Fragmento de la novela Malabata (Ediciones del Genal – Málaga, 2019), de Sergio Barce
Amin Hourani era un hombre hecho a sí mismo. Pertenecía a una vieja dinastía de desarraigados. Hijo de emigrantes marroquíes, pero de nacionalidad belga, había nacido en Beirut, a donde regresaría siendo ya adulto para abandonarlo de nuevo. Se marchó del Líbano a bordo del Gizéh con la única compañía de su maleta de madera. Y dos semanas más tarde, bajo un fuerte aguacero, desembarcaba en Tánger. Lo hizo justo al inicio de la cuarta oración que él cumplió en la cubierta del mercante arrodillándose en dirección a La Meca. Eso ocurría pocas semanas antes de que se permitiese al general Franco ocupar la plaza.
Llegaba a Marruecos con la experiencia de sus años de policía en Bruselas y su trabajo de asesor en Beirut con el ánimo maltrecho y la vaga ilusión de reconstruir su vida en el país de sus ancestros, aunque él no lo conocía más que de boca de su abuelo. La tristeza de ese cielo grisáceo lo compungió hasta el extremo de hacerle recordar el entierro de su padre, sepultado en tierra extraña sin la compañía de ninguno de los suyos. Al bajar al muelle pensó que la suerte estaba echada.
—Incha Al´ láh —murmuró cuando sellaron su pasaporte.
Once años después de aquel primer día el inspector jefe Amin Hourani se consideraba ya un tanyaui de los pies a la cabeza. Y tenía muy claro lo que significaba ser un auténtico tanyaui: no eres de ningún sitio, careces de patria y desconoces tu bandera, pero sabes quiénes son tus amigos y dónde deberías morir.
Una vez que la ambulancia se llevó el cuerpo de Jacques Duhamel, Amin Hourani decidió caminar solo y sus pasos lo llevaron a la Pensión Fuentes. Llegó sumido en sus recuerdos, fumando uno de los puros cubanos que la señora Hutton solía enviarle cada mes, y al instante percibió la incomodidad que su presencia acababa de provocar en algunos de los clientes. Se sentó en una de las mesas más apartadas y en seguida Manuel le sirvió un vaso y una tetera humeante junto al periódico del día. Vertió el té y luego se echó atrás acomodándose en la silla mientras daba otra calada al puro. Siguió con la mirada los movimientos autómatas de Manuel hasta que a hurtadillas alguien se le acercó por la espalda y le habló al oído.
—Jefe, ¿es cierto que le han cortado el cuello al hijo de monsieur Duhamel? —el olor a coñac oxidado que le llegó del intruso hizo que Hourani reconociese al viejo Anselmo, perenne aspirante a periodista de sucesos. La voz se había barnizado con un fingido y torpe tono de seducción—. Dígame algo que no se sepa, que pueda publicar en el España.
—Creemos que es obra de los masones —deslizó como si compartiera con Anselmo una información reservada—. Lo han ejecutado siguiendo un viejo ritual empleado por una de las logias más antiguas, tu sais.
—¡Menudo notición me está pasando, jefe! —Anselmo sacó un pequeño bloc de la americana de pana que colgaba de sus hombros con deslucida elegancia y escribió algo con un lápiz—. ¿Algo más, jefe? Siempre que no le comprometa, por supuesto.
—Que como publiques algo de la estupidez que acabo de inventarme te mando al inspector Medina.
—¡Joder!
El aliento nauseabundo de Anselmo desapareció y Hourani recuperó algo de la placidez que solía hallar en el café de la Pensión Fuentes. Desplegó el periódico que había sobre la mesa. En su portada leyó la noticia de la victoria del partido Wafd en Egipto. El artículo explicaba que algo se movía bajo los cimientos de los países árabes, pero sin profundizar en ese nuevo aire de independencia que comenzaba a soplar. Luego, dejando el periódico a un lado, Hourani pensó vagamente en Jacques Duhamel, en el tajo abierto en su cuello, en las puñaladas que cosían su torso, en la manera salvaje y ruin como había sido violado, en la indignidad del género humano, algo que siempre le sorprendía pese a su larga experiencia con lo más ignominioso y lo más bajo del hombre, y quizá por esa misma razón enseguida la imagen de la víctima fue borrada por aquella otra que guardaba de su llegada a Tánger. Era la imagen del día en el que en la cubierta del Gizéh se había arrodillado bajo una intensa cortina de lluvia que fue abrazándolo poco a poco. Podía notar aún aquellas gotas de agua que se escabulleron entre su cabello, colándose por el cuello de su camisa, chorreándole por la cara, y cómo la ropa mojada se fue adhiriendo a su cuerpo como una incómoda segunda piel. Y también era capaz de recordar la voz del almuédano orando desde la Gran Mezquita y cómo él fue repitiendo las aleyas jurándose que redimiría su vida desde la nada, seguro de que en Tánger lo esperaba la felicidad que hasta ese momento le había sido tan esquiva. Mientras rezaba, sus lágrimas saladas se mezclaron con el agua de lluvia. Continuó con el rezo, aferrado a él para poder seguir adelante. Sólo le quedaba la oración y la vieja maleta que sujetaba con una cuerda, la misma vieja maleta que vio a su abuelo cruzar todo el norte de África y a su padre salir del Líbano para llevar a toda su familia a tierras belgas. Recordaba con nitidez que su boca le temblaba, como el resto del cuerpo, y que en medio del rezo pronunció el nombre de Salwa. Sabía que era la última vez que iba a pensar en ella, que cuando bajase al muelle dejaría su recuerdo en el barco como un equipaje sin dueño, pero repetía su nombre como si se tratara de otra aleya, dolorosa y descarnada. Podía aún sentir la fragilidad del cuerpo de Salwa. La había estrechado entre los brazos el último día que había pasado en Beirut. Fueron apenas unos minutos, escondidos en el taller de su hermano, envueltos en el sándalo y el cuero. Había sentido bajo el caftán su cuerpo menudo, espigado, en el que los huesos parecían de cristal. La había palpado con las manos abiertas aprendiéndose de memoria cada pliegue, cada sombra, cada silencio. Los labios se le habían enredado con su cabello negro y ensortijado que olía a campo abierto. Notaba la calentura de su respiración, el abismo que comenzaba a separarlos, el desmayo que atenazaba a Salwa y que le impedía decir palabra. Hourani logró hablar y lo hizo por los dos. Nada podía hacerse. Salwa había decidido antes, incluso mucho antes de conocerlo, y tendría que partir sin ella. Sólo había conseguido atrapar su intensa mirada memorizando aquellos ojos negros que no se habían cerrado mientras había durado su beso, aquellos ojos negros que lo habían traspasado hasta llegarle al estómago escarbando con una desesperación de agonía. Jamás había sentido un dolor como ése, que lo obligaba a abrir la boca para respirar y a dar bocados al aire para tratar de no desfallecer. Jamás antes había sido tan consciente de que estaba solo, terriblemente solo.
—Buenos días, inspector jefe.
Amin Hourani pareció despertar. Levantó los ojos y reconoció al hombre que acababa de saludarle al pasar a su lado. Era el director de las Galeries Lafayette.
—Buenos días —respondió segundos después no sin cierto esfuerzo.
Miró la tetera tratando de calcular el tiempo que llevaba allí sentado. Se llenó otro vaso, abrió de nuevo el periódico y buscó el número de la lotería agraciado en el día anterior, pero como siempre no era el elegido por Medina.
¡Qué buena pinta!
Alberto Mrteh (El zoco del escriba)
Gracias, Alberto. Espero no defraudar.