutirían los precios. A Tom no le gustaba regatear, pero sabía que tenía que hacerlo para no parecer idiota y pagar el precio de los idiotas.

Camino del hotel, Tom no se molestó en regatear por unos higos verde pálido y otros más oscuros que tenían un magnífico aspecto, además de unos hermosos racimos de uvas verdes y un par de naranjas. Se lo llevó en las dos bolsas de plástico que le había dado el vendedor.

-Quedarán muy bien en nuestra habitación -dijo-. Y también le daremos a Noëlle.

Descubrió, para su placer, que volvían a tener agua. Heloise se duchó, seguida de Tom, y luego se tumbaron en pijama en la inmensa cama, disfrutando de la frescura del aire acondicionado.

-Hay televisión -dijo Heloise.

Tom ya la había visto. Se acercó e intentó encenderla.

-Es solo por curiosidad -le dijo a Heloise.   

No funcionaba. Examinó el enchufe, parecía estar bien conectada, en la misma red que la lámpara de pie.

-Mañana -murmuró Tom, resignado, sin importarle mucho- le diré a alguien que la arregle.

A la mañana siguiente visitaron el Gran Zoco que había ante la Kasba…»

Estos párrafos pertenecen a la novela Ripley en peligro (Ripley under water), de Patricia Highsmith, con traducción del inglés de Isabel Núñez, para Anagrama.

Aunque la mayor parte de la trama transcurre en Francia, hay una parte curiosa, no muy extensa, que se desarrolla en Tánger, pero, como se puede leer, resulta curioso cómo Highsmith describe la ciudad que, como es evidente, no conocía en profundidad, porque es llamativo el hecho de que sus personajes salgan del Hotel Minzah, lleguen a la Place de France y bajen por el boulevard Pasteur y luego, cuando regresan, «descubran» el Café de París gracias al mapa del folleto que lleva Tom Ripley, cuando ya han pasado antes por la puerta del local. En fin, sólo es un apunte anecdótico.

También me han llamado la atención algunas descripciones o frases relativas a Tánger, a Marruecos o a su población. Por ejemplo, cuando la autora describe el centro de Tánger como un lugar «polvoriento, grisáceo, lleno de tenderos y vagabundos…». Describir a la ciudad que posee la luz y el azul más radiantes como una ciudad grisácea…

En el recorrido por las calles de Tánger que efectúan sus personajes nos conduce hasta el Café Hafa (que a Tom Ripley no le gusta), el hotel Rembrandt, el Hotel Ville de France, el Nautilus Plage, el The Pub… 

Dejando a un lado Tánger, he de decir que es otra excelente novela de Patricia Highsmith con Tom Ripley de protagonista, un psicópata asesino elegante y contradictorio, uno de esos personajes inolvidables que se quedan grabados a la memoria.

Recomiendo con fervor la adaptación en serie de televisión que se ha estrenado no hace muchos meses y que es una de las mejores que he visto últimamente. Me refiero a Ripley, bajo la dirección de Steven Zaillian, en un blanco y negro hermosísimo y fascinante, y donde el actor Andrew Scott recrea al mejor Tom Ripley que he visto en cine. Sin embargo, no hay que olvidar a otros excelentes actores, muy dispares entre sí, que también han encarnado a Ripley con anterioridad, como Alain Delon en la obra maestra A pleno sol (Plein soleil, 1960) de René Clément; el inolvidable Dennis Hopper en El amigo americano (Der amerikanische freund, 1977) de Wim Wenders; el entonces jovencísimo Matt Damon, en uno de sus mejores trabajos, en la también magnífica El talento de Mr. Ripley (The talented Mr.Ripley, 1999) de Anthony Minghella o el gran John Malkovich en la fallida El juego de Ripley (Ripley´s game, 2002) de Liliana Cavani, quizá la peor de estas adaptaciones. Hay algunas otras cintas, que no he visto, como Ripley under ground (2005) con Barry Pepper como Tom Ripley, dirigido por Roger Spottiswoode. Pero, como digo, la serie Ripley es la que con mayor profundidad refleja al personaje creado por Patricia Highsmith.

Sergio Barce, 20 de julio de 2024

   

              

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«LA ENFERMEDAD DE ESCRIBIR», DE CHARLES BUKOWSKI

 

Cuando formaba parte del Taller de Narrativa que, durante los años de Universidad, dirigía el dramaturgo y poeta Miguel Romero Esteo, recuerdo que nos insistía que, entre otros narradores, leyésemos a Charles Bukowski. Para mí fue como entrar en otra dimensión. Sus novelas y sus relatos iban contracorriente. Hacía apenas seis años que había muerto Franco y nuestras ansias de libertad y de descubrir todo lo que había estado prohibido o censurado nos caía en avalancha, y Bukowski era como romper con muchas cosas. Transgresor, outsider, molesto, provocador. Me encantaban sus textos, escritos como se respira, línea tras línea sin tomar aire, diciendo las cosas como son, sin tapujos, sin subterfugios, sin necesidad de usar metáforas cursis o rebuscadas. Hablaba del sexo igual a como se bebía sus cervezas. Algunos de sus relatos me han hecho llorar de risa. Bukowski siempre en mi biblioteca, mirándome con su cara de boxeador machacado, vigilándome para que no baje la guardia, para que no ceda, para que no me venda.

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Anagrama acaba de editar La enfermedad de escribir (On writing), que se publicó en 2015 en Nueva York, libro que recoge cartas y dibujos que Charles Bukowski envió a editores, críticos y escritores y poetas desde 1945 a 1993, en las que habla del oficio de escribir, de la poesía, de la narrativa, de las penurias que pasaba para ver alguno de sus escritos publicados, sus pensamientos sobre autores consagrados, sus experiencias con los editores y críticos, sus cambios de humor, su desesperanza o sus ilusiones…  

“ (Extracto de carta de fecha 5 de agosto de 1963 a Marvin Malone, editor de Wormwood Review, que publicó la poesía de Bukowski en casi cien números de la revista)

Subí las escaleras con el sobre pesado y pensé que habrías rechazado los poemas, que seguían allí dentro, es tan duro como hacer que los elefantes caminen por el barro, pero lo abrí y vi que habías aceptado ONCE, y once poemas son muchos poemas aunque te hubiera enviado docenas más…

(…) Escribir es un juego de lo más divertido. Cuando te rechazan, escribes mejor; cuando te aceptan, sigues escribiendo. Dentro de 11 días cumpliré 43 años. Es normal escribir poesía a los 23, pero si sigues haciéndolo a los 43 significa que no estás del todo bien de la cabeza, pero no pasa nada…: otro cigarrillo, otro trago, otra mujer en la cama, y las aceras siguen ahí y los gusanos y las moscas y el sol también; y es asunto mío si prefiero meterle mano a la poesía que invertir en inmuebles, y once poemas son muchos poemas, me alegro que aceptaras tantos. Las cortinas ondean como la bandera del país y queda mucha cerveza.”

A veces me identifico con algunas de sus experiencias: cuando te rechazan una novela o unos relatos es cierto que, como Bukowski confiesa, sientes tal desengaño que escribes mejor, o al menos eso crees, y también que, aunque juras que nunca volverás a hacerlo, sigues escribiendo, pero ahora con rabia y con la intención de demostrarle al mundo que sirves para algo, que narras porque necesitas hacerlo y porque te va la vida en ello.

“ (Carta enviada el 15 de septiembre de 1970 a Harold Norse, que para Bukowski era uno de los mejores poetas vivos. Norse publicó varios poemas y cartas de Charles Bukowski en la revista independiente Bastard Angel en 1974)

No tengo nada que decir. estoy pillado por los huevos. los relatos me llegan de vuelta con la misma velocidad con que los escribo. se acabó. por supuesto, siguen aceptándome los poemas, pero la poesía no da para pagar el alquiler. estoy deprimido, eso es todo. no tengo nada que decir. desesperanzado. desesperado. finis. Neeli dice que ve ejemplares de Escritos de un viejo indecente y del libro de Penguin por todas partes. Escritos acaba de traducirse al alemán y recibió una reseña positiva en Der Spiegel (con una tirada de un millón de ejemplares), pero da lo mismo, el libro podría haberlo escrito Jack el Destripador y nada cambiaría. no es fácil vivir así. hoy he de recibir el primer cheque en dos meses: 50 dólares de mierda por un relato que escribí para una revista porno sobre un tipo que está en un manicomio, se escapa escalando la pared, sube a un autobús, le toca la teta a una tipa, se baja de un salto, entra en una tienda, coge un paquete de cigarrillos, enciende uno, le dice a todos que es Dios, alarga la mano, le levanta la falda a una niña y le pellizca el trasero. supongo que ese es el futuro que me espera. Hal, estoy depre: no puedo escribir.”

El título en español de este libro es toda una declaración de principios que suscribo: escribir es una enfermedad. Una enfermedad que no tiene cura. Ni siquiera deseo que encuentren el remedio contra ella. Y ahí sigo, como haría Bukowski, escribiendo contra viento y marea, aunque a veces me sienta frustrado o desengañado o terriblemente abatido, porque soy feliz cuando narro.

La enfermedad de escribir ha sido publicada por Anagrama con edición y traducción de Abel Debritto.

Sergio Barce, enero 2021

 

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DE NUEVO, RICHARD FORD

  He dedicado algunos artículos a Richard Ford (sobre sus novelas Canadá y La última oportunidad, para ser más exactos, y también con motivo de la concesión del premio Príncipe de Asturias), y no es necesario decir que es uno de mis autores de cabecera. Desde Un trozo de mi corazón (A piece of my heart, 1976) hasta su último libro, pasando por su trilogía con Frank Bascombe como protagonista en El periodista deportivo (The sporswriter, 1986), El día de la independencia (Independence day, 1995) y Acción de gracias (The Lay of the Land, 2006), todo me parece de una calidad fascinante. Así que, de nuevo, regreso sobre Richard Ford.

Cuando cerré las páginas de su novela Incendios (Wildlife, 1990), me dejó esa sensación que suele habitar en sus historias, la de la devastación o al menos la de un triste vacío. Richard Ford tiene la habilidad de narrar esta pequeña tragedia desde el prisma de un adolescente que comienza a descubrir los sinsabores de la vida, pero tratándolo con un cariño casi protector. Percibimos a través de su relato el progresivo desengaño que va desbordando a ese personaje día a día, cómo su visión de la vida adulta va girando poco a poco hasta sentirse expulsado de ella, como si fuese un testigo incómodo de cuanto los mayores hacen o dejan de hacer.

INCENDIOS

Su padre, que ha ido fracasando en los objetivos que se iba marcando, se convierte de pronto en un brigadista que lucha contra el fuego durante tres días, jornadas que serán fundamentales para el futuro de Joe, que es como se llama el joven protagonista. Pero su padre no acabará siendo ningún héroe. Y su madre conocerá a otro hombre que a ojos de Joe no es sino alguien que le incomoda y que le hace verlo todo de forma turbia y compleja. Toda la vida de Joe queda patas arriba. Pero, como decía antes, Ford logra que nos alistemos al bando de este chico y que sintamos por él una especie de afecto y de simpatía, de compasión, e incluso a veces querríamos hasta protegerlo de la realidad.

“…Yo quería responderle algo, aunque no estuviera hablando conmigo sino consigo, o con nadie. No tenía intención de contarle a mi padre nada de aquello, y quería que ella lo supiera, pero no quería ser el último en hablar. Porque si decía algo, cualquier cosa, mi madre guardaría silencio como si no me hubiera oído, y yo tendría que vivir con mis palabras -fueran cuales fueren- tal vez para siempre. Y hay palabras -palabras importantes- que uno no quiere decir, palabras que dan cuenta de vidas arruinadas, palabras que tratan de arreglar algo frustrado que no debió malograrse y nadie deseó ver fracasar, y que, de todas formas, nada pueden arreglar. Contarle a mi padre lo que había visto o decirle a mi madre que podía confiar en mi absoluta discreción eran palabras de esa clase: palabras que más vale no decir, sencillamente porque, en el gran esquema de las cosas, no sirven para nada.”

(Fragmento de Incendios <Incendies>, con una elegante y cuidadísima traducción de Jesús Zulaika)

Rock Springs

Tan emocionante y conmovedor como la novela Incendios (Wildlife) lo es el libro de relatos Rock Springs (1987), igualmente primorosamente traducido por Jesús Zulaika. Se trata de diez narraciones que nos adentran en el mundo fordiano, lleno de pequeñas tragedias, casi siempre de la mano de un niño o de un adolescente, con familias devastadas por circunstancias que no controlan o provocadas de manera accidental o por el devenir de decisiones equivocadas o a las que empujan la propia vida diaria. En cualquier caso, sus páginas de nuevo se llenan de emoción y nos inunda a veces la compasión por estos personajes que avanzan de derrota en derrota.

“…Una conciencia tranquila es un asco de conciencia -le dijo Claude a su padre por la ventanilla…”

(Del relato titulado Niños)

Y es verdad, ninguna conciencia en los personajes que transitan Rock Springs es una conciencia tranquila. Richard Ford no nos deja indiferente ante ninguna de esas vidas que retrata de manera tan minuciosa y detallista. Hay pasajes memorables en este libro de cuentos, en el que no falta humor, cinismo, drama, y tragedias y pequeñas alegrías. El relato titulado Imperio es, sencillamente, magistral.

“…Sims vio por primera vez a Pauline en Spokane, en una fiesta. Una orgía de alcohol y drogas. Sims estaba sentado en un sofá, charlando con una persona. A través de la puerta de la cocina vio a un hombre pegado a una mujer, manoseándole el pecho. El hombre bajó la parte delantera del vestido de verano de la mujer y le dejó al aire ambos pechos; luego se puso a besárselos mientras la mujer le masajeaba el sexo. Sims comprendió que creían que nadie los estaba viendo. Pero cuando la mujer abrió de pronto los ojos se encontró con la mirada de Sims, y sonrió. Su mano seguía asiendo la verga del hombre. Sims no había visto una mirada más inflamada en toda su vida. Su corazón latió deprisa, y le asaltó una sensación como de ir pendiente abajo en un coche sin control en medio de la oscuridad. La mujer era Pauline.”

Desde Rock Springs, que da título al volumen, hasta el último de los relatos, Comunista, la magia de Richard Ford nos envuelve con su prodigioso dominio del cuento corto. No en vano, es uno de los narradores más poderosos y uno de los maestros indiscutibles del relato. Más aún, en mi mesita de noche tengo siempre a mano la primera edición de su Antología del cuento americano <Selección y prólogo de Richard Ford> (2001) que publicó Galaxia Gutenberg en 2002.

Escribe Ford lo siguiente en el octavo relato de Rock Springs, titulado Optimistas:

“…Las cosas más importantes de una vida cambian a veces tan súbitamente, tan irreversiblemente, que su protagonista puede llegar a olvidar lo más esencial de ellas y sus implicaciones; hasta tal punto queda prendido por lo fortuito de los sucesos que han motivado tales cambios y por la azarosa expectativa ante lo que habrá de suceder después. Hoy no logro recordar el año exacto del nacimiento de mi padre, ni cuántos años tenía cuando lo vi por última vez, ni cuándo tuvo lugar esa última vez. Cuando uno es joven, tales cosas parecen inolvidables y cruciales. Pero cuando los años pasan se desdibujan y se pierden…”

Qué maravillosamente retratado y relatado.

Maquetaci—n 1

Tras la lectura de Flores en las grietas. Autobiografía y literatura (1992-2006), traducido por Marco Aurelio Galmarini; de De mujeres con hombres (Women with men, 1997), traducido por Jesús Zulaika; de Francamente, Frank (Let me be Frank with you, 2014), con traducción de Benito Gómez Ibáñez; de Entre ellos (Between them. Remembering my parents, 2017), de nuevo traducido por Jesús Zulaika, creo conocer mejor el mundo de Richard Ford, y cada día me parece el más sólido de los escritores americanos en vida. No hay fisuras en sus historias, en su narrativa, en su manera de abordar los temas que le obsesionan. Noto la calidez en sus palabras, su esfuerzo por salvar del desastre a esos personajes que tratan de sobrevivir como pueden, que intentan de mostrar lo mejor de ellos mismos y que, sin embargo, son arrastrados por hechos que los sobrepasan. Devastación, pérdida, soledad, desengaño.

Escribe Richard Ford en su autobiografía, antes mencionada, Flores en las grietas:

“…El silencio ha sido siempre cómplice de mi ignorancia; y la ignorancia, la inadaptación y la falta de preparación han sido siempre mis temores más intensos y familiares. Nunca me acerqué a algo difícil y verdaderamente nuevo sin el miedo a fracasar, y pronto.”

Algo que también me sucede a mí.

Y ahora, a sumergirme en su última obra Lamento lo ocurrido (Sorry for your trouble, 2019).

Todas las novelas y libros de relatos de Richard Ford antes mencionados han sido editados por Anagrama.

Sergio Barce, marzo 2020 

Lamento lo ocurrido

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LA ÚNICA HISTORIA (The only story, 2018), UNA NOVELA DE JULIAN BARNES

Julian Barnes es uno de los escritores que alimenta habitualmente mi poso narrativo. Aguardo siempre la nueva publicación de Barnes, y la de Richard Ford, Paul Auster, Cormac McCarthy y J.M.Coetzee, igual que espero la nueva película de Woody Allen, y la de Paolo Sorrentino, Thomas Vinterberg, Wes Anderson o Quentin Tarantino. Entre medias, acudo a las páginas ya leídas para revisitarlas, las escritas por Cortázar, Chukri, Bowles, Melville o Capote, y vuelvo a ver las imágenes que rodaran Hitchcock, Coppola, John Ford, Peckinpah o Leone. Siempre me parecen nuevas. Y también, por los resquicios, se cuelan otros narradores y otros cineastas. Y ahí ando amasando toda ese buen hacer para ver si así aprendo algo de ellos y logro moldear un texto sugerente e hipnótico cuando me pongo a escribir.

La única historia portada

Acabo La única historia (The only story) de Julian Barnes, después de releer De mujeres y hombres (Women with men, 1997) e Incendios (Wildlife, 1990), ambas de Richard Ford. Me sorprende comprobar que hay muchísimas conexiones entre los tres libros. Incendios no deja de conmoverme.

La única historia posee un pulso narrativo asombroso. Digo que asombroso porque mantener en alto la historia sentimental de una pareja (en este caso, un adolescente con una mujer madura) sin que suceda un crimen o sin una trama truculenta o de suspense, sin que exista una tragedia en el sentido más estridente del término, requiere de una maestría de la que no todos los escritores están dotados. Julian Barnes lo está, claro, y lo viene demostrando desde hace años.

En esta novela asistimos primero al nacimiento, casi accidental, de esta curiosa relación entre los dos protagonistas que asumen la diferencia de edad que los separa y que, por supuesto, los enfrenta al orden establecido. Genial el planteamiento de los partidos de tenis. Luego, página a página, vamos siendo testigos de la evolución de esta pareja, una evolución que es natural, lógica y abrumadoramente triste. El personaje de Susan resulta de una riqueza de matices impresionante. Barnes maneja los hilos narrativos de manera sutil, levantando una estructura impecable y elegante, sin olvidar sus siempre acertados toques de humor. Y consigue que la lectura de esta novela acabe convirtiéndose en un deleite.

Sergio Barce, julio 2019

Fragmento de La única historia:

“Te ha llevado años entender cuánto pánico y caos hay debajo de la risueña irreverencia de Susan. Por eso no te necesita a su lado, fijo y firme. Has asumido ese papel de buena gana, amorosamente. Te hace sentirte un garante. Ha supuesto, desde luego, que la mayor parte de tus veinte años te has visto obligado a renunciar a lo que otros de tu generación disfrutan como algo rutinario: follar como un loco a diestro y siniestro, los viajes hippies, las drogas, el desmadre y hasta la cojonuda indolencia. También has renunciado forzosamente a la bebida; pero tampoco es que estuvieras viviendo con una buena publicidad de sus efectos. No le guardabas rencor por nada de esto (excepto quizá por no ser bebedor), ni tampoco lo considerabas un injusto fardo que estabas asumiendo. Eran los hechos básicos de vuestra relación. Y te habían hecho envejecer, o madurar, aunque no por la vía que normalmente se sigue.

Pero a medida que las cosas se van deshilachando entre vosotros, y todos tus intentos de rescatarla fracasan, reconoces algo de lo que no has estado huyendo exactamente, sino que no has tenido tiempo de advertirlo: que la dinámica particular de vuestra relación está activando tu propia versión de pánico y caos. Mientras que probablemente presentas a tus amigos de la facultad de derecho una apariencia afable y cuerda, aunque un poco retraída, lo que se agita por detrás de esa fachada es una mezcla de optimismo infundado y abrasadora inquietud. Tus estados de ánimo fluyen y refluyen a tenor de los de ella: salvo que su alegría, incluso la extemporánea, te parece auténtica y la tuya condicional. Te preguntas continuamente cuánto durará esta pequeña tregua de felicidad. ¿Un mes, una semana, otros veinte minutos? No lo sabes, por supuesto, porque no depende de ti. Y por muy relajante que sea tu presencia para ella, el truco no funciona a la inversa.

Nunca la vez como a una niña, ni siquiera en sus fechorías más egoístas. Pero cuando observas a un padre preocupado que sigue las peripecias de su prole -la alarma ante cada paso zambo, el miedo a que tropiece a cada instante, el temor mayúsculo a que el niño simplemente se aleje y se pierda-, sabes que has conocido ese estado. Por no hablar de los súbitos cambios de humor infantiles, desde la maravillosa exaltación y absoluta confianza a la ira y las lágrimas y el sentimiento de abandono. Eso también lo conoces bien. Solo que este clima anímico, alocado y cambiante está atravesando ahora el cerebro y el cuerpo de una mujer madura.

Es esto lo que acaba quebrándote y te indica que debes marcharte. No lejos, solo a una docena de calles, a un apartamento barato de una sola habitación. Ella te exhorta a que te vayas, por razones buenas y malas: porque intuye que tiene que dejarte un poco libre si quiere conservarte; y porque quiere que te vayas de casa para poder beber siempre que le venga en gana. Pero de hecho hay pocos cambios: vuestra convivencia sigue siendo estrecha. No quiere que te lleves un solo libro de tu estudio, ni ninguna baratija que hayáis comprado juntos, ni ninguna ropa de tu armario: esos actos le producirán un enorme desconsuelo…”

La única historia (The only story) está editada por Anagrama, con traducción del inglés de Jaime Zulaika.

Julian Barnes

JULIAN BARNES  (foto: Robert Ramos)

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