En su exquisito libro “Larache, crónica nostálgica” (Centro de Estudios Sefardíes de Caracas, 1996), la escritora larachense Sara Fereres de Moryoussef, se acerca a la ciudad en la que vivió y creció con la nostalgia propia de la distancia, tanto física como temporal. Igual que a otros autores, como León Cohen, Cristina Martínez o yo mismo, ese retroceder en el tiempo y en el espacio para recuperar la memoria del Larache particular de cada uno de nosotros, conlleva, casi ineludiblemente, el barniz de la idealización. Y es que, cuando la experiencia vital está llena de dulces sabores, las palabras brotan cadenciosas pero pasionales, trémulas a veces pero emocionadas. Sara Fereres no puede evitar una declaración de amor a Larache en cada página de su libro, que es una crónica nostálgica, sí, pero una crónica palpitante también.
Se detiene en la descripción del Larache en la que Sara vivió, en cada calle, en cada edificio, y lo hace sin prisas, demorándose en los recuerdos.
“Fue durante la década de 1940-50 cuando la ciudad tomó gran empuje. Se construía más, pues había mucha gente nueva de la Península. Casi todas las calles transversales ya tenían vivienda. Se abrieron nuevos comercios y se instalaron más bares y restaurante. Otro cine nuevo surgió, llamado María Cristina, y la gente se expandió viviendo hasta en lugares que antes eran campos pelados.
Como a unos cuarenta metros de nuestro edificio, atravesando la calle Cervantes, se encontraba el Banco Español de Crédito. Era un hermoso edificio cuyas paredes estaban cubiertas de mármol gris, si mal no recuerdo, y que aún existe. Un poco más adelante podíamos ver la única iglesia del pueblo. Pequeño pero atractiva. Muy sencilla, sin ningún estilo, aunque acogedora en su modestia. Estaba situada al fondo de una especie de plazoleta, decorada con macizos de plantas y flores, entre unos setos divisores. No era una gran cosa, sino más bien una iglesia muy adecuada para el pequeño pueblo que era Larache.
De los dos únicos quioscos de diarios y revistas que teníamos, el de Cremades era el más completo. Allí vendían toda clase de lecturas y comiquitas para los niños: Mari-Pepa, Juan Centella, Tarzán, El Fantasma, los de Walt Disney, etc… Cromos para coleccionar y cartones para recortar y armar barcos, casas, automóviles… Ahí no se vendían <chucherías>. Esto que existe hoy en todas partes era, durante mi infancia y parte de mi juventud, casi desconocido entre nosotros. Supongo que por esos mismo apenas había un par de dentistas o tres en Larache.
(…) Dejando atrás la iglesia y Cremades nos encontrábamos en la parte comercial de la avenida. El edificio de los Gallego, separado por un pasaje de otro edificio, la Banca Gallego. Los cafés o tascas, digamos más exclusivos, estaban allí mismo en la avenida: el Café Mau y el Canaletas, con la pastelería de Orozco que los separaba.
Para ir a la calle Chinguiti, el <paseo> de la ciudad, salíamos de la Canaletas y tomábamos a la derecha para entrar al pasaje que nos conducía directamente a ella. La avenida y la calle Chinguiti eran paralelas. En estas calles se encontraban los dos cines y una serie de comercios con toda clase de artículos. También las otras dos buenas pastelerías que teníamos: La Suiza, casi frente al Teatro España, y la <del valenciano> que era también heladería en verano y se hallaba casi al final del paseo. Lo mismo que La Suiza, estaba situada frente al otro cine llamado Cine Ideal.
(…) …teníamos el Cine Ideal que era eso, ideal. Bonito, nuevo y moderno, con asientos tapizados y todo él <sha´aleando>. Allí se estrenaban buenas películas y, como es natural, no nos las perdíamos.”
Sara Fereres, como digo, hace un recorrido por todo el pueblo, dedica un capítulo al Zoco Chico, a la época de la guerra, que tanto sufrimiento trajo a gente maravillosa de Larache, condenados al ostracismo por sus ideas, y también describe la playa y el paso del río en barca, cómo no, y las fiestas, el ´Id-el-Kebir, el Purim… Una descripción fiel de la convivencia que mantuvieron las tres religiones en Larache, un ejemplo que no nos cansamos de mostrar al mundo.
Así relata la fiesta del ´Id-El-Kebir y la romería a Lal-la Mennana.
“La fiesta grande era el ´Id-El-Kebir. En Larache dedicaban ese día a honrar a una santa mujer, Lal-la Mennana que estaba enterrada justamente en el cementerio emplazado en todo el centro de la ciudad y que llevaba su nombre.
Ese era un gran día para los musulmanes. Se iniciaba en la víspera. Al día siguiente, desde el amanecer, comenzaban a reunirse los fieles en el entorno del Zoco Chico, cerca de la mezquita y de allí partía la procesión que los llevaría a través de la Avenida Generalísimo Franco hasta el cementerio, donde después de rendir honores a la santa, terminaba la romería.
El propósito era llevar ofrendas a Lal-la Mennana. Los principales entre ellos se llamaban <shrifis>, o sea jeques y precedían la caravana que componía gente llevando ofrendas. El <shrif> iba montado a caballo o mula, de preferencia blanco.
Él mismo iba vestido de blanco. .. (…) Había muchas paradas y en cada una de ellas los devotos <´issauis<, una secta de derviches, se dedicaban a bailar al son de tambores y chirimías, esas flautas morunas de sonido monótono y agudo. Los movimientos eran rítmicos pero violentos. Giraban la cabeza como si fuera un trompo y se excitaban a tal punto que perdían la noción del dolor. Los he visto cortarse, pincharse con hojas de chumberas llenas de espinos largos y agudos, golpearse con hachas la cabeza y sangrar. Hasta caminar sobre carbones encendidos y levárselos a la boca, sin que demostraran sentir dolor…
(…) Curiosamente, la hija de los cuidadores de nuestra huerta era una <´issauía>. Una vez le pregunté cómo hacía y me mostró como se <haireaba> ella al seguir ese ritmo tan enloquecedor. Me dijo que era fácil y que lo intentara. Muy imprudentemente seguí su consejo y terminé vomitando a causa del mareo.”
Y la fiesta del Purim:
“Para la fiesta del Purim todas las casas hebreas de Larache se convertían en pastelerías.
Esta fiesta es la más dedicada a los niños del pueblo judío. Es un día de regalos y golosinas. También los indigentes la disfrutaban. Fiesta alegre para visitar a los amigos y a la familia. Igual que para recibir. Día de puertas abiertas hasta el anochecer.
(…) A la entrada de cada casa se ponía sobre un mueble o mesita una bandeja llena de moneda fraccionaria, para tenerla a mano y ofrecer su óbolo a cualquiera de los tantos indigentes que se presentaban durante el día con ese propósito. Llegaban hombres, mujeres y niños. A cada quien se le daba lo que correspondía: moneda fraccionaria para niños, pesetas o <duros> para los adultos. Los pequeños de la casa ofrecían a los críos y los adultos los hacían a los mayores.”
Sara dedica un hermoso capítulo a un hombre, Abd-el-Kamel, lleno de cariño, ternura y afecto (pero que no transcribo porque creo que merece la pena que lo descubra el lector de este relato). Uno de los más conmovedores de su libro, y que me recuerda mucho a mi cuento “Mina, la negra”. Y es que, aunque de épocas distintas, las experiencias en Larache nos unen a todos, vivencias casi paralelas que saltan de un decenio a otro, pero que no dejan de estar marcados a fuego por la misma tierra, por la misma gente, por la misma sangre.
Sergio Barce, abril 2011









