Asisto a la presentación del libro La Andalucía de Miguel Hernández, una antología seleccionada y comentada por Juan José Téllez. Todo un lujo escuchar a Juanjo, su lucidez, sus rápidas y acertadas réplicas, aprehender su compromiso humanista. Me gusta el ritmo con el que nos regala sus impresiones sobre el poeta de Orihuela y cómo salpica de anécdotas cada episodio que nos descubre de su vida y de su poesía. Hay un extraño y vivificante aire de libertad en la sala mientras lo hace, como si hubiésemos dejado el aire envenenado e irrespirable del resto del mundo en el exterior. Qué terapéutico es volver a Miguel Hernández:
Tengo estos huesos hechos a las penas
y a las cavilaciones estas sienes:
pena que vas, cavilación que vienes
como el mar de la playa a las arenas.
Como el mar de la playa a las arenas,
voy en este naufragio de vaivenes
por una noche oscura de sartenes
redondas, pobres, tristes y morenas.
Nadie me salvará de este naufragio
si no es tu amor, la tabla que procuro,
si no es tu voz, el norte que pretendo.
Eludiendo por eso el mal presagio
de que ni en ti siquiera habré seguro,
voy entre pena y pena sonriendo.
El pasado jueves, 26 de octubre, recogí el premio de la Crítica de Andalucía al mejor libro de relatos por El mirador de los perezosos. Un acto cargado de buenas vibraciones. Allí tuve la suerte de conocer a Ángeles Mora, ganadora en la categoría de poesía por Soñar con bicicletas, y a Sara Mesa, premiada por su novela La familia, que yo había leído semanas antes; un libro que navega entre las oscuras sombras de los secretos familiares, un libro que transmite un permanente desasosiego y que vuelve de regreso días después de acabado. Escribe Sara Mesa:
“Padre acusaba a madre de ser demasiado blanda con Damián. Cuanto más blanda, decía, más blandura, fíjate qué carnes para la edad que tiene. Madre lo defendía, aunque sin traspasar ciertas fronteras. Era curioso: había abandonado al niño de bebé debido a una depresión nunca diagnosticada, se pasó los primeros años de su vida sin apenas mirarlo, y ahora que estaba en plena adolescencia, se volcaba más en él que en los otros, achuchándolo o dándole golosinas a escondidas. ¿No era, después de todo, quien más la necesitaba? Con seis años menos que Damián. Aquí, el pequeño, parecía seis años mayor: voluntarioso, independiente, irresponsable pero dispuesto a afrontar él solito las consecuencias de su irresponsabilidad y, para colmo, dotado del arbitrario toque del encanto. En cuanto a las niñas, se criaban solas, por así decirlo, y más desde que había llegado Martina, con sus secretos de niñas en los que era mejor no meterse. Ella intuía que había algo físico en Damián que ponía de los nervios a Padre, algo que iba más allá de la gordura. Era la piel tan blanca -como cruda-, la redondez de los ojos azules, ¡las pecas! -que nadie más tenía-, los andares de cerdito y la torpeza de las manos, que no agarraban con fuerza…”
La familia, de Sara Mesa, ha sido editada por Anagrama. Ángeles Mora estaba especialmente nerviosa, pese a ser una poeta laureada y reconocida en todo el país. La emoción la embargaba. Sus palabras, sus recuerdos, nos aclararon el motivo de esa dicha. Escribe Ángeles Mora:
Buscar la luz,
no mirar por los rotos
donde el rencor oculta
su negrura infinita.
Yo, que no tuve bicicleta,
soñé con bicicletas
y lloré al despertar.
La huella de aquel sueño,
Me ayudará a cruzar
con esperanza
caminos prohibidos.
Soñar con bicicletas ha sido publicada por Tusquets Editores.
Ha sido un regalo haber conocido a estas dos escritoras al fin, y aparecer junto a sus nombres en esta edición del Premio Andalucía de la Crítica.
Tal y como manifesté al recoger el galardón por mi libro de relatos, es insólito y casi un milagro que mi libro haya llegado hasta ahí habiendo sido publicado por una pequeña editorial malagueña como es Ediciones del Genal. Por eso me enorgullece que el jurado se haya fijado en mi obra y que la haya considerado merecedora del premio. Creo que la baraka y los yinns tanyauis han tenido algo que ver con todo esto.

SERGIO BARCE, ÁNGELES MORA Y SARA MESA
Hace unas semanas, leí la biografía de Anna Ajmátova que ha escrito Eduardo Jordá para Zut Ediciones. Narrada en primera persona, como si fuese la propia poeta rusa quien se autobiografiara, una historia que es a un tiempo conmovedora, dolorosa y heroica. Sería una rara avis en los años que vivimos, porque escritores que defiendan sus principios como hizo Ajmátova ya suelen ser casos aislados. La represión física, moral y creativa, la censura demoledora que padeció en su obra, y que sufrió durante su larga vida, fue atroz e injusta. Leemos en este libro el siguiente episodio en la vida de Anna Ajmátova:
“…A pesar de la partida de (Isaiah) Berlin, el año empezó bien. Firmé un contrato para una nueva antología de poemas y me invitaron a recitar mis poemas en el Salón de las Columnas de Moscú. Aplausos, gritos, ramos de flores lanzados al escenario. Después leí en el Bolshói de Leningrado. Hubo los mismos aplausos y los mismos ramos de flores lanzados al escenario. Pero Nadia Mandelstam, que había venido a pasar unos días conmigo, notó que nos hacían una foto con flash cuando entrábamos de noche en la Casa de la Fontanka. Yo no le di importancia. <Es solo magnesio>, le dije. Pero luego llegó el verano, y luego llegó el mes de agosto. Y justamente había acabado de comprar mi ración de arenques cuando me encontré al escritor Zóschenko por la calle. <Anna Andreiévna, ¿qué vamos a hacer ahora?>, me preguntó muy agitado. Yo no sabía de qué me hablaba. <Todo irá bien, no te preocupes>, le contesté, porque me dolió ver a Zóschenko, que siempre estaba de buen humor, tan apagado y tan nervioso. Pero luego, al llegar a la Fontanka, me enteré de lo que había pasado. El Comité Central del Partido Comunista había aprobado una resolución que nos condenaba a Zóschenko y a mí por nuestra estética decadente y burguesa. En la resolución se reproducían las palabras del camarada Zhdánov -era al que mi hijo había intentado matar según los delirios de nuestros chequistas-, quien aseguraba que mi poesía era obra de una <medio puta y medio monja>, o más bien de <una monja que era a la vez una puta y que alternaba la fornicación con las plegarias>. Todo lo que yo había escrito era la obra de <una dama medio loca de la aristocracia que se pasaba la vida correteando entre los encuentros amorosos y las capillas>. Me gustaría saber cuánto le pagaron al pervertido que escribió estas frases para el camarada Zhdánov, aunque ahora imagino que no le pagaron nada y que las escribió por puro deseo de lamer las botas de los poderosos y conseguir un piso mejor o un coche nuevo…”

Una mujer y poeta admirable Anna Ajmátova, un alma rebelde, como tantas otras escritoras silenciadas. Ella que escribió:
Soy vuestra voz, calor de vuestro aliento,
El reflejo de todos vuestros rostros,
Es inútil el batir del ala inútil:
Estaré con vosotros hasta el mismo final.
Y por eso me amáis ávidamente,
Con todos mis pecados y flaquezas,
Y por eso me entregasteis sin mirar
Al mejor de todos vuestros hijos,
Y por eso no me preguntasteis
Por ese hijo ni una sola vez,
Y llenasteis con el humo de alabanzas
Mi casa ya vacía para siempre.
Y dicen que más estrechamente ya no es posible unirse
Y que más irreversiblemente ya no se puede amar…
Como la sombra quiere separarse del cuerpo,
Como la carne quiere separarse del alma,
Así deseo yo que me olvidéis vosotros.
(Para muchos, de Anna Ajmátova – Traducción de María Teresa León)
Tan valiente como Anna Ajmátova me parece Marjane Satrapi, la creadora iraní de esa novela gráfica llena de hondura que es Persépolis, con traducción de Carlos Mayor, editada por Reservoir Books. Me ha parecido embaucadora y muy aleccionadora esta historia (habría que escribirla con mayúsculas) de Irán a través de la propia vida de la autora. Su lectura desvela y revela lo que es el Irán de hoy, un país retrógrado y radical que cercena la libertad de sus ciudadanos, especialmente de las mujeres, de una forma lacerante. Muy recomendable su lectura.

