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UN FRAGMENTO DE «EL MIRADOR DE LOS PEREZOSOS», DE SERGIO BARCE

Uno de los relatos que forman parte de mi libro «El mirador de los perezosos» (Ediciones del Genal – Premio de la Crítica de Andalucía al Mejor Libro de Relatos 2023) se titula «Avenue Josafat» y comienza así:

«AVENUE JOSAFAT

Después de cuarenta años no es fácil regresar, pero llega un instante en el que un cabo invisible tira de nosotros y nos arrastra al pasado en busca de un destello. Y aunque uno se reconoce en el espejo cada mañana, siempre hay una nueva arruga, una cana incipiente más, y mirar por encima del hombro solo causa desaliento. Ya casi nada es como fue, e incluso si las cosas van bien en nuestro pequeño entorno dejar la juventud atrás no es trago de buen gusto.

Las calles de Tánger parecen otras, tan modernas, tan limpias, tan vigiladas. Hay nuevos edificios, barrios enteros que han deformado el plano urbanístico, que han hecho de la ciudad una metrópolis inabarcable, extendiéndose a derecha e izquierda de la bahía, por los cuatro puntos cardinales, salvo el imposible mar, multiplicándose igual que las cabezas de la Hidra de Lerna que, al ser cercenadas, se duplicaban. Ni siquiera Hércules, que, tras dar muerte al monstruo, lleva siglos escondido en su gruta tangerina, logra librarse de su presencia. A Carlos, ahora, le ocurre lo mismo. Desde su llegada al aeropuerto Ibn Battuta parece un borracho que bebiera sin mesura, atolondrado por lo que creía olvidado, absolutamente entregado a los recuerdos de una infancia lejana y de una adolescencia perdida. Un borracho que muere de sed porque sabe que los años dorados se han oxidado en un cuartucho maloliente.

Deja el equipaje en el suelo al entrar en la habitación del Continental que sus padres ocuparon su último día en Tánger. La ha reservado exprofeso. Segunda planta, sobre el puerto. Se queda parado en medio, la luz filtrándose por la ventana como una lengua de lava blanca y resplandeciente, proyectándose sobre la cama de matrimonio que Carlos observa con una inusual ternura. Sabe que sus padres trataron de conciliar el sueño en otro colchón y quizá en otra cama esa última noche, pero era esta misma habitación. Su madre se acostó vestida, sin cambiarse, porque carecía de fuerzas para quitarse el abrigo e incluso se dejó puestas las medias y los zapatos de tacón. Su padre, por el contrario, se puso el pijama sin pensarlo, como hubiese hecho un autómata, y se tumbó sobre la colcha, sin deshacer, pegando su cuerpo a la espalda de ella. La abrazó y no cambiaron de postura hasta que amaneció. Carlos conocía estos detalles porque su madre se lo contó años más tarde. Y él, con dieciséis años, en la habitación de al lado, oyéndolos llorar, escuchando cómo se les desgarraba aún más el alma; solo, pensando en Haviva, sin haber podido decirle siquiera adiós, odiando al mundo. Un espectro que se le aparece a menudo en la duermevela, su único remordimiento.

Ahora baja las escaleras y se reencuentra de pronto con aquellos años barnizados por el paso del tiempo, las mismas calles cubiertas de esta pátina de ausencia con la que prometió levantar un muro infranqueable. Jamás volvería. Como tampoco lo harían sus padres. Y ahora que su madre ha muerto, el juramento que hicieron queda anulado. Por eso regresa, como para confirmar que todo quedó sepultado para la eternidad. Sabe que ha de cauterizar sus dos grandes heridas, que si no lo hace ahora ya no habrá otra oportunidad.

No le es difícil ratificar que su ciudad queda oculta tras el doblez de los años transcurridos, porque apenas quedan algunos negocios del viejo Tánger. El Café de París sigue manteniendo cierta apostura, aunque hay un algo deslucido en sus mesas y en sus clientes, como si anhelasen mantener el orgullo perdido sin conseguirlo del todo. Baja por el boulevard y sube a la derecha. Cuando llega a la puerta de Madame Porte, ve que no es más que otro local de McDonald´s el que lo recibe y entonces, asqueado, mira para otro lado. Había osado creer que volvería a sentarse donde lo hacían sus padres cada domingo, aquel rito familiar lleno de candor y dulce rutina, pero le acaban de amputar esa ilusión que albergaba por homenajearlos. Son muchos lustros desde que embarcaran rumbo a España y se da cuenta de que, lo que ahora pretende, es una mera ilusión, y que lo esencial de sus vidas eran esos detalles insignificantes. Nada de himnos ni de banderas, nada de patrias ilusorias.

Camina muy lentamente demorando su destino. Ha dado tal rodeo que pasan casi tres horas antes de llegar. Teme una nueva decepción y por eso este paseo en espiral que no acababa nunca. Y, sin embargo, cuando al fin pisa la calle Josafat nota por vez primera el peso de la emoción, como si ese sentimiento se hubiera agazapado en las sombras durante estos casi cuatro decenios y ahora se convirtiesen en cuarenta quilos de silencio y de traición.

Entra desde la calle Italia. La tapia que quedaba en el lado izquierdo ya no existe, ese largo muro que trazaba la frontera del viejo cementerio cristiano y contra el que jugaban a la pelota. En la esquina, se detiene en un puesto de frutas y compra un par de higos, que se come ahí en pie, notando el cosquilleo que le produce el sabor natural y antiguo en sus glándulas. Es como hacer un viaje al pasado a través de esa sensación. Lo degusta con lentitud, demorando lo inevitable.

En Josafat, un olor añejo (ahora son los olores los que le abofetean), le obliga a detenerse, apoyar una mano en la pared y tomar aire. Ha descubierto el portal de la casa en la que vivió sus mejores dieciséis años y, por un segundo, se ha visto salir de ahí siendo aún un niño, corriendo junto a David Querub. Una imagen casi fantasmagórica, como salida de un rollo de película quemada.

David Querub. Vivían en el mismo rellano, puerta con puerta. Los Querub y los Garcés. David era de su misma edad, más escuchimizado, de ojos grandes y llorosos, con un físico que movía a la compasión, tal era su fragilidad. El amigo inseparable de la infancia, su compañero de correrías por las calles de la medina, al que, algunos sábados, veía salir asido de la mano de su padre con la kipá puesta. En alguna ocasión le preguntó al suyo por qué él no tenía una kipá, y don Joaquín Garcés, muy serio, le explicaba que eso solo lo utilizaban los hebreos y que ellos eran cristianos. Algo que confundía a Carlos, porque ni él ni sus padres jamás pisaron una iglesia.

También recuerda otro detalle. Tendrían unos ocho años; unos mocosos que jugaban en las escaleras del edificio con soldaditos y con coches en miniatura. David poseía entonces un buen número de vehículos, desde una furgoneta Citroën 1200, marca Norev, hasta un elegante Mercedes 190 SL cabriolet (con la figura del conductor, de plástico, sentado al volante incluido), el único que su amigo guardaba con extremo cuidado en la caja original, de marca Sòlido, made in France. Pero a Carlos, la que más le gustaba, y no sabía la razón, era otra furgoneta, una Peugeot D4B, color verde con una franja amarilla a los lados, y la palabra POSTES grabada sobre el parabrisas delantero y también en los laterales del vehículo. Siempre le pedía que se la dejara cuando se sentaban en el rellano. Hasta que un día, David Querub le anunció que su familia se marchaba a Israel. Carlos miró la furgoneta intuyendo que ya nunca volverían a compartirla, pero su amigo la empujó con suavidad para que rodase, hasta chocar con sus piernas, y él levantó los ojos con miedo a quedarse solo.

-Te la presto para siempre -le dijo David, que, sin esperar a que pudiera responderle, recogió el resto de sus cochecitos y entró a toda prisa en su casa. No recuerda si se despidieron…»

 

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