ASÍ FUE LA PRESENTACIÓN DE LAS NOVELAS DE LUIS SALVAGO EN MÁLAGA

El pasado 7 de noviembre, presentamos en El Tercer Piso de Librrías Proteo, en Málaga, las novelas de Luis Salvago «Josephine» y «El telegrafista». Héctor Márquez, como siempre, y con su maestría habitual, dirigió el cotarro. Mantuvimos un diálogo francamente interesante, y Luis nos transmitió toda su sabiduría como escritor y persona de mundo.

Al inicio del acto, leí un texto que había preparado para la ocasión, y que comparto con vosotros:  

<Hace tiempo que soy amigo de Luis Salvago. Desde que nos conocemos, solemos llamarnos para hablar de nuestros libros, de nuestros proyectos, de los concursos y de las tretas que deberíamos usar para que nuestras novelas lleguen a los editores. Nos leemos y nos criticamos de manera constructiva.

Últimamente son los editores los que buscan a Luis. Lógico.

Yo leo a Luis desde su novela “En el nombre del padre”. Con ella me trasladó a Cabo Juby. Luego vino “Los lugares verdes”, y me llevó a Afganistán. Y últimamente me ha arrastrado de vuelta a Tánger con “Josephine” y al escenario de la guerra civil con “El telegrafista”. Cada uno de estos títulos es un peldaño que Luis va subiendo, porque cada novela suya que aparece es mejor que la anterior. De hecho, yo leo a Luis para aprender a narrar.

En mi blog, recogía un pequeño párrafo de Josephine, que dice así:

«…Tal y como imaginaba, la ducha le había despejado la mente. Todas sus preocupaciones parecían haberse hecho pequeñas, casi inexistentes. Miró los números luminosos en un reloj de pared, sin saetas, sin esfera, sin tictac. Le desagradaba esa modernidad que prescindía de lo esencial. Para Josephine era como si el tiempo hubiera perdido su sonido.»

A partir de la lectura de este párrafo, yo volví a ser salvagoriano. Es decir, me volví a dejar arrastrar por la poderosa narrativa de Luis Savago, y es que soy un adicto a sus frases fulgurantes y a sus historias, que, como ya he dicho, son diferentes, ajenas a los lugares comunes.

Con “Josephine”, consigue que me sumerja en el Tánger que conozco y en el que desconozco, en un mundo onírico al que me lleva en volandas usando a Josephine de lazarillo. Es un paseo bastante tormentoso, hay que decirlo, y muy demencial. Sus páginas me llevan por calles que se alargan y se acortan, por un zoco chico que parece sacado de un sueño, en el que las paredes se comban y las pisadas no se oyen.

Josephine vive, como Juanita Narboni, en un Tánger que es un mundo paralelo, en el que no existe el tiempo, en el que el presente quizá no es el ahora, en el que el pasado ha desaparecido o se ha disfrazado, en el que los relojes no pueden marcar las horas y donde todo es posible, incluso lo imposible.

He escrito también en mi blog que, con “Josephine”Luis da un paso más allá en su narrativa, un paso más arriesgado, porque lo que hace es plantarse en medio de Tánger, coger “La vida perra de Juanita Narboni” y hacer malabarismo de ensoñaciones. Tarea nada fácil con una obra maestra. Pero logra un juego precioso de confusionismo y de complicidad con el lector; especialmente con los que conocemos a Ángel Vázquez y su Narboni.

A cada página de su novela, entro en un nuevo pasadizo del laberinto que ha construido. Es un laberinto que se difumina, en el que pesa mucho lo escuchado de su familia, que vivió en la ciudad. Rescata la calle Ohm como si fuese un paraíso perdido y hace que aparezca en “Josephine” y en su otra novela. Quizá porque en esa calle se esconde mucho de su Tánger.

Seguimos a Josephine por esas arterias que van desapareciendo a su espalda o que van resurgiendo mientras trata de poner orden en su cabeza. La locura que es la decadencia de una mujer y de la ciudad. Paralelismo sin rubor alguno con Juanita Narboni, porque es lo que busca Luis con esta: homenajear con una novela a otra novela.

Hay algo que es recurrente en Luis Salvago: la figura del padre como alguien lleno de autoridad, como alguien que marca profundamente a sus hijos. Lo es en “En el nombre del padre”, lo es en “Josephine” y lo es en “El telegrafista”. Vislumbro un hilo invisible que une a esos tres padres.

Pero vuelvo al Tánger de “Josephine”, y con ella, gracias a Luis, me acerco a la calle Italia y al cine Alcázar. No voy con Juanita Narboni a ver una película, sino con Josephine. La prefiero. Es más tractiva que Juanita. Me atrae esta Josephine. Incluso <me pone> en algunos momentos. Luis consigue que yo desee ocupar el lugar del joven Mohammed.

Tánger, las pinturas de Hopper (esenciales en esta obra), Juanita Narboni, la locura, la desmemoria, los falsos recuerdos, una madre dominante y obsesionada con la mala suerte, un padre con un lado oscuro o misterioso, una pareja que está presente y ausente o que quizá no existe y un deseo llamado Mohammed. El DESEO como motor de nuestros actos, el DESEO como heroína que inyectarse, el DESEO como río por el que dejarse llevar, y los recuerdos como tormento. Todos estos elementos los utiliza Luis Salvago para crear un entorno onírico, casi surrealista, ingrávido.

Escribe Luis: el deseo existe para no colmarlo.

Yo creo que Josephine acaba siendo un deseo imposible de ser colmado.

Y luego va Luis y escribe también “El telegrafista”. Una novela que se emparenta directamente con “En el nombre del padre”. Pero esta es otra historia que hoy descubriremos en nuestra conversación. Yo es que me he quedado en Tánger, disfrazado de Mohammed, buscando a Josephine. Quizá la encuentre antes del anochecer. Pero lo que pueda ocurrir a partir de ahí, no se lo contaré a Luis.

Ya les digo, háganse salvagorianos como yo. Lo disfrutarán.

Sergio Barce>     

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