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Fragmento de la novela «EN EL JARDÍN DE LAS HESPÉRIDES», DE SERGIO BARCE

   Si en “LA CASA DE LA ARAÑA” (The spider´s house), tal y como indicaba en el anterior post, Paul Bowles retrata el proceso previo a la Independencia de Marruecos y las contradicciones que se producían en la población, otros episodios de aquellos años son igualmente relatadas en mi primera novela  “EN EL JARDÍN DE LAS HESPÉRIDES” (Aljaima, 2000).

Obviamente yo no fui testigo de esos acontecimientos, ni siquiera había nacido, pero sí que me inspiré en un hecho en concreto que vivieron mi madre y mis abuelos maternos, y que conté de la siguiente forma: 

“…Llegó la agitación que en muchas ocasiones trae la Historia, la que se escribe de cada pueblo, y el marroquí no fue excepción. Era un día caluroso y especialmente húmedo, la ropa empapada en sudor se adhería al cuerpo y todo se volvía incómodo, lento, sucio. María, su madre y yo regresábamos de Alcazarquivir, atardecía y la guagua de la Escañuela ronroneaba acercándose a Larache. Un marroquí con el fez descansando en sus rodillas dormía sobre mi pecho, me sentía empapado de sudor pero incapaz de despertarlo. Al entrar en la ciudad, noté cierto nerviosismo en los pasajeros, las cabezas se agitaban mirando a un lado y a otro por las ventanillas de la guagua. No se veía un alma en la calle.

-¿Qué pasa? –preguntó Eduarda, la madre de María.

   A medida que seguíamos avanzando, un extraño olor ocre y desagradable se fue adueñando del ambiente. El hombre que tenía sobre mi pecho dio un sobresalto y me miró como si hubiese despertado en medio de una pesadilla.

-¿Qué es ese olor? –preguntó poniéndose el fez.

-Será una fiesta, porque allí delante hay dos muñecos colgados… -dijo el conductor señalando con una mano.

-Al-láh nos proteja… -musitó el hombre del fez.

-Toni, ¿qué pasa aquí? –me preguntó María con la voz quebrada. Pasé una mano por encima del asiento y agarré la suya.

-Tranquila. Deben ser seguidores del báxa el Raisuni –Eduarda y María se taparon la boca y la nariz con sus pañuelos.

   Los muñecos eran dos cuerpos calcinados, dos traidores a los que habían ahorcado y quemado en ejecución pública y sumaria.

   El trecho de la Estación de la Escañuela a la casa de mis suegros en el Barrio de la Bilbaína se hizo largo, interminable. Corríamos por las calles solitarias bajo el sobrecogedor olor de las cenizas que el viento derramaba por la ciudad. La ciudad era un crematorio al aire libre. Escuchábamos gritos aislados, alguna carrera, una puerta que se cerraba o un portillo que corrían. Entramos en la casa con los corazones retumbando, empapados del sudor, del calor húmedo al que se había añadido el olor del que no había manera de zafarse. Cerré la puerta con llave y, al girarme, vi que María y Eduarda se sentaban lentamente a la mesa, acercándose con las sillas a la que ocupaba el padre de María. Su corpulento cuerpo me parecía entonces diminuto, como encogido, la cabeza hundida entre los brazos que tenía cruzados sobre la mesa; era un hombre abatido, triste, que lloraba. Me impresionó verlo de esa manera.

-Manolo… ¿estás bien? –Eduarda posó una mano en su brazo. María se había incorporado y lo abrazaba por la espalda.

Mi abuelo materno, MANUEL GALLARDO, formaba parte de la Policía de Tráfico de Larache. Es el primero por la derecha

-Papá, di algo.

-Son unos hijos de puta… -murmuró, aguardando en silencio a que don Manuel se tranquilizase y pudiera hablarnos.

-Hoy las nuevas autoridades han invitado a la españolas a que asistieran a un acto de exaltación nacional a favor de Mohamed V. ¿Sabéis en qué consistía? En algo tan patriótico como el ejecutar a sus propios paisanos en la calle. A unos los han atado a unas columnas, los han insultado, les han escupido, alguno se ha meado en ellos, y para terminar los han rociado con gasolina y les han prendido fuego… Gritaban… gritaban como animales –los ojos de don Manuel se empañaban de nuevo recordando las escenas tan espeluznantes que habían soportado-. Han muerto abrasados, de dolor, aullando como perros, peor que los perros. A otros los han ahorcado…

-Lo hemos visto –dijo Eduarda tratando de que don Manuel dejase de hablar.

-Como atrapen al Raisuni… Se han vuelto locos. Y nosotros como policías españoles debemos presenciar las ejecuciones en aras de la buena armonía entre nuestros pueblos… cabrones. Asesinan a los suyos… -Manuel me observó y dibujó una mueca-. Sé lo que estás pensando –me dijo. Yo sentí cómo me ruborizaba-. Sí, qué fue nuestra guerra civil sino esto mismo. Somos una mierda. Todos somos una mierda –se incorporó y se encerró en el dormitorio.

-¿Deben estar presentes en las ejecuciones? –Pregunté ingenuo.

-Deben permanecer y tragarse las ejecuciones para que no piensen que están contra Mohamed V. Sólo trata de que no nos ocurra nada a nosotras –dijo María mirando a la puerta que había cerrado su padre”.

 APROVECHO PARA INDICAROS QUE SI PINCHAIS EL SIGUIENTE ENLACE

PODREIS ESCUCHAR LA ENTREVISTA QUE RADIO NACIONAL DE ESPAÑA

ME HA REALIZADO CON OCASIÓN DE LA PUBLICACIÓN

DE MI ÚLTIMA NOVELA

«UNA SIRENA SE AHOGÓ EN LARACHE«

http://www.rtve.es/alacarta/audios/fe-y-convivencia/fe-convivencia-islam-dialogo-convivencia-sergio-barce-31-07-11/1164726/

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Todos los libros, a modo de resumen

A veces, comentarios de libros, reseñas o extractos de ellos, pueden pasar desapercibidos para quienes entráis en este blog. A modo de resumen, os facilito los títulos de los libros a los que se les ha dedicado algún artículo hasta hoy, a modo de pequeña guía, referencia o recordatorio. Ya sólo es cuestión de buscarlos a través de la correspondiente categoría.

Sergio Barce

Aixa, el cielo de Pandora de Mohamed Bouissef Rekab

áL. El dialecto árabe de Larache de Francisco Moscoso García

Al Sur del Sahara de Pedro Delgado

Allende los mares de José Boada

A merced de la tempestad (Tempest-tost) de Robertson Davies

Ángeles del desierto de Paloma Fernández Gomá

Biografía. Clint Eastwood de Patrick McGilligan

Cabezas verdes, manos azules (Their heads are green and their hands are blue) de Paul Bowles

Calle del agua. Antología contemporánea de Literatura Hispanomagrebí de José Sarria & Manuel Gahete & Abdellatif Limami & Ahmed Mgara & Aziz Tazi

Cartas y cortos de León Cohen Mesonero

El cementerio de Praga (Il cimitero di Praga) de Umberto Eco

Cerveza caliente de Juan Pablo Caja

Ciudad de cristal (City of glass) de Paul Auster

La ciudad del Lucus de Luis Mª Cazorla

Cuentos reunidos de Paul Bowles

Del Rif Al Yebala de Lorenzo Silva

Descripción de África de León el Africano

Desgracia (Disgrace) de J.M.Coetzee

Diccionario del diablo (The devil´s dictionary) de Ambrose Bierce

En el jardín de las Hespérides de Sergio Barce

Entre dos mundos de Mohamed Akalay

Entre Tánger y Larache de Mohamed Akalay

Expedición a la región de la Yebala y al bajo Lucus de Bernaldo de Quirós

El extranjero (L´etranger) de Albert Camus

Historia de Marruecos de Victor Morales Lezcano

Historia Natural de Plinio el Viejo

Historias de cronopios y de famas de Julio Cortázar

Infancia (Boyhood. Scenes from provincial life I) de J.M. Coetzee

Juego de cartas de Max Aub

Larache, crónica nostálgica de Sara Fereres de Moryoussef

Larache, poemas de Mohamed Al Baki

León el Africano de Amin Maalouf

Leviatán (Leviathan) de Paul Auster

El maestro de Go (Meijin) de Yasunari Kawabata

La memoria blanqueada de León Cohen Mesonero

Mis premios (Meine preise) de Thomas Bernhard

El niño criminal (L´enfant criminal) de Jean Genet

Una noche en Mozambique (Dans la nuit Mozambique) de Laurent Gaudé

Oda a la toma de Larache de Luís de Góngora

Los ojos del cordero de Pedro Delgado

El pan desnudo (Al hobs al hafi) de Mohamed Chukri

Un paseo por el Zoco Chico de Larache   de Mohamed Laabi

Poemas del Lukus de Mohamed Sibari

Puntos en el tiempo (Points in time) de Paul Bowles

Ras R´mel de Antonio Herráiz

Risa en la oscuridad (Kamera obskura) de Vladmir Nabokov

Una sirena se ahogó en Larache de Sergio Barce

Soldados de Salamina de Javier Cercas

Sombras en sepia de Sergio Barce

Sueños en el umbral (Dreams of trepass. Tales of a harem girlbood) de Fatema Mernissi

Tiempo de errores (Zaman Al Akhtaa) de Mohamed Chukri

El tiempo de la amistad (The colected stories of Paul Bowles II) de Paul Bowles

Tiempo de silencio de Luis Martín Santos

La última oportunidad (The ultimate good luck) de Richard Ford

Últimas noticias de Larache de Sergio Barce

Viaje al Marruecos español de Paul de Laget

Viajes por Marruecos de Ali Bey (Domingo Badía)

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«MORO», UN RELATO DE SERGIO BARCE

Este relato lo escribí en julio de 2003, y forma parte de mi libro de cuentos Últimas noticias de Larache, Edit. Aljaima, Málaga, 2004. Lo cuelgo en el blog con algunas pequeñas modificaciones

   El Renault 10 de mi padre ya estaba listo a la puerta del edificio de la Unión Bancaria Hispano Marroquí, cargado hasta los topes, con toda una vida aprisionada en paquetes y en bolsas de plástico. Mi madre se había abrazado a Mina, que había pasado los últimos años con nosotros, y luego lo hizo con Pepita, la mujer de Manolo Álvarez. Yo me había sentado en los escalones de entrada al banco, que era además el edificio donde también vivíamos, en el segundo piso. Nos habíamos mudado allí después de muchos años en Mulay Ismail.

Con mi madre y mis hermanas Marisol y Mónica, a la puerta de nuestra casa, donde estaba también UNIBAN, hoy Banco de Marruecos, en Avenida Mohamed V

   De aquel día, sólo recuerdo que hubo mucho llanto y excesivas promesas. Mustapha, el chico que traía la compra de la Plaza, apareció a última hora con carne de cordero.

   -Ilispania carne no buena, Maru –le dijo a mi madre, como excusa para su regalo de despedida.

   -No podemos llevarla, Mustapha. Pero gracias. Quédatela tú.

   Luisito Velasco, Lotfi Barrada, César Fernández y Pablo Serrano estaban sentados a mi lado, en los escalones grises. Nos habíamos conjurado para escribirnos y volver a vernos muy pronto. Éramos excesivamente ingenuos. Creíamos controlar el tiempo, nuestros destinos y el de los demás. Nada sucedió como habíamos imaginado.

   Yo sentí un extraño desconsuelo, como si barruntara que todo iba a acabar ahí. Pensaba en Javier, y en Isabelita Matamala, que se habían marchado mucho antes, con los que también había hecho en su momento las mismas promesas y que nunca cumplimos. Sólo Luisito y Lotfi serían capaces de escribirme más tarde, aunque luego el tiempo se encargaría de diluir aquella hermandad presuntamente inquebrantable. A Pablo Serrano lo vi en Málaga una sola vez.

   Pablo, que era bastante bruto, fue el que menos habló entonces. Nuestras palabras se confundían en meandros esquivos, en frases huecas que sólo trataban de ahuyentar la ineludible despedida.

Junto a mi madre, con mi hermana en brazos, y Pepita Rodriguez y Miguel Álvarez. Apoyado sobre el Renault 10 de mis padres, matrícula de Larache

   Observábamos a mi padre tensar los ganchos del pulpo que sujetaba los bultos que iban en la baca del coche y descubríamos en su rostro una tensión árida y huidiza. Era como si no quisiera pensar demasiado en lo que hacía. Mi padre estaba a punto de dejar su pasado arrumbado en cada esquina de su pueblo, a punto de abandonar las huellas de su niñez en las callejuelas del barrio de Las Navas, a punto de soltar las amarras que aún lo ataban a las ilusiones de su juventud, a punto de separarse de los restos de una mujer indómita y única, los de su madre, mi abuela Salud, a punto, en fin, de embarcarnos a todos en el Ibn Battuta hacia un futuro incierto y demasiado lejano.

   Yo aún sentía un escalofrío en las entrañas, una especie de hielo incrustado en el estómago que me hacía tiritar. Lo había sentido desde que, la tarde antes, me había marchado con Luisito Velasco para pasar juntos las últimas horas en Larache. Engullí ese tiempo raquítico con la ansiedad del hambriento, con la gula del pecador más indecente, pero se me escapó por entre los dedos con la insolencia de las manecillas del reloj. Nada las puede detener.

   Habíamos dormido uno pegado al otro, y habíamos llorado durante una larga noche sin crepúsculo. Cada uno perdía la mitad de su alma infantil, y sufrimos el desgarro incruento de la separación, nosotros que habíamos crecido juntos. Y ambos comprendimos que las lágrimas, por muy abundantes que sean, no consiguen descifrar el inextricable significado del destino. Luisito  y yo habíamos sido uña y carne, más que hermanos, y sabíamos que nuestro pequeño mundo agonizaba, que nos alejábamos sin guardar la más mínima certeza de volver a vernos. Todo eso nos sumió, a la mañana siguiente, en un profundo silencio que no se quebró ni siquiera cuando fui a subirme al coche de mi padre.

   Seguía aún entre las ácidas ascuas de la noche, cuando, de pronto, apareció el susi del bacalito de al lado, con su babi azul y el mostacho trasquilado. Llevaba una pequeña bolsa de papel arrugada entre las manos. Se acercó a mi madre. Hablaron en voz baja. Vi que a ella comenzaba a traicionarle la amargura. Luego, los dos se giraron para mirarme con curiosidad. El susi se acercó a donde seguíamos sentados y me dio la bolsa de papel arrugado. Estaba llena de caramelos.

Avenida Mohamed V

   -Para ti, jay. Para el viaje, que es muy largo, por Dios.

   Yo continué allí sin moverme, no sé ni siquiera si le di las gracias. El susi se metió las manos en los bolsillos del babi azul, me dio la espalda, se despidió de mi padre y regresó al bacalito arrastrando los pies, pensativo. En ese instante, me di cuenta de que casi nadie de los que rodeaban a mis padres decía una palabra. Y, desde hacía unos minutos, los amigos se habían ido arremolinando alrededor del coche, como cobijando a mis padres con sus últimos abrazos.

   Me puse a pensar en Juan Yankovich, en Taha, en el hermano Espinosa, en Matilde, en José Gabriel, en Colomé, en los Sedeño, en Carlitos Tessainer, en Gabriela Grech, en la señorita Puri Paz, en Fatima, en Emilio Gallego, en Marina Gambero, en Javier Ruiz, en mi primo Antonio Abad… era un mar de nombres y de historias. En cuántos pensarían mis padres.

   -¿Y Silvana? –pregunté a Luís súbitamente, despabilando así de mi extraña ruta por esos nombres.

   -En su casa.

   Salí corriendo. Me metí en el callejón sin salida. Asía la bolsa de los caramelos con todas mis fuerzas. Corrí como si me empujara un viento iracundo hasta llegar a la casa de Silvana Fesser. Llamé a la puerta, con la respiración atolondrada y demasiado excitado como para recobrar el ritmo de mi corazón. Abrió su madre. Silvana no estaba allí, así que le di la bolsa de caramelos a aquella mujer que no entendía nada.

   -Dígale que es de mi parte –balbuceé con un leve temblor en la mandíbula. La mujer sonrió con una dulzura llena de conmiseración.

   Para cuando volví con mis amigos, el equipaje ya estaba fatalmente asegurado en la baca. Mis hermanas pequeñas estaban sentadas en el asiento de atrás del coche. En pocos minutos, todo comenzó a correr, a pasar ante mi vista con una especie de inusitada armonía. Manolo López Gambero, Abdelazziz Hakhdar, Manolo Alvarez, Juanito Vargas y los demás compañeros de trabajo volvían a abrazar, uno a uno, a mi atribulado padre. Mi madre, por su parte, se había aferrado a un pañuelo empapado de rocío que le servía, además, de refugio para ocultar su cara desencajada.

Sergio Barce y Antonio Abad, en el Balcón del Atlántico

   Algunas niñas aparecieron con Juan Carlos Palarea. Conchita Lama me miró con sus inmensos ojos aguamarina, como si fuese el último reflejo del Atlántico. En apenas un minuto, me vi al lado de mis hermanas metido en el coche, avanzando lentamente por la avenida Mohamed V. Sólo escuchaba el llanto reprimido de mi madre, el silencio sepulcral de mi padre, las voces que nos despedían a gritos y que se apagaban poco a poco a nuestras espaldas. Luisito se había quedado con el brazo medio encogido, dudando si yo conseguía verlo allí parado en el bordillo de la acera, entre tantos adultos que agitaban sus pañuelos enmudecidos. Pero sí, lo veía llorar desde mi miedo a la frontera, lo veía llorar solo, detrás de mis propias lágrimas.

   Mi padre aceleró. Fue un acto de rabia y de huida, pero también de valentía, y de temor a que le embargara el arrepentimiento. Pero ya todo estaba escrito y no había vuelta atrás. Había perdido de vista a Luisito. Pegué la frente contra el cristal, tembloroso y repentinamente acobardado.

   Al girar en Cuatro Caminos, la vi. Silvana caminaba al lado de su padre. Pegué mi cara aún más contra el cristal del coche. El vaho de mi respiración lo empañó hasta cubrir de una niebla imposible aquel rostro lleno de candor, de ojos celestes y suaves pómulos. La borré con mis ansias, con un garabato de aliento desesperado. Jamás volví a verla.

   El viaje hasta Tánger fue tan silencioso que duró un suspiro. Yo permanecí con la cabeza hundida entre los hombros hasta llegar al barco, como si me hubiese tragado la lengua. Todo quedaba lejos, así, sin más.

   Cuando veo a los emigrantes marroquíes viajar por las autovías en dirección a Algeciras, con todos esos bultos pertrechados en los maleteros y en las bacas de sus vehículos, no puedo evitar el ver de nuevo a mi familia en aquel Renault 10 amarillo, con matrícula de Larache, desembarcando en el mismo puerto de Algeciras al que ahora ellos se dirigen. No hay diferencia alguna. Todos viajamos con la misma memoria a nuestras espaldas.

   Pocos días después, ya en Málaga, asistí a mi primera clase en mi nuevo colegio. El profesor, un hermano marista al que apodaban El Pichi, me presentó de mala gana al resto de la clase. Me sentaron en un pupitre que había quedado vacío pocos días antes. Manolo Franquelo, mi compañero de mesa, me susurró que el niño que antes ocupaba mi sitio había muerto la semana anterior. Yo ahora ocupaba su ausencia.

   Entonces El Pichi se acercó a mí. Me ordenó que abriese el manual de inglés y que leyese un párrafo, un párrafo que me señaló con un dedo inquisitorial. Luego apoyó, de manera amenazadora, su puño cerrado en mi cabeza. Yo jamás había oído antes una palabra en inglés y, mucho menos, lo había visto escrito, porque en Marruecos sólo estudiábamos francés. De manera que comencé a leer. Imagino que pronuncié esas letras absurdas como mejor pude, quizá imitando el acento francés. El profesor no tardó en hacerme callar de inmediato dándome un coscorrón, que provocó el consiguiente alboroto de los chavales que se mofaron de mi ignorancia. Pese al dolor del golpe y al de la humillación pública, no me atreví a levantar la cabeza ni a quejarme, pero entonces él siseó para que le prestara atención.

Sergio Barce, con Rachid Serroujk

   -Así que no sabes leer este texto… –sus ojos pequeños y huidizos se achicaron, como si me escrutara para cerciorarse de que permanecía atento a su discurso. Se llevó las manos a la espalda, dio unos pasitos en la tarima, junto a su mesa, y entonces arrastró su siguiente palabra con un desprecio desconocido: Moro… Moro –repitió.

   Mi pupitre se agigantó, como engulléndome, y yo me convertí en un insignificante insecto, notando mis mejillas arder como ascuas. Por primera vez en mi vida me sentía solo, acobardado y extranjero.

   Permanecí encerrado en mi dormitorio durante toda la tarde. Mi habitación no tenía ventanas. Era un séptimo asediado por otros bloques de ladrillo visto y terrazas anónimas. Echaba de menos a Lotfi Barrada y a Juan Carlos Palarea y a Yankovich y a José Gabriel… Pero en ese instante, milagrosamente, mi paisaje se dibujó en el techo arrugado de la habitación. Tumbado boca arriba, mis ojos veían las callejuelas de mi pueblo, y recé con todas mis ansias para despertar de esa pesadilla, para despertar en la habitación de Luisito, para despertar donde nunca me habían humillado, donde siempre me había sentido seguro y feliz.

Sergio Barce

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«PUESTA DE SOL EN LARACHE», POR SERGIO BARCE

Puesta de sol en Larache, vista desde Lixus

Tomando como excusa los comentarios que he recibido estos días sobre los atardeceres que se ven en Larache desde el Balcón del Atlántico, he preparado este pequeño cóctel con tres fotografías de Itziar Gorostiaga y un fragmento de mi primera novela “En el jardín de las Hespérides” (Aljaima, Málaga, 2000).

“No deshice las maletas siquiera cuando Antonio ya se había dormido derrotado por el viaje. Su respiración era silenciosa, el pecho subiendo y bajando lentamente. Resulta sorprendente cómo los sentimientos logran embaucarnos, era como estar allí con mi hijo pequeño, nada ha ocurrido y soñaba, pero sólo se trata de una engañosa ilusión que nos hace un quiebro, tal vez el aire, respirarlo de nuevo y sentir que estás ahí, qué sé yo. Cubrí a Antonio con una sábana, y aprovechando su sueño bajé las escaleras del hotel y me marché en seguida al Balcón para contemplar de nuevo, una vez más, el lento descenso de Hércules en busca de su descanso en el inmenso Atlántico, el océano infinito. Girándome, encontraba también allí, frente a la balaustrada, la casa que compré cuando nació mi hijo, ya desvencijada, y la emoción se multiplicó en mi pecho. Quise oír su vocecilla tímida pero entusiasta llamándome desde la ventana…

Atardecer en Larache, desde el Balcón del Atlántico

Creo que pasé horas contemplando con inusual deleite el rugir de las olas entre las rocas, como si ese sonido fuese allí más armonioso que en ninguna otra parte. De veras es extraño el juego de la memoria con el tiempo, en realidad todo lo guarda, todo lo fotografía y lo deja metido en un cajoncito del que creemos haber perdido las llaves, pero no, sigue ahí, y algún ángel o demonio, quién sabe, sigilosamente nos prende en un dedo la llave perdida y nos quedamos embobados, pero enseguida nos abalanzamos hasta él y lo abrimos tras años de olvido, sin importarnos las consecuencias. Yo comencé por bajar el acantilado, y, en algún instante, ya no tenía reloj que marcase las horas, me veía subir desde allá abajo gritando y vociferando con otros niños.

Taha era el más rápido en trepar por las piedras. Todo nuestro anhelo era llegar al Balcón del Atlántico cuanto antes para disfrutar el atardecer. Nos sentábamos sobre la balaustrada y mecíamos las piernas perdiendo la vista en el horizonte, descubriendo lejanos mástiles hundiéndose en el borde del mundo. Lofti, las más de las veces, le daba la espalda al mar y prefería ver cómo las casas se teñían de oro, decía que Al-láh las pintaba con un fino pincel que mojaba en el sol. Era un espectáculo increíble, el dorado descendiendo por las fachadas, cayendo al suelo y arrastrándose quejumbroso, arañando la tierra como tratando de impedir ser engullido por las fauces marinas, y así, luchando por sobrevivir unos segundos más que la tarde anterior, los últimos rayos se  teñían de sangre, el fuego del averno, el resplandor del fragor de la batalla que se libraba más allá de nuestros ojos, pero otro día más el sol acababa sucumbiendo pese a la fiera resistencia.

Puesta de sol en Larache, desde el Balcón

El último en llegar era Pablo. Demasiado grueso para correr cuenta arriba. Era difícil que contemplase el crepúsculo con nosotros. A mi lado se sentaba invariablemente Luis, que aguardaba silencio, inmóvil, arrebatado.

Era lógico que de todos nosotros fuese Lotfi quien utilizara alguna metáfora para describir esos atardeceres, porque él era probablemente el más inteligente y tenía alma de poeta.

-Mira cómo cae el sol… Al-láh es grande. Utiliza unos pinceles muy finos que nuestros ojos no pueden ver. Es el amo del Universo –decía Lotfi”

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«AL OTRO LADO DEL ESTRECHO», UN RELATO DE SERGIO BARCE

Quizá, tras el Romance Judeo Español de Larache, no esté nada mal reincidir un poco en el hecho de que en Larache conviviésemos las tres religiones monoteístas de una manera pacífica y respetuosa. Algo que, de alguna manera, reflejé en mi siguiente relato:

AL OTRO LADO DEL ESTRECHO

-Y ahora, todos los que quieran pasar, que entren. Todos los que deseen comer, que pasen.

Jacobi se acordaba perfectamente de las palabras del señor Beniflah, como si fuera ayer mismo. Era curioso, porque otras veces Jacobi no era capaz de recordar lo que había hecho en el jardín una hora antes. Se consolaba pensando que eran las cosas de la memoria que ni los loqueros eran capaces de explicar.

Habían pasado muchos años desde aquellas fiestas a las que les invitaba la familia Beniflah. Podía calcularlo con exactitud si se lo proponía, pero era una labor ingrata y desalentadora: ingrata porque tendría que dedicar su escaso tiempo a hacer esos cálculos y desalentadora porque, seguramente, le haría sentir más viejo de lo que ya era. Jacobi Benasuly se sentó en el porche y se sirvió un café solo. Cuando lo acabó, sacó un pequeño saquito del bolsillo de la camisa, lo desanudó y vertió con cuidado un poco de rapé en el dorso de la mano. Acercó la mano a la nariz y lo absorbió aspirando con fuerza. Volvió a cerrar la bolsita, la devolvió a su sitio y se quedó quieto, allí sentado, abotargado por la placidez de esa tarde de verano.

Tenía en frente, a lo lejos, justo al borde del abismo,  la costa de Africa. Sigue leyendo

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