Acabo los Diarios (Tagebücher), de Stefan Zweig, que recopilan sus anotaciones personales de manera algo fragmentada entre septiembre de 1912 y junio de 1940, escritos durante sus estancias en París, Viena, Berna, Nueva York, Londres, Río de Janeiro… En ellos nos relata sus experiencias, sentimientos y pensamientos más íntimos con las dos mujeres con las que se casó (Friderike y Lotte), pero también con las que mantuvo breves encuentros, ya fuesen escarceos sexuales o eróticos o más personales; pero, sobre todo, profundiza en su trabajo creativo, en cómo se enfrentaba a su propia obra y a la obra de otros autores, y en las relaciones intelectuales y de amistad que mantuvo con los creadores de la época que le tocó vivir, como el músico Richard Strauss o los escritores Émile Verhaeren, Romain Rolland o Rainer María Rilke. Su admiración por Rolland es conmovedora.
Su narrativa, en un aparentemente simple diario, se levanta con esa elegancia de la que siempre hace gala en sus obras, pulcra, perfecta, exacta. Baste como muestra lo que escribe la noche de su encuentro con Marcelle (su amante parisién):
“Sábado 29 de marzo de 2013 (…) Por la noche me reúno con Marcelle, que me cuenta muchas cosas de su vida, más oscura de lo que yo creía. Ha tenido una fuerza extraordinaria para salir adelante, aunque sin duda la bondad la ha frenado. Las concesiones que hizo a su brutal marido al divorciarse y el apoyo a la familia la consumen, a ella, que lo tiene todo, incluida una considerable soledad. El orgullo de las mujeres que se valen únicamente por sí mismas peligra a causa de la falta de un hogar, de eso se da cuenta, siente el vacío de su existencia, el agotamiento de ganar dinero para gastarlo repartiéndolo. Su sueño sería tener un hijo para comenzar de nuevo y consagrarse a él en cuerpo y alma. Con cuánta lucidez se da cuenta de todo, y cuánto coraje el de las personas que se abren camino solas en la vida. Y qué sana la confesión desacomplejada de su necesidad de tener un hijo: me inspiran un inmenso respeto las personas así. Vamos a un teatro de variedades para olvidar estos temas tan serios, y al terminar regresamos al hotel, donde por primera vez no tomamos ninguna precaución. Se estremece como si hubiera quedado embarazada, se inflama y jura estarlo, la idea la hace feliz, y también yo, curiosamente, me dejo arrastrar por la idea y el éxtasis. A la mañana siguiente, no obstante, me siento distanciado, pienso cuán lejos estoy y cuán atroz es para una mujer estar sola en esos instantes. Podría venir, perfectamente, en verano, dos semanas, y hacer otra visita en invierno, pero es muy poco tiempo para tanta distancia. Por ahora, debemos dejar que la cosa siga su curso, pero confieso que esta experiencia ha sido uno de los momentos más intensos de mi vida: el deseo consciente de un hijo, el resplandor de su cuerpo, de su ser entero, en el éxtasis de la entrega, la embriaguez de lo anhelado. Qué parecidos con ella y Friderike, qué figuras tan encantadoras y trascendentes me ha deparado el destino, para que, ante tal grandeza y consciente de su ductilidad, decida eludirlas (educadamente) en vez de abrazarlas con fuerza. Más tarde, por la noche, sopesaré el proyecto de mi novela corta en relación con las mezquindades que cometemos con las mujeres: por ejemplo, a causa de las miradas de dos cocottes miserables en un restaurante (voisin <vecino>), una mujer sencilla y abnegada (maïtresse servante) pierde valor a los ojos de un hombre que, pese a avergonzarse de ello, finalmente la defrauda…”
No se puede escribir mejor. Es como un capítulo de sus mejores novelas. Detallista, delicadamente certero.
Durante el transcurso de la Primera Guerra Mundial asistimos a su desarrollo casi día a día gracias a la visión de Zweig, que anota cuando sucede en la campaña bélica y en la vida diaria de los austríacos, sus conciudadanos, a los que no trata con demasiada deferencia. Curioso asistir a la evolución de sus sensaciones, de una reprimida euforia inicial hasta la toma de conciencia del horror y del absurdo de la guerra, que sin embargo ya presumía desde el comienzo. Es en esos instantes cuando Stefan Zweig se convierte casi en un visionario, adelantándose a los acontecimientos, adivinando lo que va a suceder meses antes, acertando en sus presunciones sobre la Europa que nacerá tras esa primera contienda. Esta experiencia le servirá para advertir a todos de que la ascensión de Hitler años después será el acontecimiento histórico más devastador.
Pero, entre tanto dolor durante la Gran Guerra, también había instantes para desconectar de esa cruda realidad:
“Viernes 4 de enero de 2018 Trabajo en los artículos, luego me reúno con Ehrenstein y otros, y por la noche vienen a verme Claire Studer e Ivan Goll. Después llega también Hochdorf, y a la reunión en la habitación de Cassirer con la señorita Si y todos los demás resulta estupenda. Estamos muy alegres, y algunos personajes nuevos, como la señora Dequist, de pelo rubio como el heno, dan al ambiente un cariz marcadamente erótico que produce un rejuvenecimiento general. Todos evitan ir demasiado lejos, aunque Kornhas no quita ojo a la señora Dequist, y Goll la emprende con Steinthal, de cuya esposa resulta ser el jefe. La situación es un auténtico caos: por suerte, soy de los que saben refrenar a tiempo ciertos impulsos y quedarse sólo con la mejor parte, la excitación.”