«ESTRATEGIA EMPRESARIAL», UN RELATO DE JOSÉ LUÍS PÉREZ-FUILLERAT

Me ha llegado esta semana un relato escrito por el poeta José Luís Pérez-Fuillerat. Es un cuento curioso, que, muy lentamente, va despertando la curiosidad y la intriga del lector, lo que quiere decir que consigue su objetivo. Pero a mí, personalmente, lo que más me ha sorprendido de su narración ha sido, por supuesto, que una de mis novelas forme parte de la historia.

Me lo había advertido el propio José Luís en su correo, que acompañaba a su envío: «…ahí llevas, adjunto, ese relato que he escrito en estos días, con final especial de homenaje sergiobarciano...»

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JOSE LUIS PÉREZ-FUILLERAT

Por supuesto, su ingenio, como hace también en persona cuando nos vemos, no deja de admirarme. Un amigo con el que merece compartir un albariño.

Dentro de pocos días, también compartiremos el parto de su libro de relatos Cuentos de olores viejos y la nueva edición de mi novela El libro de las palabras robadas.

Sergio Barce

Estrategia empresarial

de José Luis Pérez-Fuillerat

  Asistía con la fidelidad de auténtico aficionado a las exhibiciones deportivas de ciclistas experimentados. La velocidad que adquieren en los velódromos y otros circuitos naturales, adoptando posturas sin la más mínima caída, los diferentes obstáculos que salvan, en perfecta sintonía con el vehículo, le parecían algo fuera de este mundo. A pesar de tanta admiración, el empleado Ernesto nunca sintió deseos de imitar a esos artistas deportivos. Su vida transcurría con una normalidad apabullante. Precisamente, asistir a esas actividades que se ofrecían de vez en cuando en la ciudad, rompían la rutina de su vida diaria: por la mañana, muy temprano, una ducha fría en cualquier estación del año; desayuno con pan tostado, frotado con una rodaja de tomate y aceite con pizquitas de sal. A las nueve, en su trabajo, puntual para fichar. Cuatro horas ininterrumpidas entre ordenador, alguna visita a despachos contiguos, charlas con el jefe para recibir órdenes y salida hacia su casa. Comida rápida de mediodía y a las tres de la tarde, vuelta al trabajo: ordenador, alguna visita a despachos contiguos, charlas con el jefe para recibir órdenes y salida hacia su casa. Vivía solo, pero no se sentía solo. La televisión no le llamaba la atención. Y cine, poco, sobre todo italiano. Desde aquella película en la que a Antonio Ricci le robaron la bicicleta no ha vuelto a ver más cine del país del Dante. “Tanto realismo me agota y me cierra la imaginación”, se decía para autojustificarse. Leía durante un par de horas antes de retirarse a dormir. A veces dos o tres libros a la vez. Dejaba señalada la página y seguía leyendo indiscriminadamente. Pero el final de su lectura diaria, y como lenitivo para iniciar un plácido sueño, era la relectura de las diferentes frases de personas célebres, que había grabado en las paredes de su habitación: “La vida es como montar en bicicleta. Para mantener el equilibrio hay que seguir pedaleando”, de Albert Einstein. La que más le gustaba y que presidía el cabecero de su cama era la de J.F. Kennedy: “Nada es comparable al sencillo placer de dar un paseo en bicicleta”. Y así acababa por dormirse, con su imagen subido a una bicicleta, palpando el libro abierto, abandonado en la cama.

Por eso, cuando se anunciaba que habría exhibiciones de acrobacia en bicicleta, o alguna otra concentración de ese deporte, nunca dejaba de asistir. Lo disfrutaba, precisamente porque su trabajo representaba lo contrario de esa actividad: la incertidumbre del ciclista, el posible peligro, no solo de algún accidente, sino, sobre todo, de fracaso en la realización final de los competidores, lo suspendían en un miedo controlado, eso sí, pero que también lo sacaban de la rutina. Estas inquietudes las comentaba entre sus compañeros de trabajo: que, aunque su ilusión sería tener valor para participar como ciclista en alguna de esas modalidades deportivas, creía que nunca podría conseguirlo, solamente por miedo al fracaso. Repetía esta palabra mucho y que aquello que dijo Samuel Beckett, “Fracasaste. No importa. Inténtalo de nuevo. Fracasa otra vez, pero fracasa mejor”, no le convencía. Pensaba que, en el mundo del trabajo, un error puede costar muy caro; a veces hasta la vida. Y a él le gustaba ir sobre seguro.

Ernesto formaba parte de una compañía en la que el jefe se portaba muy bien con sus subordinados. No controlaba excesivamente sus obligaciones diarias. Sí la hora de entradas y salidas. También observaba, sin que se notara, que todos y cada uno de los empleados cumplía con su cometido y que la empresa superaba cada año los objetivos. También, por esa misma razón, una gran parte de los beneficios eran repartidos equitativamente entre todos los trabajadores.

ciclista

Cuando llegó el día de los veinticinco años de vida de la empresa, el jefe sugirió que deberían hacerse un regalo entre todos. Fue una sugerencia que consistía en que cada empleado sorprendería a otro con algún regalo. Esa fue la idea del patrón, añadiendo a su propuesta que nadie sabría a quién entregaría su obsequio. Sería una sorpresa para todos. Cada empleado debía elegir, secretamente, a quién lo entregaría. El jefe lo tenía todo controlado. Los empleados, no tanto. Pero también mantuvieron un suspense que les agradaba y les motivaba.

Llegado el día, se reunieron todos en la sala principal de la empresa. Se colocaron mesas alrededor del recinto, muy bien ordenadas y repletas de platos con diferentes viandas y bebidas. Adornos oportunos en las paredes para que se notara que era una gran fiesta. Los buenos jefes saben que, si al trabajador se le mantiene contento, la empresa prospera.

Cuando llegó el momento de la entrega de regalos, nadie era conocedor de a quién entregaría cada compañero el suyo. Todos pensaron lo que podría ocurrir, dada la propuesta tan peculiar que se les hizo, pero siguieron su juego. El jefe sabía que su idea podría acarrear algún que otro disgusto entre el grupo de empleados, pero era un recurso más de comprobación sociométrica, dentro de otros varios que aplicaba esporádicamente para conocer la actitud de sus colaboradores. Siempre como estrategias para el bienestar de sus trabajadores y la prosperidad de la empresa.

El jefe invitó a todos a brindar por la empresa y por cada uno de sus integrantes. Se hizo el silencio consiguiente, mientras intentaban el sorbo de saludo, anteponiendo el ‘chinchín’ compartido, como sonido envolvente por el golpecito entre cristales. Así, el oído completó, con el ruidito de las copas, los otros cuatro sentidos con que el vino les iba a deleitar. Comían y bebían mientras charlaban entre ellos.

Cuando el jefe estimó que era el momento de la entrega de regalos, dijo: “Esta empresa ha nacido con vocación de progreso para todos nosotros y para la colectividad. Sabéis que no soy un explotador y que esta compañía paga sus impuestos como mandan las leyes del país. Pero lo que más me interesa es que vosotros estéis contentos y que, si el negocio prospera, vosotros también. Pero he decidido que este aniversario tan transcendente sirva para saber cómo habéis reaccionado ante la propuesta que os hice. Así pues, ya podéis ir a por vuestros regalos y entregarlos al compañero que habéis seleccionado para recibirlo”.

Veintinueve bicicletas salieron de la mano de otros tantos empleados, que se dirigieron todos hacia Ernesto. Sorprendido, quedó en silencio sin saber cómo reaccionar. Todo lo imaginado sobre el mundo de la bicicleta se multiplicó. Se vio sentado en una, paseando alegremente por las calles de la ciudad; superando, en otra, montículos y escalones naturales y, alcanzando, en la más ligera, una velocidad inusitada en algún velódromo de competición. Sin miedo alguno al fracaso.

Tras esa entrega multitudinaria al compañero elegido, como si se tratara del trofeo que merece el primero que llega a la meta, siguió el abrazo del jefe y, seguidamente, un silencio total. Naturalmente, faltaba un regalo, el del propio Ernesto, el empleado fiel, constante, perfecto en su trabajo y rutinario en su comportamiento personal. Temeroso del fracaso.

Por una vez, desobedeció al jefe: no pensó en obsequiar a un único compañero. Cuando oyó aquel día la propuesta del patrón, inmediatamente, en su interior y en secreto como el resto de sus compañeros, meditó muy bien lo que iba a hacer en ese acto del veinticinco aniversario de la empresa.

Extendió una mirada rápida a todos los concurrentes y sacó un gran paquete envuelto en papel transparente, de lujo, con lacitos de colores multiplicados. Lo abrió ante la expectativa de todos y entregó a cada uno de sus compañeros y al jefe, un libro. Un mismo ejemplar para todos y cada uno de ellos de “El libro de las palabras robadas” del escritor larachense y malagueño Sergio Barce.

Quizás ustedes, lectores, estén haciéndose dos preguntas:

Una: ¿Por qué su compañero Ernesto les hace esa clase de regalo?

Dos: ¿Qué pretende el jefe con esa estrategia?

La mayoría terminaría esta historia así:

El empleado Ernesto, a la hora de decidir un obsequio para sus compañeros, pensó que, aunque un libro tiene un valor económico escaso, el que adquiere, cuando se lee, es incalculable económicamente, pues alcanza valor literario, estético, por todo lo que puede sugerir y motivar. Por otra parte, el jefe quería saber cómo reaccionaban sus trabajadores ante la recepción de un regalo y, sobre todo, quién de entre ellos sería el más indicado para sucederle algún día como principal responsable de la empresa. Pues eso.

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