Reproduzco unos párrafos de la novela de Leila Slimani Miradnos bailar (Regardez-nous danser, 2022), editada por Cabaret Voltaire y con traducción del francés de mi querida y admirada Malika Embarek.
«…Esa tarde, mientras iba en su coche en dirección a la capital, Henri recordó que estuvo a punto de irse de Marruecos en 1965, solo unos meses después de su llegada. Había hecho el equipaje y llamado al decano de la facultad para informarle de que no era lo que él había venido buscando. Había huido de su exmujer, de una familia y unos amigos con los que no estaba a gusto. De una vida gris y sin alma que ya no palpitaba, que le transmitía la impresión de haber ingresado por adelantado en el corredor de la decrepitud. Él no había dejado atrás todo eso para encontrarse en medio de un país en llamas, un país donde sus propios alumnos podían caer muertos ante sus ojos. Hoy no se arrepentía de su decisión. Si se hubiera empeñado en marcharse y tomar aquel avión que tenía previsto, no habría conocido a Monette, ni el bungaló, ni esta vida que para él era la más dichosa y bella a la que uno puede aspirar. Y, precisamente, esa felicidad, esa buena vida, era la que a veces le parecía obscena, inadecuada. Pues, tras la inmensa alegría, tras la levedad de esa existencia, en una costa fría donde el sol quemaba, percibía la sensación de miedo y asfixia de la gente.
Le obsesionaba el recuerdo de aquellos días de 1965 en los que cientos de escolares había salido a las calles de Casablanca para protestar por una circular que prohibía a los chicos de más de dieciséis años acceder al segundo ciclo de la enseñanza secundaria. En esa época él vivía en el centro de la ciudad, en el barrio Gauthier. Los había visto cruzar por las avenidas inundadas de sol y caminar hasta el barrio obrero de Derb Sultan. Algunos chicos llevaban a las chicas a hombros. Gritaban: <¡Queremos aprender!>, <Hassan II, lárgate, Marruecos no te pertenece!>, <¡Pan, trabajo y escuelas!>. Los padres se habían unido a ellos, y también los parados y los habitantes de los barrios de chabolas, y habían levantado barricadas e incendiado algunos edificios. Al día siguiente, Henri había pasado por delante de la comisaría central, donde un grupo de padres, con el rostro marcado por la preocupación, mendigaban noticias de sus hijos desaparecidos. Apoyados contra las murallas de la nueva medina, unos soldados apuntaban con sus armas a unos escolares que tenían las manos cruzadas en la espalda. Todavía resonaba en su mente el ruido de los disparos, del estallido de morteros, de las sirenas de las ambulancias, y, sobre todo, de las aspas de un helicóptero, desde donde -según dijeron- el general Ufkir disparaba directamente a la muchedumbre. En los días siguientes, Henri había visto huellas de sangre en las calles de Casablanca y pensó que el poder enviaba un aviso a los ciudadanos. Aquí se dispara incluso a los niños, el orden no se negocia. El 29 de marzo, Hassan II había hecho estas declaraciones: <No hay peligro más grave para el Estado que el de los supuestos intelectuales. Más os habría valido ser unos iletrados>. Esa era, pues, la consigna.»