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«GUSANOS DE SEDA», UN RELATO DE SERGIO BARCE

Como mañana viernes, día 5 de diciembre, a las 19:30, en la Librería Diwan, el periodista y escritor Javier Valenzuela presenta mi libro de relatos Paseando por el Zoco Chico. Larachensemente (Jam Ediciones – Valencia, 2014), en compañía de Rajae Boumediane y de Ange Ramírez, me permito reproducir uno de los cuentos que forman parte de este libro. Es una manera espero que sugerente de invitaros a que acudáis a este evento.

El relato está dedicado a mi madre, que hace ya cuatro meses se marchó para siempre a su paraíso de Larache. Es una de las pequeñas anécdotas que guardo de ella, de las que se quedan conmigo, y de las que sin ninguna duda Carlitos Tessainer se acordará perfectamente.

cartel

GUSANOS DE SEDA

Mi madre me traía de tarde en tarde una caja con gusanos de seda, que se escondían sin prisas entre hojas de morera. Me gustaba verlos moverse lentamente entre las verdes hojas, como si contaran con todo el tiempo del mundo para hacerlo. Mi madre se los comprobaba a una mujer de Beni Gorfet, la que se instalaba siempre en el suelo, en uno de los laterales de la Plaza, y que ofrecía a la venta, sobre su estera de esparto, queso de cabra, yerbabuena y hojas de morera con gusanos de seda.
Cuando las orugas acababan de devorarlas, igual que termitas voraces e insaciables, tiraba los restos que quedaban en el fondo de la caja de cartón, ya mustias y casi podridas, y me daba dos pesetas para que comprara nuevas hojas de morera. En cuanto las metía en la caja, los gusanos, que parecían unos ciegos que se moviesen por el olfato, volvían a comer sin descanso.
Semanas después, se iban formando ya los primeros capullos. Yo observaba el curioso espectáculo como si fuera Gulliver estudiando pacientemente cómo los liliputienses construían sus casas, pero con la diferencia de que estas orugas se iban enterrando vivas en sus ovalados féretros de seda, unos amarillos y algunos anaranjados, y me hacían pensar en diminutos faraones embalsamados. Les llevaba unos tres días terminar el proceso, hasta quedar completamente aislados en sus frágiles capullos que yo tocaba con la yema de mis dedos, temiendo que se deshicieran o que pudiera aplastarlos por accidente.
Solía instalarme en la terraza superior del edificio donde estaba mi casa, en la calle Mulay Ismail, y me sentaba junto a la caja de cartón. Movía los capullos, los agitaba con suavidad, pero parecían contener solo aire y vacío. Cuando me aburría dejaba la caja en cualquier parte y me iba a los jardines a capturar renacuajos.
Dentro del capullo, la crisálida eclosionaba un día y, de pronto, los féretros liliputienses comenzaban a resquebrajarse, el tejido denso y enmarañado se iba desmadejando hasta dejar escapar a las mariposas, que nosotros llamábamos palomitas; era el instante anhelado, el más emocionante, el más increíble de todo el proceso.
Resultaban bastante torpes al comienzo, y por el aspecto diríase que no habían cesado de alimentarse en todo ese tiempo en el que habían sobrevivido en la oscura cavidad del capullo. Trataban entonces de volar, ensayando despegues tan torpes como inútiles, aleteaban girando sobre sí mismas, golpeándose contra las paredes de la caja de cartón. Mientras, el rumor del acantilado me envolvía sugestivamente.
Durante días, las mariposas macho trenzaban movimientos compulsivos, ansiosos por copular, mientras las hembras, palomitas más grandes y perezosas, parecían esperar con paciencia a ser tomadas al asalto, resignadas al ciclo inevitable. El cortejo de esta especie es pedestre y primitivo: la hembra está parada sobre su vientre, petrificada, y el macho se limita a unir su abdomen con el de ella, una especie de penetración sin prolegómenos, fría y mecánica. Yo los veía entonces quedarse tan quietos que a veces creía que habían dejado de respirar, pero continuaban así copulando, sin un mínimo movimiento, durante varias horas. Es de imaginar que no sufrían demasiado desgaste físico. Solo a veces veía moverse a algunas, como si trataran de ajustar mejor sus cuerpos (imagino que eran las parejas más picaronas). En todos los casos, el macho, una vez que había satisfecho a la hembra que pocas horas antes había asaltado sin el más mínimo miramiento o consideración, la olvidaba y buscaba a otra que, por supuesto, aún fuera virgen, y repetía su hazaña febril (aunque tan poco imaginativa como la precedente), y dejaba a su conquista anterior compuesta y sin novio, destinada a parir huevos diminutos, amarillos y pegajosos, que se esparcían como pepitas de oro por el fondo de la caja. Luego, la parturienta moría sola y olvidada.
Y así comenzaba de nuevo la historia… Sin embargo, en algún momento de todo este ciclo que volvía a repetirse ineludiblemente al dictado de esa ley no escrita pero inviolable de la naturaleza, yo perdía el interés y la caja de cartón pasaba a manos de algún amigo o quedaba a merced del destino. No lo sé con certeza. Pero meses más tarde, mi madre aparecía de nuevo en la casa con otra cajita de cartón llena de gusanos de seda que le había comprado a la mujer de Beni Gorfet, la que se instalaba siempre en el suelo, en uno de los laterales de la Plaza, y que ofrecía a la venta, sobre su estera de esparto, queso de cabra, yerbabuena y hojas de morera con gusanos de seda.

Sergio Barce

Mi madre y yo, con mi hermana, cruzando el Lukus en barca

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