En su momento, ya hablé de esta excelente novela de Abdelhak Serhane: Mesauda. Publicada por Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, con traducción de Inmaculada Jiménez Morell: https://sergiobarce.blog/2021/02/19/mesauda-una-novela-de-abdelhak-serhane/
Releyéndola, no me resisto a reproducir los siguientes párrafos, llenos de poesía, de crudeza, de buena narrativa:
«…Por la mañana, me despertó Hafid. Estaba buscando sus canicas debajo del colchón en el que yo dormía. Mi ya no estaba. La piel de cordero yacía en el suelo. Los elásticos con los que Mi se sujetaba las mangas de la mansuria estaban en la banqueta pequeña. Eran las diez. Había faltado a la escuela. La vara del maestro no silbaría por encima de mi cabeza sin despabilar aún. Sabía que al día siguiente me pegaría. Al menos aquella mañana no sufriría las sevicias de nuestro educador.
Mi ausencia decepcionaría al señor Marin. Yo no comprendía nada. Decía que era un alumno brillante y, sin embargo, pocas veces escapaba a sus castigos variados. Pensaba:
<Esta mañana mis pies sucios y dóciles no sufrirán la quemazón de tus varazos. No me preguntarás qué plato prefiero. No te responderé: pan y mantequilla, o cuzcuz, o pollo, o… No te veré abrir el armario y elegir la vara especial correspondiente al menú solicitado y Thami no me levantará los pies hacia arriba. Las largas orejas de burro recortadas en cartón no prolongarán las mías. Mi flaca espalda no se doblará bajo el peso de la vieja albarda ni la brida oxidada pasará entre mis dientes. No apretaré las mandíbulas ni crisparé las manos sobre la grava del patio de recreo, no escucharé tu risa rompiendo el silencio ni tendré que contener mis lágrimas…>
No quería pensar en el día siguiente. Tenía un plan: después de la clase de árabe me iría a la fondac a embadurnarme las manos con la orina de las yeguas. O bien, me las frotaría con ajos. Eso olía muy mal, sobre todo cuando en el mes de mayo había cuarenta pares de manos apestosas en una clase estrecha. Recurríamos a aquellas dos estratagemas, que servían para que el dolor pasara con rapidez.
Sigo sorprendiéndome al oír a ciertas personas hablar de «los viejos tiempos» y recordar con nostalgia los días felices de su infancia en la escuela. No hay escuela feliz. Si recordaran con sinceridad <los viejos tiempos>, se darían cuenta de que eran un infierno…»