Últimamente, cuando me aventuro a leer una novela ambientada en Marruecos, en especial en Tánger, que es la ciudad que acapara últimamente el foco literario, lo hago con cautela y hasta con cierta reticencia. Empiezan a cansarme esos libros (algunos con cierto éxito) en los que, desde el comienzo, te das cuenta de que el escritor no conoce en absoluto Marruecos, ni a su gente, ni siquiera a la ciudad en la que ambienta su trama, y que bien podría haberla situado en Estambul o en Barcelona, porque no habría diferencia alguna. Repudio las novelas en las que el lugar donde transcurre la historia que me cuentan es de cartón piedra.
Acabo de leer En el nombre de Padre, de Luis Salvago. Luis y yo nos conocemos virtualmente, pero nos comunicamos con bastante asiduidad. Sabía que había logrado el premio Vargas Llosa con esta novela, pero apenas había reparado en su argumento hasta que ayer sábado me llegó el volumen. Leí en la contraportada que el protagonista era un joven de Tánger, y que la época en la que se desarrolla son los años de la guerra civil… Lo confieso, eso hizo que entrara con aprensión en la novela, pero me he leído sus 332 páginas en dos sentadas y me he puesto en seguida a escribir de ella. Todo eso significa que me ha parecido magnífica, que el Marruecos que Luis Salvago describe, tanto Tánger como Cabo Juby, no son un mero decorado, y que su visión del estallido de la guerra civil española no es la visión manida de siempre.
Su narrativa, como demuestran los siguientes párrafos, es aguerrida y firme.
“…En Tánger, la despedida es un acto social extremadamente frecuente. Le gente llega, establece un negocio, escapa del matrimonio, busca un matrimonio, huye de la ley, se alista en el Ejército, deserta, entra en el juego, sale del juego, bebe, fraterniza con los moros, los detesta; se piensa en Tánger como un lugar de tránsito, donde la gente no viene para quedarse, sino para tentar a la suerte. Podría pensarse que se vive con sensación de perpetua provisionalidad, pero eso no es del todo cierto: en la conciencia colectiva de los ciudadanos existe la abstracta creencia de que aquel que se va siempre puede volver. Nada es definitivo, nada es absoluto. De modo que una despedida nunca es trágica, a no ser que su destino sea el camino de un cementerio.
Al llegar a la calle Ohm descubrimos que habíamos caminado en dirección contraria. Volvimos sobre nuestros pasos, atravesando la medina. La ropa tendida ondeaba en las azoteas y ventanales. En el suelo, los gatos se alimentaban de los restos de comida que la gente abandonaba en los rincones. Los niños gritaban y corrían persiguiéndose sobre la acera húmeda. Se escuchó de pronto un ruido de motor, parecido al que mi madre hacía con su antigua máquina de costura; al poco vimos cruzar por encima de nuestras cabezas dos biplanos Breguet XIX que apenas duraron dos segundos en el espacio entre los edificios. Aquello también era provisionalidad: los aviones, las estaciones de tren, los puertos de mar y las sirenas de los barcos evocan provisionalidad. Mariza hundió más su cabeza en el suelo. Los bordes de la toca ya le cubrían parte de los ojos cuando llegamos a la entrada y un vigilante nos abrió la puerta.
Las copas de las higueras cubrían los flancos del cementerio y, bajo la sombra de sus grandes hojas, Mariza se encorvaba todavía un poco más. Creo que asociaba el olor de la fruta macerada a la descomposición de la carne y a una idea de acabamiento, y parecía encogerse y hacerse pequeña como si pretendiera desaparecer. Estaba hermosa, cierto, siguiendo mis pasos, acongojada en apariencia ante el desfile de tumbas, de silencios y de flores muertas. Pero, ¿a quién no le viene bien una cura de realidad?
Tal vez la visión de los aviones y esa precipitación a lo escabroso hizo que para una vez que Mariza abría la boca me hiciera una pregunta inconveniente:
-¿Crees que habrá una guerra?”
Los personajes, bien construidos, sólidos, nos sumergen en la vida cotidiana de Tánger, pero el padre del protagonista, al que se conoce como el Matarife, esconde tantos secretos y muestra tal grado de insensibilidad que la historia se torna inquietante. Ese padre que vive obsesionado con sus ideales políticos y con las armas, ese padre que instruye a su hijo para un destino que cree sublime y que supone ya escrito, ese padre que es capaz de convertir a su hijo en un potencial asesino… Así dicho, parece una historia imposible o excesiva, pero Luis Salvago escribe con tal soltura, con tanta seguridad, que a través de sus páginas nos vemos arrastrados por esta febril relación paternofilial que es a un tiempo original y visceral, distinta y sorprendente.
Hay instantes de tensión que deja al lector descolocado, asombrado de que alguien pueda actuar de esa manera para que sus ideas y principios calen en un hijo. Pero es a partir de la ausencia de ese padre, sin embargo tan omnipresente, cuando las páginas pasan una tras otra, y yo, como lector, me dejo llevar embaucado por una historia apasionante, amarga y dura, sin duda, pero hipnótica. Porque cuando León, el protagonista, ese hijo que vive en cierta manera aplastado por la pesada sombra de su padre, llega a su destino como soldado, a Cabo Juby, entramos en otra dimensión. Es ahí donde Luis Salvago despliega una narrativa aún más atractiva, más envolvente, y crea un microcosmos plagado de sensaciones y de sentimientos. El desierto, el silencio, la soledad, la ausencia y el destierro, pero también la pasión, el amor, la amistad, la honestidad, la cobardía, el perdón y la traición. Hay muchos temas que la pluma de Luis Salvago sabe encajar de manera casi matemática, sin que nada sobre, sin que nada falte.
Y crea la atmósfera perfecta en cada escena que imaginamos, como cuando comienza el levantamiento de las tropas en Marruecos contra el Gobierno legítimo de la República. Leyéndolo, uno se hace una idea cabal y muy creíble de lo que sucedió esos días en los cuarteles.
“…Entraron tres hombres: un capitán y dos tenientes, a una cierta distancia de él. Llevaban pistolas y apuntaban al techo con ellas. Cuando alcanzaron el centro de la sala se detuvieron. El capitán dio entonces dos pasos adelante, tan cerca de nosotros que podía ver el brillo de sus botas, las más limpias que vi en mi vida. Su expresión era severa y no podía anunciar nada bueno. Una vez se hubo asegurado la atención se aclaró la voz.
-Voy a pronunciar unas palabras -dijo-. Espero de ustedes una respuesta. De todos ustedes -insistió.
Se quedó en silencio. Comenzó a recorrer con la mirada cada uno de los rostros, uno por uno, despacio, tal como si los fuera dibujando en un papel imaginario con un lápiz imaginario.
-Piensen antes de responder.
La advertencia dejó a todos sobrecogidos. No a Demetrio, él buscaba citas en Vuelo nocturno, esperaba sorprenderme. De modo que yo me distraía con el brillo de unas botas y él se sumergía en la profundidad de la lectura.
El capitán se volvió hacia uno de los tenientes, le dijo algo al oído y este, con resolución, elevó más la pistola, estiró el cuello y gritó:
-¡Viva la República!
Los sonidos fueron absorbidos, devorados por un significado que, sin embargo, resultó incomprensible. Las gargantas crepitaron, alguien arrastró una silla y cayó al suelo. Muchos se quedaron a medio camino de levantarse, a medio camino de sentarse, a medio camino de todo. Por un momento temí escuchar a Sebastián, que hubiera aparecido a mis espaldas y no descubriera que esas palabras de euforia encerraban una trampa. Lo busqué a voleo entre la gente. ¡Qué expresiones de desconcierto encontré en esas miradas! Eran palabras incongruentes, inesperadas. Como tirarse al río y no mojarse. Estaban aturdidos, como yo. Alguien alzó el puño, un soldado de Aviación. <¡Viva la República!>, gritó. Se le rompió la voz, de tanto entusiasmo. Se unieron más voces aquí y allá, arrastradas todas por un misterioso fervor. El capitán los contaba, sus ojos iban y venían, se posaban en uno, luego en otro, con insistencia, dibujaba un esbozo con las pupilas, este trazo aquí, este otro allá. Yo imaginaba a cada uno de ellos con su expresión de arrebato, la ropa revuelta, sus figuras impresas en una lámina de Padre: La libertad guiando al pueblo. Solo que en esa escena imaginada no existía libertad que guiara, ni bandera a la que seguir, porque los colores se volvían confusos, imposibles de identificar. Tres más sentados a una mesa, también de Aviación, se levantaron, hicieron suya la proclama, aunque ya con cierta tibieza. Su determinación no era la misma que la de los primeros, porque en el último instante, probablemente, habían atisbado la mentira y, sin embargo, no pudieron dominar el impulso.”
León se convierte en lo que la vida le tenía predestinado, de manera insoslayable: en un soldado de la Compañía Disciplinaria destinada en Cabo Juby, en un fusilador. Y es ahí donde se introduce un elemento perturbador que le sirve al autor para plantear una visión del conflicto civil desde una perspectiva asombrosa, y, además, para ahondar en la disyuntiva moral y ética del hombre que ha de ejecutar a otro por orden de la superioridad.
La novela es ágil al introducir entre tanto dolor y tanto desasosiego una extraña y sugerente historia de amor entre León y una periodista, anclada en ese lugar perdido de dios. Pero es en el desenlace de todas las historias que se han ido entrecruzando cuando la novela nos coge por sorpresa y evita lo predecible, dejándonos noqueados.
Es esta una historia de perdedores: la de esos españoles a los que el levantamiento contra la República los sorprendió en el lugar equivocado o la de esos españoles que se plegaron a las circunstancias por cobardía o por pura supervivencia, la de esos españoles que lucharon contra sus propios ideales y contra su propia gente. No hay vencedores ni victoria que celebrar, sino un silencio que llega del desierto, desde lo más lejos, un silencio que nos abruma.
En el nombre de Padre es una novela exquisita, poderosa, excelente.
Ha sido publicada por La Huerta Grande Editorial.
Sergio Barce, noviembre 2020

Magnífica reseña. Realmente capta, o eso me parece, lo que narra la novela. Concuerdo con los tres adjetivos: exquisita, poderosa, excelente.
Gracias.
Gracias, Sabino.
Pues qué ganas de leerla. ¿Por qué no lo habré hecho todavía?
Gracias por el recordatorio.
Alberto Mrteh (El zoco del escriba)
Merece la pena.