Leer de nuevo <París era una fiesta> (A moveable feast) de Hemingway es eso, una fiesta, una gozada de lectura, un viaje en el tiempo, un recreo. Traigo un fragmento de esta novela, de la edición Debolsillo, con traducción del inglés de Gabriel Ferrater, que dice así:
«Mandamos nuestras ropas a secar y nos quedamos en pijama. Fuera seguía lloviendo, pero el ambiente del cuarto, con todas las luces encendidas, era alegre. Scott yacía en la cama para conservar sus fuerzas y entablar el combate con la enfermedad. Tomé su pulso, que era de setenta y dos, y le puse la mano en la frente, que estaba fría. Le ausculté el pecho y le hice respirar hondo, y el pecho daba un buen sonido.
—Mira, Scott —le dije—, tú estás estupendamente. Si quieres hacer lo más sensato para no pillar un resfriado, te quedas en la cama y pido una limonada y un whisky para cada uno, y tú te tomas una aspirina con lo tuyo, y ni siquiera tendrás un resfriado de nariz.
—Remedios de vieja comadre —dijo Scott.
—No tienes temperatura. ¿Cómo diablos vas a tener una congestión pulmonar si ni siquiera tienes temperatura?
—No me chilles —dijo Scott—. ¿Cómo sabes que no tengo temperatura?
—Tienes el pulso normal y la frente fría.
—Oh, hablas por hablar —dijo Scott con amargura—. Si de verdad eres un amigo, consígueme un termómetro.
—Estoy en pijama.
—Manda a buscarlo.
Llamé al timbre. El camarero no acudió, y volví a llamar y salí al pasillo en busca de alguien. Scott yacía con los ojos cerrados, respirando despacio y de a poco, y con su color de cera y sus facciones perfectas parecía el cadáver de un joven cruzado. Ya me estaba hartando de la vida literaria, si aquello era la vida literaria, y echaba de menos mi trabajo y sentía la soledad de muerte que llega al cabo de cada día de la vida que uno ha desperdiciado. Estaba muy harto de Scott y de aquella necia comedia, pero busqué al camarero y le di dinero para que comprara un termómetro y un tubo de aspirina, y pedí dos citrons pressés y dos whiskies dobles. Intenté encargar una botella de whisky, pero sólo servían copas.
De vuelta al cuarto, vi que Scott seguía yaciendo como en su propia tumba, esculpido como monumento de sí mismo, con los ojos cerrados y respirando con ejemplar dignidad.
Al oírme entrar habló:
—¿Conseguiste el termómetro?
Me acerqué y le puse la mano en la frente. No estaba fría como la tumba, pero estaba fresca y sin sudor.
—No —dije.
—Pensé que lo traerías.
—Mandé a buscarlo.
—No es lo mismo.
—Claro que no lo es. ¿Cómo va a ser lo mismo?
No había modo de irritarse con Scott, como no hay modo de irritarse con un loco, pero estaba cabreado conmigo mismo, por haberme dejado enredar en aquella me- mez. Sin embargo, había algo serio detrás de la farsa de Scott, y yo lo sabía muy bien. En aquellos días, casi todos los borrachos morían de pulmonía, enfermedad que ahora está casi erradicada. Pero costaba creer que Scott fuera un verdadero borracho, ya que le hacían efecto cantidades muy pequeñas de alcohol.
En Europa el vino era algo tan sano y normal como la comida, y además era un gran dispensador de alegría y bienestar y felicidad. Beber vino no era un esnobismo ni signo de distinción ni un culto; era tan natural como comer, e igualmente necesario para mí, y nunca se me hubiera ocurrido pasar una comida sin beber vino, sidra o cerveza. Me gustaban todos los vinos salvo los dulces o dulzones y los demasiado pesados, y nunca imaginé que si Scott compartía conmigo unas pocas botellas de un vino blanco de Mâcon, seco y más bien ligero, en él se iban a producir cambios químicos que le convertirían en un majadero. Claro que bebimos el whisky con Perrier por la mañana, pero, dentro de la ignorancia que yo tenía entonces sobre cuestiones de alcoholismo, no podía concebir que un whisky hiciera daño a una persona que iba en un coche descapotado bajo la lluvia. El alcohol tenía que oxidarse en muy poco tiempo.
Esperando que el camarero trajera las cosas, me senté a leer un periódico y a terminar una de las botellas de mâcon que descorchamos en la última parada. Cuando uno vive en Francia, siempre dispone de varios crímenes estupendos cuyo curso puede seguir día tras día en los periódicos. Son como novelas por entregas, y hay que haberse leído los primeros capítulos, ya que no dan resúmenes de lo que antecede como en las novelas por entregas americanas, aunque de todos modos una novela americana tampoco gusta tanto a los que no han leído el tan importante capítulo de apertura. Cuando uno está en Francia pero viaja, los periódicos pierden interés, ya que muchas veces falla la continuidad de los variados crimes, affaires, o scandales, y además para que la cosa cobre toda su gracia hay que leerla en un café. Aquella noche yo hubiera preferido mil veces estar en un café donde pudiera leer las ediciones de la mañana de los periódicos de París y observar a la gente, y prepararme para la cena con alguna bebida más consistente que el mâcon. Pero ya que me tocaba estar de mayoral del rebaño de Scott, me divertí como pude…»
Ava Gardner y Burt Lancaster. En 1946 se estrenaba Forajidos (The killers), una de las obras maestras del cine negro clásico, dirigida por Robert Siodmak y con un maravilloso guión de Anthony Veiller (tanto el guionista como el director estuvieron nominados al Oscar), basado en la historia de Ernest Hemingway.
Esta cinta supuso el debut de Burt Lancaster, y lo hizo por la puerta grande como protagonista absoluto en un film inolvidable. Repasando la filmografía de Lancaster, la suya es una de las más sólidas carreras de la historia del cine. Para la Gardner, supuso su consagración después de más de una decena de películas bastante insulsas. A partir de ahí, los dos refulgieron como las estrellas que fueron.
Ava y Burt coincidirían en dos ocasiones más: en la magnífica película de política-ficción Siete días de mayo (Seven days in may, 1964) de John Frankenheimer, acompañados además por Kirk Douglas, y en una ya olvidada cinta de las denominadas de «catástrofe» muy en boga en los años setenta: El puente de Casandra (The Cassandra crossing, 1976) de Pan Cosmatos, típico producto que se servía de una larga lista de estrellas del celuloide como reclamo.